martes, 31 de agosto de 2010

S.A.R. La Princesa Heredera de Mónaco



En la lista anual de las mujeres más elegantes del mundo, el nombre de Caroline de Mónaco se repite una y otra vez. Y es que la hija mayor de la mítica Grace Kelly se caracteriza por su impecable forma de vestir y su acierto al adaptar las últimas tendencias a su estilo. Divorciada del playboy francés Philippe Junot, viuda del multimillonario Stefano Casiraghi, la actual esposa del polémico Ernst de Hannover y princesa heredera de Mónaco luego de la muerte de su padre en 2005 cuida su vestimenta hasta el último detalle. E incluso cualquier complemento es propicio para aportar un toque extra de distinción a su vestuario.


Caroline Louise Marguerite Grimaldi es por nacimiento Princesa de Mónaco y por matrimonio Princesa Titular de Hannover. Es primera en la línea de sucesión al trono monegasco y, de facto, primera dama del Principado desde 1982. Su tratamiento oficial, desde 2005, es Su Alteza Real La Princesa de Hannover, Princesa Heredera de Mónaco.

Según pasan los años...


La elegancia y porte que tiene esta princesa de Mónaco le viene de familia. El estilo, la confianza y la autoestima se nutre en el seno familiar y ella une la sangre de una mujer bellísima que es Grace Kelly y de un hombre de poder que es Rainiero III. En 1973 tuvo lugar su entrada en la vida mundana y frívola de la alta sociedad, en un baile ofrecido en Venecia por la novia de David de Rothschild. Acudió con la mejor introductora en fiestas y “guardaespaldas” que podía conseguir: mamá Grace. Las dos bellezas aparecieron en una góndola como resplandecientes valquirias. Discretamente, la madre indicaba a la hija quién era quién dentro de aquel desfile de vanidades. Y la nueva Venus de la jet set europea comprobaba por primera vez cuán gratificantes eran las miradas de admiración.

Pero este rotundo éxito social solo fue un ensayo general para su debut oficial en el tradicional Baile de la Cruz Roja, su entrada estelar en el gran circo de la frivolidad. Ella fue la encargada de abrir el baile del brazo de su orgulloso padre. Y lo hizo con gran estilo, demostrando que el relevo generacional había llegado para Grace. A partir de ahora debía compartir las imágenes, el éxito y el glamour con hija Caroline. De paso, Mónaco garantizaba que seguiría teniendo una buena relaciones públicas para promocionar el principado.

En su primera juventud era audaz, independiente. El temperamento dinámico y entusiasta de Caroline se avenía muy bien con los deportes, tenía muy definidas sus preferencias en la vida, aunque a veces era algo caprichosa. En los actos oficiales usaba abundantemente los recursos del buen vestir: joyas enormes, telas hermosas, adornos de cabeza, ¡escotes!, demostrando gran sensualidad e interés hacia los dictados de la moda. Exhibía con mucha frecuencia flores en sus manos, en sus cabellos, en los estampados de sus vestidos. Se la veía a menudo en jeans y camisetas pero no renegaba de los grandes modistos para las ocasiones importantes.

Pese a su cómoda posición, Caroline tenía gran preocupación por conservar su ropa. Guardaba y clasificaba sus viejos vestidos, así como sus zapatos, la mayoría de Charles Jourdan. Para los accesorios de noche prefería Bulgari y tenía una debilidad por los aros, porque estimaba que le alargaban el rostro. En cierta ocasión le preguntaron qué era lo que menos le gustaba de su cuerpo y ella contestó que su pelo. A pesar de ello, los cuidados que dedicaba a su cabellera castaña eran los normales en una joven de su edad: se lo lavaba ella misma y se lo enjuagaba con vinagre, “tengo el pelo muy seco y fino, como el de un bebé”. Sólo acudía a su peluquero –y el de toda la realeza- Alexandre para las salidas importantes.


Su primera boda, la de 1978, fue una ceremonia hermosa. Deslumbrada y radiante, Caroline quiso que todo el pueblo de Mónaco participara de sus esponsales. Al aire libre y bajo una capilla improvisada en el patio de honor del palacio, la primogénita de Grace y Rainiero era una Venus inmaculada en su traje de tul blanco de Dior, confeccionado en cinco talleres distintos para proteger el secreto. Su pelo recogido, que evocaba su amor por la danza, estaba adornado con un tocado de flores de naranjo y muguetes a modo de orejeras. La novia y su flamante esposo salieron a caminar por las calles monegascas, como quien pasea por los caminos de su finca, saludando amablemente a todos los súbditos de su señor padre. Y la princesa, madame Junot, brindó sus mejores perfiles a los cazadores de instantáneas, que a partir de entonces no la abandonaron ni a sol ni a sombra.

Luego de su divorcio, dos años después, la prensa seguía empeñada en hacer de ella una figura frívola que solo se preocupaba de la ropa y de su vida social. Las quejas al respecto se convirtieron en auténticos lamentos, en una especie de canto de cisne para oídos sordos: “Cuando empecé a ver esta imagen mía, de princesa, en los medios de comunicación, me dije: ¡No soy yo! Al principio me reía de ello, luego me empezó a herir. Además, como nada es verdad, me da la impresión de que leo la historia de otra persona (…) ¡Un folletín malo!”. Pocos se acordaban que detrás de aquella glamorosa princesa había una joven que hablaba cuatro idiomas, que era licenciada en filosofía con orientación en psicología infantil, que tenía el bachillerato inglés, que estudiaba griego e historia del arte por puro placer y que era también una lectora febril a quien le interesaban todos los géneros literarios.

Caroline siempre se ha dedicado a cuidar su lado culto e intelectual, que los demás le niegan, incluso en su época de esposa y madre feliz. En 1985 inauguró en Mónaco, en la Biblioteca Irlandesa Princesa Grace, un simposio internacional sobre James Joyce, para el cual redactó –¿osadía o seguridad en sí misma?- su propio discurso de apertura que luego leería ante decenas de eruditos en literatura irlandesa. Más tarde, en 1990, cuando sus labores de primera dama de Mónaco eran reconocidas mundialmente, viajó a Asuán para firmar la declaración que iniciaba la reconstrucción de la Biblioteca de Alejandría. Es verdad que se cambió seis veces de vestido en los dos días que duró su visita, pero su discurso, leído en perfecto francés, se asemejaba a una buena combinación literaria entre Milan Kundera y Marguerite Duras, que dejó boquiabiertos a los presentes, incluido el presidente Mitterrand.


Los Grimaldi, prototipos de la aristocracia posmoderna, recibieron en 1982 un terrible golpe: la muerte de Grace. Rainiero explicó con toda claridad y crudeza a sus hijos la necesidad de unirse y hacer frente a un futuro nada esperanzador. Era consciente de que la imagen que ellos cuatro proyectaban al mundo no era la ideal: un viudo envejecido, una caprichosa princesa divorciada, otra princesa menor de edad con síntomas de gran rebeldía y un varón heredero que padecía “alergia” al matrimonio. Ahora le tocaba a Caroline demostrar de lo que era capaz.

La hija mayor pasó a ocupar la presidencia del Festival Internacional de las Artes y de la Fundación Princesa Grace, se hizo cargo de las Guías de Mónaco y del Garden Club y creó la organización “Joven, te escucho”, que funcionaba como servicio telefónico de ayuda a jóvenes con problemas. También se ocupó de organizar una nueva compañía de ballet de Montecarlo, la gran pasión de su infancia. De hecho, se convirtió en la primera dama aunque sin título oficial. En calidad de tal, recibió de manos de su padre la Gran Cruz de San Carlos, la más alta condecoración de Mónaco.




El 29 de diciembre de 1983 volvió a casarse. Esta vez con el multimillonario italiano Stefano Casiraghi, tres años más joven que ella, en una sencilla ceremonia celebrada en la Sala de los Espejos del palacio y no en la Sala del Trono, como marca la tradición y como cabía esperar si la boda hubiese tenido un mayor esplendor. Además de las respectivas familias apenas hubo veintitrés invitados y Marc Bohan le
diseñó un leve vestido de satén color sepia, cruzado, cuyos pliegues disimulaban su embarazo de tres meses. Esta unión fue como un bálsamo para Rainiero, quien aún guardaba luto por su esposa. En rápida sucesión vendrán los hijos Casiraghi: en 1984 Andrea Albert Pierre; en 1986 Charlotte Marie Pomeline y, finalmente, en 1987 nació su tercer hijo, Pierre Rainier Stefano.


A mitad de sus veinte años, la princesa no acostumbraba tener ideas propias o renovadoras en lo que se refiere a la moda. De su madre, eso sí, ha heredado la forma tradicional de vestir en Europa y la costumbre de ser cliente asidua de Dior, Yves St. Laurent y Karl Lagerfeld, de la casa Chloé. En algunas ocasiones accedía a vestir las creaciones de Valentino. Y aunque a la rebelde princesa de Mónaco se le consideraba en el terreno privado “una muchacha algo frívola y orgullosa” era una mujer mucho más sensitiva de lo que se creía. Prueba de ello es haber logrado que su segundo vestido de novia (para casarse con Stefano Casiraghi) fuera diseñado por el mismo modista que creó para ella el modelo que lució en su primera boda: Marc Bohan, de Casa Dior. Naturalmente, la elegancia de Caroline distaba mucho de ser la de Grace, pues se dejaba llevar por muchos caprichos de juventud, pero tenía una elegancia muy personal.


La diferencia más notable entre Grace y Caroline es que la primera jamás fue sorprendida por las cámaras de los fotógrafos sin arreglar o con un atuendo que, por sencillo y casual que fuera, no lograse el debido impacto. Caroline, en cambio, fue fotografiada muchas veces con una indumentaria que rompía por completo la imagen conservadora de una princesa real. Usaba el cabello libre, lo que favorecía su aire ligero y juvenil. A veces se mostraba públicamente despeinada, cargada de paquetes y sin maquillaje, con prendas casuales y zapatos bajos, su atuendo preferido para salir de compras por París. La princesa Grace, por su parte, sabía mantener ¡hasta en su privacidad! la encantadora magia de su posición.

Lo más admirable de Caroline es que para cada evento sabía lucir exactamente la ropa apropiada: el diseño, la línea o el color, serán más o menos acertados… aunque no siempre los más adecuados a su belleza. Sin embargo, no cabe duda de que en ningún momento (sobre todo desde que comenzó a ocuparse de las funciones que estaban a cargo de la fallecida Princesa Grace y hasta hoy) desentona su forma de vestir con la jerarquía del acto a que debe asistir representando a su padre y al principado. Y en esto la ha ayudado muchísimo Marc Bohan, posiblemente el más paciente diseñador del mundo.

Caroline, a pesar de su herencia norteamericana, confesó en muchas ocasiones que no era partidaria de la moda de aquel país. Nolan Miller, el modista de la serie “Dinastía” y el más cotizado durante los ’80 en los Estados Unidos, no le atraía porque “sus vestidos son demasiado recargados. En ningún momento dan la sensación de que la mujer pueda actuar con la debida desenvoltura, que es el secreto de la verdadera elegancia, porque la forma y los adornos de Miller obstaculizan gestos y movimientos…



La belleza meridional de Caroline era una pura expresión de vitalidad, un arrebato de poderío sensual alimentado desde los propios genes. A su lado, Casiraghi era un partenaire desdibujado, sin más patrimonio que su afición deportiva y cierta dosis de romanticismo al uso. Presente junto a la princesa en las ceremonias oficiales o las veladas mundanas, Stefano la dejó ejercer plenamente su papel, manteniéndose siempre detrás de ella y convirtiéndose en su compañero ideal al ofrecerle el equilibrio que ella necesitaba. Su muerte, el 3 de octubre de 1990, víctima de un accidente náutico, la convirtió en una joven y triste princesa viuda con tres hijos pequeños que cuidar. Acudió al funeral de negro riguroso, con un vestido entallado muy por debajo de las rodillas, mantilla española de blonda negra, medias y largos guantes. Caroline usó este tipo de larga y envolvente mantilla, como una especie de escudo protector, en los tres funerales importantes de su vida, el de su madre, el de su esposo y el de su padre.

Después de la muerte de Casiraghi vivió casi dos años de luto. Su primera aparición pública fue el 4 de mayo de 1991, en un concurso internacional de bouquets, donde, siguiendo la costumbre de la casa, eligió la comunicación no verbal. Como si se tratara de una novicia a punto de tomar los hábitos apareció con un impresionante corte de melena, un riguroso traje negro con blusa blanca y unas gafas de sol redondas. Ese cambio de imagen que entristecía su aspecto venía a significar también un cambio de actitud y de vida. Se retiró a vivir a Saint Rémy- de-Provence, lugar en que se paseaba como una campesina más con vestidos de pastorcilla estilo provenzal, estampados con florecitas blancas, que se hicieron famosos por lo sorprendente que resultaba verla con esos atuendos y porque empezaron inmediatamente a venderse en todo el mundo modelos similares. Su plácida existencia allí, en soledad, fue “amenizada” por la compañía el actor francés Vincent Lindon.





En 1999, el día en que cumplía 42 años, vino la boda con Ernst de Hannover, príncipe titular de la Casa de Hannover, Duque de Brunswick y Lünenburg, amigo de toda la vida de la princesa. Este tercer matrimonio fue el más discreto de los que protagonizó Caroline, pese a que el novio es el de mayor rango de sus tres maridos. Si en 1978 todo Mónaco salió a la calle para celebrar la primera boda de su princesa, en esta ocasión sólo hubo en la plaza del palacio Grimaldi un centenar de periodistas apuntando con sus cámaras a unos balcones que permanecieron cerrados. Caroline y Ernst no repitieron ni la salida al balcón que se produjo en 1983, cuando la princesa se casó por segunda vez. La estricta intimidad marcó un enlace que, según algunas fuentes, se precipitó por el estado de buena esperanza de la princesa, quien reincidía en esa costumbre.







Caroline sumaba a su título de Alteza Serenísima el de Alteza Real y formaba parte ahora del grupo de los reales primos de Europa, constituido por los miembros de todas las familias reales. Considerada casi una princesa de opereta de una dinastía de orígenes cuestionados, la hija mayor de Rainiero podrá ahora codearse con los grandes apellidos de la realeza. Sólo una foto oficial en la que puede verse un retrato formal de los novios -ella con traje gris perla, y él, con terno oscuro- demuestra que Caroline es, además de princesa de Mónaco, princesa de Hannover y, por tanto, súbdito de la reina Isabel II, quien había autorizado el enlace como cabeza de la extinta Casa Real de Hannover.


En el cambio de milenio su estilo seguía siendo impecable. Era muy amiga del diseñador Karl Lagerfeld, pero no necesariamente se vestía de Chanel. Siempre con el atuendo adecuado, sin exageraciones, sin artificios. A sus 40 años y del brazo de Ernst de Hannover, Caroline era una reina sin reino, había entrado por la puerta grande en la galería de la realeza milenaria de Europa y sus apariciones ya no se limitaban a una noche de ópera en un teatro de juguete, sino a las grandes veladas de gala en los principales palacios reales.

Al igual que muchas otras reinas o princesas, usa modernos sombreros para destacarse en la multitud. En su armario tienen cabida desde los trajes de noche sofisticados hasta la ropa deportiva, que utiliza cuando practica algunos de sus deportes preferidos como, por ejemplo, la caza y el esquí. También los trajes sastre, que ella utiliza en funciones públicas cuando tiene que verse muy propia, pero nada de una simple falda recta y chaqueta aburrida. Son diseños de alta costura, muy cuidados en el acabado, en los detalles y los adornos.


Parte de su imagen también se la debe a diseñadores importantes como, por ejemplo, Karl Lagerfeld o Jean Paul Gaultier, quienes han contribuido con sus creaciones para resaltar el estilo de primera dama. No está en las tendencias audaces, jamás se verá con fajas o transparencias exageradas. Peina su cabello de manera discreta, por lo regular lo encima del hombro, su maquillaje es natural, sencillo, no es una mujer que marca grandes tendencias de moda, pero sí tiene seguidoras en todo el orbe que quisieran ser como ella dentro de este estilo natural, clásico y real.


Un gusto distinguido que cada vez es más admirado. Quizá su madre, tristemente fallecida en la plenitud de su madurez, sea el modelo en el que Carolina se fije para ser, hoy, a sus 53 años, la dama perfecta. Lo cierto, es que tanto Grace como ella son dos de las mujeres más elegantes de la historia. Ambas tienen ahora en Charlotte –nieta e hija de éstas, respectivamente- a la mejor heredera de su estilo.


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