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martes, 15 de marzo de 2011

¡Ni que fuera Osuna!

“¡Ni que fuera Osuna!”. Con esta expresión señalaba la sociedad española de la segunda mitad del siglo XIX toda muestra de dispendio exagerado y ostentación rumbosa. Y con estas mismas palabras comienzan la mayoría de las biografías dedicadas al personaje que las propició, don Mariano Téllez-Girón, XII Duque de Osuna, última luminaria de uno de los grandes artificios de la nobleza española de todos los tiempos, la Casa de Osuna, auténtico Estado dentro del Estado, cuyos intereses y propiedades llegaron a extenderse por veinte provincias.


Las armas maternas (Beaufort-Spontin)


Como apunta el especialista Atienza Hernández, “Los que comienzan siendo condes de Ureña en el siglo XV, pasan a ser duques de Osuna en el XVI, integrando gran cantidad de títulos desde finales del XVIII y, sobre todo en el XIX, acumulando prestigio social, económico y político, de tal manera que sus rentas, junto a las de la Casas de Medinaceli, significan el 22 por ciento del total de las rentas nobiliarias nacionales”.

De doña María Josefa de la Soledad de la Portería Alfonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente, heredó su nieto Téllez-Girón el gusto por el lujo y el despilfarro. Mujer de vivo carácter, rebelde y orgullosa, ilustran la personalidad de “la más encopetada dama de España” las anécdotas que siguen. Una vez recibió la visita de un embajador, en cuya casa había escaseado el champaña durante una fiesta, y ordenó desenganchar los caballos de su carruaje, obligando a que los animales abrevaran en cubos repletos de tan costosa bebida. Siempre según la leyenda, en una ocasión en la que celebraba una partida de cartas en su casa, como alguien extraviara una moneda en el suelo y hubo que interrumpirse el juego, la aristócrata encendió una pira con billetes de curso legal con la que iluminar convenientemente la estancia y acelerar la búsqueda de tan insignificante “adminículo”.


El XI Duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón, hermano mayor e inmediato antecesor de Mariano


Su nieto Mariano Téllez-Girón, auténtico exterminador del patrimonio familiar, era un segundón, pero las muertes de su padre y su hermano mayor (X y XI duques de Osuna, respectivamente) lo convirtieron en el hombre más rico de la Península. Heredó catorce grandezas de España, cincuenta y dos títulos, cuatro principados y unas rentas que ascendían a cinco millones de pesetas anuales, cantidad astronómica para la época; además de los doce millones de reales en oro, castillos, palacios y obras de arte.

Como señala Sánchez-Mora: “Suyos eran los palacios del Infantado, en Guadalajara; el de Mendoza, en Toledo (Hospital de Santa Cruz después); los de Benavente, Manzanares, Osuna, Béjar, Pastrana, Gandía, el de Arcos, en Sevilla y el de Beauraing, en Bélgica, que él mandó reconstruir. La Alameda, en los alrededores de Madrid, y la magnífica posesión de Aranjuez. En Madrid tenía varios palacios, todos ellos regios. Pero él prefirió el de las Vistillas –hoy derruido- (…) descollando en él la magnificencia del patio de honor. Tapices, esculturas, reposteros, armas y valiosísimos muebles y lienzos adornaban el palacio. Cuadros de Tintoretto, Teniers, Rubens, Tiziano (…). Lienzos de Van Dyck, Carnicero, Pantoja, Bayeu (…) La famosa Biblioteca del Infantado, con más de sesenta mil volúmenes; la armería; las caballerizas, con magníficos caballos de carrera, posta, tiro; maravillosas carrozas esmaltadas y –noble gesto de auténtico prócer- el hospital que don Mariano hizo construir para su servidumbre, viejos o enfermos”.

¿Y qué dejó a su muerte? Cuarenta y tres millones de pesetas de pasivo, cifra casi nueve veces más astronómica que la que heredó.



La Alameda de Osuna, “El Capricho”, heredado de su abuela Benavente


El origen de tamaña hazaña tuvo lugar en el Cuerpo de Guardias del rey, donde desde 1833 era cadete supernumerario cuando llevaba el título de marqués de Terranova, que le había cedido su hermano Pedro, XI duque de Osuna. Su ascensión dentro de la institución militar resultó meteórica una vez consumado el conflicto carlista. Sin embargo, su salud no era buena y se vio obligado a pedir una real licencia para restablecerse.

A principios de 1838 fue nombrado caballero de la embajada extraordinaria que debía acudir a Londres a la coronación de la reina Victoria. Don Mariano realizó el viaje de París a Londres en una diligencia, “ya que los elegantes detestaban el viaje en tren, no por el peligro, sino por ver sus delicadas levitas y claros pantalones manchados por el humo y el carbón”. Y añade Sánchez-Mora que “en la corte inglesa, que en aquella ocasión no estuvo a la altura de su tradicional elegancia, don Mariano fue un auténtico dandy gomoso y estirado; los bigotes en punta y el aire altanero y un tanto impertinente; hueco, ampuloso y leve, está como deslumbrado por su propio brillo”.


Don Mariano en traje de calle


Instalado en París recibió la noticia de la muerte de su hermano, situación que convirtió la afectada elegancia del marqués de Terranova en un delirio de grandeza que terminaría por provocar otro lapidario comentario: “Osuna se ha vuelto loco, creyéndose Osuna”. Decidió instalarse en el palacio de las Vistillas, donde ordenó acometer toda clase de suntuosas reformas, con el fin de que su residencia estuviera a la altura de su alcurnia.

El inmenso edificio construido por la bisabuela de Mariano, princesa de Salm-Salm y duquesa viuda del Infantado, era austero en su fachada, pero su interior rebosaba magnificencia y lujo. Del completo entramado protocolario que se vivía entre sus muros da cuenta un testigo que asegura que quien deseaba ver al duque debía pasar previamente por portero, lacayos, portero de estrados, secretario particular, etcétera, al tiempo que desfilaba por innumerables dependencias en cuyas puertas podía leerse: Secretaría, Archivo, Tesorería, Contaduría…



Osuna en el palacio de las Vistillas


Todos los palacios de su propiedad, dentro y fuera de España, tenían la orden de servir la comida cada día, “igual que si el señor duque asistiera a ella”. Según ciertas hablillas, tan excéntrica y costosa exigencia tuvo su origen un día en que llegó el señor duque a uno de sus palacios y no encontró listo el almuerzo. Y lo mismo ocurría con los carruajes del duque, obligados a permanecer apostados durante horas todos los días en la estación ferroviaria, aunque don Mariano estuviese en el extranjero.

Ni que decir tiene que don Mariano viajaba siempre en trenes especiales. En una ocasión en que se encontraba comiendo con unos amigos en las Vistillas, como uno de los invitados luciera una elegante corbata francesa que a él le gustara, mandó fletar en dos horas un tren especial a París en el que viajó su mayordomo, con el único objeto de comprar una corbata exactamente igual. Pese a ser tan puntilloso en lo referente a la hospitalidad, aunque siempre tenía un buen número de invitados en sus comedores, con frecuencia prefería permanecer en sus habitaciones. En la casa de París “comieron muchos habituales que jamás llegaron a ver al duque de Osuna, su anfitrión”.

Al duodécimo duque de Osuna debe España la importación de los caballos de raza anglo-árabe y las carreras de caballos. Incluso parece ser que los primeros caballos españoles de la prestigiosa Escuela de Equitación de Viena salieron de las cuadras de don Mariano.


El XII duque de Osuna en traje de ceremonia


No obstante, no fue hasta 1852, año en el que es nombrado embajador extraordinario para representar a Isabel II en los funerales de Lord Wellington, cuando toda Europa comenzó a hablar de su ostentoso modo de vida. Su fama creció de tal forma que en 1857 la reina no dudó en enviarlo como ministro plenipotenciario a la coronación del zar Alejandro II de Rusia, país con el que España había roto sus relaciones diplomáticas.

Don Juan Valera, que acompañó al duque de Osuna en calidad de secretario, dejó un valioso testimonio escrito de este viaje: “Viajamos a lo príncipe. Paramos en las mejores fondas y tenemos coches, criados, palco en los teatros y cuanto hay que desear. Los miramientos, las delicadas atenciones y la noble bondad con que nos tratan, así al ayudante como a mí, exceden todo encarecimiento (…) Harto claro se ve que su nombre suena bien en los oídos de esta gente del Norte, mucho más aristocrática que nosotros o, por lo menos, no tan envidiosa y sí mejor educada…”

A causa de las bajas temperaturas, Osuna gasta una fortuna en pieles para él y sus criados, a tal punto que su secretario particular, el señor Benjumea, “va tan empellizado y tan raro, que en una estación del camino por poco se le comen los perros, tomándole por alimaña del bosque…”. El duque y su séquito pasaron por Bruselas, por Münster, por Varsovia y, una vez en San Petersburgo, Osuna no tardaría en convertirse en el extranjero “mimado” de la corte zarista.


La ceremonia de coronación del zar Alejandro II


“El palacio es inmenso y rico –escribe Valera-, pero de muy mal gusto y de una extravagancia churrigueresca. Para llegar desde nuestro cuarto al salón en que nos recibió el Emperador, tuvimos que andar, siempre en línea recta, cuatrocientos cincuenta y siete pasos, que mi compañero Quiñones, que es matemático, tuvo la paciencia de contar, y atravesamos veintiocho salones a cuál más lujoso. Los esclavos negros nos abrían las puertas de par en par en cuanto nos acercábamos. Dos de mitras y plumas nos precedían. El gran maestro de ceremonias marchaba al lado del duque. Al mío un acólito del maestro de ceremonias. El duque iba resplandeciente como un sol, todo él lleno de relumbrones collares y bandas. Su Excelencia comió al lado derecho del Gran Duque Constantino, que a su vez estaba al del Emperador y cenó al lado de Su Majestad la Emperatriz. Después de tantos agasajos y honores nos volvimos a nuestros cuartos, nos quitamos las galas y regresamos a Petersburgo en un tren especial del ferrocarril que hay desde aquí a aquel sitio. Eran las tres de la madrugada.”

El 22 de diciembre Alejandro II le concedió la Gran Cruz de San Alejandro Nevski y luego el Gran Cordón de San Andrés. Pero además le dio el trato de embajador, situando su preferencia después de la del embajador de Francia. ¿Cómo responde Osuna a todas estas atenciones? Doblando las atenciones recibidas, despilfarrando y deslumbrando a la corte más deslumbrante del mundo por aquel entonces, donde en los bailes multitudinarios se exponían en vitrinas las joyas que las anfitrionas no podían colgarse encima.

Osuna gastaba a diario grandes sumas de dinero en flores para las damas de la corte, regalaba abanicos antiguos a centenares, fletaba trenes especiales desde España cada vez que el zar mostraba la más mínima curiosidad por el país ibérico: hasta Rusia llegaron un cazador de osos asturiano, galgos, plantas tropicales, flores de Valencia… Pero como Osuna seguía siendo un Pimentel y éstos no conocían la humildad, también tenía desplantes propios de su aristocrática soberbia.


Ceremonia en la corte zarista de Alejandro II


En cierta ocasión, se puso de moda hablar de un maravilloso zorro azul recién descubierto en una inhóspita zona de Siberia. Fue tanto el interés que despertó este raro animal que el zar financió una expedición para cazar cuantos ejemplares pudieran encontrarse. La expedición, sin embargo, fue un éxito a medias, porque con las pieles de los zorros cazados sólo pudo confeccionarse una taluna, es decir, una capa corta que, naturalmente, fue entregada a la zarina. Parece ser que la taluna era tan hermosa que causó la envidia de toda la corte. ¿Y qué hizo Osuna? Financió secretamente una expedición idéntica a la del zar, con la fortuna de que la cantidad de zorros azules obtenidos dio para confeccionar dos flamantes pellizas… que regaló a su cochero y a su lacayo.

Pero fue más humillante aún el caso del conde Orloff. Era Orloff de granada cuna, además de poseer una de las mejores yeguadas del mundo, con cruza de caballos árabes y daneses, algunos de los cuales habían costado 15.000 duros de la época. Los caballos de Orloff tenían fama de ser los más rápidos del planeta, “por ser los únicos capaces de lograr la mayor velocidad conocida en caballos enganchados a trineos: cuatro kilómetros en siete minutos…” Pues bien, como cabía esperar, Osuna se encaprichó con uno de estos animales. Quiso comprarlo a cualquier precio pero Orloff se negó a vender, incluso puso en duda que Osuna tuviera el dinero suficiente para comprar uno de sus caballos.

Pero Osuna supo esperar. Aprovechando una ausencia del conde, consiguió que la condesa le vendiera el caballo deseado. De regreso, Orloff corrió a la casa de Osuna para deshacer el trato.

- Lo siento –contestó el duque-, pero el caballo está haciendo servicio.

- ¿Dónde? –preguntó el conde.

- Allí, mírele.

Y asomándose al balcón, Orloff pudo comprobar que su caballo daba vueltas a una noria del huerto de Osuna, con las crines y la cola cortadas y un pañuelo tapándole los ojos. Sobra decir que los caballos españoles del duque llevaban herraduras de plata y campaban libres y altivos por la finca.

Osuna a caballo


El palacio donde se había instalado el duque deslumbraba por su espléndida decoración y su exótico jardín, en el que abundaban las plantas tropicales, arbustos y trepadoras, cultivados a su temperatura por medio de estufas de leña. Las fiestas que Osuna daba allí encandilaban a los nobles rusos, porque eran propias de “Las Mil y Una Noches”. Incluso al final de una de ellas Osuna hizo arrojar “la vajilla de oro a las profundidades del Neva, para asombro de algunas docenas de convidados”.

Aunque la anécdota tiene más visos de leyenda que de realidad, hubiera sido posible en la persona de Osuna. Hombre altivo, pero no muy inteligente, Osuna se dejaba estafar por quienes lo rodeaban. No se trataba de algo voluntario, simplemente, era el precio que debía pagar por tanta adulación y admiración. Su nobleza era tan poco común, como su desapego por los bienes materiales. Consideraba que el oro era tan vil como el hombre que se preocupaba de conseguirlo a cualquier costa. Aquel que trabajaba y se esforzaba para enriquecerse era un mentecato que merecía ser esclavo de un buen despilfarrador. En una palabra, Osuna no conocía la necesidad, así que la ignoraba y la despreciaba, particular idiosincrasia que no tardará en llevarlo a la ruina.

Pero mientras ésta llegaba, el duque vivía preso de una frenética actividad. “Es incansable y no se comprende cómo no cae muerto de fatiga”, cuenta Juan Valera. “No duerme ni reposa; se viste y desnuda seis o siete veces al día y no hay fiesta en que no se halle ni persona a quien no visite, con lo cual, con toda la cápila de sus títulos y su grande cortesanía, le tiene ganada la voluntad a los rusos. Anoche volvió a casa a las tres o las cuatro de la madrugada y a las siete ya estaba vestido para ir con el Emperador a la caza del oso.”


Botón de plata de una levita, con las armas ducales grabadas


En 1861 Mariano se traslada a Berlín para asistir a las fiestas de coronación de Guillermo I. El boato exhibido por Osuna es tal, que el rey de Prusia instituye para él la Orden del Águila Roja, que llevaba aparejada un collar de diamantes. En otra ocasión, de visita en Londres, pretende a la hija del Conde de Jersey, pero ésta lo rechaza abiertamente, llegando a decir que “El duque de Osuna es aburridísimo. Me hace visitas de dos y tres horas y jamás le oigo nada interesante”. Lo que no deja dudas sobre la mediocre personalidad y escaso atractivo interior del duque: no es más que un bonito envoltorio.

Sin embargo, el noble español encuentra definitivamente pareja en Viena: María Leonor Crescencia Catalina de Salm-Salm, princesa del Sacro Imperio Romano, con la que contrae matrimonio el 4 de abril de 1866 en Wiesbaden. Era veintiocho años mayor que la novia, por lo que el idilio dura apenas unos meses. La joven princesa de Salm-Salm es aún más derrochadora que su marido, de modo que los administradores de tierras y rentas de la Casa de Osuna se ven obligados a aumentar las contribuciones.


Estandarte de la dinastía de Salm-Salm


El maná comenzaba a escasear, así que se encargó a Bravo Murillo, en su calidad de especialista financiero, que analizara la situación y emitiera un diagnóstico. El consejo del ministro fue claro y determinante: había que recortar gastos, ahorrar cuanto se pudiera. Osuna, incapaz de llevar a cabo una simple suma, acostumbrado a despreciar bandejas repletas de oro (cabe señalar que nunca cobró alguno de los sueldos que por sus numerosos cargos públicos le hubieran correspondido), prefirió recurrir al crédito, con lo que a la larga su situación financiera empeoró.

En esta huida hacia la debacle tuvo aún tiempo de gastar 125.000 pesetas en un baile y otras 160.000 en una fiesta de Navidad a la que asistieron sólo doce invitados. Por último, volvió a representar a la corona española en la boda del príncipe Guillermo de Alemania con la princesa de Schleswig-Holstein. El duque marchó hacia Alemania en uno de sus trenes especiales, acompañado de su joven esposa y de todo su fasto. Pero ya no regresaría a España. Se refugiaría definitivamente, sabiéndose arruinado, en su castillo belga de Beauraing, donde murió el 2 de junio de 1882. La residencia fue sacada tras su muerte a pública subasta.


El castillo de Beauraing, en Bélgica


Trasladado el cuerpo al panteón familiar de la villa de Osuna, la viuda encargó un suntuoso féretro en el que aparecían grabadas más de dos mil palabras que registraban todos los títulos del difunto y que luego, asfixiada por las deudas, rehusó pagar. Quedaba así enterrado quien había sido el mayor contribuyente del Estado y luego había descendido a los niveles más bajos de la ruina.


viernes, 27 de agosto de 2010

La Reina Consorte de los Belgas


Veinticuatro años después de la muerte trágica de la reina Astrid de Bélgica, consorte de Leopoldo III, Donna Paola Ruffo di Calabria fue la primera princesa que pisó el palacio de Laeken, tras una boda de campanillas que dio largas horas de trabajo a los paparazzi y a la todavía piadosa "prensa del corazón" de la época. Nacida en 1937 en Fonte di Marmi, una estación balnearia donde su familia poseía una casa de veraneo, la niña recibió los nombres de Paola Margherita Giuseppina Maria Antonia, y detrás, una larga lista de apellidos nobles: de la madre, Luisa dei Conti Gazelli di Rossana e di Sebastiano y del padre, Fulco príncipe de Ruffo di Calabria, duque de Guardia Lombarda y conde de Sinopoli.

Los príncipes Ruffo di Calabria conforman uno de los linajes más antiguos de Italia. El primer ancestro que se conoce de esta Casa es Giordano Ruffo, quien fuera gran mariscal del Reino de Sicilia a comienzos del año 1200. A partir del siglo XIV los Ruffo se dividieron en dos ramas: los Ruffo príncipes de Scaletta y los Ruffo príncipes de Calabria. A ésta última rama pertenece Paola, hoy reina consorte de los Belgas, quien está emparentada con las principales familias aristocráticas de Italia: Alliata, Colonna, Rospigliosi, Orsini, Pallavicini y entre sus ancestros se encuentra el marqués de Lafayette, héroe francés de la Independencia de los Estados Unidos, y Jean-Louis-Paul-Francois, 5º duque de Noailles.
En 1959 se casó con Alberto, entonces príncipe de Lieja. Era una joven de belleza perfecta, que hubiera podido hacer carrera como modelo o como estrella de cine. Pero, al decir de los italianos, la boda con Alberto de Lieja fue obra de su hermano Antonello, el hombre de negocios de la familia, que quería dar un destino más alto al mejor capital de los Ruffo.



Su historia de amor tentaría a cualquier guionista de Hollywood. Durante la entronización del papa Juan XXIII el príncipe Alberto se fija en la joven aristócrata y no puede dejar de pensar en ella durante el resto de la velada. A los dos días Paola es invitada a una recepción en la embajada belga. Balduino de Bélgica, al percatarse del enamoramiento de su hermano menor, que no puede dejar de nombrar a Paola, encarga al embajador en Italia que realice unas averiguaciones sobre la joven. Éste descubre un árbol genealógico impecable y un pasado impoluto, por lo que el heredero da su permiso para que Alberto viaje a una fiesta de la princesa Borghese, a la que Paola también acudiría. Unas vacaciones de esquí y paseos bajo el sol de la Toscana hicieron el resto. Una excusa tan infantil como la de enseñar a conducir a la princesa les permitió salirse de los encorsetados círculos reales de la época.


El enlace fue considerado en su tiempo la boda del siglo, como todas las bodas reales que movilizan las masas y colman las expectativas del gran público. La novia llevó una diadema de brillantes estilo art-decó con diseño geométrico y tres filas de diamantes, tiara que también puede ser usada como gargantilla y fue un regalo de la reina Elisabeth (nacida princesa de Baviera, sobrina de la emperatriz Sissi de Austria y esposa del rey Alberto I) a su nuera, la reina Astrid, en 1935, con motivo del nacimiento de su hijo Alberto. Tras la muerte de Astrid, la joya fue usada por la segunda esposa del rey, Lilian Baels. Paola ha lucido esta pieza, una de sus preferidas, en numerosas ocasiones siendo princesa de Lieja y luego de convertirse en reina de los Belgas.


Junto a la valiosa tiara, la bella italiana lució un precioso velo de encaje de bolillos de Bruselas del siglo XIX, realizado en hilo de lino sobre tul de algodón, el mismo que estrenara Laura Mosselman du Chenoy (1877) en su boda con don Beniamino, príncipe Ruffo di Calabria y que llevaría su hija, Luisa Gazelli (madre de la reina Paola), condesa de Rossana y de Sebastiano, en 1919, durante sus nupcias con Fulco, príncipe Ruffo di Calabria. Años más tarde, el velo sería utilizado por la princesa Astrid, hija de Alberto y Paola, cuando se casó en 1984 con el príncipe Lorenzo, archiduque de Austria–Este, y por Matilde en 1999, para el día de su boda con el príncipe Felipe, el otro hijo, heredero de la Corona.

Era la primera princesa en el palacio de Laeken desde 1935, pero no la primera mujer. Había otra en palacio, la plebeya Lilian, que se había casado con Leopoldo III en 1941, en plena ocupación alemana y sin autorización del Parlamento. Había recibido el título de princesa de Rethy y tuvo tres hijos con el rey, hermanastros de Balduino y de Alberto, pero sin ningún derecho sucesorio. Por tanto, ninguna otra mujer había desempeñado desde la muerte de Astrid funciones oficiales como miembro de la casa real.

Paola era una preciosa muchacha llegada del sol de Italia a la brumosa Bélgica, donde reinaba Balduino. Y la corte en la que entró, convertida en princesa de Lieja, había quedado paralizada en el tiempo. Era un convento lleno de hombres vestidos de gris, regido por un protocolo envarado y animado por una religiosidad excesiva. La aparición de una cuñada también latina, Fabiola de Mora y Aragón, justo al cabo de un año de su boda, no mejoró las cosas para la "dulce Paola". La española era mujer de faldas plisadas bajo la rodilla; la italiana, de minifaldas. Una, recatada; la otra, extravertida. La primera, católica tradicional; la segunda, más que posconciliar. La aragonesa, calmada y conforme con el protocolo; la calabresa, adicta a la Vespa, al rock y a la vida mundana.


En sus primeros años como princesa, Paola fue rebelde e inadaptada y llenó con sus escándalos las páginas y portadas de la prensa. Su belleza, clase y estilo le hicieron acreedora del título “la princesa más bella de Europa”, y sin duda lo era. Ni Balduino ni Fabiola aceptaron nunca la vida disoluta de los príncipes de Lieja, protagonistas ambos del mayor escándalo de las cortes europeas de entonces.

Se trataba de un caso similar al de Carlos de Inglaterra con Diana Spencer ya que, al igual que el de los británicos, estuvo jalonado de mutuas infidelidades y adulterios. Él, entre otras, con una condesa belga (de la que nacería una hija bastarda reconocida por Alberto, ya rey, con posterioridad). Ella también con varios amores y amoríos.

A los cuatro años de casada, las cosas no andaban bien para Paola. Sólo aparecía en los actos donde su presencia era imprescindible. Se la vio bostezar en plena ópera. Entonces sólo se rompió la magia del flechazo con que la recibieron los belgas y su popularidad empezó a erosionarse. Mucho se dijo en la época sobre la estabilidad de su matrimonio, atribuida indefectible y malintencionadamente a su actitud. Como si "el marido de Paola", tal como se le nombraba, no fuera también un hombre animado y juerguista. La Libre Belgique, diario conservador y católico, escribía que todas las anteriores circunstancias "convirtieron en difícil de vivir su destino de princesa, llegando a perjudicar incluso al equilibrio de la pareja principesca".

Pronto, los príncipes de Lieja, versión belga de los príncipes de Gales, montaron los primeros escándalos. Sobre todo él. Ella, una muchacha joven y bonita, decidió pagar con la misma moneda a su infiel marido, sin importarle ni la familia ni los reyes ni el prestigio personal.

Primero había revolucionado las cortes europeas de los ‘60 con sus minifaldas, con sus biquinis, con su intensa belleza que convertía en momias a todas las reinas y princesas de la época –con excepción, probablemente, de Grace de Mónaco, aunque ella no contaba-. Pero Bruselas fue demasiado para ella, como lo fue la falta de espíritu que arrastraba su marido, a quien, en vida del virtuoso Balduino, le dio por pecar sin ton ni son. Mucho antes de que la princesa Diana se rebelara contra la corte inglesa, Paola hizo su propia revolución y, con 30 años escasos, dejó marido e hijos para ir en pos del fotógrafo de Paris Match, el conde de Munt, un italiano que la llevó a una playa de Cerdeña tras avisar a los paparazzi, tan de moda en aquellos años.

Las fotografías de la pareja paseando abrazados, él llevando las manos en la cintura desnuda de Paola, obligó a intervenir al rey Balduino, apartando en secreto a su hermano, cuyos amores con la condesa belga eran de dominio público, de la sucesión al trono. Pero su repentina muerte le impidió materializar aquella decisión. Por tanto, al fallecer el monarca, Alberto de Lieja hizo valer todos sus derechos, que los tenía oficialmente, para convertirse en el rey de los Belgas.



El pueblo belga comenzó a llamar, despectivamente, a Paola «la italiana» o «la princesa de las maletas», por lo mucho que viajaba. En uno de estos viajes, concretamente a Londres, se hizo público en la prensa que la princesa de Lieja y el cantante italo-belga Salvatore Adamo habían sido vistos juntos bailando en locales nocturnos de la capital británica. La cuñada de los reyes Balduino y Fabiola, que era una gran aficionada a la música moderna (no era difícil verla bailando incluso descalza en locales de moda de Bruselas), pidió a Adamo que compusiera para ella una canción. Él, que parecía haberse enamorado de la princesa, así lo hizo. El resultado fue: “Paola, dulce Paola”, canción que despertó comentarios de toda índole no sólo en el país, sino en la corte. Algunas estrofas parecían hablar por sí solas: «Paola, en el fondo de mi corazón conservo / al igual que de una bella flor el recuerdo de tu dulzura / hoy he visto de verdad, a una paloma, amor».

Poco le duró la aventura y Paola volvió a casa gracias al perdón de Balduino y Fabiola, empeñados en salvar su alma descarriada. No fue mala estrategia. La rebelde princesa acabó por aceptar su destino de matrona. Había tenido tres hijos con Alberto: Felipe (Philippe Léopold Louis Marie), duque de Brabante; Astrid (Astrid Josephine Charlotte Fabrizzia Elisabeth Paola Marie) y Laurent (Laurent Benoït Baudouin Marie). Y, poco a poco, se re-enamoró del ya maduro Alberto. "A principios de los años ochenta, el cielo está sereno bajo la pareja que continúan formando Paola yAlberto. Posiblemente han empezado un nuevo capítulo de su vida en común", escribía el diario popular bruselense La Lanterne.


El estilo de la actual reina de los Belgas ha sido siempre discreto, tanto en vestuario como en joyas. Nada del glamour y brillo que caracterizó la alta costura de los ’80 y ’90. Algunos aderezos heredados y alhajas privadas muy personales, como los célebres moretti venecianos. Alberto Nardi, tercera generación de joyeros de La Serenissima, cuenta cómo nacieron esos moretti: “Mi abuelo era de Florencia…se asentó en Venecia y allí creó su joyería… Quería hacerle un regalo muy especial a su esposa, nada al uso y creó un moretto inspirado en los soldados venecianos del siglo XVIII, que en aquellos momentos llevaban un único pendiente en forma de talla con cara de un turco. Mi abuelo creó una joya para mi abuela e hizo el primer moretto de oro con esmalte enriquecido con piedras preciosas”.


El tiempo, la historia de Venecia y las circunstancias han hecho de estas piezas de joyería un objeto de culto para que el novio obsequiara a la novia con un moretto y las damas de la aristocracia cayeran en el hechizo para lucir esta joya en sus mejores ocasiones. La hoy reina de los Belgas, aún siendo princesa Ruffo di Calabria pasó por la Piazza San Marco para encargar una de estas joyas que, con el tiempo, pasaría a ser el moretto más venerado, aquel que la soberana belga aún luce en muchas ocasiones palaciegas y al que pusieron por nombre “Paola”.

Era abuela ya y parecía dispuesta a esperar que su hijo Felipe sucediera al tío Balduino, cuando la prematura muerte de éste hizo que la corona fuera a parar a la cabeza de su marido. Paola acababa de reconocer que daba por bien empleada su vida y su matrimonio cuando dejó de ser princesa de Lieja y se convirtió en Reina Consorte de los Belgas, en 1993. Todos los cuentos de los años mozos pasaron a ser no más que maledicencias o exageraciones. Basta con oír hablar sobre la nueva regina a alguno de los más de doscientos mil italianos que viven en Bélgica y que componen la colonia extranjera más numerosa. O a los belgas, todavía emocionados por la desaparición de Balduino.



Paola es una abuela de leyenda, tanto por la hermosura que conserva a pesar de los años como por su humanidad y su simpatía. Se sabe también que llegó al trono impregnada de una nueva religiosidad casi mística. La Libre Belgique asegura que las tormentas han amainado gracias, entre otros, al apoyo espiritual de Renovación Carismática.

Paola de Bélgica, la dulce Paola que cantaba Adamo, la rebelde Paola que un buen día se fue de palacio para vivir un idilio en Cerdeña con un conde italiano, reconoce estar domesticada. A los 70 años, aún hermosa, la actual reina de los belgas ha decido pasar revista a una vida que estuvo en todas las portadas de Europa desde que dejó Italia para casarse con un príncipe belga.


martes, 24 de agosto de 2010

María José de Bélgica, Reina de Italia

Sorprendente, inconformista, original y sobre todo con dignidad real. La Reina María-José de Italia se mantuvo así durante toda su vida. Instalada durante sus últimos años en su casa de Cuernavaca, México, la antigua soberana italiana demostraba la misma curiosidad a los 90 años que a los 15. Su villa blanca y el jardín circundante, vibrante de buganvillas y exótica vegetación, estaban llenos de encanto. María-José había descubierto México en compañía de la princesa María-Beatriz de Saboya, su hija menor, y eligió ese país de residencia para estar cerca de su hija y nietos. Adquirió una mansión cercana a la de su familia, con una excelente acústica que le permitía ofrecer conciertos de piano a familiares y amigos –había traido su excelente piano Bechstein, que le fuera obsequiado en 1930 por sus padres, los reyes Alberto I y Elizabeth de Bélgica, también ellos amantes de la música-.

La música siempre desempeñó un papel importante en la vida de la reina. "Soy músico, mis padres eran músicos, he sido capaz de satisfacer a los más grandes virtuosos y compositores. Para fomentar la creatividad he creado el Premio Internacional Reina María José para la composición musical en 1960…". Asistía asiduamente a conciertos en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México y era visitada constantemente por jóvenes músicos mexicanos.

Sin embargo, los días de la reina no estaban sólo dedicados a la música. La Historia, su otra pasión, siempre desempeñó un papel importante en su vida. Leyendo una biografía de su tía abuela, la reina María de Nápoles, esposa del rey Francisco II de las Dos Sicilias, María-José recordó: “Cuando era niña me recuerdo visitando a mi vieja tía, cuyo marido fue destronado por los Saboya en 1860 durante la unificación italiana. Después de saludarla, me apuntó con el dedo y dijo… ‘Y tú, espero que nunca te cases con ese pequeño Umberto de Saboya!’”. Curiosamente, Maria-José se casó con ese príncipe de Saboya. Su tía María fue la última reina de las Dos Sicilias, María-José fue la última reina de Italia.

La última soberana de Italia era una princesa de Bélgica.Marie José Charlotte Sophie Louisa Amélie Henriette Olga Gabrielle había nacido en Ostende, con el título de Princesa de Sajonia-Coburgo-Gotha hasta que su uso fue interrumpido al final de la Primera Guerra Mundial. Recibió ese nombre por su abuela materna, María Josefa de Braganza, Infanta de Portugal.
Desde temprana edad fue destinada por sus padres a casarse con Umberto, Príncipe de Piamonte, el heredero al trono italiano, con quien se reunió brevemente en 1916. Con este futuro en mente, sus padres la enviaron al Colegio de la Santissima Annunziata en Florencia, por lo que aprendería a hablar italiano con fluidez. A fin de completar su "italianización", a partir de su salida del colegio y durante 10 años, recibió clases de Anna Licari Barberini, una institutriz florentina de gran cultura.

María-José mantuvo un "diario del corazón" bajo llave donde grabó sus pensamientos más íntimos y sus emociones. A los 18 años, bajo el título "Impresión", habló de su anhelo por su futuro esposo, "Beppo" de Saboya. María José y Umberto son descriptos a menudo como una pareja unida sólo por razones de Estado, completamente opuesta en carácter. Sin embargo, tenían mucho en común: dignidad interior, preocupación por la justicia social, simpatía por el arte y la literatura. Llevada a amar a Umberto, María José empezó a verlo como la perfección de un hombre joven... Como le confió a su diario:

"No sé por qué la vida a veces parece aburrida, cansada, vacía. Sin embargo, hay tantas cosas que son interesantes, hermosas, divertidas, buenas y útiles. Nos encontramos con muchas personas que son inteligentes, buenas y sinceras. Pero, a pesar de ello, siempre estamos buscando algo más. Qué estúpidos somos. Beppo, eres quien yo quiero, tal vez es por eso que todo parece aburrido, cuando no estás aquí. Ven, ven a mí, y déjame venir a ti, y vamos a permanecer siempre juntos. No quiero vivir sin ti, no puedo, te amo.Ahí está la razón de todo mi mal humor.Sólo tú puedes darme la verdadera alegría de este mundo.” (citado en italiano por Luciano Regolo en Il re signore, 1998). Era una joven romántica, pero lamentablemente rara vez pudo encontrar la intimidad conyugal y la felicidad que deseaba.


En 1929 la Corte Real de Bélgica anunció solemnemente el compromiso de la única hija del rey con el príncipe heredero de Italia. El 8 de enero de 1930 la princesa de Bélgica se convirtió en princesa de Saboya, en el Palacio del Quirinal en Roma. La fecha de la boda, de conformidad con el deseo del novio, coincidió con el cumpleaños 57 de su madre, la reina Elena de Italia. Fue un día agitado y agotador para la joven pareja.

Aunque María-José se levantó muy de mañana, horas antes de la ceremonia, estuvo a punto de llegar tarde al altar. Desafiando las supersticiones, Umberto había ido a ver a su novia antes de la boda. Con su atención a los detalles y el perfeccionismo estético (rasgos que María-José a veces encontraría frustrantes), él se enfureció al ver que las mangas de su vestido habían sido cosidas de manera equivocada. Tal vez nadie lo hubiera advertido, pero el príncipe insistió en remediar la situación (al final, las mangas fueron completamente eliminadas y reemplazadas por largos guantes blancos). Era irónico, pero María-José ni siquiera había querido llevar este vestido, prefiriendo un atuendo más simple, más moderno, pero Umberto había insistido en la grandeza extrema (Había, de hecho, ayudado personalmente a diseñar el vestido, una elaborada creación en blanco y plata). "¡Me veo como una Virgen en procesión!" había murmurado la novia.


Después de todo este retraso, el cortejo nupcial comenzó finalmente, atravesando el palacio hasta la Cappella Paolina. En el altar, según la tradición, cuatro príncipes de la Casa de Saboya sostenían un velo, símbolo de pureza y protección, sobre la novia y el novio. A las 11 horas, Humberto y María-José eran marido y mujer.

Acabada la ceremonia, los recién casados se trasladaron a otra parte del palacio para firmar los documentos del matrimonio. Mussolini, que estaba presente, quería que Maria-José utilizara la forma italiana de su nombre, "Maria Giuseppina". La joven de carácter fuerte, sin embargo, para gran vergüenza de su marido, se negó obstinadamente a hacerlo (Ella siempre firmaría orgullosamente "María José", creando una situación incómoda para la prensa italiana). El resto del día estuvo ocupado por deberes protocolares; apariciones en el balcón, visitas oficiales, celebraciones y aplausos.

El trousseau nupcial de la reina incluía mantos ceremoniales y trajes de corte. Uno de ellos estaba bordado con hilos de oro y plata metálica e incluía de cuatro a seis kilos de metales preciosos. El uso de hilo metálico que no se desvaneciera era una práctica tomada de los adornos bizantinos, con el fin de evocar la impresión de lujo y poder.Los trajes de corte usados para ceremonias oficiales y los largos, escotados y refinados vestidos de noche reflejaban la moda italiana de los ’30, la cual María-José representaba a la perfección.



Hubo una gran corriente de orgullo en Italia cuando se supo que el joven príncipe estaba confiando a la industria italiana de la moda la tarea de confeccionar el ajuar real. Sin embargo, pese a que los modistas del guardarropa real eran italianos, en su mayor parte los diseños se basaban en modelos de París. Se puede ver fácilmente la influencia de Madeleine Vionnet, Elsa Schiaparelli o Paul Poiret. Las hermanas Gori incluso se referían a sus creaciones como “diseño parisiense con el gusto de Turín”.Cuando María-José salió de Italia a raíz del referéndum de 1946, varios camiones viajaron con ella. Dentro de ellos uno de sus asistentes había embalado cuidadosamente una colección de vestidos y mantos que, durante los dieciséis años anteriores, habían acompañado a la Princesa de Piamonte en sus funciones oficiales.

María José era una mujer de una gran belleza y célebre por su elegancia. Llevó consigo algunas joyas heredadas muy preciadas, que no formaban parte de las célebres joyas de la corona italiana que el rey Umberto II dejó en un banco de su país cuando marchó al exilio ya que, como dijo en varias ocasiones, no tenía muy claro a quién pertenecían.

Aquella colección que permaneció guardada en la cámara acorazada del Banco de Italia, en Roma, incluía varias piezas destacadas: una tiara circa 1890 firmada por August Holmström, de la Casa Fabergé, realizada con seis diamantes de talla 'briolette', que perteneció a la Emperatriz Josefina y fue un regalo del zar Alejandro I tras su divorcio de Napoleón (María José la heredó en 1987 de su hermano Carlos Teodoro, Conde de Flandes, y jamás llegó a usarla); un diamante circular de color azul grisáceo, de la joyería Harry Winston -datada en 1920 y con 7,81 quilates-; una doble sarta de diamantes con 1.859 piedras preciosas; un collar de 10 vueltas de 684 perlas regalado por el rey Humberto I a su consorte la reina Margarita.

La colección incluía un aderezo de turquesas y diamantes regalado por sus padres cuando se casó con Umberto, que según muchos historiadores perteneció a una tía de María José, la trágica emperatriz Carlota de México. La Regina la llevó en una recepción dos días antes de su boda, con un traje de noche de Sartoria Ventura con bordados recreando esta 'parure'. Poseía además 25 piezas pertenecientes a la princesa Elizabeth de Yugoslavia, que las heredó de su bisabuela la Gran Duquesa María Pavlovna. Así que no es de extrañar que entre estas últimas haya varias alhajas firmadas por Fabergé, como un broche realizado en torno a las miniaturas del Príncipe Nicolás de Grecia y su mujer, la Gran Duquesa Elena Vladimirovna de Rusia.

Los primeros años de matrimonio fueron un desafío para la pareja. María-José confesaría en una entrevista muchos años después: "On n'a jamais été heureux" (Nunca fuimos felices). En algunos momentos pareció que su unión estaba cerca de llegar a un colapso total. Umberto era un playboy con especiales gustos sexuales que no discriminaban entre los sexos. María-José era una joven mujer tremendamente talentosa, con profundas inclinaciones artísticas e intelectuales. Sucedió que sus padres habían decidido ese matrimonio porque no había en Europa otro príncipe soltero descendiente de una dinastía católica reinante, con la perspectiva de ascender al trono.

En el momento del matrimonio de María-José y Umberto, Italia estaba bajo la dictadura política de Benito Mussolini. María-José, criada en el ambiente democrático de Bruselas, sentía una profunda aversión por la baja corriente fascista que se expandía por toda Europa. Se enfrentó constantemente con el gobierno de Italia, e incluso con Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial, intentando en vano de obtener la libertad de los prisioneros de guerra belgas.Ella fue uno de los pocos canales diplomáticos entre el campo germano-italiano y los otros países europeos envueltos en la guerra, así como era la hermana de Leopoldo III de Bélgica (mantenido rehén por las fuerzas alemanas) y al mismo tiempo cercana a algunos ministros del gabinete de Mussolini.

Gracias a su coraje para mantener contactos secretos con los Aliados y figuras importantes en el Vaticano, fue el primer miembro de la familia real italiana en utilizar estas conexiones para intentar poner fin a la guerra con Italia. De hecho, ella fue descripta como “el único hombre de la Familia Real de Saboya”. Sin embargo, independientemente de su popularidad personal, el referéndum selló su destino como reina.

La larga dictadura de Mussolini, así como la alianza alemana durante la Segunda Guerra Mundial, condenaron el futuro de la monarquía de los Saboya. Después de la invasión aliada de Italia, el viejo rey Víctor Manuel III, abdica en favor de su hijo en un último esfuerzo para salvar la monarquía italiana. El 9 de mayo de 1946, Umberto II y María José se convirtieron en los nuevos monarcas italianos. Su oposición con Mussolini les había ganado una vasta popularidad, sin embargo, la cooperación de la corona con el dictador fascista había llevado a la oposición generalizada de muchos italianos. La casa de Saboya se había contaminado al permitir, y contribuir, el ascenso de Mussolini al poder absoluto en Italia.



A pesar de que Humberto y María José trataron de restaurar la dañada imagen de los Saboya, sus esfuerzos llegaron demasiado tarde. Apenas un mes después de ascender al trono, Umberto II convocó un referéndum para decidir el futuro de la monarquía italiana. Los Saboya perdieron por un escaso margen. María-José obtuvo el afectuoso sobrenombre de “la reina de mayo” a partir de su efímero reinado del 9 de mayo al 2 de junio, del cual ella comentó que “… es un nombre que no me desagrada… pues mayo es ciertamente una hermosa estación en esta Italia nuestra”.

El referéndum de 1946 dio a los sectores republicanos una mayoría marginal. Muchos políticos cercanos a los Saboya intentaron convencer a Umberto II que luchara por los resultados. El fraude parecía haber sido extendido. La monarquía pudo haber tenido una oportunidad, pero tomando esta medida se sumiría al país en una guerra civil. Italia, ya devastada por la Segunda Guerra Mundial, casi no podía permitirse ningún conflicto más. Frente a estas opciones, Umberto II se negó a sumir al país en más violencia política. Él y María-José, acompañados por su familia, salieron de Italia sin abdicar a la corona y se unieron a los padres de Umberto en Egipto. Algún tiempo después, Umberto se instaló en Cascais, Portugal. María-José no pudo vivir con su marido por más tiempo, asentándose en Suiza.

Desde el exilio en Portugal, Umberto II intentó en vano convencer al gobierno italiano que derogara la ley de exilio impuesto en 1947. Esta ley no permitía a los miembros masculinos de la Casa de Saboya entrar en territorio italiano. Como su vida en el exilio continuó sin la esperanza de una restauración real, Umberto II y María-José se separaron, aunque nunca se divorciaron. Los niños (María Pía, Victor Emanuel, María Gabriella y María Beatriz) se vieron profundamente afectados por el colapso de la vida familiar. Los divorcios, la drogadicción, los escándalos de amor y de los procedimientos judiciales se hicieron comunes entre la generación más joven de Saboya.

A lo largo de todos esos años, María-José se mantuvo cerca de sus sobrinos reales en Bélgica. Ella nunca había abandonado sus raíces belgas. En 1993 asistió al funeral del rey Balduino I en Bruselas y fue visitada por su otro sobrino, el rey Alberto II, mientras residía en Cuernavaca. Poco tiempo antes de su muerte, el parlamento italiano aprobó el decreto que permitía a la última reina regresar definitivamente a Italia, pero ella no aceptó esa invitación del Primer Ministro italiano alegando que no ingresaría a ese país si no se cambiaba la ley que prohibía el retorno de los varones descendientes del último rey. Ella aseguraba que sólo podría volver si lo hacía también su único hijo varón, Vittorio Emanuele, Príncipe de Nápoles, deseo que no se cumplió ya que María José falleció el 27 de enero de 2001 en Suiza.

La abadía de Hautecombe, en la Alta Saboya, fue el escenario de su entierro, donde fue despedida de forma multitudinaria y con honores de Reina. El Rey de España, el príncipe soberano de Mónaco, los reyes de Bélgica (acompañados de la reina Fabiola), los Grandes Duques de Luxemburgo y la antigua emperatriz de Irán Farah Diba acudieron para despedirla. En esta paradisíaca abadía, situada en una colina en medio de un lago, descansan sus restos junto a los de Umberto II.

La vida de la última reina de Italia estuvo marcada por muchas tragedias. Vivió dos guerras mundiales, un matrimonio infeliz, la agitación política, y el exilio. Desde 1934 a 1944 perdió a su padre, el rey Alberto, y a sus cuñadas, la reina Astrid de Bélgica y la princesa Mafalda de Saboya; en 1992 perdió a su nieto, Rafael, y en 1999 a su yerno –el esposo de María Gabriella- Luis Reyna Corvalán. Todos murieron de forma trágica y prematura. De su hija María Beatriz (cariñosamente llamada "Titti" en la familia), que fue destrozada por su doble pérdida, María-José comentó que las "tres cruces" en su nombre fueron precursoras de la tristeza.María-José, también, portaba muchas cruces; y, al decir de todos, con gran dignidad y fortaleza. Que ella, y sus trágicamente perdidos amores, descansen en paz.