Borgoña en los siglos XIV y XV era un ducado vasallo del Rey de Francia: el tercer hijo del monarca galo era el titular. Era un ducado pequeño que había heredado una serie de territorios al Norte de Francia gracias a alianzas patrimoniales, convirtiéndose en el centro del poder económico europeo. El Duque Felipe el Bueno de Borgoña decide crear un protocolo fastuoso para imponer su autoridad y renombre frente a Inglaterra, Francia, Alemania y Castilla y Aragón, las grandes monarquías de entonces. Fue inventado para elevar la figura del soberano, el Duque, convirtiéndolo en un ser casi semi-divino, para así imponer la autoridad recibida de Dios frente a sus súbditos.
En este protocolo el orden era estrictamente riguroso: cada procedimiento estaba escrito, de modo que se sabía exactamente dónde se debía sentar cada persona, cómo se le servía y en qué orden. Existía una corte enorme, formada por personas con funciones específicas que debían cumplir estas normas con disciplina. La celebración de los actos era uniforme para los distintos territorios que poseía el ducado. Puesto que no existía una continuidad territorial entre dichas posesiones, se dictaminó que todas las ceremonias reunieran las mismas características, independientemente del lugar en que se organizasen.
Otto Cartellieri, uno de los pioneros en el estudio de la etiqueta en la corte borgoñona, creía que los duques de Borgoña y sus consejeros habían elaborado el protocolo con el fin de propagar la creencia que la autoridad ducal era semi-sagrada; que la pompa contribuía a convencer a sus súbditos que «nada era demasiado bueno para él... [que] la mano del soberano no podía tocar nada ordinario». Y, tal y como concluye Cartellieri, los duques de Borgoña, por muchas incomodidades e inconvenientes que les supusieran, «siempre prestaron suma atención a los asuntos ceremoniales y de preferencia».
Felipe El Bueno, duque de Borgoña, y su hijo, recibiendo el ejemplar de Las Crónicas de Hainaut.
Ya en 1360, los duques mostraban generosidad y magnificencia, solemnidad y «ceremonias esplendorosas y elaboradas». Gobernantes y cortesanos desarrollaron, desde la época medieval en adelante, una cultura cortesana de ceremonia y mecenazgo con la intención de realzar su autoridad y el poder del estado absolutista. De este modo, se manipulaba a la opinión pública por medio de coronaciones, entradas reales en las ciudades, ceremonias fúnebres reales y la popular festividad del Te Deum, entre otros rituales.
Tanto para los contemporáneos como para los historiadores, la etiqueta, utilizada debidamente, reforzaba la jerarquía e imponía un orden; y conseguir asentar la jerarquía y el orden era, de entre todos, el principal objetivo de las culturas política y cortesana de las primeras élites dominantes modernas. Y tal era así, que ya Lady Anne Fanshawe, esposa de un diplomático inglés de mediados del XVII y veterana cumplidora de la vida cortesana europea, elogiaba a la corte española describiéndola como la mejor ordenada en el mundo cristiano, por supuesto, después de la inglesa.
Durante estos siglos, incluso hasta las últimas décadas de la monarquía borbónica de principios del siglo XX, los observadores de la corte española a menudo quedaban impresionados por su etiqueta. Aparecía extraordinariamente rígida, ritualista, fría, y durante el XVII, degradante hacia los cortesanos y sirvientes que trabajaban de acuerdo con sus preceptos. Tanto monarcas como cortesanos parecían encadenados a unos ceremoniales heredados de un pasado lejano.
Armorial de Borgoña
La etiqueta española se basó en los principios y la organización de la corte del ducado borgoñón. Desde 1363, los duques de Valois y sus sucesores Habsburgo elaboraron tal estilo, regulando con sumo detalle casi todos los aspectos de la vida cortesana: dar a luz, atender la capilla, vestirse y desvestirse, recibir visitas, hacer regalos, organizar cenas con invitados y supervisar las cocinas ducales. Éstas y otras actividades se rodeaban de un ceremonial que creaba una «helada atmósfera» en la cual la familia real se movía.
Pero el ceremonial, combinado con enorme riqueza, generoso mecenazgo artístico y asiduo culto a los mitos caballerescos, así como la cruzada contra el Islam, ayudaron a crear una viva y espléndida corte donde la autoridad de los duques era realmente singular y su persona era considerada casi divina.
No es de sorprender que el esplendor borgoñón hubiera impresionado sumamente a Maximiliano de Habsburgo, el último Sacro Emperador Romano, como su mito deslumbró al hijo de éste, Felipe el Hermoso. Maximiliano, a través del matrimonio, y Felipe, por herencia, accedieron al trono ducal de Borgoña, así como al complicado ceremonial que eclipsó todo a cuanto la familia Habsburgo había estado acostumbrada. Maximiliano y su hijo, inevitablemente, asumieron los hábitos de la corte borgoñona y elevaron la etiqueta imperial Habsburgo al nivel de los duques de Valois. Fue Carlos V, Sacro Emperador Romano y el primer rey Habsburgo de una España unida, quien incorporó sistemáticamente el ritual borgoñón a la corte española.
Felipe el Hermoso y Juana de Castilla, padres de Carlos I (1500)
Durante toda su vida, Carlos I (V) se enorgulleció de su herencia borgoñona y pensó mucho acerca de cómo él había representado a los duques de Valois -como gran caballero cristiano, defensor del catolicismo, destacado mecenas de artistas, rico y héroe defensor de muchos de los valores medievales tardíos-. Hacia 1547 exigió a un agente en España, el tercer duque de Alba, que supervisara el establecimiento de la etiqueta borgoñona en casa de su hijo y heredero, el futuro Felipe II, quien era al mismo tiempo el sustituto del emperador en la Península. A partir de entonces, el estilo borgoñón se convertirá en la columna vertebral característica de la estructura, ceremonia y etiqueta de la Casa Real.
La imposición del estilo borgoñón en casa de Felipe fue intencionada para inculcar a los futuros súbditos la continuidad de la autoridad de los Valois y para asociar a su nombre el esplendor de sus ancestros ducales, así como satisfacer su inclinación personal y prescribir sus gustos. Además, Carlos, nacido en Gante y educado en la Corte holandesa borgoñona, se sentía fuertemente ligado a la etiqueta con la que había crecido y naturalmente deseaba ver como la gloria de Borgoña se reflejaba en su corte española. Era adecuado que los españoles, destinados a gobernar los Países Bajos, compartieran su cultura cortesana.
El III Duque de Alba
Aunque el estilo borgoñón era incómodo y rígido; tendía a aislar al monarca y a su familia entre un pequeño e íntimo círculo de grandes y sirvientes palaciegos y socavaba la tradicional simplicidad de las casas de los monarcas medievales de la Península, además de que era enormemente caro de mantener, ni Felipe II ni sus sucesores anularon lo que Carlos V había decretado. Felipe tenía demasiado respeto a su padre como para hacer tal cosa, mientras que los últimos Habsburgo aceptaron el estilo borgoñón como característica inevitable y como un recuerdo de las glorias políticas y militares del poder español.
Felipe IV, de entre todos los reyes del antiguo régimen español, fue el más resuelto a mantener la etiqueta en la corte en todo su rigor, entendió la etiqueta como un pilar del poder Habsburgo, una fuente de orden y fortaleza moral.
Felipe IV, en traje de caza
Los reyes Borbones del siglo XVIII, ansiosos a menudo por enfatizar la continuidad con el pasado Habsburgo, también conservaron el sistema borgoñón. Por entonces, además, hombres y mujeres con intereses creados -cortesanos aristócratas, oficiales, sirvientes, artistas y artesanos, oportunistas y traficantes de influencias y mecenazgos- se beneficiaron del extravagante estilo borgoñón y se resistieron a los pocos intentos serios hechos para una reforma indispensable. No sorprende, por tanto, ver que el intento hecho por Felipe V para reestructurar la Casa Real fallara.
Presionado, aparentemente, por el cardenal Alberoni, Felipe V, en 1718, impuso una reforma de la estructura y de la contabilidad financiera de la corte, proponiendo el recorte de costes y la mejora de rendimientos. Los departamentos tradicionales de la Casa Real -cada uno de ellos encabezado por un aristócrata eminente o por un prelado influyente- habrían perdido su independencia con respecto a la nueva figura del intendente general de la Casa Real de España. Por eso, la denominación oficial de la Casa Real como la Casa de Borgoña se extinguiría. Pero unos días después de que Alberoni perdiera el poder en 1719, Felipe revocó su reforma, la Intendencia General fue abolida y la estructura departamental borgoñona totalmente restaurada. Por lo tanto, una vez más, el estilo borgoñón triunfó sobre sus detractores.
El Cardenal Alberoni
En cualquier caso, la etiqueta borgoñona se adaptó a los gustos reales y a las variables circunstancias financieras, políticas e ideológicas. Esto fue así tanto en la corte ducal borgoñona bajo los Valois, como también bajo sus sucesores Habsburgo.
El carácter de su casa y de sus ceremonias y la rigidez de su etiqueta varió de reinado a reinado. Los reyes españoles, asimismo, moldearon y remodelaron el protocolo y a menudo lo olvidaron totalmente. Aunque la estructura de la casa, los nombres de sus empleados y la descripción de sus tareas, así como su posición relativa dentro de las detalladas jerarquías de los departamentos, permanecieron básicamente intactas de siglo en siglo, otros aspectos fueron de vez en cuando reformados. Los monarcas ocasionalmente decretaron nuevas reglas.
Se ha dicho, por ejemplo, que al hacerse viejo, Felipe II dejó de cenar en público; y que Carlos IV (1788-1808) y su consorte, María Luisa de Parma, relajaron el protocolo para tomar parte en los entretenimientos que ofrecían los Grandes -algo que los monarcas españoles no habían hecho de manera regular desde hacía más de dos siglos-.
El trono con dosel de Carlos IV, circundado por los retratos del rey y su consorte
Las ordenanzas reales, instrucciones y edictos modificando la etiqueta se hacían públicos una vez casi cada diez años, como mínimo, desde 1547 hasta 1720. Mientras Felipe II y Felipe IV tendían a utilizar estos métodos para intensificar el protocolo e imponer una disciplina estricta sobre sus cortesanos, muchos monarcas actuaron de manera totalmente diferente y «reblandecer las normas».
Tal «reblandecimiento», u olvido total de las normas borgoñonas, dio flexibilidad al sistema y ganó la lealtad, más o menos entusiasta, de todos los monarcas españoles de la Edad Moderna. Sin embargo, esta flexibilidad no fue el simple producto de la negativa real a vivir con un protocolo que podía parecer sin sentido o demasiado estricto, sino que resultó también de una profunda perversión del sistema borgoñón experimentada a finales del XVII. Por entonces, las costumbres originalmente franco-holandesas de los duques de Valois habían quedado diluidas primeramente por los hábitos alemanes.
Después, debido a las quejas en las Cortes de 1558, en España, tanto Carlos V como Felipe II habían permitido deliberadamente que algunas de las antiguas costumbres castellanas se mezclaran con las borgoñonas.
Isabel de Avis y Trastámara, Infanta de Portugal, Consorte de Carlos I
Además, la etiqueta cortesana portuguesa fue importada a España por la esposa de Carlos I y muchas de las prácticas de la Casa Real de Lisboa se aceptaron y se codificaron en las Ordenanzas de 1575. Más tarde, durante sus primeros años en Madrid, Felipe V complicó aún más el asunto cuando impuso algunas peculiaridades menores de organización y ritual traído de Versalles. De este modo, hacia mediados del siglo XVIII, la pureza que quedaba del protocolo borgoñón era escasa, a pesar de la esperanza que había expresado Felipe IV en 1631.
Igual que en otras cortes y en otros sistemas de protocolo, la etiqueta era ante todo un instrumento que los gobernantes manipulaban, como hemos visto, para glorificarse ellos y su dinastía y para mantener el orden y reforzar la convencional jerarquía social, rodeándose de inexpugnables muros de historia y de tradición. Los reyes españoles utilizaron la etiqueta para hacer que su persona fuera prácticamente inviolable. De ahí que Felipe IV advirtiera a sus gentilhombres de cámara, que no debían permitir que nadie tocara ni las sábanas ni los visillos de su cama «a menos que fueran gentilhombres y ayudas de cámara con el fin de prepararla o para alguna otra cosa necesaria a su mantenimiento, y aun entonces debía de ser hecho con la mayor decencia y respeto».
Las normas de etiqueta de la corte también servían para necesidades prácticas. La seguridad la proporcionaban los alabarderos y otras compañías de guardias y las reglas protegían al rey y a su familia de envenenamientos y otros peligros y salvaguardaban la Casa Real de intrusos y ladrones -aunque los robos incesantes de plata y lino indican que tales medidas no eran del todo eficaces-. Incluso las cocinas reales necesitaban una cuidadosa custodia contra los intrusos y Felipe II tuvo grandes dificultades, según cuenta un empleado de la corte, para mantener a los bribones a raya. Así que Felipe II tuvo que intensificar las reglas desde entonces.
Capítulos enteros de regulaciones, en las Ordenanzas de 1575 o en muchas órdenes de Felipe IV, se dedicaron en particular a mantener a hombres y mujeres separados. Los gobernantes del XVI y del XVII tenían que recordar a los galanes y a las jóvenes damas de la corte el modo de comportarse. Éstas y otras normas aseguraban, cuando se hacían cumplir con efectividad, que las sucesivas reinas, infantas y sus damas y sirvientas estuvieran prácticamente aisladas del mundo exterior.
Felipe II en el banquete de los monarcas (1596)
Otras reglas protegían la salud real y la limpieza de los palacios y de aquéllos que trabajaban en estas tareas: se lavaban las manos -incluyendo las del rey-; se fregaban las mesas; se barrían los suelos, y la comida se almacenaba y se servía cuidadosamente de acuerdo con los preceptos de los libros de etiqueta y otras órdenes. Otras fórmulas regulaban la gradación de los cortesanos, prescribiendo, por ejemplo, en qué lugar tenía que sentarse cada uno cuando los oficiales de alto rango se encontraban para comer o para conducir los negocios de la casa. Estas fórmulas fomentaban la eficacia y la puntualidad, y se aplicaban a supervisar los gastos a través de exámenes contables frecuentes y a asegurar la buena calidad de los productos adquiridos para la Corte.
¿Qué decir amigo? una entrada excelente y muy completa. Como dices, de entre todos los reyes, destacar a Felipe IV, el rey cortesano por excelencia en Europa y del que tantos otros, como su sobrino Luis XIV, trataron de imitar en todos. Las crónicas hablan de él como de un actor en una obra de teatro, todo estudiado, con majestuosidad casi divina, no movía ni siquiera un pelo, siempre firme y constante.
ResponderEliminarUn saludo.
Este protocolo es muy importante duro como 700 años en vieja europa
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