domingo, 30 de mayo de 2010

El futuro de la monarquía en España

Sucesión y regencia

De acuerdo al Artículo 57 la Corona de España es heredada por los sucesores de Juan Carlos I de Borbón a través de primogenitura de preferencia masculina. Es tanto más significante en tanto que omite enteramente la designación de Juan Carlos por parte del General Francisco Franco. Mientras se redactaba la nueva constitución, el abogado y diputado liberal Joaquín Satrústegui (1909-1992) insistió en que la frase “el legítimo heredero de la dinastía histórica” se incluyera en el texto para subrayar que la monarquía era una institución histórica anterior a la constitución o al régimen republicano. Además, Satrústegui estaba “ansioso por remover” la idea que la monarquía constitucional tenía orígenes franquistas, de acuerdo al autor Charles Powell.


Los Reyes


La primogenitura de preferencia masculina había sido practicada en España desde el siglo XI en los variados estados visigodos y fue codificada en las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio, con las mujeres habilitadas para heredar en determinadas circunstancias. Sin embargo, con la sucesión de Felipe V en 1700, el primero de los Borbones españoles, las mujeres fueron eliminadas de la línea sucesoria hasta que Fernando VII reintrodujo el derecho y designó a su hija mayor Isabel como su heredera en 1833.

Con el nacimiento de la Infanta Doña Leonor, hija de los Príncipes de Asturias, el 31 de octubre de 2005, el Presidente Zapatero reafirmó la intención del gobierno de enmendar la constitución española para reintroducir la completa o igual primogenitura, también conocida en francés como aînesse intégrale, que implica una ley de sucesión neutral al género adoptada ya en Noruega, Suecia, Países Bajos y Bélgica. Los derechos del actual heredero aparente, Felipe de Borbón, serían mantenidos. Con la primogenitura completa e igual, el primogénito será heredero aparente, independientemente del género.


Los Reyes, los Príncipes de Asturias y las Infantas de España


Allanando el camino, en 2006 el rey publicó un decreto reformando la sucesión de los títulos nobiliarios de primogenitura de preferencia masculina a primogenitura absoluta. Sin embargo, como la sucesión a la Corona está especificada en la Constitución de forma explícita, esta reforma requiere una enmienda constitucional, lo que implica un proceso más complicado que la publicación de un decreto real.

Si todas las líneas designadas por la ley se extinguen, la Constitución reserva el derecho de las Cortes Generales de proveer la sucesión “en la forma más adecuada para España”. Además el texto constitucional desplaza de la sucesión a aquellos miembros de la familia real que contraigan matrimonio contra la expresa prohibición del monarca y de las Cortes Generales, así como a sus descendientes. Por último, el artículo 57 establece además que “Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en relación con la sucesión a la Corona se resolverá por una ley orgánica”.


Los Condes de Barcelona y sus hijos


Constitucionalmente, los herederos actuales de Juan Carlos I, son:
  • SAR El Príncipe de Asturias, hijo del Rey
  • SAR La Infanta doña Leonor, hija mayor del Príncipe y la Princesa de Asturias
  • SAR La Infanta doña Sofía, hija menor del Príncipe y la Princesa de Asturias
  • SAR La Infanta doña Elena, Duquesa de Lugo, hija mayor del Rey
  • SE don Felipe Juan Froilán de Marichalar y de Borbón, hijo de la Infanta doña Elena.
  • SE doña Victoria Federica de Marichalar y de Borbón, hija de la Infanta doña Elena.
  • SAR La Infanta doña Cristina, Duquesa de Palma de Mallorca, hija menor del Rey
  • SE don Juan Urdangarín y de Borbón, hijo mayor de la Infanta doña Cristina
  • SE don Pablo Urdangarín y de Borbón, segundo hijo de la Infanta doña Cristina.
  • SE don Miguel Urdangarín y de Borbón, tercer hijo de la Infanta doña Cristina
  • SE doña Irene Urdangarín y de Borbón, hija de la Infanta doña Cristina

La Constitución describe la regencia de la monarquía y la tutela de la persona del monarca en el caso de su minoría de edad o incapacidad. El cargo de Regente (s) y la tutela del monarca (si el monarca se encuentra en su minoría de edad o incapacitado), no necesariamente puede ser la misma persona. En el caso de minoría del monarca, la madre o el padre sobreviviente, o pariente mayor de edad más próximo a la línea de sucesión, inmediatamente asumiría el cargo de regente, que en todo caso deberá ser español.


El Príncipe de Asturias, futuro rey


En caso de un monarca que esté incapacitado y que la incapacidad es reconocida por las Cortes Generales, entonces el Príncipe de Asturias (heredero aparente), de inmediato se convierte en Regente, si es mayor de edad. Si el Príncipe de Asturias es menor, entonces las Cortes Generales nombrarán una Regencia que puede estar compuesta por uno, tres, o cinco personas. La persona del rey en su minoría de edad caerá bajo la tutela de la persona designada en el testamento del monarca fallecido, siempre que él o ella sea mayor de edad y de nacionalidad española. Si no ha sido nombrado tutor en el testamento, entonces el padre o la madre asumirá la tutela, siempre y cuando permanezcan viudos. De lo contrario, las Cortes Generales designarán tanto el Regente (s) y el tutor, que en este caso no podrán ser la misma persona, excepto por el padre o la madre, de relación directa con el rey.


Monarquía contemporánea

La monarquía española sigue gozando de amplio apoyo y popularidad por los españoles desde su restauración constitucional de 1978, de acuerdo con Fernando Villespin, presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas en 2008. Según Villespin, el nivel de aprobación del rey promedia más del 70% a través de los años, siempre ofreciendo mejor rendimiento que los de líderes políticos electos. Un porcentaje similar de los encuestados considera que el rey juega un papel importante en el mantenimiento de la democracia española.



La transición



A pesar de los altos índices de aprobación de la corriente española, y en particular la popularidad que gozan el actual rey y su reina, la monarquía ha sido el foco de la crítica aguda tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha del espectro político español, así como por las regiones separatistas. El 22% de los ciudadanos españoles creen que la república sería la mejor forma de gobierno para España, mientras que los separatistas y partidarios de la independencia en el País Vasco y Cataluña protestan contra la monarquía como el símbolo viviente de una España unida. La extrema izquierda critica a la institución de la monarquía como anacrónica, mientras que la extrema derecha critica al Rey Juan Carlos personalmente porque él ha dado el consentimiento real y la aprobación tácita a lo que ellos perciben como una agenda liberal en España y un secularismo de la vida española.

Por otro lado, según una encuesta realizada por Metroscopia para la Fundación Toledo, en 2008, el 69% de los ciudadanos españoles siente que la institución de la monarquía constitucional es el sistema político ideal para España, y el 80% de los españoles cree que la transición de España a la democracia no habría sido posible sin la intervención personal del rey.



Los Reyes de España y sus herederos

La filosofía del monarca sobre su familia, sobre la integridad personal, y sobre una ética de trabajo desinteresado fueron revelados en correspondencia privada de consejos paternales a su hijo Felipe, entre 1984 y 1985, cuando el Príncipe de Asturias asistía a la Universidad en Canadá. Según Juan Carlos un monarca no debe tomar su posición por sentada, sino trabajar para el bienestar de la gente, ser amable, atento y servicial, y "parecer animado incluso cuando estás cansado, bondadoso incluso cuando no lo sientas así; atento incluso cuando no estés interesado; útil incluso cuando te resulte un esfuerzo [...] Necesitas parecer natural, pero no vulgar; cultivado y consciente de los problemas, pero no pedante o engreído".

El rey continuaba:

Aquellos a quienes Dios ha escogido para ser reyes y estar a la cabeza de los destinos de un país no tienen otra opción que empezar a entender la importancia y las características especiales de la posición, porque uno puede decir que empiezan a ser adultos mucho antes que otros chicos de su edad. Si en esta vida esto es tan importante para formar y fortalecer el carácter suficiente para permitirnos liderar, no es menos que saber cómo obedecer. A pesar de los altos cargos que ocupamos en la vida, siempre será vital conocer que también tenemos deberes que cumplir y la obediencia implica siempre verdadero honor [...] Tenemos que construir una familia estrechamente unida, sin fisuras o contradicciones, no debemos olvidar que en todos y en cada uno de nosotros están fijados los ojos de los españoles a quienes debemos servir con cuerpo y alma. No quiero prolongar más mi primera carta para no cansarte, pero espero que esta así como las sucesivas que te envíe dejen una impresión profunda en ti y sean leídas con calma y seriamente”.

Rey Juan-Carlos I al Príncipe Felipe, 1984




Consejos paternos



El historiador y biógrafo real Charles Powell dijo a la BBC en 2008 que "Hay un sentimiento profundamente arraigado de gratitud por el papel del rey en la transición a la democracia [y] Encuestas muestran que él es el individuo al que la democratización se le atribuyó más profundamente, y el sentido de gratitud atraviesa las clases sociales y las líneas ideológicas. "











sábado, 29 de mayo de 2010

Las joyas de la Corona de España


Es sabido que en España, desde la Guerra de la Independencia, no hay joyas de la Corona, es decir, joyas vinculadas a la Institución. Todas las joyas que hoy poseen los Reyes son exclusivamente bienes privados. Únicamente perduran en palacio una corona tumular y un llamado cetro -en realidad un bastón de mando- que ha presidido la proclamación de los monarcas en las Cortes, desde Isabel II hasta Don Juan Carlos I.

Historia

Los reyes de Castilla, Aragón y demás reinos peninsulares no necesitaban joyas ni objetos ceremoniales, pues entonces –como hoy en España- no se coronaban ni se entronizaban, simplemente los proclamaban. Algunos (Sancho IV) se enterraban con la corona, otros (Martín el Humano) donaban sus preseas a la Iglesia. Isabel ‘La Católica’ donó alguna de sus joyas y piezas de orfebrería a la Capilla Real y el resto mandó que se vendiese. Queda claro que se consideraban propiedad personal de los Reyes.


Los Reyes Católicos

Algunos monarcas como Fernando III o Pedro I de Castilla acumularon fabulosas riquezas que no tardaron en ser dispersadas. Las crisis dinásticas y los crónicos apuros económicos por los que pasaron los reyes en el Medievo hacían inviable la formación de un tesoro patrimonial, contrario además a las costumbres de la realeza hispánica.

La llegada de los Austrias no significó grandes cambios. Su etiqueta exigía el Toisón para reyes y príncipes, pero nada más. Precisamente para que la orden se luciera, el protocolo aconsejaba cierta austeridad: el negro terciopelo o el morado en época de luto era el fondo ideal para el oro de la joya. Con todo, esta dinastía intentó que algunas piezas pasasen de padres a hijos, de la misma forma que se inició una colección pictórica permanente. Pero tanto las joyas como los cuadros eran propiedad personal de los reyes. Por otra parte sucesivas bancarrotas volvieron a hacer inviable la creación de ese tesoro regio.


Felipe II con el Toisón pendiente de un cordón

Bajo los Austrias se documenta una costumbre que tal vez se heredase de la Edad Media. Se trata de colocar el cetro y la corona sobre el túmulo real y a veces sobre el sepulcro de forma permanente. Así se encontraban las tumbas reales de la Capilla Real Sevillana hasta 1948, por lo que se entiende que estos objetos no eran de un valor excesivo.

Barbara de Braganza aportó en su dote una colección fabulosa de joyas (en aquel momento Portugal se enriquecía con el oro, la plata y los diamantes del Brasil). Lamentablemente al morir sin descendencia la mayor parte de aquel patrimonio volvió a su país.

Bárbara de Braganza, infanta de Portugal, consorte de Fernando VI


Carlos III se vio en la obligación de encargar una corona tumular (esto es para presidir los funerales regios), pieza que aún se conserva y pertenece al Patrimonio Nacional.

La invasión francesa supuso la dispersión de las joyas y otras riquezas regias que hasta entonces se habían acumulado. El siglo XIX con sus revoluciones no se prestaba a reconstruir el tesoro. Isabel II se hizo famosa por sus joyas, pero el exilio y las larguezas de la reina acabaron con la colección real.

La Corona

Las “joyas de la Corona” como tales, puede decirse que fueron las piezas de joyería vinculadas a la Corona por Carlos II de España en sus disposiciones para la sucesión. Sin embargo, se disgregaron como conjunto y algunas desaparecieron con motivo del expolio al que fue sometido el Palacio Real de Madrid durante la Guerra de Independencia de España por orden del rey impuesto por Napoleón, su hermano José Bonaparte.

Julia Clary, reina consorte de España, con su hija mayor, junto a la corona real


Se conoce con precisión la colección de joyas gracias a dos inventarios: el primero de fecha 8 de mayo de 1808 (entregado a Francisco Cabarrús por Juan Fulgencio, y que estima su valor en más de 22 millones de reales) y el segundo de 30 de julio del mismo año (conservado en los Archivos Nacionales franceses, y que responde a las joyas recibidas en París por Julia Clary, consorte del rey).

Mucho antes, la víspera de Navidad de 1734, un número indeterminado de joyas reales de España fueron destruidas en el incendio del Alcázar de Madrid, aunque la parte más importante se salvó, centrándose los daños en las joyas que se encontraban en la Real Capilla. Otro importante conjunto de joyas, las que Felipe V había traído desde Francia y conocidas como Tesoro del Delfín, estaban en el Palacio de la Granja y no se vieron afectadas.


El Tesoro del Delfín


Las dos piezas más famosas de las joyas reales estaban montadas en el llamado Joyel de los Austrias, y eran la perla Peregrina y el diamante Estanque. La perla Peregrina ha sido objeto de muchas especulaciones, considerándosela perdida y recuperada en varias ocasiones. Desde Mesonero Romanos (autor costumbrista de mediados del XIX, que la considera perdida desde el incendio) hasta Luis Martínez de Irujo, duque de Alba (que proclama en 1969 que la Casa Real española dispone de la Peregrina verdadera y que la de Elizabeth Taylor, obsequio de Richard Burton, no lo era). También era notable la cruz que habían tenido en sus manos al morir Carlos I y Felipe II.

Cada uno de los reinos cristianos peninsulares tuvo diferentes ceremonias de coronación, proclamación o jura al comienzo de los reinados o como reconocimiento de cada uno de los diferentes territorios que los componían. Para el caso de los territorios vascos y del reino de Navarra, el soberano era alzado sobre un escudo por los ricoshombres.

Isabel II durante la firma de la Constitución de 1845


Ya en la Edad Moderna, todos los reyes de la Monarquía Hispánica, así como los reyes de España de la Edad Contemporánea, tanto en el Antiguo Régimen como en el régimen liberal, han recibido la dignidad real por proclamación, no por coronación, aunque una corona real estuvo siempre presente en estas ceremonias.


Corona de Alfonso VIII

El diseño de la corona de Alfonso VIII de Castilla, que se conserva en el Monasterio de Santa María la Real de Las Huelgas (Burgos) era de corona mural, con castillos en vez de hojas de acanto, como tuvo la posterior corona real (paradójicamente, la corona mural fue la elegida posteriormente para el escudo republicano).

Se ha destacado el uso solemne que Alfonso XI de Castilla hacía de la corona, especialmente en un acto en Sevilla en 1340, en el que fue colocada en un estrado junto a una espada, para simbolizar al reino y asimilar el hecho de honrar la corona al de honrar la tierra, expresiones que aparecían en el Código de las Siete Partidas.


Juan I de Castilla


El último rey que fue solemnemente coronado fue Juan I de Castilla, el 24 de agosto de 1379. Juan I (1358 - 1390) era el segundo rey de la dinastía de Trastámara, hijo de Enrique II el de las Mercedes y de Juana, hija de Juan Manuel de Villena, cabeza de una rama más joven de la casa real de Castilla (la Casa de Borgoña). Después de él, los monarcas asumían la dignidad real por proclamación y aclamación.


Corona de Alfonso XII

La corona ordenada por el rey Alfonso XII en 1874, desaparecida durante la Guerra civil española, correspondía a la representación heráldica de la corona real. Esto es: un anillo de base con 8 florones, engastado con piedras preciosas. Cada florón es de oro, engastado de diamantes y con una gran perla en la parte central. Bordeando toda la parte superior de dicho anillo hay una onda de oro con una perla en vértice de cada una de ellas entre cada par de florones. De cada uno de los ocho florones se desprende un arco decorado con una fila de perlas rebordeada de lado y lado por una fila de diamantes. Confluyen todos los arcos en la parte superior central de la corona. Al remate de los ocho arcos se encuentra un orbe con una cruz. Al interior de la corona hay un gorro de terciopelo rojo.


Alfonso XII con su corona apoyada a un lado

Desde Isabel II

Desde Isabel II, las mismas joyas han presidido las juras en las Cortes (la de su hijo Alfonso XII, su nieto Alfonso XIII, y el nieto de éste, el rey actual, Juan Carlos I):
  • La corona conmemorativa del funeral de Isabel de Farnesio, consorte de Felipe V, viuda por entonces (10 de julio de 1766). La corona es de oro y plata chapada en oro y piedras no preciosas, con los escudos de los reinos de Castilla y de León. Fue confeccionada por orden del rey entonces reinante, Carlos III.
  • Un cetro, regalo de Rodolfo II (proclamado Emperador del Sacro Imperio el 12 de octubre de 1576) a su primo el rey de España Felipe II. Proveniente de Viena, es una joya del siglo XVI. Otras fuentes lo identifican con un bastón de mando labrado en oro, esmaltes, rubíes y cristal de roca, de origen ruso del siglo XVII, regalado a Carlos II.
  • Un crucifijo de plata, de la colección del Congreso de los Diputados.

La corona

La última vez que esta corona fue vista en público fue en 1981, durante el funeral de estado con motivo de la llegada de los restos del rey Alfonso XIII para su definitivo enterramiento en la Cripta Real del Monasterio de El Escorial.


Joyas del Patrimonio y joyas privadas

Las joyas exhibidas solemnemente en las proclamaciones reales y otras colecciones tradicionalmente vinculadas a la Corona Española, como el Tesoro del Delfín (que actualmente se exhibe en el Museo del Prado) u otras custodiadas en distintos lugares, forman parte del Patrimonio Nacional.

Las joyas que lucen los reyes de España, los príncipes de Asturias u otros miembros de la familia real española en la actualidad (diademas, collares, condecoraciones, etc.) son estrictamente privadas, no están vinculadas a ninguna institución, y se las considera propiedad personal del miembro correspondiente (sea éste el rey como persona particular, o algún otro pariente). En esa condición fueron llevadas con ellos al exilio en 1931 (proclamación de la Segunda República Española) y se mantuvieron fuera de España hasta 1975.


La familia real de gala en una recepción de Estado


Victoria Eugenia heredó joyas de su familia y la de su marido, aparte de recibir un sustancioso legado de Eugenia de Montijo, emperatriz de los franceses, quien era su madrina de bautismo. Además Alfonso XIII le regalaba exclusivas piezas. La reina demostró una pasión por las piedras preciosas que entra dentro del gusto de las casas reales de aquel entonces por la pedrería más ostentosa, pero contrasta con su dedicación a las obras benéficas y con la triste realidad social del país.

La República en sus inicios tuvo algunas deferencias con los miembros de la Casa Real. Una de ellas fue enviar a la reina sus joyas en sus correspondientes estuches, pues al fin y al cabo eran propiedad suya. Durante su exilio la reina vendió algunas de sus más preciadas pertenencias, otras las repartió entre sus hijas y nueras, reservando algunas para ‘las futuras representantes de la realeza española’.

Victoria Eugenia con la Tiara de la Flor de Lis


El codicilo testamentario de Victoria Eugenia sitúa en primer plano las ocho piezas descritas al vincular su propiedad, ya por tres generaciones al Jefe de la Casa. Efectivamente, don Juan recibió aquellas joyas que, tras la renuncia a sus derechos históricos, pasaron a Don Juan Carlos y que hoy lucen doña Sofía y doña Letizia en las ocasiones más solemnes. Como hemos visto, la mayoría de ellas proceden de la herencia de Alfonso XIII salvo el collar de perlas, que es de María Cristina, y el broche de perlas que sería de la Infanta Isabel, la «Chata».

Fernando Rayón y José Luis Sampedro, autores del libro "Las joyas de las reinas de España", sostienen que, aunque muchas joyas, como la famosa ‘Perla peregrina’ o la ‘Esmeralda de Alfonso XIII’, no están en propiedad de la Corona, se les ha seguido el rastro y se han conservado. “Queda constancia de que se han salvado muchas joyas. En el caso de la ‘Perla Peregrina’ actualmente pertenece a Elizabeth Taylor. La Esmeralda fue vendida por Alfonso XIII cuando estaba en el exilio. Hay que decir que el Rey, efectivamente, está intentando recuperar joyas perdidas de alto valor económico. Don Juan Carlos, en ocasiones, las ha comprado a alguno de sus parientes que habían recibido las joyas en herencia”.



La Reina con diadema heredada y juego de joyas obsequiadas


Aunque Ansorena ha sido la joyería tradicional proveedora de la Casa Real y actualmente se ocupa de la conservación de las joyas que proceden de su taller, hay otros joyeros españoles que surten a la Familia Real, como Suárez, que hizo el anillo de compromiso del Príncipe de Asturias para Doña Letizia, o Carrera y Carrera, que ha trabajado igualmente alguna joya para la princesa.

viernes, 28 de mayo de 2010

El protocolo real en la época borbónica


Con la llegada de los Borbones irrumpe una renovadora concepción del protocolo. Felipe V, junto con sus consejeros franceses, se encuentra una España endogámica, una corte encerrada en sí misma, inundada de enanos y bufones y un pueblo vestido de luto, por lo que decide cambiar el sistema de gobierno y, con él, también a las personas. La Corte francesa giraba en torno a un sistema de actos y continuidad de la vida política impulsada por el Soberano, donde la ceremonia y la precedencia eran ya muy importantes. La modernización del sistema de administración del Estado, a manos de Felipe V, trae a España el incipiente organigrama del Estado con la creación de los Secretarios de Estado.


Asimismo, la figura del Introductor de Embajadores, que entonces llegó a España y que hoy es el cargo más antiguo de la administración española, fue tomada por Felipe IV con el modelo del Maestro de Ceremonias de Enrique II de Francia.

La Bandera rojigualda elegida por Carlos III


Con Carlos III se produjeron nuevos cambios en el ámbito del ceremonial y el protocolo, creándose, por ejemplo, la Bandera y el Himno Nacionales. El Himno actual fue una Marcha de Pífanos convertida en Marcha de Honor por Carlos III y no reglamentada como Himno Nacional hasta mucho después. Fue Alfonso XIII el que convirtió esta marcha real, que se había conservado en palacio, en Himno Nacional por una disposición de 1908. Por otra parte, en 1785, en un momento en el que toda Europa mediterránea estaba en manos de los Borbones y se empleaba la bandera blanca con las armas del soberano de cada país en los buques de la Armada, Carlos III creó una bandera que diferenciara en la mar a sus buques y fuera fácilmente identificable. Escoge entonces los colores rojo y amarillo, que son los que mejor se distinguen en la distancia.


Esta bandera pasaría después de los buques de la Armada a los ejércitos de tierra, convirtiéndose finalmente en la Bandera Nacional. Esto no ocurrió sino hasta 1860, en la Guerra de África. Los diez mil soldados españoles que intervinieron en dicha guerra llevaban en sus mochilas la bandera roja y amarilla con que serían posteriormente enterrados. La bandera pasa entonces al pueblo, sin ningún decreto ni ningún otro reglamento, convirtiéndose en la Bandera Nacional (Alfonso XIII dispondrá en 1908 que la Bandera Nacional bicolor ondee en los edificios públicos los domingos y los días de fiesta, cuando hasta entonces sólo había ondeado en las fuerzas del ejército de tierra y del mar).

Joseph Bonaparte, en vestimenta de coronación como José I de España

Con José Bonaparte se innovó el protocolo español. En 1809, el rey intruso introdujo las llamadas “Etiquetas”, donde se establecía quiénes iban a ocupar cada una de las siete salas del Palacio Real, siendo reglamentadas posteriormente por la Orden Real de 1908 de Alfonso XIII.


Curiosamente, el Palacio Real de Oriente, situado en el occidente de Madrid, recibe este nombre por el “rey intruso”. Fue un homenaje de los afrancesados a José Bonaparte, que era el Gran Oriente de la Masonería Española, por lo que el Palacio Real era llamado el Palacio del Gran Oriente y así ha permanecido hasta hoy en la Plaza de Oriente.


José Bonaparte suprimió las órdenes existentes en la época de Carlos III y creó una serie de disposiciones de carácter protocolario: creó la Orden Real de España, copiando la Legión de Honor, cambió el Escudo del reino (que tenía el águila imperial) e introdujo por primera vez en él las armas de Navarra.

El palacio y la plaza de Oriente en época de José I


En el siglo XIX van a surgir las primeras disposiciones escritas sobre protocolo promulgadas en la Gaceta de Madrid. Así, durante el reinado de Isabel II, se escribe un organigrama del Estado en el que aparece reflejado por primera vez el poder civil. En una disposición de 1856, la soberana establece una alternancia del poder civil y militar, de modo que en los actos presididos por un representante del poder civil, el militar estará a su derecha y viceversa.


El reinado de Alfonso XIII, con el que se inaugura el siglo XX, representa uno de los momentos más importantes del protocolo español. Con la Orden del Rey de 1908 firmada por el Jefe Superior de Palacio y refrendada por el Presidente del Consejo de Ministros, se recogen las Etiquetas de José Bonaparte. En ella se establecen las siete grandes categorías de precedencias en el organigrama del Estado Español que van a ocupar las siete salas del Palacio Real. Sería la última ocasión en que estas categorías serían ordenadas según el Uso de Borgoña: un orden que no atiende a la posición de las personas sino a la de sus antepasados.

Ceremonia de boda entre Alfonso XIII y Victoria Eugenia de Battenberg (1906)


La Orden del Rey dispone el “orden que para la entrada en el Salón del Trono y desfile ante Su Majestad debe regir en todas las recepciones reales”, dando primacía a los Grandes de España, frente a las autoridades políticas y militares. La “Orden” se inclina claramente por situar por delante en esa precedencia, para la entrada en el Salón del Trono, por las autoridades religiosas, los Títulos del Reino, los Caballeros de las Órdenes Militares, los de las Reales Maestranzas de Caballería y los Caballeros Hijodalgos de la Nobleza de Madrid.

Fue la Segunda República la que provocó una ruptura definitiva con el Antiguo Régimen y con las normas protocolarias existentes. Se cambió el Himno, la Bandera y el Escudo; se abolieron las Órdenes del Toisón de Oro, de Carlos III y de María Luisa; se derogaron los Títulos de Grandes de España. Esto no significa que la Segunda República fuera antiprotocolaria: creó la Orden Honorífica de la República, además de la nueva Bandera y Escudo. En el Salón del Trono se dio forma a una solemne ceremonia de Presentación de Credenciales de los Embajadores extranjeros ante el presidente de la República, que hoy día se ha perdido (Actualmente, el Rey recibe a los Embajadores en la Cámara en presencia del Ministro de Asuntos Exteriores o de su representante).

El rey recibe las cartas credenciales del Embajador de Colombia en España, Carlos Enrique Rodado, durante el acto celebrado en el Palacio Real (2008)


El General Franco no estableció ninguna disposición de protocolo hasta el final de su gobierno en 1968, cuando promulga un reglamento llamado de Precedencias y Ordenación de Autoridades y Corporaciones, en el que establece un organigrama de Estado con objeto de perpetuar la situación política, propiciando una mayor presencia del estamento militar sobre el de las autoridades políticas o civiles de la época. Este Reglamento establece ya una moderna clasificación de actos y autoridades públicas, pues delimita el ámbito de aplicación a los actos oficiales (excluyendo los actos privados, sociales, deportivos o religiosos) y a los cargos públicos. El reglamento debió ser modificado dos años más tarde, en 1970, para dar entrada en ese ordenamiento a la figura del Príncipe de España, que asumió el actual Rey, Don Juan Carlos de Borbón. En 1975, con la Transición Española, perdió vigencia dado que habían desaparecido gran parte de las autoridades de la época del General Franco y se han definido otros nuevos cargos no contemplados en él.

El caos protocolario de la época evidencia la necesidad de crear un nuevo ordenamiento, pues emerge una de las premisas que así lo estipulan: el pasaje del régimen autoritario de Franco a una nueva monarquía parlamentaria.

S.M. el Rey firma de la Constitución de 1978

Hoy día siguen vigentes en España 16 disposiciones legales que establecen normas de protocolo y que nacieron con la Constitución perfilándose en menos de diez años. El Ordenamiento General de 1983 es básicamente constitucional y así lo recoge su prólogo, donde se reconocen unos principios básicos referidos al establecimiento del nuevo Estado social y democrático de derecho, bajo la forma política de una Monarquía Parlamentaria. Reconocía así la nueva estructura de poderes, culminados por el Tribunal Constitucional, órgano máximo al que corresponde la interpretación última de la Constitución.

Se aporta aquí el reconocimiento y consideración del poder de las Comunidades Autónomas, llegándose a definir dos precedencias diferentes, para su aplicación bien en actos celebrados en Madrid, como capital de España y sede de las Instituciones Generales del Estado, bien en el resto de las Autonomías. Existe un Real Decreto de fecha 6 de noviembre de 1987, la disposición de protocolo más importante después de la Constitución, donde se establece el uso de los Tratamientos, Títulos y Honores Oficiales que tanto interés suscitan.


Cena de Estado en el Palacio de Oriente


A pesar de no existir en la actualidad Corte, por ser una monarquía parlamentaria, todavía siguen vigentes algunas ceremonias, escritas siguiendo los pasos del antiguo protocolo borgoñón. Continúa vigente la figura del Primer Introductor de Embajadores, el ceremonial protocolario de la Presentación de Cartas Credenciales, la entrada en el Salón del Trono en actos oficiales y la etiqueta en las cenas de Palacio con motivo de visitas de Estado.


En época de la monarquía Austríaca y Borbónica, los actos se organizaban para centenares de personas. Hoy, millones pueden ver acontecimientos como las bodas reales gracias a los medios de comunicación. Lo importante entonces y ahora es el mensaje que la Casa Real quiere transmitir a partir de la institución que lo organiza.

S.S.M.M. Los Reyes





jueves, 27 de mayo de 2010

La etiqueta española en los siglos XVI y XVII

El desafío práctico más general y apremiante para la etiqueta fue la amenaza de desorden e indisciplina siempre presente. Las necesidades diarias del rey y de su familia, de los ministros y oficiales superiores de su casa podían ser atendidas sólo si la enorme corte funcionaba como una máquina. Sin embargo, su sola dimensión hacía que esto fuera casi imposible.

Hacia mediados del siglo XVIII, el rey tenía el enorme palacio nuevo de Madrid; el Buen Retiro, también en la capital; y los reales sitios en Aranjuez, El Pardo, El Escorial y La Granja. Junto a estas grandes residencias había cotos de caza, varias capillas y casas monásticas, y otras instituciones, como la Biblioteca Real -abierta al público por Felipe V-, las cuales dependían más o menos directamente de la corte. También había extensos jardines, parques y vastas reservas de caza, algunas de ellas abiertas también al público, que empleaban a cientos de personas que no se encontraban inscritas en los libros oficiales de la casa. Una enorme dotación de empleados velaba por la familia real y sus posesiones.


El Palacio y los Jardines del Buen Retiro

Una estimación muy cautelosa de 1760, basada en documentos de la casa de Carlos III disponibles en el Archivo General de Palacio de Madrid, cifra la corte en 2.500 o 3.000 personas. Ésta incluye a los alabarderos y a tres compañías de guardias de deberes restringidos exclusivamente a la corte y tiene en cuenta a un modesto número de artistas y artesanos asalariados del rey. El cómputo no incluye, sin embargo, a las sirvientas de las damas de la corte que vivían en el palacio, ni tampoco a los trabajadores del exterior, que coyunturalmente trabajaban en él, que se contaban por cientos. Algunos contemporáneos bien informados sugieren cifras mucho más elevadas. El marqués de la Villa de San Andrés, cortesano y escritor satírico de la vida en la corte, da un total de 6.000, por ejemplo.

Además, durante los siglos XVII y principios del XVIII, el palacio de Madrid se abría al público, quien compraba en los puestos alineados en sus dos grandes patios. A aquéllos que habían sido presentados en la corte -y esto no era un logro inusual para las personas respetables o educadas, como mínimo en el siglo XVIII- se les permitía subir la escalera y pasearse por la residencia del rey como si se tratara de un lugar común de reunión o de un museo gratuito. Esta apertura, así como el gran número de cortesanos y trabajadores que afluían a palacio, hacía difícil imponer un orden en él, pero más amenazador era el desorden de la cultura cortesana en los siglos XVI y XVII.


El palacio real de Madrid (Real Alcázar), principios del siglo XVII

La corte era el lugar donde los grandes egos aristocráticos se rozaban entre sí en una época en la cual el código del honor personal era muy respetado. Esa corte estaba dominada por hombres, a menudo jóvenes, cuyas carreras podían depender de eclipsar a sus rivales. Los aristócratas, entre ellos, a menudo se identificaban como guerreros y la mayoría de los hombres en la corte -incluso humildes trabajadores de sus cocinas humildes- parecían haber sido autorizados a llevar espada. Con numerosos jóvenes influyentes y ricas damas cortesanas solteras por los alrededores, se hacían inevitables los desafíos, duelos y ataques entre hombres bien nacidos. El autocontrol no se mantenía mejor en los escalafones más bajos. Por lo tanto, mientras las damas de la reina cometían molestas y venales ofensas de mal gusto, parloteaban ruidosamente y se reían entre ellas o coqueteaban con sus galanteadores, los señores y los trabajadores se ocupaban en derramar la sangre de los demás.

La esposa de Felipe II, Isabel de Valois, se hallaba presente cuando un cortesano fue asesinado por dos sirvientes de palacio, mientras que, en otra ocasión, tres cortesanos de alto rango se pelearon con espadas, otra vez ante la reina. En 1658, estalló una disputa en la cocina del rey entre galopines y algunos soldados de la guardia que acabó con la muerte de cinco o seis hombres, con veinte o más heridos y el encarcelamiento de otros tantos. O la muy solemne ceremonia de juramento del joven Baltasar Carlos como príncipe de Asturias y heredero del trono en 1632 -uno de los más destacados e importantes rituales regidos por los libros de etiqueta, y que tuvo lugar en la iglesia real monástica de San Jerónimo-, donde una confrontación sin precedentes desembocó en dos violentas peleas ante el mismo rey.


Baltasar Carlos, Príncipe de Asturias, con el Conde-Duque de Olivares en las cuadras reales (1636)

Menos violenta pero quizás más perturbadora fue la inacabable dificultad que los oficiales superiores, tanto hombres como mujeres, tenían para hacer cumplir cada día los requisitos que imponían la etiqueta y la moral. Felipe II y sus sucesores Habsburgo, sobre todo Felipe IV, frecuentemente ordenaban a los cortesanos cumplir sus tareas convenientemente, comportarse de una manera menos escandalosa, abandonar conductas rudas y bulliciosas, abstenerse de «la embriaguez, de decir palabrotas y de otros vicios y desórdenes», y parar el constante coqueteo entre los caballeros del rey y las damas de la reina. En esto último parecía que tanto damas como caballeros se resistían a la autoridad. El embajador veneciano, Contarini, informaba a principios del XVII que tanto las damas como las doncellas a menudo se «rebelaban» contra la camarera mayor -la dama de mayor rango en la casa de la reina- y entre ellas.

Los mandatos reales sobre la decencia, el respeto y la disciplina indican la ausencia frecuente de los mismos y el instrumento tan importante que constituían las regulaciones escritas sobre el código borgoñón -particularmente durante el periodo Habsburgo- para asegurar el bienestar y la autoridad del monarca.


Retrato ecuestre de doña Isabel de Borbón, consorte de Felipe IV, realizado para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro.


No obstante, el propósito fundamental de las elaboradas normas escritas no era práctico. Era como J. H. Elliot, enfatizando hasta qué punto la realeza española «se protegía de la contemplación del público», había escrito, «proteger y aislar la figura sagrada del rey [...] la majestuosidad era sacrosanta y debía permanecer inviolable». Pero al mismo tiempo, y tal y como se ha comentado en otras ocasiones, los reyes españoles no gustaban a los reyes ingleses y franceses, ya que en sus cortes no se experimentaban los grandes ritos de sagrada devoción familiar.

Los reyes españoles, siguiendo las costumbres de sus antepasados, los monarcas castellanos de la baja Edad Media, evitaban los rituales de coronación y de consagración. No pretendieron gobernar por derecho divino, ni utilizaron una corona -excepto con el único fin de ser identificados en las pinturas o en los ataúdes de sus funerales-. No había joyas pertenecientes “a la Corona”, ni prendas de vestir para rituales históricos. Tampoco los reyes españoles tuvieron nunca un gran mausoleo hasta 1654. No obstante, los que visitaban la corte, como el mariscal francés De Gramont en 1659, a menudo quedaban impresionados por «los aires de grandeza y majestuosidad [..] no vistos en lugar alguno».


Proclamación de Felipe II rey (1556)

Para conseguir esta atmósfera, los reyes españoles realizaban diariamente rituales y ceremonias especiales que eran abrumadoramente seculares por su naturaleza -tal y como lo fueron los de los monarcas medievales castellanos y los de los duques de Borgoña-. De la misma manera que éstos últimos, los Habsburgo españoles gobernaron tierras diversas y desunificadas, que hablaban lenguas diferentes y que también tenían diferentes costumbres. La corte y su etiqueta -adoptada siempre que fuera posible en las visitas del rey a sus diferentes tierras- eran importantes para unificar las instituciones, tanto cultural como geográficamente.

Los Borbones, aunque confiaron más intensamente en el poder militar y en la eficacia administrativa para reafirmar la unidad de España y su propia autoridad, entendieron la importancia del estilo borgoñón y la propaganda de la cultura cortesana. A la etiqueta, los monarcas añadían una arquitectura palaciega imponente, muebles, sirvientes y guardias uniformados, eventos musicales y teatrales, fuegos artificiales y elaborados y colosales ágapes para manipular la opinión de quien los contemplaba y para revestirse de majestuosidad.


Fernando VII y Bárbara de Braganza rodeados de su séquito

De las ceremonias especiales, quizás la más solemne era la del juramento en la cual el monarca, su heredero y los grandes señores, prelados y oficiales de la corte y del reino, se juraban lealtad uno a otro y a la ley. Este ritual tenía lugar normalmente en la iglesia medieval de San Jerónimo de Madrid ante la familia real congregada, enviados extranjeros, todos los grandes oficiales de la Casa Real, el gobierno y la ciudad, y con el primado, el arzobispo de Toledo, oficiando la misa. El juramento, aunque solemne y rodeado de grandes demostraciones de autoridad y esplendor, no era un elemento insoslayable de poder real. Algunos reyes, como Fernando VI (1746-1759), prescindieron de él totalmente, tal vez porque creían, como algunos expertos, que era «relativamente superficial».

Algunas veces el juramento se combinaba con otra ceremonia de gran importancia como lo era la entrada del rey en Madrid. Esta entrada era oficial, pública y solemne. Naturalmente, tenía lugar justo después de la coronación del monarca y se trataba de un destacado ejemplo de la importancia de continuar con los modelos franco-borgoñones. Tal y como lo hicieran los duques de Valois, los reyes españoles incorporaron religión, mitología, historia, ornamentos clásicos y numerosos festejos, tanto cortesanos como populares, en lo que era básicamente una serie de procesiones alrededor de la capital, desde un arco de triunfo (erigido temporalmente) a otro.


Farinelli dando un concierto a Fernando VI

La entrada de Carlos III, por ejemplo, duró unos diez días e incluyó un Te Deum, una corrida de toros, una obra de teatro en el Buen Retiro, fuegos artificiales, misas, luces, encuentros de las Cortes, concesión de títulos y la prestación de juramento. Al décimo día de su entrada, Carlos tuvo que soportar el ritual del besamanos.

Éste se celebraba tanto como ocho veces o más cada año, en los cumpleaños y los santos de los miembros más importantes de la familia real, y con la corte vestida de gala. En el besamanos, Grandes, nobles, oficiales de la Casa Real, del gobierno y de las Cortes, del ejército y la armada, alto clero, «caballeros de gran renombre», damas y esposas de oficiales superiores, formaban una ordenada fila en palacio, uno a uno, para arrodillarse y besar la mano al rey y a otros miembros de la familia real. Esto era, como el diplomático francés Jean François Bourgoing sugirió a finales del siglo XVIII, un acto de «lealtad y homenaje, una renovación del juramento de fidelidad», incluso a los príncipes y princesas más pequeños.


Estandarte Borbón del siglo XVIII

Los Borbones adquirieron esta reminiscencia del pasado, empleándola tal y como lo hicieran sus predecesores Habsburgo, para reafirmar su autoridad como señores y reyes; para manifestar a todos los presentes su única posición; para recordar su poder incluso al más orgulloso de los aristócratas, al colocarlo subordinado, en términos físicos, forzándolo a arrodillarse.

Tales solemnidades, cuidadosamente orquestadas para confirmar la unicidad de la autoridad del rey y el deber de sus súbditos a venerarlo, marcaban únicamente ocasiones especiales. Había pocos rituales diarios que reforzaran completamente la imagen real. Éste era el caso cuando el rey salía fuera, para asistir a un oficio religioso, para cazar o para visitar cualquiera de sus placenteros pabellones -como la Casa de Campo a las afueras de Madrid-. En tales casos, una completa panoplia de caballerizo mayor, capitanes y oficiales de la guardia, gentilhombres de su casa y otros oficiales de diferentes rangos le acompañaban. Sin embargo, dentro del palacio, no había un ceremonial preciso que obligase a la corte a asistir al despertar y al acostarse del rey, como sí lo había en Versalles.

Durante casi todo el día, el rey permanecía completamente aislado de la mayoría de los cortesanos y sirvientes, o pasaba rápida e informalmente por entre pequeños grupos de gente reunida en las salas públicas o exteriores de palacio. Sólo a la hora de la comida y la cena, cuando el rey comía en público, se desplegaba la espléndida pompa borgoñona para imponer respeto a sus súbditos.

Carlos II adorando la Santa Forma en El Escorial

Los duques Valois de Borgoña, comenzando con Felipe el Audaz en 1360, como otros potentados medievales, hicieron de las comidas copiosas y elaboradas un rasgo importante de su diplomacia y su política. Cenas, comidas y banquetes especiales habían sido diseñados para impresionar a los espectadores y deleitar a los participantes. A la hora de comer, la etiqueta había sido diseñada para magnificar la grandeza del soberano, y la abundancia, riqueza y ornamentación en la presentación de los platos servidos diseñados para mostrar su riqueza y probar su generosidad.
Como en la corte borgoñona, se trataba de un acto rígidamente ritualista y el porte del rey y sus sirvientes tendía a ser majestuoso en aquel espléndido escenario. Gran número de platos ostentosos y un servicio teatral y solemne eran la norma. Manjares importados, creaciones de mazapán doradas y ornamentadas, fruta escarchada, dispendiosas bebidas y refrigerios sabrosos eran típicos, incluso durante los días de dificultades financieras de las décadas de 1670 y 1680. La etiqueta a la hora de comer, escrita en instrucciones bien detalladas, se copió repetidamente para el uso de los oficiales de la casa, y se mantuvo sin modificaciones significantes desde el siglo XVI hasta el XVIII.

El estilo borgoñón requería tanto al monarca como a su consorte a comer en público, excepto en excepcionales circunstancias, solos y separados. Felipe V, antes que abandonar a su esposa, se reunía con ella en su palacio y seguían una etiqueta más relajada cenando «retirados», una fórmula destinada principalmente a aquellos monarcas que se encontraban indispuestos. Felipe II a finales de su reino también restringió sus comidas públicas, y que Felipe IV, a pesar de su entusiasmo por las reglas de «decencia y de respeto», cenaba públicamente solamente una vez por semana. Carlos III, famoso por su autodisciplina y regularidad de hábitos, fue uno de los pocos reyes que diariamente comía en público -pero incluso él lo hacía tan sólo a mediodía.


Felipe IV en traje de corte

En aquellas ocasiones especiales en que el rey compartía su comida formalmente con otros, la etiqueta aseguraba que su única y superior condición se enfatizara más que nunca. Sólo en tres ocasiones el monarca comía públicamente con sus súbditos: en la boda de una dama de la casa de la reina; con los caballeros del Toisón de Oro, para conmemorar su capítulo anual del día de San Andrés, y con el conde de Ribadeo, quien disfrutaba del antiguo privilegio de comer una vez al año con el monarca. Durante estos eventos, el rey se sentaba en una silla, mientras que sus súbditos lo hacían en bancos; el monarca, y también la reina, durante el banquete de boda de una de sus damas, comían sobre una tarima, bajo un toldo; sus platos -tanto los entrantes como el postre y las viandas- les eran servidos por los oficiales de más alto rango, y de manera diferente; sólo su plato (o el de la reina) se traía cubierto, sólo su comida era traída desde la cocina por caballeros con la cabeza descubierta, sólo su comida y bebida eran catadas de antemano para prevenir un posible envenenamiento.

Los libros de etiqueta estipulaban las tres comidas del día en todas las demás ocasiones. En la comida o cena retirada, el monarca, solo o con su consorte, comían de manera privada y eran servidos por relativamente pocos cortesanos de alto rango mientras que los oficiales y sirvientes de menor grado asistían desde fuera de la cámara real, ya que a éstos no debían ser vistos por el monarca. La comida pública ordinaria era la que tenía lugar con más frecuencia. Duraba, en los días de Carlos III, una hora más o menos -un tiempo sorprendentemente corto dado el grado de ceremonia que comportaba- y era presidida por el semanero, aunque el mayordomo mayor se podía hacer cargo de ella si lo deseaba. El rey debía ser servido por gentilhombres de la boca en funciones de copero, trinchante y panetier, y éstos eran ayudados por una docena o más de ujieres, oficiales de la despensa, de la cocina, de la bodega, guardias, asistentes, otros oficiales y uno de los capellanes del rey -o bien su limosnero mayor-.


Carlos III comiendo ante su corte

La comida pública solemne era ofrecida en ocasiones especiales, tales como la Epifanía, cuando el conde de Ribadeo iba a comer con el rey o cuando el rey deseaba impresionar a algún comensal. El mayordomo mayor, acompañado por maceros, supervisaba la presentación de las viandas del rey en la cocina y, con guardias, gentilhombres de la boca, ujieres y otros, las acompañaba al comedor donde eran servidas, consumidas y sus restos retirados con música de trompetas y tambores. La presencia de estos oficiales con espléndidos uniformes y de los cortesanos con ricas vestiduras ofrecía una imagen impresionante.

Hubo otros tiempos, sin embargo, en que los reyes comían de manera mucho más informal de la estipulada por la etiqueta borgoñona. Cuando viajaban o cazaban, sencillamente tomaban comidas o tentempiés u organizaban pequeñas expediciones, como hacía a menudo Carlos II, a un pabellón o al Pardo, llevaban en su séquito al personal y los suministros necesarios para una comida informal. Lo que la etiqueta prescribía para tales excursiones no está nada claro. De vez en cuando, los monarcas llegaban al extremo de cocinar ellos mismos. A María Luisa Gabriela de Saboya, la primera esposa de Felipe V, le gustaba hacerse sopa de cebolla en su palacio. A Carlos IV le gustaba escapar de la rigidez de la corte, por lo que iba a una de sus encantadoras y elegantes casitas y cocinaba él mismo cordero frito, tortillas de ajo y otras exquisiteces similares. Y Carlos III disfrutaba preparando ocasionalmente fiestas para amigos íntimos y familiares durante las cuales él, sus hijos y algunos cortesanos cocinaban diversos platos sencillos para compartirlos con los demás. Sin embargo, Carlos III nunca comía en estos eventos, porque debía volver a su palacio para comer en público.

Carlos IV a caballo

Siempre que Carlos III y otros monarcas comían en público, eran servidos por oficiales de alto rango de la Casa Real. De entre el numeroso personal de la cocina, sólo el más importante, el cocinero de la servilleta del rey, tenía el derecho de estar presente -y se requería que estuviera de pie justo al lado de la puerta de la sala en la que su señor comía-. El mayordomo mayor era siempre un Grande; los mayordomos, gentilhombres de la boca e, incluso, el gran limosnero eran normalmente grandes o pertenecientes a familias sólidamente aristocráticas. Probablemente, lo que más impresionaba a cualquier testigo era la posición social que tenían quienes servían al rey y la manera en que lo hacían. Los mayordomos, caballeros y guardias oficiales de alto rango eran hombres, o hijos jóvenes de hombres importantes y con fortuna, los cuales imponían respeto y ejercían poder sobre los súbditos del rey. Sin embargo, cuando le servían la comida prácticamente se humillaban.

En España, como en otras monarquías modernas, la etiqueta y la ceremonia se combinaban con la pintura y la arquitectura, las artes decorativas y la literatura y la música para mantener el absolutismo del Antiguo Régimen. La cultura de la corte española y la etiqueta borgoñona proporcionaban un sistema de poder político y de disciplina diseñados para promover el bienestar del rey, su seguridad y buena salud, así como también una disciplina diaria a sus sirvientes y cortesanos.


El Palacio Real de Madrid, hoy



martes, 25 de mayo de 2010

La etiqueta borgoñona en la Corte de España

Borgoña en los siglos XIV y XV era un ducado vasallo del Rey de Francia: el tercer hijo del monarca galo era el titular. Era un ducado pequeño que había heredado una serie de territorios al Norte de Francia gracias a alianzas patrimoniales, convirtiéndose en el centro del poder económico europeo. El Duque Felipe el Bueno de Borgoña decide crear un protocolo fastuoso para imponer su autoridad y renombre frente a Inglaterra, Francia, Alemania y Castilla y Aragón, las grandes monarquías de entonces. Fue inventado para elevar la figura del soberano, el Duque, convirtiéndolo en un ser casi semi-divino, para así imponer la autoridad recibida de Dios frente a sus súbditos.

En este protocolo el orden era estrictamente riguroso: cada procedimiento estaba escrito, de modo que se sabía exactamente dónde se debía sentar cada persona, cómo se le servía y en qué orden. Existía una corte enorme, formada por personas con funciones específicas que debían cumplir estas normas con disciplina. La celebración de los actos era uniforme para los distintos territorios que poseía el ducado. Puesto que no existía una continuidad territorial entre dichas posesiones, se dictaminó que todas las ceremonias reunieran las mismas características, independientemente del lugar en que se organizasen.

Otto Cartellieri, uno de los pioneros en el estudio de la etiqueta en la corte borgoñona, creía que los duques de Borgoña y sus consejeros habían elaborado el protocolo con el fin de propagar la creencia que la autoridad ducal era semi-sagrada; que la pompa contribuía a convencer a sus súbditos que «nada era demasiado bueno para él... [que] la mano del soberano no podía tocar nada ordinario». Y, tal y como concluye Cartellieri, los duques de Borgoña, por muchas incomodidades e inconvenientes que les supusieran, «siempre prestaron suma atención a los asuntos ceremoniales y de preferencia».

Felipe El Bueno, duque de Borgoña, y su hijo, recibiendo el ejemplar de Las Crónicas de Hainaut.

Ya en 1360, los duques mostraban generosidad y magnificencia, solemnidad y «ceremonias esplendorosas y elaboradas». Gobernantes y cortesanos desarrollaron, desde la época medieval en adelante, una cultura cortesana de ceremonia y mecenazgo con la intención de realzar su autoridad y el poder del estado absolutista. De este modo, se manipulaba a la opinión pública por medio de coronaciones, entradas reales en las ciudades, ceremonias fúnebres reales y la popular festividad del Te Deum, entre otros rituales.

Tanto para los contemporáneos como para los historiadores, la etiqueta, utilizada debidamente, reforzaba la jerarquía e imponía un orden; y conseguir asentar la jerarquía y el orden era, de entre todos, el principal objetivo de las culturas política y cortesana de las primeras élites dominantes modernas. Y tal era así, que ya Lady Anne Fanshawe, esposa de un diplomático inglés de mediados del XVII y veterana cumplidora de la vida cortesana europea, elogiaba a la corte española describiéndola como la mejor ordenada en el mundo cristiano, por supuesto, después de la inglesa.

Durante estos siglos, incluso hasta las últimas décadas de la monarquía borbónica de principios del siglo XX, los observadores de la corte española a menudo quedaban impresionados por su etiqueta. Aparecía extraordinariamente rígida, ritualista, fría, y durante el XVII, degradante hacia los cortesanos y sirvientes que trabajaban de acuerdo con sus preceptos. Tanto monarcas como cortesanos parecían encadenados a unos ceremoniales heredados de un pasado lejano.


Armorial de Borgoña

La etiqueta española se basó en los principios y la organización de la corte del ducado borgoñón. Desde 1363, los duques de Valois y sus sucesores Habsburgo elaboraron tal estilo, regulando con sumo detalle casi todos los aspectos de la vida cortesana: dar a luz, atender la capilla, vestirse y desvestirse, recibir visitas, hacer regalos, organizar cenas con invitados y supervisar las cocinas ducales. Éstas y otras actividades se rodeaban de un ceremonial que creaba una «helada atmósfera» en la cual la familia real se movía.

Pero el ceremonial, combinado con enorme riqueza, generoso mecenazgo artístico y asiduo culto a los mitos caballerescos, así como la cruzada contra el Islam, ayudaron a crear una viva y espléndida corte donde la autoridad de los duques era realmente singular y su persona era considerada casi divina.

No es de sorprender que el esplendor borgoñón hubiera impresionado sumamente a Maximiliano de Habsburgo, el último Sacro Emperador Romano, como su mito deslumbró al hijo de éste, Felipe el Hermoso. Maximiliano, a través del matrimonio, y Felipe, por herencia, accedieron al trono ducal de Borgoña, así como al complicado ceremonial que eclipsó todo a cuanto la familia Habsburgo había estado acostumbrada. Maximiliano y su hijo, inevitablemente, asumieron los hábitos de la corte borgoñona y elevaron la etiqueta imperial Habsburgo al nivel de los duques de Valois. Fue Carlos V, Sacro Emperador Romano y el primer rey Habsburgo de una España unida, quien incorporó sistemáticamente el ritual borgoñón a la corte española.

Felipe el Hermoso y Juana de Castilla, padres de Carlos I (1500)

Durante toda su vida, Carlos I (V) se enorgulleció de su herencia borgoñona y pensó mucho acerca de cómo él había representado a los duques de Valois -como gran caballero cristiano, defensor del catolicismo, destacado mecenas de artistas, rico y héroe defensor de muchos de los valores medievales tardíos-. Hacia 1547 exigió a un agente en España, el tercer duque de Alba, que supervisara el establecimiento de la etiqueta borgoñona en casa de su hijo y heredero, el futuro Felipe II, quien era al mismo tiempo el sustituto del emperador en la Península. A partir de entonces, el estilo borgoñón se convertirá en la columna vertebral característica de la estructura, ceremonia y etiqueta de la Casa Real.

La imposición del estilo borgoñón en casa de Felipe fue intencionada para inculcar a los futuros súbditos la continuidad de la autoridad de los Valois y para asociar a su nombre el esplendor de sus ancestros ducales, así como satisfacer su inclinación personal y prescribir sus gustos. Además, Carlos, nacido en Gante y educado en la Corte holandesa borgoñona, se sentía fuertemente ligado a la etiqueta con la que había crecido y naturalmente deseaba ver como la gloria de Borgoña se reflejaba en su corte española. Era adecuado que los españoles, destinados a gobernar los Países Bajos, compartieran su cultura cortesana.

El III Duque de Alba

Aunque el estilo borgoñón era incómodo y rígido; tendía a aislar al monarca y a su familia entre un pequeño e íntimo círculo de grandes y sirvientes palaciegos y socavaba la tradicional simplicidad de las casas de los monarcas medievales de la Península, además de que era enormemente caro de mantener, ni Felipe II ni sus sucesores anularon lo que Carlos V había decretado. Felipe tenía demasiado respeto a su padre como para hacer tal cosa, mientras que los últimos Habsburgo aceptaron el estilo borgoñón como característica inevitable y como un recuerdo de las glorias políticas y militares del poder español.

Felipe IV, de entre todos los reyes del antiguo régimen español, fue el más resuelto a mantener la etiqueta en la corte en todo su rigor, entendió la etiqueta como un pilar del poder Habsburgo, una fuente de orden y fortaleza moral.


Felipe IV, en traje de caza

Los reyes Borbones del siglo XVIII, ansiosos a menudo por enfatizar la continuidad con el pasado Habsburgo, también conservaron el sistema borgoñón. Por entonces, además, hombres y mujeres con intereses creados -cortesanos aristócratas, oficiales, sirvientes, artistas y artesanos, oportunistas y traficantes de influencias y mecenazgos- se beneficiaron del extravagante estilo borgoñón y se resistieron a los pocos intentos serios hechos para una reforma indispensable. No sorprende, por tanto, ver que el intento hecho por Felipe V para reestructurar la Casa Real fallara.

Presionado, aparentemente, por el cardenal Alberoni, Felipe V, en 1718, impuso una reforma de la estructura y de la contabilidad financiera de la corte, proponiendo el recorte de costes y la mejora de rendimientos. Los departamentos tradicionales de la Casa Real -cada uno de ellos encabezado por un aristócrata eminente o por un prelado influyente- habrían perdido su independencia con respecto a la nueva figura del intendente general de la Casa Real de España. Por eso, la denominación oficial de la Casa Real como la Casa de Borgoña se extinguiría. Pero unos días después de que Alberoni perdiera el poder en 1719, Felipe revocó su reforma, la Intendencia General fue abolida y la estructura departamental borgoñona totalmente restaurada. Por lo tanto, una vez más, el estilo borgoñón triunfó sobre sus detractores.


El Cardenal Alberoni

En cualquier caso, la etiqueta borgoñona se adaptó a los gustos reales y a las variables circunstancias financieras, políticas e ideológicas. Esto fue así tanto en la corte ducal borgoñona bajo los Valois, como también bajo sus sucesores Habsburgo.

El carácter de su casa y de sus ceremonias y la rigidez de su etiqueta varió de reinado a reinado. Los reyes españoles, asimismo, moldearon y remodelaron el protocolo y a menudo lo olvidaron totalmente. Aunque la estructura de la casa, los nombres de sus empleados y la descripción de sus tareas, así como su posición relativa dentro de las detalladas jerarquías de los departamentos, permanecieron básicamente intactas de siglo en siglo, otros aspectos fueron de vez en cuando reformados. Los monarcas ocasionalmente decretaron nuevas reglas.

Se ha dicho, por ejemplo, que al hacerse viejo, Felipe II dejó de cenar en público; y que Carlos IV (1788-1808) y su consorte, María Luisa de Parma, relajaron el protocolo para tomar parte en los entretenimientos que ofrecían los Grandes -algo que los monarcas españoles no habían hecho de manera regular desde hacía más de dos siglos-.


El trono con dosel de Carlos IV, circundado por los retratos del rey y su consorte

Las ordenanzas reales, instrucciones y edictos modificando la etiqueta se hacían públicos una vez casi cada diez años, como mínimo, desde 1547 hasta 1720. Mientras Felipe II y Felipe IV tendían a utilizar estos métodos para intensificar el protocolo e imponer una disciplina estricta sobre sus cortesanos, muchos monarcas actuaron de manera totalmente diferente y «reblandecer las normas».

Tal «reblandecimiento», u olvido total de las normas borgoñonas, dio flexibilidad al sistema y ganó la lealtad, más o menos entusiasta, de todos los monarcas españoles de la Edad Moderna. Sin embargo, esta flexibilidad no fue el simple producto de la negativa real a vivir con un protocolo que podía parecer sin sentido o demasiado estricto, sino que resultó también de una profunda perversión del sistema borgoñón experimentada a finales del XVII. Por entonces, las costumbres originalmente franco-holandesas de los duques de Valois habían quedado diluidas primeramente por los hábitos alemanes.

Después, debido a las quejas en las Cortes de 1558, en España, tanto Carlos V como Felipe II habían permitido deliberadamente que algunas de las antiguas costumbres castellanas se mezclaran con las borgoñonas.

Isabel de Avis y Trastámara, Infanta de Portugal, Consorte de Carlos I

Además, la etiqueta cortesana portuguesa fue importada a España por la esposa de Carlos I y muchas de las prácticas de la Casa Real de Lisboa se aceptaron y se codificaron en las Ordenanzas de 1575. Más tarde, durante sus primeros años en Madrid, Felipe V complicó aún más el asunto cuando impuso algunas peculiaridades menores de organización y ritual traído de Versalles. De este modo, hacia mediados del siglo XVIII, la pureza que quedaba del protocolo borgoñón era escasa, a pesar de la esperanza que había expresado Felipe IV en 1631.

Igual que en otras cortes y en otros sistemas de protocolo, la etiqueta era ante todo un instrumento que los gobernantes manipulaban, como hemos visto, para glorificarse ellos y su dinastía y para mantener el orden y reforzar la convencional jerarquía social, rodeándose de inexpugnables muros de historia y de tradición. Los reyes españoles utilizaron la etiqueta para hacer que su persona fuera prácticamente inviolable. De ahí que Felipe IV advirtiera a sus gentilhombres de cámara, que no debían permitir que nadie tocara ni las sábanas ni los visillos de su cama «a menos que fueran gentilhombres y ayudas de cámara con el fin de prepararla o para alguna otra cosa necesaria a su mantenimiento, y aun entonces debía de ser hecho con la mayor decencia y respeto».

Las normas de etiqueta de la corte también servían para necesidades prácticas. La seguridad la proporcionaban los alabarderos y otras compañías de guardias y las reglas protegían al rey y a su familia de envenenamientos y otros peligros y salvaguardaban la Casa Real de intrusos y ladrones -aunque los robos incesantes de plata y lino indican que tales medidas no eran del todo eficaces-. Incluso las cocinas reales necesitaban una cuidadosa custodia contra los intrusos y Felipe II tuvo grandes dificultades, según cuenta un empleado de la corte, para mantener a los bribones a raya. Así que Felipe II tuvo que intensificar las reglas desde entonces.

Capítulos enteros de regulaciones, en las Ordenanzas de 1575 o en muchas órdenes de Felipe IV, se dedicaron en particular a mantener a hombres y mujeres separados. Los gobernantes del XVI y del XVII tenían que recordar a los galanes y a las jóvenes damas de la corte el modo de comportarse. Éstas y otras normas aseguraban, cuando se hacían cumplir con efectividad, que las sucesivas reinas, infantas y sus damas y sirvientas estuvieran prácticamente aisladas del mundo exterior.

Felipe II en el banquete de los monarcas (1596)

Otras reglas protegían la salud real y la limpieza de los palacios y de aquéllos que trabajaban en estas tareas: se lavaban las manos -incluyendo las del rey-; se fregaban las mesas; se barrían los suelos, y la comida se almacenaba y se servía cuidadosamente de acuerdo con los preceptos de los libros de etiqueta y otras órdenes. Otras fórmulas regulaban la gradación de los cortesanos, prescribiendo, por ejemplo, en qué lugar tenía que sentarse cada uno cuando los oficiales de alto rango se encontraban para comer o para conducir los negocios de la casa. Estas fórmulas fomentaban la eficacia y la puntualidad, y se aplicaban a supervisar los gastos a través de exámenes contables frecuentes y a asegurar la buena calidad de los productos adquiridos para la Corte.