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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Centros de poder: el ceremonial de la Reina Católica

Era muger muy cerimoniosa en los vestidos e arreos, e en sus estrados e asientos, e en el servicio de su persona; e quería ser servida de omes grandes e nobles, e con grande acatamiento e humiliación. No se lee de ningún rey de los pasados que tan grandes omes toviese por oficiales. E como quiera que por esta condiçión le era inputado algúnd vicio, diziendo ser pompa demasiada, pero entendemos que ninguna cerimonia en esta vida se puede hazer tan por estremo a los reyes, que mucho más no requiera el estado real; el qual así como es uno e superior en los reynos, así deve mucho estremarse e resplandesçer sobre todos los otros estados, pues tiene autoridad divina en las tierras... Fernando del PULGAR, Crónica de los Reyes Católicos.

Fernando del Pulgar en este texto intenta justificar a la reina y defenderla de las críticas vertidas contra su excesivo gusto por la pompa diciendo que, cuando se trata de reyes, nunca sobra el lujo y la ceremonia, pues para eso son reyes, superiores al común de los mortales y casi divinos.


La mayoría de los historiadores que han estudiado la vida y reinado de Isabel la Católica han minusvalorado o tratado de forma equivocada la cuestión de las ceremonias de la monarquía. Los argumentos expresados sobre las solemnidades y sobre la vida de la corte fluctúan entre considerarlas como algo accesorio, secundario o, tal y como opinaba el Marqués de Lozoya, «deslumbrante y vana apariencia», y considerarlas como acciones pecaminosas e inmorales, impropias de una católica reina como Isabel. pecaminosas e inmorales, impropias de una católica reina como Isabel.


La imagen tópica sobre la política ceremonial de la corte de Isabel I se dibuja sobre una profunda fractura entre el reinado de su hermano Enrique IV y el suyo propio. Diego Clemencín, por ejemplo, escribió que en la corte de Enrique IV se «derramaba oro a manos llenas», pero, sin embargo:


El reinado de doña Isabel Interrumpió este orden o, por mejor decir, este desorden de cosas: y si sus crónicas hablan de fiestas hechas con decorosa ostentación, en ocasiones de regocijo público, como nacimientos y bodas de sus hijos, o de etiqueta, como la llegada de embajadores, en que era forzoso conformarse con los usos del siglo y los de otras cortes, no se cuentan los excesos y demasías que de los reinados anteriores. Cesaron en tiempo de Doña Isabel los peligros de las corridas de toros; cesaron los torneos y juegos feroces […]. En el reinado de Doña Isabel la magnificencia y los gastos se encaminaron a otros objetos, a la construcción de obras públicas de piedad, utilidad o beneficencia, iglesias, hospitales, consistorios, pesos, carriles, puentes, plazas y adornos de los pueblos. Las fiestas palacianas se redujeron a lo necesario y a lo decente : los trajes y atavíos de la Reina y de sus hijos fueron y no más, lo que exigía la alta calidad de sus personas : los de sus damas forzoso fue que se arreglasen a ejemplo tan autorizado : los gastos de las mesas se modelaron por las reglas de la razón, y todo cuanto se veía en el palacio y alrededor de Doña Isabel predicaba moderación, cordura y dignidad verdadera, la cual está reñida con toda suerte de afectación y de esfuerzos. Las fiestas de su corte no tuvieron por objeto la vana ostentación del poder y de la opulencia, sino el cumplimiento de lo que en coyunturas de prosperidad deben los príncipes al júbilo común de sus pueblos, de lo que exigía la dignidad real, y de lo que requiere el honor que es justo tributar a otros potentados en las personas de sus embajadores.
Diego LEMENCÍN, Elogio de la Reina Católica Doña Isabel, al que siguen varias ilustraciones sobre (...)





Decorosa ostentación frente a derroche, gasto justificado frente a gasto irracional, ésta es la conclusión que el erudito extrajo de la lectura de las crónicas de ambos reinados. Cómo casaba la ostentación moderada con la dignidad real y dónde se situaba el límite del derroche, es algo que Clemencín no explica. Una lectura más atenta le hubiera llevado a reconocer que la reina gastaba en su adorno y lujo personal de forma igualmente «inmoderada».


Y para comprobarlo no hay más que leer el relato de las fiestas para la boda de la infanta Isabel, en las que la Reina salió vestida de «paño de oro»: no de paño «bordado de oro y plata», como salieron los continos de su casa, ni de «paño de oro y seda», como se vistieron los caballeros e hidalgos que asistieron a las fiestas, ni tampoco de «paños brocados», como las damas de la reina… El vestido de Isabel estaba confeccionado única y enteramente con paño de hilo de puro y finísimo oro.


El decoro y la austeridad también podría haberse atribuido (y con más razón) a la persona de Enrique IV, quien, de creer a sus cronistas, vestía de forma impropia para un rey, transmitiendo la repetida imagen de una figura desaliñada que ha sido aceptada sin más por sus biógrafos modernos. El desaliño del rey Enrique IV ha generado otro de los tópicos más frecuentes respecto a la etiqueta y usos ceremoniales de su reinado, la idea de que el rey no gustaba de ceremonias, huía de ellas, así como de las fiestas cortesanas, refugiándose en los bosques segovianos, con personas «feroces», dice Alfonso de Palencia.


Las crónicas del reinado de Enrique IV son «elocuentes a la hora de inscribir la vida festiva de su corte, pero muy parcas en referencias explícitas a la participación del rey en ellas. Aunque la tendencia ceremonial se mantuvo en Castilla, Enrique IV se mantuvo al margen, abriendo una “fractura” que los Reyes Católicos intentaron cerrar».




Los acontecimientos ceremoniales preferidos por los cronistas son, sobre todo, fiestas que implican lujo, brillo, magnificencia, efectos sensoriales que suelen acompañarlas: justas y ejercicios caballerescos, banquetes y bailes en palacio, recepciones y celebraciones en honor a los embajadores extranjeros, estas últimas porque dan pie para relatar los pormenores de la política internacional.


Pero el abanico de las ceremonias públicas es más amplio y no siempre lo más rico y espectacular es lo más efectivo a los fines políticos que persigue la monarquía. La exaltación de la realeza es una de las finalidades del ceremonial, la tendencia a representar el poder absoluto del monarca, pero en otras ocasiones, el protagonismo en esas mismas ceremonias se cede al reino para reflejar una imagen integradora de la comunidad, la necesaria concordia del rey y del reino fruto de un pacto implícito que puede hacerse explícito de un modo ritual.


Todo esto lo sabían los monarcas de la Casa de Trastámara y lo ponen en práctica con su política ceremonial. Lo encontramos en la documentación de cada uno de los reinados, incluido el de Enrique IV. Lo tenía en cuenta, por supuesto, Isabel. Si hay un mayor acento en lo ceremonial en la época de Isabel I debe achacarse a una mayor necesidad legitimadora y propagandística y a las circunstancias de la monarquía dual, puesto que en Castilla hay dos reyes gobernando un reino (hay que recordar que la reina no era la mujer del rey, la reina era el rey). Esto tiene de por sí una fuerza simbólica multiplicadora, y la política de representación resulta, obviamente, más cara y evidente. Otro factor que hay que considerar es el mayor volumen de documentación que se conserva del último tercio del siglo XV, documentación que proporciona una mayor base para trazar la realidad histórica.




Las crónicas de la imagen ceremonial


Resulta evidente que las crónicas han transmitido un discurso ceremonial que ha contribuido a perfilar la imagen de Isabel. Aunque no encontraremos descripciones satisfactorias ni de las exequias reales, ni de la ceremonia de proclamación real, ni del alzamiento de pendones en las ciudades, ni de la ceremonia de obediencia, ni de las entradas reales, ni de la jura del heredero, etc.


Las ceremonias son relatadas en las crónicas con mayor o menor extensión, desde la mera alusión a la descripción pormenorizada. El autor de la Crónica incompleta, por ejemplo, describe la justa y las fiestas ofrecidas a los reyes en Valladolid, en marzo de 1475, por el duque de Alba. De esta justa y fiestas disponemos también de un relato bastante detallado en el Cronicón de Valladolid, escrito por un médico de la reina conocido con el nombre de Toledo. El autor de la Incompleta parece que estuvo presente aquellos días en la corte, pues sus apreciaciones parecen ser las de un espectador, sin embargo, no parece que la reina Isabel despierte un interés mayor para él que el resto de nobles y caballeros. Entre estos, el duque de Alba parece despertar en él un interés especial.


Pero se le escapa un detalle fundamental que hubiera resaltado el perfil ceremonial de la figura de Isabel como reina de Castilla, detalle que el autor del Cronicón sí escogió entre los detalles posibles para plasmar en su relación: el uso de la corona real por parte de Isabel los días que presenció las justas. La reina portó una corona y sus damas llevaban también tocados a modo de corona. Aquí se nos sugiere la idea de que la elección del vestido y el tocado de las damas parece iniciativa de Isabel: es como si la reina hubiera querido conseguir con el tocado de sus damas un efecto simbólico multiplicador. Iban, además, vestidas de brocado verde y de terciopelo pardillo, precisamente los colores que ostentaba la divisa personal de Isabel, la divisa de las flechas.




Otra crónica de las escritas al inicio del reinado, la Divina retribución, por el Bachiller Palma, relata pormenorizadamente tres episodios ceremoniales: la despedida al rey Fernando en Valladolid antes de partir con la hueste hacia el asedio de Toro, en la primavera de 1475; la primera entrada del rey en Toledo y la ceremonia de triunfo por la victoria en Toro, ambas ocurridas en 1477. A tenor de esta selección, en principio, parece que el cronista mostrase una preferencia mayor por la figura de Fernando que por la de Isabel, según se desprende de la primera y de la segunda de las ceremonias descritas por el Bachiller Palma. Pero esta primera observación puede matizarse si nos fijamos en los detalles.


El protagonismo del rey queda compensado por el hecho de que Isabel también aparece acompañando a su marido, pues ambos acudían a Toledo a celebrar la victoria sobre su adversario portugués, que por esas fechas se consideraba prácticamente asegurada. La reina envió al concejo una carta, en la cual también anunciaba la finalidad litúrgica de la visita: dar gracias a san Alfonso, patrón de la ciudad, por la victoria alcanzada.


Se trata de una reina preocupada por la política simbólica y propagandística. No le importa que sea Fernando, su marido, el que resulte más honrado en el recibimiento, puesto que se trataba de un momento especialmente crítico de la guerra sucesoria, un momento en el que interesaba ensalzar el valor militar del rey. En este mismo sentido hay que entender un gesto de cortesía de la reina, de esos que gustan reflejar los cronistas en atención a los usos sociales que practicaba la élite: la soberana, en la entrada real, cedió su derecha al rey, el lugar de la precedencia, después de una breve porfía cortés entre ambos.



Hay que tener en cuenta que el lugar de la precedencia regia era la mano derecha, lugar que, en tanto que reina propietaria, correspondía protocolariamente a Isabel, y no a su marido, a pesar de las prerrogativas que este poseía. Es una circunstancia que llamaba la atención de algún extranjero, como Nicolás Popielovo, que visitaba la corte en 1484 y presenció la procesión de la fiesta de San Clemente en Sevilla. Le llamó especialmente la atención el hecho de que la reina cabalgara en la procesión a la derecha del rey. El viajero extranjero percibe como un «contrasentido», una anormalidad, la situación castellana, en la que la reina es el rey y el rey es su servidor. Así pues, el gesto de la reina en la ceremonia toledana es suficientemente revelador de la intención de la reina de halagar a su marido, y los lectores y oyentes de la crónica sabrían darse cuenta de ello.


Las crónicas escritas en períodos posteriores no se extendieron tan pormenorizadamente en ceremonias, salvo la Crónica de los Reyes Católicos de Diego de Valera, que recoge otra relación de sucesos, la escrita con motivo de la captura de Boabdil por el Conde de Cabra y el Alcaide de los donceles en la batalla de Lucena, en 1483, y las consiguientes fiestas con que les honraron los reyes, primero el rey, en Córdoba, y después Isabel, que se encontraba en Vitoria cuando acaeció la hazaña. Hay también en este relato un deseo de agradar a la reina. En él se alaba su generosidad y su buena disposición a premiar los buenos servicios de la nobleza y las hazañas caballerescas, empleando para ello los códigos cortesanos desplegados en el banquete palaciego que organizó para honrar a sus nobles. Pero este discurso ceremonial no sólo beneficiaba a la reina Isabel. Al resaltar una faceta de la autoridad regia, el ejercicio de la gracia real, y al incluir la relación de sucesos en su narración, Valera parece querer ensalzar, tanto o más, los valores de la aristocracia guerrera.




En las Memorias del Cura de los Palacios, Andrés Bernáldez, escritas al poco de morir la reina, se describe con detenimiento el bautizo del príncipe Juan, su presentación en el templo y la “misa de parida”, a la que acudió Isabel con gran pompa y solemnidad. Lo más interesante de este relato pormenorizado, desde el punto de vista de la imagen ceremonial de Isabel, es otro gesto que aparece destacado. La reina Isabel, cuando acude a la iglesia, se nos muestra a caballo y franqueada por cuatro nobles, el condestable y el conde de Benavente (padrinos del príncipe), que sujetaban el caballo por la brida a ambos lados, y el adelantado de Andalucía y Alfonso Fonseca, señor de Alaejos, junto a los estribos. Estos nobles van todos a pie, lo que expresa simbólicamente la obediencia y reverencia de la nobleza hacia la reina. Es una imagen ceremonial distinta la que transmite el relato del clérigo que la que proyectó el caballero Diego de Valera cuando describió la ceremonia con participación de la nobleza a la que acabamos de referirnos, la recepción de los caballeros vencedores de Lucena. En el relato del clérigo, la nobleza aparece sumisa y obediente a la monarquía, en el del noble, honrada y halagada en los valores que le son propios.


Un procedimiento del discurso ceremonial que encontramos en las crónicas isabelinas consiste en limitarse a referir una simple anécdota o un hecho singular de determinada ceremonia o solemnidad objeto de interés por parte del cronista. En vez de describir una ceremonia completa, el autor nos cuenta sólo un detalle, pues considera que ese detalle resalta una virtud especial de la reina. Son gestos ceremoniales de Isabel que ejemplifican cualidades morales. Por ejemplo, su buena disposición a «guardar su honra» al resto de los poderosos de su reino, los prelados y grandes nobles. Esta virtud política supone respetar las otras políticas de representación del poder desplegadas por prelados y nobles.


En la crónica de Pulgar se menciona una ocasión en la que la reina honró al cardenal y arzobispo Pedro González de Mendoza. El suceso revela las ventajas que conllevaba para Isabel la práctica de esta virtud, ya que, finalmente, fue la reina la que terminó siendo honrada por su prelado. Se disponían a entrar ambos en Toledo, la reina y el cardenal, en 1484, pero como era la primera vez que el prelado entraba en su sede arzobispal, la clerecía le recordó que debían tributarle un recibimiento solemne, con participación de los nobles y caballeros. Para realizar este primer recibimiento arzobispal, el Cardenal debía entrar él solo en la ciudad. La reina impulsó esta iniciativa, proponiendo posponer para el día siguiente su propia entrada. De este modo, Isabel cedía su preeminencia, honrando a Pedro González de Mendoza con un gesto de cortesía. No obstante, el Cardenal no se lo permitió. De esta manera se destaca el respeto de la reina hacia otros poderes, tales como el poder del arzobispo, su voluntad de honrarles, y se salvaguarda al mismo tiempo la preeminencia de las ceremonias de la monarquía sobre cualquier otra protagonizada por esos otros poderes.




Otro gesto ceremonial que ejemplifica alguna de las virtudes de Isabel alabadas por los cronistas aparece de nuevo en Fernando del Pulgar. Cuenta este cronista que la reina, conocida la noticia de la toma de Loja, ordenó una procesión en la que fueron ella, sus hijas y todas sus damas. El gesto significativo que da un sentido ejemplar a todo el relato es que todas ellas fueron a pie, rebajando así la imagen preeminente del rango real. La devoción y la humildad de la reina quedaban así especialmente resaltadas.


En otro orden, el maestro del recurso de manipular la narración para reflejar una imagen conflictiva de la ceremonia fue Alfonso de Palencia. Es el único cronista que tiende a polemizar en torno a las ceremonias, quizá porque, habiendo visitado Italia, conocía bien el uso político que los príncipes italianos daban a todo tipo de solemnidad pública. Las críticas a la intencionalidad de las ceremonias que esparce por su crónica se refieren, precisamente, a sucesos de la política italiana. No ahorra sus críticas contra la «hinchadísima pompa» de la corte papal de Sixto IV y cómo el papa y otros príncipes se afanaban en desplegar una «extraordinaria magnificencia en banquetes, espectáculos, cantos, danzas y diversidad de representaciones escénicas, todo a gran costa, como si la ostentación de tales vanidades constituyese el fundamento de perpetua dominación».


Palencia distingue entre el poder y sus apariencias. Es uno de los causantes de la fabricación de la imagen anti-ceremonial de Enrique IV. Algunos usos cortesanos, tales como la moda del momento, son atribuidos por este cronista a la inmoralidad de su mujer, la reina Juana de Portugal. Cuando el rey Enrique organiza una ceremonia pública según los usos de la corte, el cronista anota que se trata de una excepción. Es el caso la recepción de la embajada francesa encabezada por el cardenal de Albi, en la que, «contra su costumbre permitió se celebrasen las correspondientes ceremonias y regocijos».




En su relato del reinado de Isabel y Fernando, Palencia no podía dejar de utilizar el discurso ceremonial y ritual como un hecho conflictivo, un canalizador de sus simpatías por Fernando y de su antipatía por la reina. Revela determinados momentos de conflicto en ceremonias protagonizadas por Isabel. Hay dos menciones a entradas reales en las que vuelve a manifestarse un conflicto de precedencia entre los dos monarcas. En su relato del viaje a Sevilla en 1477, manifiesta el cronista que él personalmente había aconsejado al rey Fernando acudir antes que la reina a Sevilla, a fin de recoger con su entrada en la ciudad los frutos de todo el fervor que supuestamente tributaban los sevillanos a los reyes. Pero, como la reina acudió antes, y su entrada en solitario había sido solemne y perfecta en su ejecución, el recibimiento al rey resultó menos brillante en cuanto a concurso popular, puesto que la reina había logrado acaparar para sí la expectación de los sevillanos. Palencia se apresura a culpar de la supuesta fría acogida al rey a las maniobras de astutos oficiales engañadores, ávidos de mantener el ambiente de corrupción que se vivía en la ciudad. Dice Palencia que convencieron al rey para que entrase en la ciudad y visitase la catedral en plena hora de la siesta, ocultándole la circunstancia de que, a esa hora, el calor sería insufrible y los sevillanos preferirían retirarse a sus casas, amodorrados por el bochorno.


Los sevillanos acusaban al rey de estar supeditado a su mujer y a la voluntad de sus consejeros. Esta queja recrea la voz de la opinión pública, destinataria de las ceremonias reales que se solemnizan en las ciudades. Pero, obviamente, lo que se esconde tras esta aparente opinión común, es la opinión del propio Palencia, cuyo partidismo es sobradamente conocido. A estas alturas de su crónica muestra así su desilusión por el papel que Fernando ocupaba en Castilla y, el escaso premio que había obtenido él mismo por su leal adhesión. Tanto es así que repite el procedimiento a propósito de otra entrada real que hicieron Isabel y Fernando ese año, la entrada en Jerez. De nuevo aparece reflejado el conflicto, a pesar de que, esta vez, los dos monarcas entraron juntos. Nuevas críticas al rey suplantan la voz de la opinión pública:


Tampoco se recataban (los jerezanos) para despreciar la anterior creencia en el auxilio del rey, a quien especialmente echaban en cara el no haber remediado nada por su iniciativa, el que en todo se prefiriese a la reina y siempre se invocase su nombre a la cabeza de las cartas y provisiones. Había entre los jerezanos algunos que disculpaban estos cargos porque, en su presencia, decían, al entrar por la puerta de Santiago D. Fernando y Doña Isabel, el rey había recibido mal las aclamaciones del pueblo y los “Vivan los Reyes”, y volviéndose hacia la reina le había dicho cuán molestas les eran a todos semejantes aclamaciones, a lo que Doña Isabel había contestado que con razón, porque también a ella la desagradaban.





Palencia muestra en este relato la incomodidad que la pareja real sentía por tener que compartir su preeminencia. Aunque la veracidad del relato es relativa, hay una evidencia del conflicto. La figura de la reina Isabel, una reina que es el rey, la existencia de esta monarquía bicéfala gobernando Castilla, sólo concebible si existe esta división de sexos, se tradujo simbólicamente, no sólo en la realidad histórica, mediante la ejecución efectiva de las ceremonias regias, sino también mediante procedimientos intelectuales que trataban de interpretar esa función ceremonial.


El valor de estos testimonios radica en que la mayoría de sus autores supieron ver en la imagen ceremonial de Isabel, no a la reina “en femenino”, sino al poder soberano mismo; supieron elevarse por encima de la figura de Isabel como mujer, al margen de su género y al margen también de otras reinas que, en mayor o menor medida habían gobernado antes en Castilla, o de las grandes señoras que solían también gobernar sus estados. Nunca antes hasta este momento las formas empleadas para representar simbólicamente o de un modo ceremonial a una reina habían conseguido representar en Castilla, no sólo a una reina, sino a la monarquía misma.

miércoles, 23 de marzo de 2011

La Casa del Infantado

La Casa del Infantado es un linaje originario de la Corona de Castilla, cuyo nombre proviene del ducado del Infantado, título con Grandeza de España que ostenta su jefe o cabeza. Tradicionalmente el heredero del ducado del Infantado ostenta los títulos de Marqués de Santillana y Conde de Saldaña.

El Ducado del Infantado fue concedido por los Reyes Católicos el 22 de julio de 1475 a don Diego Hurtado de Mendoza, 2º Marqués de Santillana. El mismo día se creó el condado de Saldaña para que lo ostentaran los herederos del ducado, quienes desde entonces han sido, además de condes de Saldaña, marqueses de Santillana. En 1520 se le concedió al ducado del Infantado la Grandeza de España de clase inmemorial, incluyéndose así entre los primeros 25 títulos en ostentar tal dignidad.

Ana de Mendoza, contemporánea del Duque de Lerma, casó a su hija con el hijo de éste, pasando a ser Sandoval y Rojas. Se abrió un pleito dinástico que duró generaciones, hasta el 12º Duque de Osuna, Mariano Téllez-Girón, quien murió completamente arruinado y sin descendencia. Le heredó su sobrino, quien además presentaba como su heredero, el marqués de Ariza y Valmediano, Andrés Avelino de Arteaga y Silva, descendiente de la rama del VII Duque, que abrió el pleito. Su descendiente actual es Íñigo de Arteaga y Martín, XIX Duque del Infantado.

El XVIII Duque del Infantado y su 2º esposa, Cristina de Salamanca y Caro, condesa de Zaldívar, en Baleares

Los Mendoza

El linaje Hurtado de Mendoza fue uno de los más poderosos clanes nobiliarios de la baja Edad Media castellana y uno de los más influyentes de la Historia española. Este linaje se extendió por toda España y América, dando lugar a más de veinte casas con títulos nobiliarios, integrantes de la aristocracia del Siglo de Oro español.

La familia era oriunda de Mendoza, en la actual provincia de Álava (País Vasco). Se incorporaron al reino de Castilla durante el reinado de Alfonso XI (1312–1350). Antes de que los Mendoza pasaran a Castilla, Álava era un campo de batalla, en el que las familias señoriales dirimieron sus contiendas durante generaciones. En 1332, los Mendoza llevaban ya, al menos, un siglo batallando con el clan de los Guevara; otros clanes alaveses, como los Ayala, Velasco y Orozco, habían derramado su sangre y perdido vidas, en aquellos episodios, que iban desde las emboscadas nocturnas hasta las batallas campales.

La Torre de Mendoza en Álava


Una vez que estos clanes pasaron a Castilla, se acabaron aquellas contiendas, se incorporaron a la fuerza de combate castellana y los que pusieron sus armas al servicio del rey iniciaron el acopio de recompensas.

La rama principal fue la de los Duques del Infantado, en la que se mantuvo la posesión de la Torre de Mendoza desde principios del siglo XIII hasta 1856, en que fue vendida al vitoriano Bruno Martínez de Aragón y Echánove. Esta rama abandonó muy pronto su solar de origen, instalándose definitivamente en Guadalajara en el siglo XV. Fue el Duque del Infantado uno de los personajes más poderosos de la corte y de él se decía en 1625 que ejercía señorío sobre 800 villas y tenías más de 80.000 vasallos.

Don Iñigo López de Mendoza es el progenitor y cabeza de esta poderosa Casa. Nació en Carrión de los Condes en 1398 y murió en Guadalajara en 1458. Como reconocimiento a su labor en la batalla de Olmedo, Juan II de Castilla le reconoció como 1r. Marqués de Santillana y Conde del Real de Manzanares. En 1435 fue él quien inició la construcción del Castillo del Real de Manzanares. Es él el autor del lema de los Mendoza: «Dar es señorío y recibir servidumbre». Su hijo fue el 1r Duque del Infantado.


El Castillo de los Mendoza en Manzanares el Real, al pie de la Sierra del Guadarrama.

Títulos
  • Almirantazgo de Aragón
  • Ducado de Francavilla
  • Principado de Éboli
  • Marquesado de Santillana
  • Marquesado de Estepa
  • Marquesado de Tavara
  • Marquesado de Armunia
  • Marquesado de Monte de Bay
  • Marquesado de Valmediano
  • Condado del Serrallo
  • Condado de Saldaña
  • Condado de Corres
  • Condado de Santiago de Cuba
  • Condado de la Monclova
  • Marquesado de Eliseda
  • Marquesado de Ariza
  • Marquesado de Cea
  • Condado del Real de Manzanares
  • Condado del Cid
  • Condado de Ampudia
  • Señorío de la Casa de Lazcano
  • Señorío de Melgar de Fernamental

Estos títulos siguen vinculados a la familia.


Siglo XIV

El primer Mendoza que aparece al servicio del reino de Castilla es Gonzalo Yáñez de Mendoza. En el último período de la Reconquista, luchó en la batalla del Río Salado en 1340 y en el sitio de Algeciras en 1344, sirvió como montero mayor de Alfonso XI, se asentó en la ciudad de Guadalajara, de la que llegó a ser regidor, después de casarse con una hermana de Íñigo López de Orozco, uno de los hombres más ricos de la zona. En la carrera de Gonzalo, uno de los primeros Mendoza, se advierten los rasgos característicos que marcarán la historia de la familia: caballero por rango, luchó contra los moros, recibió como premio cargos del rey y llegó a ser regidor de la villa, donde se asentó y contrajo matrimonio con mujer de familia acaudalada e influyente.

La Batalla de Nájera enfrentó a Pedro I de Castilla (el Cruel), Juan de Gante y el Príncipe Negro (Eduardo de Woodstock) contra Enrique II de Castilla y sus aliados, los franceses de Carlos V.

Fueron los acontecimientos de Nájera, en 1367, donde la mayoría de los alaveses cayeron prisioneros, más que cualquier otro factor, los que determinaron la sociedad de los Trastámara y la política de los Mendoza a lo largo del siglo XV: al pasarse del bando de Pedro I de Castilla al de Enrique II en 1366. Esta dilatada familia, surgida de aquellos acontecimientos, se convirtió en el más poderoso grupo político de Castilla y sus miembros ostentaron los cargos más altos, políticos y militares del reino.

Esta provechosa política de activo apoyo militar y político a la nueva dinastía fue mantenida por su hijo mayor, Diego Hurtado de Mendoza, almirante mayor de Castilla. Había heredado una gran fortuna de su padre y añadido después grandes extensiones de tierra, gracias a las mercedes de Juan I y Enrique III, en las actuales provincias de Madrid y de Guadalajara. Amplió además los intereses familiares en Asturias, con su segundo matrimonio celebrado en 1387 con Leonor Lasso de la Vega, viuda por entonces de Juan Téllez de Castilla, 2º Señor de Aguilar de Campoo, cuya dote incluía Carrión de los Condes y los estados de Asturias de Santillana, donde era conocida como la ricahembra. Aunque la pareja tuvo muchos hijos, mantuvieron casas separadas, Leonor en Carrión de los Condes con su madre y el almirante en la residencia familiar de Guadalajara con su prima y amante Mencía de Ayala.


Escudo de armas de las casa de Mendoza en la casa natal del Marqués de Santillana en Carrión de los Condes (Palencia, Castilla y León).

Como almirante, prestó grandes servicios en las guerras contra Portugal, pues los derrotó tres veces en tres encuentros navales. En las luchas de poder durante la minoría de edad de Enrique III (1390–1406), apoyó al bando vencedor al aliarse con sus tíos Pedro López de Ayala y Juan Hurtado de Mendoza, lo que le valió ser nombrado consejero del rey —en un momento en que también lo era su tío Ayala, que además era canciller mayor— y la confirmación de señoríos y villas.

Poco antes de 1395 el almirante recibió el patronazgo de los cargos públicos de Guadalajara. Dado que anteriormente los Mendoza habían recibido para sí y sus descendientes el derecho a designar los procuradores en Cortes de la ciudad, a partir de entonces estuvieron en condiciones de dominar la principal ciudad de la zona de Guadalajara. Cuando murió en el año 1404, era considerado el hombre más rico de Castilla.


Siglo XV

A fin de obtener los recursos militares y las influencias políticas que necesitaba en la Corte para recuperar la fortuna arrebatada, Íñigo López de Mendoza y de la Vega practicó una política circunstancial y oportunista, sellando acuerdos que rompía a continuación, prestando su apoyo ahora a unos y luego a otros, negando sus servicios militares hasta que fueran satisfechas sus demandas, desafiando la voluntad del rey, encastillado en sus fortalezas de Hita y Buitrago o trasladándose más tarde a la corte para defender sus intereses.

Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana


En contraste con las pequeñas familias de las generaciones anteriores, diez de los hijos que tuvo el 1r marqués de Santillana llegaron a la edad adulta. Se casaban jóvenes, en ocasiones más de una vez, tenían muchos hijos, alcanzaban una edad avanzada y conseguían un nivel de influencia personal que los ponía a cubierto de cualquier eventualidad política.

Después de la muerte de Santillana, ocurrida el año 1458, la jefatura de la familia pasó a su hijo mayor, el 2º marqués de Santillana, pero la dirección efectiva quedó a cargo de uno de los hijos menores, Pedro González de Mendoza, obispo de Calahorra.

El matrimonio de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla en 1469 supuso el fin del conflicto que había dispersado la lealtad de los nobles en direcciones opuestas y mantenido a Castilla en constante agitación durante más de cincuenta años. En 1473, los Mendoza se comprometieron a apoyar el partido de Isabel, a cambio de garantías seguras sobre las tierras castellanas que reclamaban, en competencia con Juan II de Aragón, además del cardenalato para el obispo de Calahorra. Al morir Enrique en 1474, Fernando e Isabel contaron con el apoyo de la familia y sus aliados tradicionales, aportando el mando y la mayor parte de las fuerzas que les dieron la victoria en la guerra civil (1474–1480), hecho que Isabel reconoció en 1475, al conferir el título de duque del Infantado al segundo marqués de Santillana.


Cortejo del bautizo del príncipe don Juan, presidido por los Reyes Católicos y el Cardenal Mendoza, arzobispo de Sevilla.

El cardenal utilizó la influencia sobre los jóvenes monarcas para enriquecerse y enriquecer a los suyos, situando a sus parientes en puestos influyentes de todo el reino y asegurándolos con títulos nobiliarios. Reinando Enrique IV, hacia el año 1467, dos de sus hermanos recibieron títulos de nobleza: Íñigo López de Mendoza y Figueroa fue nombrado conde de Tendilla y Lorenzo Suárez de Figueroa lo fue de Coruña del Conde. Pedro Fernández de Velasco, casado con la hermana mayor del cardenal, fue designado condestable de Castilla en 1472 y el cargo se hizo hereditario en la familia. El hermano mayor, Diego Hurtado de Mendoza, fue nombrado duque del Infantado el mismo año en que empezó la construcción del espléndido Palacio del Infantado en la ciudad de Guadalajara, confirmándose sus derechos sobre las posesiones vinculadas a este título.

Su cambio de defensores de los derechos de la princesa Juana a dirigentes del partido de Isabel, fue el momento culminante de la historia política de los Mendoza. El año 1367, en Nájera, Pedro González de Mendoza era uno más de los capitanes del partido de los Trastámara. El apoyo de los Mendoza a Isabel, en 1474, la convirtió en reina de Castilla. Los Mendoza habían pasado de ser capitanes no muy importantes de la hueste del rey, a hacer reyes y a constituir la fuerza política y militar mayor, más rica y poderosa de Castilla.

El Palacio del Infantado, de estilo gótico tardío y renacentista, construido en 1483. En 1560 se casó en este palacio Isabel de Valois con el rey de España Felipe II.


Los cimientos genealógicos y políticos de esta familia quedaron asentados en los años posteriores a la batalla de Nájera; sus oportunidades para una ascensión acelerada se iniciaron al ser diezmados los ricoshombres y la vieja nobleza a finales del siglo XIV en Aljubarrota y continuaron con la necesidad de nuevos dirigentes políticos, en las luchas encarnizadas de la familia real a comienzos del siglo XV.

La forma elegida por los Mendoza para crear su propio grupo, la familia, no era la única posible, pero sus rasgos legales hacían de ella una eficaz fuerza social y económica en pie de igualdad con otros grupos corporativos, como los gremios o los concejos. La eficacia política y económica de la familia era corroborada por la estructura legal de la familia nuclear, por los vínculos de lealtad, vigentes en la familia amplia, que fomentaban la unidad política, y por la acumulación de títulos de nobleza y mayorazgos, que convertían los dominios del primogénito en el centro económico de toda la familia.

En el marco de la familia amplia, los vínculos no eran tan estrictos desde el punto de vista legal, pero los sentimientos hacían que, en definitiva, resultaran igualmente firmes. Los miembros de la familia en sentido amplio, cuyas ramificaciones eran definidas por la misma familia, estaban obligados a actuar unidos contra los enemigos y apoyar a los aliados del grupo. Tanto las obligaciones como los parientes unidos por ellas se llamaban deudos. Este mismo deudo unía al vasallo del rey al monarca; cuando no existían unas obligaciones jurídicamente establecidas entre las partes, subsistía el vínculo del deudo, vínculo que creaba derechos y deberes mutuos.


Claustro del Hospital de la Santa Cruz, de Toledo, fundado por el Cardenal Mendoza

Siglo XVI

La lealtad a la familia que demostraron los hijos de Santillana no perduró en la siguiente generación. Muerto el cardenal, la jefatura de la familia recayó en el condestable de Castilla residente en Burgos, Bernardino Fernández de Velasco, nieto de Santillana, una anomalía según los historiadores, en detrimento de Íñigo López de Mendoza y Luna, duque del Infantado, que tenía su casa en Guadalajara. Bernardino será quien dirija a los Mendoza durante los años críticos, en los que la corona pasó de los Trastámara a los Habsburgo. Pero el condestable se encontró al frente de unos Mendoza menos dispuestos a seguir las directrices de un solo jefe. Las mismas cotas de poder que el cardenal había asegurado a la joven generación de la familia, permitieron que sus miembros emprendieran carreras políticas más independientes.

El palacio del Infantado en Guadalajara no dejó de constituir el centro material de la familia. Los Mendoza que permanecieron en Castilla, aceptaron la jefatura del condestable, pero incluso en este grupo surgieron disputas, sobre todo entre el Infantado y el conde de Coruña, que debilitaron la cohesión de la familia como unidad política y militar. Aún más amenazada se vio la unidad familiar por la actuación de dos de los nietos de Santillana: el hijo mayor del cardenal, Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués del Cenete, y el segundo conde de Tendilla.

El Marqués del Cenete


El marqués del Cenete y Conde del Cid actuó, en todos los aspectos, con total independencia del grupo de los Mendoza, impulsado por su carácter altivo y arrogante. Cenete desarrolló una carrera marcada por la audacia, el oportunismo y el escándalo. En 1502 se casó en secreto y en 1506 raptó a la mujer con la que Isabel la Católica le había prohibido casarse. En 1535, su segunda hija, heredera del título y fortuna, se casó con el heredero del duque del Infantado, regresando los títulos a la casa central de los Mendoza.

La carrera de Diego Hurtado de Mendoza, conde de Mélito y hermano menor del marqués del Cenete, presenta unos rasgos totalmente distintos. Mélito desempeñó un papel moderadamente importante como virrey de Valencia durante los primeros años del reinado Carlos V, en la sublevación y control de las germanías.

Durante la mayor parte del reinado de los Reyes Católicos no surgieron conflictos graves entre los nobles ni se produjeron crisis a escala nacional capaces de poner a prueba la cohesión de la familia. Íñigo López de Mendoza y Quiñones, conde de Tendilla, y sus primos, separados de la rama principal por la expansión de una familia prolífica y por la dispersión geográfica de sus respectivas carreras políticas, se entregaron, cada cual por su lado, a asegurarse el éxito sin mayores consideraciones hacia la familia en conjunto. Cuando el pleito sucesorio generó, de nuevo, graves conflictos en Castilla, los Mendoza no pudieron o no quisieron actuar como un solo grupo; Tendilla en particular adoptó posiciones contrarias a la del resto de la familia.


Ana de Mendoza y de la Cerda, nieta del conde de Mélito, se casó con el favorito de Felipe II, Ruy Gómez de Silva, en 1553. La pareja recibió en 1559 el título de Príncipes de Éboli.


En la atmósfera de crisis y rebelión que se apoderó de Castilla a la muerte de Isabel la Católica en 1504, los Mendoza se vieron forzados a elegir entre su política tradicional, de apoyo a la dinastía Trastámara, cuyo último representante era Fernando el Católico, que había cimentado el éxito de la familia en el pasado y establecido la nueva política, o de apoyo a la nueva dinastía de Borgoña, que se lo aseguraría en el futuro.

El 3r Duque del Infantado, jefe nominal de los Mendoza, así como el condestable, que de hecho dirigía los asuntos de la familia, optaron por la nueva política con vistas a mantener el vigor de la familia como unidad política. Tendilla prefirió mantener la tradición. Mientras Castilla estuvo bajo el gobierno de los Trastámara, su política tuvo éxito; cuando quedó claro que la dinastía se extinguiría en Castilla, la postura adoptada por Tendilla resultó perjudicial para su influencia política y su prosperidad material, impidiendo que la familia actuara unida y debilitando la eficacia de los Mendoza en conjunto.


Don Diego Hurtado de Mendoza y de la Cerda (1500-1578), Virrey de Aragón y de Cataluña


Aunque en los siglos siguientes siempre habría algún personaje del apellido en puestos relevantes, la idea de «familia» del marqués de Santillana, no sobreviviría al siglo XVI.

Patrimonio

La Casa del Infantado ha pasado por diversas etapas, afectándole mucho la unión y posterior separación del Ducado de Osuna. Las propiedades históricas más importantes son el Palacio del Infantado en Guadalajara, la Casa de Lazcano en Lazcano (Guipúzcoa) y el Palacio de Barrena en el pueblo vecino de Ordizia, el Castillo de Manzanares el Real y el Castillo de la Monclova en Sevilla. En Madrid sus últimas residencias estaban en el Paseo del Prado y posteriormente en la calle Don Pedro I. El archivo de Infantado se encuentra en el Archivo Histórico Nacional.

Cuando en 1932 se censaron los bienes agrícolas de los Grandes de España, la Casa del Infantado era todavía la novena propietaria del país con 17.171 hectáreas.


El Castillo de la Monclova, en Sevilla


Los Duques del Infantado

1. Diego Hurtado de Mendoza y Figueroa
2. Íñigo López de Mendoza y Luna
3. Diego Hurtado de Mendoza y Luna, llamado "El Grande"
4. Íñigo López de Mendoza y Pimentel
5. Íñigo López de Mendoza y Aragón, Marqués del Cenete, Conde de Tendilla.
6. Ana de Mendoza
7. Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval y Mendoza
8. Catalina Gómez de Sandoval y Mendoza, Duquesa de Pastrana
9. Gregorio María de Silva y Mendoza, V Duque de Pastrana, VII Duque de Lerma
10. Juan de Dios de Silva y Mendoza y Haro, VI Duque de Pastrana y VII Duque de Lerma
11. María Francisca de Silva Mendoza y Sandoval, Marquesa de Távara
12. Pedro Alcántara de Toledo y Silva, heredero de los títulos de Távara, Lerma y Pastrana.
13. Pedro Alcántara de Toledo y Salm-Salm
14. Pedro de Alcántara Tellez Girón y Beaufort, XI Duque de Osuna y Conde de Benavente
15. Mariano Téllez Girón y Beaufort Spontin, XII Duque de Osuna
16. Andrés Avelino de Arteaga y Silva Carvajal y Téllez Girón
17. Joaquín de Arteaga y Echagüe Silva y Méndez de Vigo
18. Íñigo de Arteaga y Falguera
19. Íñigo de Arteaga y Martín


El financiero Íñigo de Artega, heredero actual de la Casa del Infantado

lunes, 21 de marzo de 2011

La Casa de Alburquerque

La Casa de Alburquerque tiene su origen en la Corona de Castilla y su nombre proviene del Ducado de Alburquerque, título de carácter hereditario que Enrique IV de Castilla otorgó a su valido don Beltrán de la Cueva el 26 de septiembre de 1464, como una de las mercedes con las que el monarca lo premió a cambio de su renuncia al Maestrazgo de la Orden de Santiago. Su nombre hace referencia a la villa de Alburquerque (Badajoz) y pertenece al grupo de los denominados Grandes de España de 1520, primeros títulos en obtener la Grandeza por merced de Carlos I (Sacro Emperador Carlos V).

El título estuvo en manos de la familia de la Cueva desde sus orígenes hasta 1811, en que falleció en Londres sin sucesión masculina el XIV duque de Alburquerque y fue heredado por la familia Osorio, a quien se concedieron los derechos en 1830 tras un largo pleito sucesorio.

Originariamente el heredero de la casa ostentaba el título de conde de Ledesma, y desde 1562 el correspondiente es el de marqués de Cuéllar. Actualmente es jefe de la Casa de Alburquerque Juan Miguel Osorio y Bertrán de Lis, XIX duque de Alburquerque, quien además ostenta otros títulos que se han ido incorporando por matrimonios y herencias a la Casa: el Ducado de Algete, el Marquesado de Alcañices, el Marquesado de Cadreita, el Marquesado de Montaos, el Marquesado de Cullera, el Condado de Fuensaldaña, el Condado de Grajal y el Condado de Villanueva de Cañedo. Es además, presidente de la Fundación de la Casa Ducal de Alburquerque.


El Castillo de Cuéllar, en Segovia, hoy sede de la Fundación de la Casa Ducal de Alburquerque


El Ducado de Alburquerque

Enrique IV de Castilla había otorgado a su valido Beltrán de la Cueva el Maestrazgo de la Orden de Santiago, hecho que irritó tanto a la nobleza castellana, por lo que el monarca le pidió que renunciase a dicha dignidad. A cambio de ello, recibiría las villas de Anguix, Cuéllar, Alburquerque con el título de ducado, Roa, La Codosera, Aranda, Molina de Aragón y Atienza, y debía alejarse por un tiempo de la Corte.

Por Real Cédula fechada en 20 de agosto de 1464 el Rey concede a Beltrán de la Cueva el ducado, exponiendo:

Don Enrique por la graçia de Dios, rey de Castilla, de Leon, de Toledo, de Galiçia, de Seuilla, de Cordoua, de Murçia, de Jahen, del Algarbe, de Algeçira, de Gibraltar, señor de Viçcaya é de Molina... Por ende, conosçiendo lo susodicho é asi mesmo conosçiendo la muy grand fidelidad é lealtad que yo siempre he fallado é fallé en vos Don Beltran de la Cueva, maestre de la orden de la caballeria de Santiago, conde de Ledesma é del mi Consejo, é el amor é çinçero deseo que siempre avedes mostrado é mostrades á mi serviçio é á guarda de mi persona é estado é dignidad real é al bien de la cosa pública de mis regnos é la noblesa e eroycas virtudes de que Dios doctó vuestra persona, é que sois buen merescedor de lo que esta mi carta contenido... fago vos mi duque de la vuestra villa de Alburquerque; el qual dicho nombre de Duque quiere deçir aparcero del Rey é cabdillo de sus gentes...

A todas estas dignidades habría de unirse la concesión del condado de Huelma, por Real Cédula de 20 de agosto de 1474, ya que don Beltrán había cedido el condado de Ledesma a su hijo primogénito.


El escudo de los duques de Alburquerque en una representación de Sala del Trono en el castillo de Cuéllar


El II Duque de Alburquerque, Francisco de la Cueva y Mendoza, se casó con Francisca de Toledo, hija del Duque de Alba, siendo uno de los linajes a los que el Emperador otorgó la Grandeza en 1520. El III Duque, Beltrán de la Cueva y Toledo, fallecido en 1562, General de los Reales Ejércitos y Caballero del Toisón de Oro, casó con Isabel Téllez-Girón y Velasco, hija de los Condes de Ureña.

Hacia 1530 el emperador Carlos V concede el título de marqués de Cuéllar a Francisco II Fernández de la Cueva y Girón, IV Duque de Alburquerque y bisnieto de don Beltrán. A partir del año 1562 el Marquesado de Cuéllar será el título que llevarán los herederos al ducado, vinculando así ambos títulos. Por tanto, todos los duques de Alburquerque poseyeron unidos los títulos de: Ducado de Alburquerque, el Marquesado de Cuéllar y los Condados de Ledesma y de Huelma.

En el siglo XVII se extingue la rama primogénita más directa al morir el quinto duque sin sucesión, heredando el ducado los descendientes del segundo duque, línea que continúa hasta 1757 cuando fallece sin sucesión Francisco Fernández de la Cueva y de la Cerda.


Don Gabriel de la Cueva y Téllez-Girón (1515-1571), V Duque de Alburquerque


El VI Duque de Alburquerque fue Beltrán de la Cueva y Castillo, Mayordomo de Felipe II y Virrey de Aragón. Este Beltrán se casó con su prima, hija de los anteriores duques, Isabel de la Cueva y Fernández de Córdoba. El VII Duque fue Francisco de la Cueva, Virrey de Cataluña y Sicilia, quien se casó varias veces, siendo madre de sus hijos Ana Enríquez de Cabrera y Colonna. Esta última era hija de Luis Enríquez de Cabrera, Almirante de Castilla y duque de Medina de Riseco, casado en 1587 con Vittoria Colonna, hija del Príncipe Marcantonio Colonna y de Felice Orsini y Sforza.

De esta manera, a través de los Medina de Rioseco los Alburquerque entroncaron con las grandes familias de la nobleza italiana: Colonna, Orsini, Caetani, Sforza, Farnese (descendientes del Papa Paulo III).

El VIII Duque de Alburquerque sirvió al rey en el cerco Fuenterrabía en 1638, pasando a Flandes y ascendiendo a General de la Caballería Ligera del Ejército de Flandes. Fue virrey de Nueva España hasta 1660. A su regreso, fue nombrado Capitán general de la Armada de la Mar Oceáno, siendo Virrey de Sicilia en 1667. Una vez en España fue Mayordomo Mayor del rey Carlos II. Su esposa, Juana de Armendáriz y Ribera, Marquesa de Cadreita, fue una poderosa dama de la corte Española, Camarera Mayor de las reinas María Luisa de Orléans y de Mariana de Neoburgo.


Don Francisco Fernández de la Cueva (1619-1676), VIII Duque de Alburquerque


Fue su hija y heredera Rosalía de la Cueva y Armendáriz, quien no pudo heredar la Casa de Alburquerque por ser mujer, y para arreglarlo se casó con su tío Melchor de la Cueva y Hernández de Cabrera, que heredaba la Casa como IX Duque. Fue Consejero de Estado y Guerra y General de la Armada del Mar Océano. De momento habían arreglado la sucesión. Su hijo, Francisco V Fernández de la Cueva y de la Cueva, 34º Virrey de Nueva España de 1702 a 1710, casó con Juana de la Cerda Aragón y Moncada, hija de Juan Francisco II de la Cerda Enríquez de Ribera y Portocarrero, VIII Duque de Medinaceli. Fue su hijo Francisco Nicolás VI el siguiente Duque, 9º de su nombre, quien con María Agustina de Silva y Mendoza, hija del 10º Duque del Infantado, solo tuvo una hija que no pudo heredar la Casa.

De acuerdo a las cláusulas de fundación del mayorazgo, recayó en la Casa Condal de Siruela, manteniendo el apellido originario y añadiendo otros títulos nobiliarios a la Casa. Esta línea no perdura ni un siglo, pues en 1811 muere en Londres su último portador, José María de la Cueva y de la Cerda, el XIV duque. Se inicia entonces un largo pleito por la división de las casas y mayorazgos acumulados en su persona, que duró hasta 1830, recayendo el Ducado de Alburquerque y sus estados correspondientes en la gran familia de los Osorio, Marqueses de Alcañices y de los Balbases, en la que perdura en la actualidad.


El XVIII Duque de Alburquerque recibe la Medalla de Oro al Mérito Deportivo de manos de Juan Antonio Samaranch, por su victoria en el Gran Premio de Madrid con su caballo “Tebas”. Hipódromo de La Zarzuela, noviembre de 1969.

Los Duques

Primera línea (1464 - 1571)

I - Beltrán de la Cueva y Mercado (1464-1492), Gran Maestre de la Orden de Santiago
II - Francisco I Fernández de la Cueva y Mendoza (1492-1526)
III - Beltrán II de la Cueva y Toledo (1526-1560), Virrey de Aragón, Virrey de Navarra
IV- Francisco II Fernández de la Cueva y Girón (1560-1563), Conquistador de La Goleta y Saint Jean de Luz
V - Gabriel III de la Cueva y Girón (1563-1571), Virrey de Navarra, Gobernador de Milán

Segunda línea (1571 - 1757)

VI - Beltrán III de la Cueva y Castilla (1571-1612), Virrey de Aragón
VII - Francisco III Fernández de la Cueva (1612-1637), Virrey de Cataluña, Virrey de Sicilia
VIII - Francisco IV Fernández de la Cueva y Enríquez de Cabrera (1637-1676), Virrey de Nueva España, Virrey de Sicilia
IX - Melchor Fernández de la Cueva y Enríquez de Cabrera (1676-1686), Capitán General de la Mar Océano
X - Francisco V Fernández de la Cueva y de la Cueva (1686-1733), Virrey de Nueva España
XI - Francisco VI Fernández de la Cueva y de la Cerda (1733-1757), Capitán General de la Mar Océano
Inés Francisca de Silva (1806-1865), hija del X marqués de Santa Cruz, esposa de Nicolás Osorio y Zayas (1799-1866), XV duque de Alburquerque, XVI marqués de Alcañices, VIII marqués de los Balbases y IV duque de Algete


Tercera línea (1757 - 1811)

XII - Pedro Miguel de la Cueva y Guzmán (1757-1762), Mariscal de Campo de los Reales Ejércitos
XIII - Miguel de la Cueva y Enríquez de Navarra (1762-1803) Virrey de Aragón
XIV - José Miguel de la Cueva y de la Cerda (1803-1811), Teniente General de los Reales Ejércitos

Cuarta línea (1830 - actualidad)

XV - Nicolás Osorio y Zayas (1830-1866), Senador del Reino
XVI - José Isidro Osorio y Silva-Bazán (1866-1909), Alcalde-corregidor y Gobernador de Madrid, Jefe Superior del Palacio Real
XVII - Miguel Osorio y Martos (1909-1942), Gentilhombre de cámara de Alfonso XIII
XVIII - Beltrán Alfonso Osorio y Díez de Rivera (1942-1994), Jefe de la Casa de los Condes de Barcelona
XIX - Juan Miguel Osorio y Bertrán de Lis, actual titular


El actual duque con su segunda esposa Blanca Suelves Figueroa, hija de los Marqueses de Tamarit




sábado, 19 de marzo de 2011

La Casa de Medinaceli


La Casa de Medinaceli es originaria de la Corona de Castilla y proviene del Condado de Medinaceli, título hereditario que Enrique II concedió a Bernardo de Bearne, hijo bastardo del Conde de Foix, y esposo de Isabel de la Cerda Pérez de Guzmán, bisnieta de Fernando de la Cerda, Infante de Castilla. Su nombre se refiere al municipio castellano de Medinaceli, en la provincia de Soria.

La reina Isabel la Católica elevó el condado a Ducado en 1479 en la persona de Luis de la Cerda y de la Vega, V Conde de Medinaceli y en el año 1520 el rey Carlos I incorpora al título la distinción de Grandeza de España. El ducado permaneció en la Casa de la Cerda hasta que recayó en la Casa de Aguilar-Priego, donde perdura. Su actual cabeza es Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, XVIII Duquesa de Medinaceli. Tradicionalmente el heredero de la Casa de Medinaceli ha llevado el Marquesado de Cogolludo.


Historia

La Casa de la Cerda tiene su origen en los Infantes de la Cerda, hijos de Fernando de la Cerda, Infante de Castilla, primogénito del rey Alfonso X el Sabio, que murió antes que su padre. El segundogénito de Alfonso X, Sancho, usurpó el trono originando el pleito de La Cerda.

Tras la Primera Guerra Civil Castellana, en la segunda mitad del siglo XIV, el único miembro del linaje que sobrevivió es Isabel de la Cerda Pérez de Guzmán. Como recompensa por los servicios prestados al rey Enrique II de Castilla, Bernardo de Foix, hijo bastardo del Conde de Foix, que vino a España a luchar en la reconquista de Granada, le fue concedido en 1368 el Condado de Medinaceli y se casó en 1370 con Isabel de la Cerda, Señora de El Puerto de Santa María, bisnieta del Infante Fernando de la Cerda y nieta de Guzmán el Bueno, fundador de la Casa de Medina-Sidonia, quien se tituló Condesa de Medinaceli por derecho propio. A partir de su nieto Luis de la Cerda, III Conde, sus descendientes empezaron a utilizar exclusivamente el apellido y las armas de Isabel de la Cerda, dada la preponderancia de su linaje. Desde 1479 el Condado pasó a ser Ducado.


Ana María Fernández de Henestrosa y Gayoso de los Cobos, hija del VIII Conde de Moriana del Río y de la XV Marquesa de Camarasa, consorte del XVII Duque de Medinaceli (retratada en el Palacio Medinaceli de la Plaza Colón de Madrid)


Los Duques de Medinaceli poseían un privilegio único por el cual frente a su escudo no se podía oponer otro. Ésta es la razón por la que el palacio de los duques de Villahermosa en Madrid (actual Museo Thyssen-Bornemisza) tiene la fachada a la calle Zorrilla y no a la Carrera de San Jerónimo, que era donde tenía su residencia la familia Medinaceli hasta 1910, año en que se demolió para la construcción del Hotel Palace.


Casas nobiliarias incorporadas

La Casa de Medinaceli se fue convirtiendo con el paso del tiempo en una de las más importantes familias españolas, sobre todo tras heredar la Casa de Cardona.

A lo largo de su historia varias casas nobiliarias han ido incorporándose a ella. En 1625, la Casa de Alcalá de la Alameda, del linaje Portocarrero, por el matrimonio de Juan Luis de la Cerda, VII Duque de Medinaceli, con Ana María Luisa Enríquez de Ribera Portocarrero y Cárdenas, III Marquesa de Alcalá de la Alameda.


Doña Antonia de Toledo Dávila y Colonna (1591-1625), consorte de Don Juan de La Cerda y Aragón, VI Duque de Medinaceli.


En 1639 Ana María Luisa Enríquez de Ribera, esposa del VII Duque de Medinaceli, heredó los títulos y estados de la Casa de Alcalá de los Gazules de su prima hermana María Enríquez de Ribera, IV Duquesa de Alcalá de los Gazules y muerta sin descendencia.

En 1676 se incorporó la Casa de Segorbe por el matrimonio de Catalina Antonia de Aragón, IX Duquesa de Segorbe con Juan Francisco de la Cerda, VIII Duque de Medinaceli. En 1711, la Casa de Priego, cuando Nicolás Fernández de Córdoba y de la Cerda, IX Marqués de Priego y VII Marqués de Montalbán, sucedió a su tío materno Luis Francisco de la Cerda y Aragón, IX Duque de Medinaceli, muerto sin descendencia. Asimismo se incorporó la Casa de Feria, del linaje Figueroa, que ya se había unido a la de Priego en 1634. En 1739 fue la Casa de Aytona, de Luis Antonio Fernández de Córdoba y Spínola, futuro XI Duque de Medinaceli, al casarse con María Teresa de Moncada y Benavides, futura VII Marquesa de Aytona.


Don Luis-Francisco de La Cerda y Aragón Folch de Cardona, 9º Duque de Medinaceli (1654-1711)


En 1789 se incorporó la Casa de Santisteban del Puerto, por el matrimonio Luis María Fernández de Córdoba y Gonzaga, futuro XIII Duque de Medinaceli, con Joaquina María de Benavides y Pacheco, futura III Duquesa de Santisteban del Puerto. En 1931, la Casa de Denia y Tarifa cuando, al morir sin sucesión Carlos María Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas, II Duque de Denia y de Tarifa, le sucedió su sobrino Luis Jesús Fernández de Córdoba y Salabert, XVII Duque de Medinaceli. En 1936, las Casas de Ciudad Real y la de la Torrecilla al suceder Luis Jesús Fernández de Córdoba y Salabert, XVII Duque de Medinaceli, a su madre Casilda Remigia de Salabert y Arteaga, XI Duquesa de Ciudad Real, IX Marquesa de la Torrecilla, quien, ya viuda del XVI Duque de Medinaceli, la había heredado de su hermano en 1925.

Finalmente, en 1948, se incorporó la Casa de Camarasa cuando, a la muerte sin sucesión de Ignacio Fernández de Henestrosa y Gayoso de los Cobos, XVI Marqués de Camarasa, la heredó su sobrina, Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, XVIII Duquesa de Medinaceli.


La 18ª Duquesa de Medinaceli en su niñez (retrato de Álvarez de Sotomayor)


Su patrimonio

En su patrimonio se cuentan algunas de las propiedades histórico-artísticas más importantes de España. En Sevilla se encuentra la Casa de Pilatos, construida por la Casa de Alcalá, el Hospital Tavera en Toledo —donde se encuentra enterrada la mayoría de la familia— y en Galicia poseen el Pazo de Oca, seguramente el pazo más renombrado de Galicia.

La Casa de Medinaceli conserva un extraordinario conjunto artístico y documental, gestionado por una fundación. Seguramente su sección más conocida y valiosa es la colección de pinturas y esculturas, repartida por varios edificios de su propiedad. Entre los artistas representados, se hallan El Greco (con más de cinco obras, entre ellas una rara escultura, Cristo resucitado), Antonio Moro, Pieter Coecke, Alonso de Berruguete, Sebastiano del Piombo (la famosa Piedad de Úbeda, actualmente en préstamo en el Museo del Prado), Il Sodoma, Gaspar de Crayer, Luis Tristán, José de Ribera, Zurbarán, Juan Carreño de Miranda, Goya, Salvatore Rosa, Luca Giordano, Giuseppe Recco, Mariano Fortuny, etc.


Casa de Pilatos (Sevilla): el Jardín Grande


Esta Casa siempre fue una de las primeras en cuanto a posesiones agrarias. Cuando después del golpe militar de José Sanjurjo en 1932 la Segunda República tasó los bienes de los Grandes de España, Luis Jesús Fernández de Córdoba, XVII duque de Medinaceli, lideraba la lista con 74.146 hectáreas. Sus dos propiedades más famosas eran La Almoraima, en Castellar de la Frontera (que rondaba las 17.000 hectáreas), y La Alameda, en el término de Santisteban del Puerto (alrededor de 13.000 hectáreas). Los actuales duques ya no son grandes propietarios, como resultado de las ventas masivas a lo largo de los años 1970 y 1980.

Los Duques

1479-1501 Luis de la Cerda y de la Vega
1501-1544 Juan de la Cerda y Bique
1552-1575 Gastón de la Cerda y Portugal
1552-1575 Juan de la Cerda y Silva
1575-1594 Juan de la Cerda y Portugal
1594-1607 Juan de la Cerda y Aragón
1607-1671 Antonio de la Cerda y Dávila
1671-1691 Juan Francisco de la Cerda y Enríquez de Ribera
1691-1711 Luis Francisco de la Cerda y Aragón
1711-1739 Nicolás Fernández de Córdoba y de la Cerda
1739-1768 Luis Fernández de Córdoba y Spínola
1768-1789 Pedro de Alcántara Fernández de Córdoba y Montcada
1789-1806 Luis Fernández de Córdoba y Gonzaga
1806-1840 Luis Fernández de Córdoba y Benavides
1840-1873 Luis Fernández de Córdoba y Ponce de León
1873-1879 Luis Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas
1880-1956 Luis Fernández de Córdoba y Salabert
1956-Presente Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa

Láurea que domina el piso principal del Palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo, Guadalajara. En su interior, dos querubines sujetan el escudo de la familia de la Cerda. Es un escudo cuartelado: los cuarteles primero y cuarto llevan las armas de Castilla y de León que llegaron a la familia por Fernando de la Cerda, hijo primogénito de Alfonso X a la sazón rey de Castilla y de León. Los cuarteles segundo y tercero llevan cada uno tres flores de lis que fueron aportados por Blanca de Francia, hija del rey Luis IX, esposa de Fernando de la Cerda.