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domingo, 22 de mayo de 2011

El affaire Dolgoruki (2): una zarina sin corona

La Princesa Catalina Mihailovna Dolgorukova (en ruso Княжна Екатерина Михаиловна Долгорукова), también conocida como Catalina Dolgorukova, Catalina Dolgoruky o Catalina Dolgorukaya, era hija del Príncipe Miguel Dolgorukov y de Vera Vishnevskaya. Durante bastante tiempo fue amante del zar Alejandro II y más tarde su esposa morganática con el título de Princesa Yurievskaya (en ruso Светлейшая княгиня Юрьевская). Cuando, antes de cumplirse un mes de la muerte de la zarina María (nacida de Hesse-Darmstadt), Alejandro y Catalina contraen matrimonio (6 de julio de 1880) ya son padres de tres hijos (un cuarto hijo había muerto durante la infancia). Tras el asesinato de Alejandro II en un atentado perpetrado por miembros de Naródnaya Volia, Catalina se convirtió en la viuda del zar.


La Princesa y el Zar


Catalina vio por primera vez a Alejandro II cuando ella tenía doce años durante una visita del soberano a la hacienda de su padre el Príncipe Miguel Dolgorukov. La muerte del príncipe sumió a la familia en la ruina, por ello el zar asumió los gastos de la educación de los cinco pequeños príncipes Dolgorukov. Catalina y su hermana fueron enviadas al Instituto Smolny para Nobles Doncellas en San Petersburgo, una escuela para jóvenes de buena familia.


Alejandro II y Catalina volvieron a coincidir a finales de 1864, cuando el zar realizó una visita al Instituto Smolny. El atractivo de la joven Catalina, de tan sólo 17 años, llamó la atención del soberano, de 46 años. Un contemporáneo describió a Catalina como “una joven de mediana altura, con una figura elegante, con sedosa piel de marfil, ojos de gacela asustada, de boca sensual y delicadas trenzas castañas”. El zar empezó a visitarla en la escuela invitándola a dar largos paseos en carruaje, en cuyo transcurso discutían las ideas liberales de la joven, formadas, en parte, a lo largo de sus años en el Instituto Smolny. Con el tiempo Alejandro II se la ingenió para nombrar a Catalina dama de honor de la zarina, enferma de tuberculosis.


Catalina y el Zar disfrutaban en mutua compañía, pero ella no quería ser una más en su historial de amantes. Pese a la presión de su madre y la directora del Smolny para que aprovechase la oportunidad y aceptase ser la amante del Zar, para así mejorar su situación y la de su familia, no será hasta 1866, tras la muerte del Zarevich Nicolás Alexandrovich de Rusia (que enfermo de tuberculosis falleció en 1865) y la de la madre de la princesa Dolgorukova, que Alejandro y Catalina entablan una verdadera y estable relación amorosa. Según contó la propia Princesa en sus memorias aquella noche el Zar le dijo: “Ya eres mi esposa secreta. Juro que si alguna vez soy libre, me casaré contigo”.



El Zar Alejandro II


El Zar insistía en tener a Catalina y sus hijos cerca de él, para ello alquiló una mansión en San Petersburgo desde la que Catalina, con escolta policial, acudía tres o cuatro veces por semana a los apartamentos de Alejandro en el Palacio de Invierno. La pareja mantuvo una extensa correspondencia diaria (a veces se escribían varias veces al día). En febrero de 1876 Catalina dio a luz a su tercer hijo, Boris, en los apartamentos privados de Alejandro en el palacio. La madre quedó recuperándose junto al Zar y el bebé fue trasladado a casa de Catalina, muriendo a causa del enfriamiento contraído en el traslado, unas semanas más tarde.


La relación contaba con la total desaprobación de la familia imperial y de la corte. Catalina fue acusada de intrigar para convertirse en zarina, de contaminar al zar con sus ideas liberales y de asociarse con empresarios sin escrúpulos con el ánimo de lucrarse.


Algunos miembros de la familia imperial temían que los ilegítimos hijos de Catalina desplazasen a los legítimos herederos del Zar. Poco después de su boda con Catalina, Alejandro II, cansado de tantas críticas, en su opinión totalmente infundadas, escribió a su hermana la reina Olga de Württemberg en los siguientes términos: “Ella ha preferido renunciar a los actos sociales y las diversiones propias de las jóvenes damas de su edad y ha dedicado toda su vida a amarme y cuidar de mí sin interferir en cualquier asunto a pesar de los numerosos intentos de quienes quieren utilizar fraudulentamente su nombre, vive sólo para mí y dedicada a la educación de nuestros hijos”.



El zar y la zarina María


Hacia finales de 1880, temiendo que Catalina se convirtiera en objetivo de algún atentado, Alejandro II ordenó el traslado de ésta y sus hijos a la tercera planta del Palacio de Invierno. Este traslado dio pábulo a la propagación de todo tipo de rumores e historias escabrosas tales como la que aseguraba que antes de morir la zarina María se vio obligada oír los molestos ruidos de los pequeños bastardos, cuando en realidad las dependencias ocupadas por unos y por otra distaban más que suficiente como para no interferir los unos en la vida cotidiana de los otros.


A pesar que Alejandro II había sido infiel a María de Hesse (con la que había tenido ocho hijos) en numerosas ocasiones, sus relaciones con Catalina no se iniciaron hasta después que los médicos aconsejaran a la pareja imperial que no tuvieran relaciones a causa de la enfermedad de la zarina.


Antes de su muerte la Zarina Maria pidió conocer a los hijos de Catalina. El Zar le presentó a sus dos hijos mayores, Jorge y Olga, a quienes ella besó y bendijo.


Ante la rapidez de su matrimonio con Catalina, a penas un mes después de la muerte de la zarina, Alejandro II la justificó porqué él temía ser asesinado y que ella y sus hijos quedasen sin nada. El matrimonio no era nada popular ni entre la familia imperial ni entre el pueblo, pero el Zar los obligó a aceptarlo. A Catalina le concedió el título de Princesa Yurievskaya y legitimó a sus hijos, aunque, por ser fruto de una unión morganática, no tenían ningún derecho al trono.


El decreto imperial de
cía así:
Al Senado de Gobierno: Después de haber ingresado por segunda vez en un matrimonio legal, con la princesa Ekaterina Mikhailovna Dolgorukaya, ordenamos que sea nombrada Princesa Yuryevskaya con el título de Serena Alteza. Ordenamos que el mismo nombre con el mismo título le sea dado a nuestros hijos: nuestro hijo, Georgii, nuestras hijas, Olga y Ekaterina, y también otros que podrían nacer con posterioridad, y conferimos sobre ellos todos los derechos de los hijos legítimos en acuerdo con el art. 14 de las leyes fundamentales del Imperio y el art. 147 de los Estatutos de la Familia Imperial. Alexander. Tsarskoye Selo, 6 de Julio de 1880


El Gran Duque Alejandro Mikhailovich de Rusia (sobrino de Alejandro II) escribió en sus memorias que el Zar se comportaba con Catalina como un adolescente, que la pareja se profesaba una adoración mutua y que la familia imperial no soportaba oír a Catalina llamar a su esposo por el diminutivo familiar “Sasha”. Pese a ello, escribe que su padre el Gran Duque Miguel Nikolaevich de Rusia llegó a pedir disculpas a su madrastra por la frialdad con la que era tratada por la familia.


La muerte del Zar


Catalina y Alejandro vivían felices pese a la agitada situación política y las constantes amenazas de un atentado. El 1 de marzo de 1880 se produjo una explosión en el comedor del Palacio de Invierno. Alejandro corrió a las habitaciones de Catalina antes que acudir a ver como estaba la emperatriz que, en la fase terminal de su enfermedad, ni se enteró de la explosión. El príncipe Alejandro de Hesse-Darmstadt, hermano de la zarina, reprocharía amargamente a su cuñado que sólo mostrara interés y preocupación por el estado de su amante y no por el del resto de la familia allí presentes.


Toda la familia imperial sufrió una fortísima impresión y tristeza el 13 de marzo de 1881, que en ese año fue un día domingo. En esa fecha, el joven Ignacy Hryniewiecki, perteneciente al grupo revolucionario Narodnaya volya, traducible por "la voluntad del pueblo", consiguió arrojar una bomba justo a los pies del Zar, que volvía en su carruaje a palacio tras asistir a una parada militar. La bomba estalló, haciendo pedazos el cuerpo del monarca. Todavía vivo, pero ya agonizando, el emperador salvajemente mutilado rogó a los suyos que le llevasen apresuradamente al Palacio de Invierno. Su esposa morganática estaba en sus habitaciones, cubierta solamente con un finísimo negligée rosa palo. En un estado de terrible agitación, corrió hacia él gritando el nombre de su esposo: "¡Sacha, mi amado Sacha!" La pobre sufrió un ataque de histeria nada más abrazar el cuerpo, mientras grandes manchas de sangre aparecían en el delicado tejido de su elegante negligée, el cual fue empapado en la sangre de Alejandro.


En el día que asesinaron al Zar, Catalina abogó para que él no saliera del Palacio, debido a que ella tenía una premonición que algo le sucedería. Alejandro calló sus objeciones teniendo intimidad con ella en sus cuartos y dejándola detrás, para asistir al desfile militar.


Su nieto mayor, Nicky (luego Nicolás, el último zar de Rusia), de apenas 13 años, recordaría siempre con angustia aquella última visión del abuelo Alexander yaciendo en brazos de Catalina Dolgorukaya, los dos empapados en sangre.


Durante los funerales Catalina y sus tres hijos se vieron obligados a permanecer en la entrada de la iglesia y se les negó un lugar en la comitiva de la familia imperial. Así mismo se le obligó a asistir a otro funeral diferente al de la familia.



La procesión fúnebre de Alejandro II


Últimos años de la viuda del zar


Tras la muerte del Zar a Catalina se le asigna una pensión de 3,4 millones de rublos. En tanto que viuda de un zar, Catalina tenía derecho a residir en el Palacio de Invierno, así como al uso y disfrute del resto de las residencias de la familia imperial; a cambio de su renuncia a este derecho, la viuda de Alejando II recibió la propiedad de una residencia para ella y sus tres hijos. Finalmente Catalina se instala entre París y la Costa Azul, convirtiéndose en una abanderada de la moda. Tenía a su servicio veinte empleados y poseía un vagón de tren privado.


Sus relaciones con los Romanov fueron tensas durante el resto de sus días. El zar Alejandro III, su hijastro, estaba al día de todos los movimientos de Catalina en Francia ya que de ello se encargaba la policía secreta rusa.


En 1895 el Gran Duque Jorge Romanov, hijo de Alejandro, fingió una enfermedad para evitar un encuentro de compromiso con Catalina durante una estancia de éste en Francia. Ese mismo año Nicolás II se niega a hacer de padrino en la boda de la Princesa Olga Yurievska (hija de Catalina y Alejandro) con el Conde de Merenberg. Por otro lado el paso del Príncipe Jorge Yurievsky por la armada rusa fue calificado de fracaso total (carta del Gran Duque Alexei Alexandrovich a la propia Catalina), de todos modos se le concedió un puesto en la escuela de caballería. Catalina sobrevivió a su marido cuarenta y un años. Falleció en 1922 y para entonces su fortuna ya estaba considerablemente mermada a consecuencia de elevado nivel de vida y de la caída de los Romanov como consecuencia del triunfo de la Revolución Rusa.




Los hijos de Catalina y Alejandro


Tres de los cuatro hijos de Catalina y Alejandro llegaron a la edad adulta. El Zar les otorgó el título de Príncipes y Princesas Yurievsky.


* Jorge Alexandrovich Yurievsky, príncipe Jorge Yurievsky (1872 - 1913). Casado con Alejandra de Oldenburg, Condesa Zarnekau, hija del duque Federico Constantino Pedro de Oldenburg y de Agrafena Djaparidze, condesa von Zarnekau. Con descendencia.
* Olga Alexandrovna Yurievskaya, princesa Olga Yurievskaya (1874 - 1925) Casada con Jorge Nicolás de Nassau,Conde de Merenberg. Con descendencia.
* Boris Alexandrovich Yurievsky (1876).
* Catalina Alexandrovna Yurievskaya, princesa Catalina Yurievskaya (1878 - 1959). Casada en primeras nupcias con Alejandro Vladimirovich, Príncipe Baryatinsky y más tarde con Sergei Platonovich, príncipe Obolensky. Con descendencia.

viernes, 20 de mayo de 2011

El affaire Dolgoruki y el Zar de Todas las Rusias

Cuando se produce el advenimiento del joven Pedro II al trono ruso, éste es consciente de no ser sino la sombra de un emperador, una Majestad de carnaval sometida a la voluntad del organizador del pintoresco espectáculo ruso. Haga lo que haga, deberá plegarse a la voluntad de Alexandr Ménshikov, uno de los “Aguiluchos” de Pedro el Grande (quien le había otorgado el título de Príncipe Serenísimo), el que prevé y organiza todo a su manera.


Pedro II, flamante Zar de todas las Rusias


Las preocupaciones matrimoniales por la zarevna Isabel, tía del zar, no le hacen perder de vista a Ménshikov la educación de su pupilo imperial. Recomienda al vicecanciller Andrei Ivanovich Osterman que refuerce su lucha contra la pereza natural del zar acostumbrándolo a unos horarios fijos, ya se trate de estudios o de solaz. El westfaliano es secundado en esta tarea por el Príncipe Alexei Grigorievich Dolgoruki, “gobernador adjunto”, quien se presenta a menudo en palacio con su joven hijo, el Príncipe Iván, un apuesto veinteañero, elegante y afeminado, que divierte a Su Majestad con su inagotable parloteo.


La zarevna Isabel visita diariamente, acompañada de su hermana Ana, a su querido sobrino en su jaula dorada. Escuchan sus confidencias de niño mimado, comparten su entusiasmo por Iván Dolgoruki, el efebo irresistible, y los acompañan a los dos en sus alegres francachelas nocturnas. Pese a las reconvenciones de sus carabinas masculinas, sobre este cuarteto de desvergonzados sopla un viento de locura.


En diciembre de 1727, Johann Lefort pone al corriente a su ministro en la corte de Sajonia de las calaveradas del joven Pedro II: “El señor no tiene más ocupaciones que recorrer día y noche las calles con la princesa Isabel y su hermana, visitar al chambelán Iván, a los pajes, a los cocineros y Dios sabe a quién más”. Después de dar a entender que el soberano bajo tutela tiene unos gustos contra natura y que el delicioso Iván lo arrastra a juegos prohibidos en lugar de combatir sus inclinaciones, Lefort prosigue: “Podría creerse que esos imprudentes (los Dolgoruki) favorecen los más variados desenfrenos instigando (en el zar) los sentimientos del más abyecto de los rusos. Sé de un aposento contiguo a la sala de billar donde el subgobernador (el príncipe Alexei Grigorievich Dolgoruki) le organiza encuentros galantes (…). No se acuestan hasta las 7 de la mañana.”



Peter y su tía Isabel Petrovna, de caza


Estas diversiones de juventud sedienta de placeres no inquietan a Ménshikov. Mientras Pedro y sus tías se entretengan con enredos amorosos y revolcones de segunda fila, su influencia política será nula. Tras la marcha a Kiel de Ana y su esposo, el duque Carlos Federico de Holstein, Ménshikov cae enfermo de consideración, produciéndose un vacío de poder. Isabel y su sobrino, inmersos en el torbellino de la vida galante, inventan todos los días nuevas ocasiones para retozar y embriagarse. Las cacerías alternan con las meriendas campestres improvisadas y los revolcones en algún pabellón rústico con las ensoñaciones a la luz de la luna. Un ligero perfume de incesto sazona el placer que Pedro experimenta acariciando a su joven tía. Nada como el sentimiento de culpa para salvar el comercio amoroso de las tristezas de la costumbre. Ceñidos a la moral, las relaciones entre un hombre y una mujer enseguida se vuelven aburridas como el cumplimiento de un deber.


Sin duda es esta convicción lo que incita a Pedro a entregarse a experiencias paralelas con Iván Dolgoruki. Para agradecerle las satisfacciones íntimas que éste le proporciona, con el asentimiento de Isabel, lo nombra chambelán y le concede la condecoración de la Orden de Santa Catalina, reservada en principio a las damas. En la corte, esto es motivo de burla y los diplomáticos extranjeros se apresuran a comentar en sus despachos las juergas de doble sentido de Su Majestad. Hablando de la conducta indecorosa de Pedro II durante la enfermedad de Ménshikov, algunos citan el dicho: “Cuando el gato no está, los ratones bailan”. Éste se recupera e intenta imponer orden nuevamente. Pero el zar ya no consiente que nadie, ni siquiera su futuro suegro, se permita oponerse a sus deseos. Ante un Ménshikov atónito y a punto de sufrir una apoplejía: “¡Yo te enseñaré quién manda aquí!”.


Aleksandr Menshikov


De allí hasta el desprecio y el exilio del Serenísimo hay un paso. Alentado con toda probabilidad por Isabel, Natalia y el clan de los Dolgoruki, Pedro ha ordenado detenerlo y confinarlo en Siberia. Los miembros del Alto Consejo empiezan a pelearse por el reparto del poder tras su caída. El vicecanciller Ósterman ha tomado desde el principio la dirección de los asuntos ordinarios, pero los Dolgoruki, basándose en la antigüedad de su apellido, se muestran cada vez más impacientes para suplantar al westfaliano. Sus rivales más directos son los Golitsin, cuyo árbol genealógico es, afirman ellos, como mínimo igual de glorioso. Cada uno de estos paladines quiere barrer para su casa, sin preocuparse demasiado ni de Pedro II ni de Rusia.


Puesto que el zar solo piensa en divertirse, no hay ninguna razón para que los grandes servidores del Estado se empeñen en defender la felicidad y la prosperidad del país, en vez de pensar en sus propios intereses. Los Dolgoruki cuentan con el seductor Iván para alejar al zar de su tía Isabel y de su hermana Natalia, cuyas ambiciones les parecen sospechosas. Dimitri Golitsin, por su parte, encarga a su yerno, el elegante y poco escrupuloso Alexander Buturlin, que arrastre a Su Majestad a placeres lo bastante variados como para apartarlo de la política. Pero Isabel y Natalia se han olido la maniobra de los Dolgoruki y los Golitsin y se unen para abrir los ojos del joven zar ante los peligros que lo acechan entre los dos validos de dientes afilados.




Pedro en su niñez, con su hermana Natalia


En este clima de libertinaje y de rivalidades intestinas es que los dirigentes políticos de Rusia preparan las ceremonias de la coronación en Moscú. El 9 de enero de 1728 Pedro se pone en camino, a la cabeza de un cortejo tan numeroso que hace pensar en el éxodo de todo San Petersburgo. La alta nobleza y la alta administración de la nueva capital se encaminan lentamente hacia los fastos del viejo Kremlin. Han sido los Dolgoruki los encargados de organizar las ceremonias.


Luego, el flamante zar continúa llevando su habitual existencia desordenada. Los Dolgoruki, los Golitsin y el ingenioso Ósterman, dispensados de rendirle cuentas de sus decisiones, aprovechan la situación para imponer su voluntad en toda circunstancia. No obstante, siguen desconfiando de la influencia que Isabel ejerce sobre su sobrino. Segura del poder que tiene sobre los hombres, se insinúa a unos y otros para mantener idilios sin consecuencias y relaciones sin futuro. Tras haber seducido a Alexandr Buturlin, su interés se dirige hacia Iván Dolgoruki, el valido titular del zar. ¿Acaso lo que la excita es la idea de atraer a sus brazos a un hombre cuyas preferencias homosexuales conoce? Su intriga diabólica la estimula como si se tratara de demostrar la superioridad de su sexo en todas las formas de perversidad amorosa. Sin duda es menos corriente, y por lo tanto más divertido, piensa ella, apartar a un hombre de otro hombre que quitárselo a una mujer.

El Zar


En las fiestas que Ana Petrovna y el duque de Holstein dan en Kiel para celebrar el nacimiento de su hijo, el zar abre el baile con su tía Isabel. Luego se retira a la estancia contigua para beber con un grupo de amigos. Después de vaciar unas copas, se percata de que Iván Dolgoruki, su habitual compañero de placeres, no está junto a él. Sorprendido, vuelve sobre sus pasos y lo ve bailando sin parar, en medio del salón, con Isabel. Ella parece tan excitada frente a aquel caballero que la devora con los ojos, que Pedro se enfurece y se retira para emborracharse. Pero ¿de quién está celoso? ¿De Iván o de Isabel?


La reconciliación entre tía y sobrino no tendrá lugar hasta después de Pascua. Dejando de lado por primera vez a Iván Dolgoruki, Pedro lleva a Isabel a una larga partida de caza, que tiene previsto dure varios meses. Un séquito de quinientas personas acompaña a la pareja. Matan tanto animales de pluma como caza mayor. Cuando hay que acorralar a un lobo, un zorro o un oso, se encargan de hacerlo lacayos que visten libreas verdes guarnecidas con trencilla plateada. Éstos atacan al animal con escopetas y venablos, ante la mirada atenta de los señores. La inspección de las piezas cobradas va seguida de un banquete al aire libre y de una visita al campamento de los comerciantes venidos de lejos con sus provisiones de telas, bordados, ungüentos milagrosos y joyas de fantasía.


En plenos festejos, el zar se entera que su tía Ana cae enferma y muere víctima de una pleuresía. Unos meses más tarde, la tisis que había enfermado a su hermana Natalia se agrava repentinamente y también se la lleva a la tumba. Aunque, como por azar, Pedro está ocupado yendo de aquí para allá y cazando, vuelve a San Petersburgo para acompañar su funeral. Pero luego se apresura a partir para Gorenki, la finca donde los Dolgoruki le organizan espléndidas partidas de caza. Esta vez no le pide a Isabel que lo acompañe. Aunque no está cansado de las atenciones y las coqueterías de la joven, siente la necesidad de renovar el personal de sus placeres, justificándose en la idea de que el juego de las revelaciones sucesivas siempre resulta más atractivo que la tediosa fidelidad.



El castillo de Gorenki



En el castillo de Gorenki lo espera una agradable sorpresa. Alexei, el jefe del clan de los Dolgoruki, le pone delante unas piezas que Pedro no se esperaba: las tres hijas del príncipe, frescas, libres y apetecibles bajo sus aires de provocadora virginidad. La mayor, Iekaterina –Katia para los íntimos-, posee una belleza que corta la respiración. De temperamento audaz, la joven aristócrata participa tanto en el acorralamiento de un ciervo como en las libaciones que cierran un banquete, en tranquilos juegos de sociedad o en bailes improvisados después de galopar durante horas por el campo. Todos los observadores coinciden en predecir que, en el corazón del voluble zar, Iván Dolgoruki no tardará en ser suplantado por su hermana, la graciosa Katia. De cualquier modo, la familia Dolgoruki se declarará vencedora y esa unión acarrearía la sumisión total del zar a su familia política, que pondría en vereda a los otros miembros del Alto Consejo secreto.


Pedro parece haber mordido tan bien el anzuelo lanzado por Katia que, nada más llegar a San Petersburgo, ya está pensando en irse de nuevo. Si se ha tomado la molestia de trasladarse durante unos días a la capital es únicamente para completar su equipo de caza. Así pues, tras comprar doscientos perros de busca y cuatrocientos lebreles, vuelve a Gorenki. Pero, una vez de regreso en el lugar de sus hazañas cinegéticas, ya no está tan seguro de que el placer sea tan excelso. Cuenta hastiado las liebres, los zorros y los lobos que ha matado a lo largo de la jornada. Una noche, cuando menciona los tres osos que figuran entre sus piezas cobradas, alguien lo felicita por esta última proeza. Con una sonrisa sarcástica, Pedro contesta: “He hecho cosas mejores que atrapar tres osos; llevo conmigo cuatro animales de dos patas”. Su interlocutor comprende que se trata de una alusión descortés al príncipe Alexei Dolgoruki y sus tres hijas. Semejante burla, dicha en público, hace suponer a los presentes que el zar ya no arde de pasión por Katia y que tal vez está a punto de abandonarla.

Pedro II con la banda azul de la Orden de San Andrés


Pero los Dolgoruki se obstinan en acariciar, pese a las señales de alarma, la idea de una boda imperial en su beneficio. Aunque, para más seguridad, consideran que habría que unir no sólo a Iekaterina con Pedro II, sino también a la tía sobreviviente del zar con el bello Iván. Pero resulta que, según las últimas noticias, la loca de Isabel se ha encaprichado con el descendiente de otra gran familia, el conde Simón Narishkin. Urge poner coto a esa inesperada chifladura que puede comprometer todo el asunto.


Jugándose el todo por el todo, los Dolgoruki amenazan a Isabel con hacerla encerrar en un convento por conducta indecorosa si se empeña en preferir a Narishkin en perjuicio de Iván. Pero la joven, por cuyas venas corre sangre de Pedro el Grande, sufre un acceso de orgullo y se niega a obedecer. Entonces los Dolgoruki se desatan. Como controlan los principales servicios del Estado, Simón Narishkin recibe del Alto Consejo secreto la orden de partir inmediatamente en misión al extranjero. Lo dejarán allí el tiempo que sea necesario para que Isabel lo olvide, mientras ésta llora y trama despiadadas venganzas.




Isabel Petrovna, tía del zar



Los cotilleos cortesanos indican que el zar ha estado a punto de repudiar a Katia al enterarse que ésta había tenido citas clandestinas con otro pretendiente, un agregado de la embajada de Alemania en Rusia, el Conde de Millesimo. Alarmados por las consecuencias de tal ruptura e impacientes por impedirla, los Dolgoruki se las arreglan para preparar un encuentro de reconciliación de la pareja en un pabellón de caza. Esa noche, el padre de la joven aparece en el momento de las primeras caricias, se declara ultrajado en su honor y exige una reparación oficial. Lo más extraño de todo es que ese burdo subterfugio da resultado. En esta capitulación del enamorado sorprendido en flagrante delito por un pater familias indignado, es imposible saber si el “culpable” ha cedido finalmente a su inclinación por Katia, al temor de un escándalo o simplemente al cansancio.


Lo cierto es que el 22 de octubre de 1729, aniversario del nacimiento de Iekaterina, los Dolgoruki comunican a sus invitados que la joven acaba de ser prometida al zar. El 19 de noviembre el Alto Consejo secreto recibe el anuncio oficial de los esponsales y el 30 del mismo mes se celebra una ceremonia religiosa en el palacio Lefortovsky de Moscú, donde Pedro acostumbra residir durante sus breves estancias en la capital. La anciana zarina Eudoxia, abuela paterna del zar, ha accedido a salir de su retiro para bendecir a la joven pareja. Todos los dignatarios del imperio y los embajadores extranjeros se encuentran presentes en la sala, esperando la llegada de la elegida. Su hermano Iván va a buscarla al palacio Golovín, donde se ha alojado con su madre. El cortejo atraviesa la ciudad aclamado por una multitud sencilla y crédula que, ante tanta juventud y tanta magnificencia, está convencida de asistir al final feliz de un cuento de hadas.

El Palacio Lefortovksy



A la entrada del palacio Lefortovsky, la corona que adorna el techo de la carroza de la prometida se engancha con el montante superior del pórtico y cae al suelo con estrépito. Los supersticiosos interpretan este incidente como un mal presagio. En cuanto a Katia, no se inmuta. Cruza muy erguida el umbral del salón de ceremonias. El obispo Feofán Prokopovich la invita a acercarse junto con Pedro. La pareja se coloca bajo un palio de oro y plata sostenido por dos generales. Tras el intercambio de anillos, salvas de artillería y campanadas preludian el desfile de las felicitaciones. Siguiendo el protocolo, la zarevna Isabel Petrovna da un paso adelante y, tratando de olvidar que es la hija de Pedro el Grande, besa la mano de una “súbdita” llamada Iekaterina Dolgoruki.


Al cabo de un momento le toca a Pedro II dominar su despecho, pues el conde de Millesimo, tras aproximarse a Iekaterina, se inclina ante ella. La joven ya se dispone a tenderle la mano. Pedro querría impedir ese gesto de cortesía, que le parece incongruente, pero ella apura el movimiento y presenta espontáneamente sus dedos al agregado de embajada, que los roza con los labios antes de incorporarse, mientras el prometido imperial le dirige una mirada asesina. Al ver la expresión irritada del zar, los amigos de Millesimo se lo llevan y desaparecen con él entre la multitud.



Entonces es cuando el príncipe Vasili Dolgoruki, uno de los miembros más eminentes de esta numerosa familia, cree que ha llegado el momento de dirigir un pequeño discurso moralizador a su sobrina. “Ayer yo era tu tío –dice ante un círculo de oyentes atentos-. Hoy, tú eres mi soberana y yo soy tu fiel servidor. Sin embargo, apelo a mis antiguos derechos para darte este consejo: no mires al hombre con quien vas a casarte sólo como tu marido, sino también como tu señor y no te ocupes más que de complacerlo. (…) Si algún miembro de la familia te pide favores, olvídalo para no tener en cuenta más que el mérito. Será el mejor medio de garantizar toda la felicidad que te deseo.”



Iekaterina –Katia- Dolgorukaya


Estas doctas palabras tienen la virtud de ensombrecer el humor de Pedro. Hasta el final de la recepción permanece con el ceño fruncido. Ni siquiera durante los fuegos artificiales que clausuran la fiesta concede una mirada a la joven con la que acaba de intercambiar promesas de amor eterno. Cuanto más escruta los rostros alegres que lo rodean, más tiene la impresión de haber caído en una trampa.


Cuando se entera que su querido Iván Dolgoruki está pensando en casarse con la pequeña Natalia Sheremetievna, no tiene ningún inconveniente en ceder su valido de otros tiempos a una rival. Queda convenido que, para afianzar la amistad innata que une a los cuatro jóvenes, las dos bodas se celebren el mismo día. Sin embargo, este arreglo razonable sigue atormentando al zar. Todo lo decepciona e irrita. En ningún sitio está a gusto y ya no sabe con quién sincerarse.


Poco antes que acabe el año, Pedro se presenta sin anunciarse en casa de su tía Isabel, a quien ha descuidado en los últimos meses. La encuentra mal instalada, mal servida, privada de lo esencial, cuando debería ser la primera dama del imperio. Ha ido a quejarse ante ella de su desasosiego y es ella quien se queja ante él de su indigencia. Isabel acusa a los Dolgoruki de haberla humillado y arruinado y de disponerse a ejercer su dominio sobre él a través de la esposa que le han arrojado a los brazos. Conmovido por las quejas de su tía, a la que sigue amando en secreto, replica: “¡Yo no tengo la culpa! No me obedecen, pero pronto encontraré la manera de romper mis cadenas!”.



El Zar


Estas palabras son referidas a los Dolgoruki, que se consultan para elaborar una réplica a la vez respetuosa y eficaz. Además, hay otro problema familiar que solucionar urgentemente: Iván se ha peleado con su hermana Katia, la cual desde sus esponsales ha perdido todo sentido de la mesura y reclama los diamantes de la difunta Gran Duquesa Natalia, afirmando que el zar se los había prometido. Esta sórdida disputa en torno a un cofrecillo de joyas puede irritar a Pedro en el momento en que es más necesario que nunca adormecer su desconfianza. Pero ¿cómo hacer entrar en razón a una mujer menos sensible a la lógica masculina que al destello de unas piedras preciosas?


El 6 de enero de 1730, en la tradicional bendición de las aguas del Neva, Pedro llega tarde a la ceremonia y se queda de pie detrás del trineo descubierto donde está Iekaterina. En el aire gélido, las palabras del sacerdote y el canto del coro tienen una resonancia irreal. El zar tirita durante el interminable oficio. Al regresar al palacio, lo acometen escalofríos y se mete en la cama. Todos creen que se trata de un resfriado. Un mes después se encuentra mejor. Sin embargo, cinco días más tarde los médicos descubren en él los síntomas de la viruela.




El Zar en 1730




Ante el anuncio de esta enfermedad, con frecuencia mortal en la época, todos los Dolgoruki se reúnen, aterrorizados, en el palacio Golovín. El pánico ensombrece los semblantes. Ya se prevé lo peor y se buscan salidas para la catástrofe. Entre la agitación general, el príncipe Alexei afirma que sólo habría una solución en el caso que el zar llegara a desaparecer: coronar sin tardanza a quien él ha escogido por esposa, la pequeña Katia. Pero esta pretensión le parece demasiado al príncipe Vasili Vladimirovich. Protesta en nombre de toda la familia negándose a ser súbditos de Iekaterina por no estar casada.


La discusión sube de tono. El príncipe Sergei habla de sublevar a la Guardia para apoyar la causa de la prometida del zar. Pero el general Vasili Vladimirovich se niega y abandona la reunión. Tras su marcha, el príncipe Vasili Lukich, miembro del Alto Consejo secreto, se sienta junto a la chimenea donde arde un enorme fuego y, sin pedir la opinión de nadie, redacta un testamento para presentárselo al zar mientras éste todavía tenga fuerzas para leer y firmar. Los demás miembros de la familia se congregan a su alrededor e intervienen sugiriendo una frase o una palabra para redondear el texto.



Vassili Dolgoruki


Cuando el príncipe termina de escribir, entre los presentes se alza una voz que expresa el temor de que mentes malintencionadas pongan en duda la autenticidad del documento. Inmediatamente interviene un tercer Dolgoruki, Iván, el valido de Pedro, quien saca un papel del bolsillo y falsifica alegremente la firma del zar.


Los testigos están estupefactos, pero ninguno se indigna. Todos se inclinan sobre su hombro, maravillados de su letra idéntica. A continuación, los conspiradores, más tranquilos, intercambian miradas y ruegan a Dios que les libre de tener que utilizar ese documento. De vez en cuando envían emisarios a palacio en busca de noticias del zar. Éstas son cada vez más alarmantes.


El Zar de todas las Rusias se extingue a la una de la madrugada del lunes 19 de enero de 1730, a la edad de catorce años y tres meses. Su reinado habrá durado poco más de dos años y medio. El día de su muerte es la fecha que él mismo había fijado unas semanas antes para su boda con Iekaterina Dolgoruki.