Mostrando entradas con la etiqueta Bonaparte. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Bonaparte. Mostrar todas las entradas

domingo, 5 de septiembre de 2010

Cambios en el tratamiento real




Antiguo Régimen


987–1031 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos (Hugo Capeto, Roberto II)


1031–1032 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos, Duque de Borgoña (Enrique I)

1032–1137 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos (Enrique I, Felipe I, Luis VI)

1137–1152 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos y Duque de los Aquitanos, Conde de los Poitevinos (Luis VII)

1152–1180 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos (Luis VII)

1180–1190 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos, Conde de Artois (Felipe II)

1190–1223 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos (Felipe II)



Philippe II


1223–1237 Por la Gracia de Dios, Rey de los Francos, Conde de Artois (Luis VIII, Luis IX)

1237–1285 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia (Luis IX, Felipe III)

1285–1305 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia y Navarra, Conde de Champagne (Felipe IV)

1305–1314 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia (Felipe IV)

1314–1316 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia y Navarra, Conde de Champagne (Luis X, Juan I)

1316–1322 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia y Navarra, Conde de Champagne y Borgoña (Felipe V)

1322–1328 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia y Navarra, Conde de Champagne (Carlos IV)

1328–1350 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia (Felipe VI)

1350–1360 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia, Conde de Auvernia y Boloña (Juan II)

1360–1361 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia (Juan II)

1361–1363 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia, Duque de Borgoña (Juan II)

1363–1364 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia (Juan II)

1364–1422 Por la Gracia de Dios, Rey de Francia; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Carlos V, Carlos VI)



Charles V


1422-1429 Por la Gracia de Dios, Rey de Inglaterra y Francia y Señor de Irlanda; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Enrique VI de Inglaterra)

1422/1429-1486 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Carlos VII, Luis XI, Carlos VIII)

1486–1491 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Carlos VIII)

1491–1495 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Carlos VIII)

Febrero-Julio 1495, Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Nápoles y Jerusalén, Duque de Bretaña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes (Carlos VIII)

1495–1498 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Viennois, Conde de Valentinois y de Diois (Carlos VIII)


Charles VIII

April 1498-1499 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Viennois, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XII)

1499–1505 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Rey de Nápoles y Jerusalén, Duque de Milán, Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XII)

1505–1512 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Duque de Milán, Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XII)

1512–1514 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XII)

1514–1515 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XII)

1515–1521 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Duque de Milán, Conde de Asti, Señor de Génova; Conde de Provenza, , Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Francisco I)


Francisco I


1521–1524 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia, Duque de Bretaña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes (Francisco I)

1524–1559 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes (Francisco I, Enrique II)

1559–1560 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Escocia; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Francisco II)

1560–1589 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Carlos IX, Enrique III)

1589–1607 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra, co-Príncipe de Andorra, Duque de Albret, Beaumont y Vendôme, Conde de Foix, Armagnac, Comminges, Bigorre y Marle, Señor de Béarn y Donezan; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Enrique IV)

1607–1620 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra, co-Príncipe de Andorra, Señor de Béarn y Donezan; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Enrique IV, Luis XIII)



Luis XIII


1620–1641 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XIII)

1641–1652 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra; Conde de Barcelona, Rosellón y Cerdeña; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XIII, Luis XIV)

1652–1791 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra; Conde de Provenza, Forcalquier y las tierras adyacentes; Delfín de Vienne, Conde de Valentinois y de Diois (Luis XIV, Luis XV, Luis XVI)

1791-1814 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra (Luis XVI, Luis XVII, Luis XVIII)

1791–1792 Por la Gracia de Dios y por el derecho Constitucional del Estado, Rey de los Franceses (Luis XVI)


Monumento funerario de Luis XVI y María Antonieta en Saint Denis


Primer Imperio

1804–1805 Por la Gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses (Napoleón I)

1805–1806 Por la Gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses, Rey de Italia (Napoleón I)

1806–1809 Por la Gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses, Rey de Italia, Protector de la Confederación del Rin (Napoleón I)

1809–1814 Por la Gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses, Rey de Italia, Protector de la Confederación del Rin, Mediador de la Confederación Helvética (Napoleón I)


El emperador Napoleón


Restauración

1814–1815 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra (Luis XVIII)

Marzo-Junio 1815 Por la Gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses (Napoleón I, Napoleón II)

1815–1830 Por la Gracia de Dios, Cristianísimo Rey de Francia y Navarra (Luis XVIII, Carlos X, Luis XIX, Enrique V)

Monarquía de Julio

1830–1848 Por la Gracia de Dios y el derecho Constitucional del Estado, Rey de los Franceses (Luis-Felipe)

Segundo Imperio

1852–1870 Por la Gracia de Dios y las Constituciones de la República, Emperador de los Franceses (Napoleón III)


Napoleón III


viernes, 13 de agosto de 2010

Paulina Bonaparte, Princesa Borghese

Considerada la mujer más bella y voluptuosa de su tiempo, Paulina Borghese, nacida Bonaparte, vivió uno de los períodos más intensos de la historia de Francia. Conoció la revolución, el Directorio, el Consulado, el Imperio y finalmente fue testigo de la brutal caída del hermano, a quien siempre mantuvo fidelidad.

Mientras Napoleón se impone en la escena mundial, Paulina se forma inspirándose en su cuñada Josefina, cuya elegancia es reconocida por todos sus contemporáneos y que luego será su rival. Se convierte así en una hermosa mujer, demasiado bella en opinión de su hermano, quien, preocupado por su frivolidad y
liviandad de costumbres, otorga su mano al joven General Leclerc. Enviados en misión militar a las Antillas, el general muere en Santo Domingo víctima de la fiebre amarilla.

La agraciada viuda, ya en París, recibe el primero de los títulos: “la Bella entre las Bellas”, título que nadie piensa disputarle… con excepción de una rival de fuste, Madame de Contades, puro producto del ancien régime que no concede a Paulina más belleza que gloria a Napoleón. Una noche, invitada a una recepción en casa de Madame Junot, Paulina, dispuesta a un nuevo triunfo, aguarda pacientemente el mejor momento para hacer su entrada.
Así, su llegada es recibida con un largo murmullo de alabanzas, bastante descortés para el resto de las damas presentes. Los invitados masculinos se arremolinan solícitos a su alrededor y, casi llevada en triunfo, llega a una pequeña sala. Para resaltar su encantador peinado, comete el error de colocarse a plena luz y Madame de Contades, molesta al verse abandonada, irritada al oír los cumplidos sobre una rival y demasiado astuta para atacarla de frente, observa su talle, su rostro, su peinado. Luego se detiene en seco, como sorprendida, y se dirige a su compañero, en voz suficientemente alta para ser escuchada:

- ¡Ay, mi Dios, qué pena! ¡Una persona tan hermosa! ¿Pero cómo nadie ha visto antes esta deformidad? ¡Qué desgracia!
Un silencio helado acoge estas palabras sacrílegas y las mejillas de la víctima se arrebolan.
- ¿Acaso no veis esas dos enormes orejas plantadas a ambos lados de la cabeza? Si yo las tuviese parecidas me las haría cortar.

No ha terminado su frase cuando ya todas las miradas convergen en Paulina para juzgar la imperfección. En efecto, sus extrañas orejas parecen un pedazo de cartílago blanco al que la naturaleza olvidó ponerle un borde y, al lado de la admirable pureza del conjunto, rompen un tanto la armonía del rostro. Mal preparada para replicar, Paulina se siente mal y prorrumpe en sollozos. Desde ese día decide no confiar en ninguna mujer, por lo que no tendrá verdaderas amigas. Pero esa falta de afectos no la hará sufrir, tan numerosos son los candidatos a su corazón.

El Primer Cónsul le organiza un nuevo enlace, esta vez con la intención de lograr el apoyo de la nobleza italiana, pretendiendo asegurar tanto su interés personal como el encumbramiento de los suyos. Fija su objetivo en el príncipe Camilo Borghese, sobrino segundo del Papa Paulo V, quien en 1803 da el tono en los salones de París.

Descendiente de una familia ilustre, no carece de inteligencia aunque no ha recibido prácticamente ninguna educación, pues el padre decía que “sus hijos sabrían siempre lo suficiente para ser súbditos de un Papa”. Es de elegante apostura y sabe como na
die echar hacia atrás su capa forrada en satén bordado en oro. Ese gesto, para ojos nuevos, habla de lejos de su aristocracia, así como las plumas blancas que adornan su sombrero de tafetán negro o el jabot de encaje flotando sobre su pecho. Entre la jeunesse dorée parisiense ha puesto a la moda los trajes ingleses, los chalecos húngaros y los sombreros rusos y conduce con gracia los alazanes trotadores de su faetón.

Sus títulos hacen soñar a la nueva sociedad de advenedizos que frecuenta al Primer Cónsul: príncipe de Rosano y del Vivaro, príncipe de Sulmona, duque de Ceri y de Poggio Nativo, barón de Cropolatri, Grande de España de primera clase. A esos títulos se suman las mansiones y villas. Todo es determinante para que los Bonaparte consideren al príncipe digno de recibir la mano de Paulina.

La noticia del compromiso matrimonial cae como una bomba en Saint-Germain, el baluarte de la aristocracia. Desde el 18 Brumario, la ex nobleza, adulada en los salones de Josefina, había ido recuperando poco a poco su altivez. Y, si bien aceptaban que el señor Bonaparte era un gentilhombre, se ironizaba sobre este nuevo ascenso social. “Habrá pues una verdadera princesa en la familia Bonaparte”. Para esos aristócratas, ni los laureles de Egipto ni los de Italia podían compararse con un escudo de armas con las dos llaves en cruz pontificias.


Monseigneur el príncipe Borghese y Madame la princesa, su flamante esposa, partirán para Roma una semana después de la boda en París. Pero antes, la despedida de su cuñada en el palacio de Saint Cloud hace tambalear su tradicional dominio sobre los estilismos a los que está acostumbrada. Cuando el ujier anuncia la llegada de los príncipes Borghese, todos se ponen de pie, incluyendo Josefina. Pero ésta permanece frente a su sillón, dejando que la princesa avance hasta ella y atraviese así gran parte del salón. En vez de desagradarle el supuesto desaire de la emperatriz, a la princesa le conviene, porque, como le cuenta después a la duquesa de Abrantes, “… si hubiera venido a mi encuentro la cola de mi vestido no se habría desplegado, mientras que así pudo admirársela en toda su extensión”.

Paulina está esplendorosa con un vestido de terciopelo verde, delicado, nada llamativo, pero con la parte delantera y el ruedo bordados con verdaderos diamantes y llevando un aderezo también de diamantes complementado con una magnífica diadema de esmeraldas. Por último, para completar ese rico atavío, lleva a un lado un ramillete compuesto por esmeraldas y perlas en forma de pera, un adorno de incalculable valor. Tras un primer momento de asombro provocado por esas piedras preciosas derramadas en profusión sobre su vestido, Josefina se repone y la conversación se generaliza, dejando a la princesa exultante por su triunfo junto a la duquesa de Abrantes.

- Después de todo, ella está tan bien vestida –le dice, mirando a su cuñada-. El blanco y el oro combinan admirablemente con ese tapizado de terciopelo azul.

La princesa se detiene en la frase, sorprendida al parecer en un pensamiento. Mira alternativamente su vestido y el de Madame Bonaparte.

-
¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Cómo no pensé en el color de los muebles del salón! ¡Y vos, Laurette, vos que sois mi amiga, cómo no me lo dijisteis?
-
¿Qué tendría que haberos dicho? ¿Que los muebles del salón de Saint Cloud son azules? Pero si lo sabíais tanto como yo.
- Pero en una ocasión como esta una se confunde, no se recuerda lo que se sabía. ¡Y ved lo que ha ocurrido! ¡Me he puesto un vestido verde para venir a sentarme en un sillón azul! ¡Este verde y ese azul! Debo de parecer horrible ¿verdad?


En la Ciudad Eterna la princesa Borghese madre recibe a la esposa de Camilo en el fabuloso palacio familiar, el Cembalo, luego es recibida en audiencia por Pío VII y, finalmente, tiene lugar el ricevimento de presentación: suscita admiración ante la nobleza romana y la extranjera, el Sacro Colegio, la prelatura y el cuerpo diplomático. Pronto el paseo por Roma de la joven princesa constituye un espectáculo que no desean perderse ni la nobleza ni el pueblo. La vista de “la mujer más bella del mundo” en su carroza iluminada por el sol, escoltada por un negrito travieso vestido a la turca en la parte trasera, petrifica a los romanos de admiración y estupor. Sus entradas en los salones de la aristocracia, a veces con todos los diamantes de la Casa Borghese prendidos de su vestido –en ese adorno llamado Matilde con el que protagoniza el incidente ante Josefina-, producen el mismo efecto.

Camilo Borghese, el hombre de moda en París, vuelve a ser un príncipe romano prisionero de la etiqueta. Poco acostumbrada a ese protocolo, Paulina soporta las nuevas reglas de conducta para agradar a su familia política, que ha sucumbido al encanto de la joven. Reina sobre modistas y sombrereros tan solemnes como ministros de Estado. Posa para Antonio Canova, el más famoso de los escultores de la época, como una Venus victoriosa recostada en un diván, desnuda hasta la cintura, obra sensual y conmovedora que sigue siendo todavía hoy una de las más hermosas piezas de la Galleria Borghese.



Paulina está con su madre, Letizia Bonaparte, cuando se entera por Le Moniteur del famoso decreto del 20 de abril: “Se dará a los príncipes franceses y a las princesas el título de altezas imperiales; las hermanas del emperador llevarán el mismo título”. Su madre no manifiesta ninguna alegría. Paulina, la única princesa auténtica de la familia hasta el momento, se muestra reservada. Y su vanidad sufre al ver una vez más a Josefina superarla pues será consagrada emperatriz.
Ese día en Notre Dame, aunque de mala gana, debe sostener el largo manto forrado en armiño de Josefina. La princesa Borghese lleva un vestido de satén blanco bordado en oro con una cola de varios metros de terciopelo azul igualmente bordada en oro y plata y va cargada de pesadas joyas. Acostumbrada a la pompa pontificia, Paulina ya ha asistido en Florencia y sobre todo en Roma a ceremonias muy suntuosas, por lo que considera a ésta como algo muy natural. Sin duda le halaga estar cerca del sol imperial, pero no se maravilla. Su superioridad sobre sus hermanas consiste en no dejarse deslumbrar jamás y en conservar una fuerza tranquila tanto ante la grandeza como ante la decadencia. Permanecerá siempre digna y cuando sus amigos realistas se permitan la ironía para hablar de la conducta de su hermano, ella les llamará severamente al orden y les hará notar que muchos de ellos solicitan prebendas en las Tullerías.


Fragmento de la pintura de David, “La consagración del emperador Napoleón”. De izquierda a derecha: Carolina Murat, Paulina Borghese y Elisa Bacchiochi, la esposa de Luis, Hortense, sosteniendo la mano del pequeño Príncipe Carlos y Julia, esposa de José.


De hecho, muchos realistas cohabitan ya con el nuevo régimen, comenzando en su círculo íntimo, donde consigue crear una evidente armonía. Aunque su caso es aislado, porque en la corte imperial los clanes están claramente delimitados y la amalgama es muy laboriosa entre la vieja nobleza que preside la actividad social y la nueva nobleza que imita a la antigua. Las esposas de los militares, las “mariscalas”, son el hazmerreír de los aristócratas.

Es una corte que se halla reglamentada con la rigidez de un general en jefe al mando de un ejército. Todo se desarrolla dentro de la más estricta disciplina, en el temor y el terror al emperador. El protocolo tan rígido hace envaradas las veladas y los conciertos, con los príncipes y las princesas imperiales o los grandes dignatarios en lugares fijados inalterablemente.


Paulina toma del protocolo imperial lo que le conviene y reúne a su alrededor una pequeña corte: el arzobispo de Génova encabeza los dignatarios, siguen los capellanes, el chambelán, el escudero, la dama de honor, las damas de compañía, las lectoras. De todas las casas de los Bonaparte, la de Paulina es la más variada, la más brillante en apellidos ilustres, la más provista de mujeres hermosas y la más instruida en la etiqueta. En aquel tiempo otro título obtiene del emperador: el ducado de Guastalla.

La reina de esa corte en
miniatura convierte su habitación en un santuario. A partir de las diez de la mañana comienza su arreglo personal, verdadera ceremonia que se inicia con abluciones generales y continúa con la limpieza del rostro con leche aguada para suavizar la piel; luego se perfuma el cuerpo con agua de rosas. El primero de los oficiantes, asistido por dos ayudantes, es Hipólito, el peinador de moda. Luego comienza el desfile de los proveedores. Mademoiselle Olive, la bordadora, el perfumista Dulac, el plumajero Dufour y las modistas Madame Germon y Madame Coutant. A veces llama al célebre Leroy, quien imagina para su cliente batas “virginales” cargadas de encajes, espumosas y aéreas, o abrigadas, orladas de plumas de cisne o de pieles de zorro azul, vestidos de fiesta de satén adornados de puntillas o bordados de perlas, o caftanes de satén con gargantillas de tul de oro en la blusa. El atavismo familiar la hace rehusar, regatear o bajar los precios, siempre con éxito, pues, aun perdiendo, esos comerciantes adquieren fama al servir a la princesa Borghese.

Esta costumbre diaria del arreglo personal muestra hasta qué punto Paulina mantendrá siempre el culto de su cuerpo. Un día que se encuentra en el salón de la Princesa Ruspoli, la conversación recae en sus bonitos pies:
- ¿Queréis verlos? –dice tranquilamente la princesa Borghese-. Venid mañana al me
diodía.
Grande fue el asombro de la princesa Ruspoli. Madame du Montet cuenta que “…no había modo de eludir esa singular invitación. Acudió pues, y fue introducida en un delicioso gabinete. La princesa se hallaba negligentemente tendida en un diván, sus pequeños pies bastante en evidencia, pero eso no era lo mejor. Entró un paje, bello como un ángel y vestido como los efebos de los cuadros de la Edad Media, sosteniendo un rico aguamanil, un recipiente de plata dorada, una fina toalla de batista, perfumes y otros cosméticos. Colocó un banquillo de terciopelo junto al diván; la princesa extendió en él graciosamente una de sus piernas: el pequeño paje le quitó la media, hasta creo que la liga y comenzó a manipular, frotar, enjugar, perfumar ese hermoso pie, verdaderamente incomparable. La operación fue larga y el asombro de las espectadoras tan grande, que perdieron la facultad de alabar con el entusiasmo que sin duda se esperaba… Mientras el pequeño paje calzaba, descalzaba, perfumaba los bellos pies, limaba y embellecía las uñas de la princesa, ella conversaba y parecía completamente indiferente a esos cuidados”.






Este comportamiento puede parecer provocativo, en realidad es sencillamente regio. Lo mismo sucede con su aseo personal. A diferencia de la mayoría de las francesas, Paulina convierte el baño en un rito. Sus prendas de vestir son tan transparentes y exhibe su cuerpo con tanta frecuencia, que considera que la limpieza es una necesidad. La conversación de la bella bañista, envuelta en una bata apenas cerrada, dentro del círculo de hermosas mujeres que la rodean, es interrumpida por la llegada de su fiel sirviente negro Paul, que la sigue desde Santo Domingo. Con toda la naturalidad que da la perfección, ella se quita la bata y el atleta la carga en sus brazos para sumergirla en una tina llena con veinte litros de leche mezclada con agua caliente. Tendida allí suele recibir con frecuencia a sus admiradores varones, a quienes gusta dejar que admiren su mórbido pecho.

Terminadas las abluciones, el precioso fardo es llevado de vuelta en un capullo de encajes. Un paje avanza ahora para masajear los pies de su ama. En efecto, la hipotensión de Paulina la hace muy sensible a los enfriamientos y la obliga a recurrir a veces al calor comunicativo de las mujeres de su séquito. Cuando es así, la dama elegida desabrocha su vestido y se tiende en el suelo; la princesa posa entonces sus pies sobre los senos de la belleza yacente, paseándolos por ella con agradecimiento. Este espectáculo habitual en Santo Domingo pero sorprendente en Francia deja a los espectadores en estado de beatitud.

Luis XIV tenía sus grandes y pequeños levers en los que se apretujaban las primeras familias del reino y los “señores del algodón” consideraban un honor frotar la espalda del Rey Sol. El lavado de pies de Paulina, así como su baño de inmersión o sus masajes, son sin duda algo profano, pero tienen la ventaja de ofrecer una fiesta a los ojos y al espíritu.



En otras fiestas, los bailes multitudinarios de las Tullerías, la princesa Borghese deslumbra a la corte imperial. Cuando se representa “La Cuadrilla de los Incas” y ella se reserva el papel principal: aparece como una salvaje ricamente desvestida, es decir, cubierta de diamantes; toda la corte la devora con los ojos, incluso las mujeres jóvenes aplauden para ocultar su despecho ante lo innegable. En otra ocasión, al presentar “La Cuadrilla de las Horas”, decide encarnar a Italia con una túnica de muselina de la India bordada en oro, retenida por un magnífico camafeo sobre una coraza de oro. Corona sus rizos oscuros con un casco de oro adornado con plumas de avestruz, calza sandalias sujetas con tirillas de púrpura y camafeos, ciñe sus brazos desnudos con brazaletes de diamantes. Esa criatura ideal, suave, con movimientos delicados y lánguidos, es adorable como una sílfide.

Incapaz de considerar la abstinencia como una virtud, seduce a todos los hombres de los que se siente enamorada, en despecho de la destrucción de su matrimonio por interés. Coronel, actor o diplomático, nadie escapa al canto de esa sirena de ojos embrujadores… Esta Venus victoriosa continúa con alegría la tradición libertina del siglo XVIII. Sin embargo, la más inconstante de las esposas, la más caprichosa de las amantes, se mantendrá fiel al coloso derrumbado, a quien no cesará de sostener. Su naturaleza alegre y optimista probablemente haya sido uno de los pocos motivos de felicidad que tendrá Napoleón en una época de traiciones y abandonos.



Para 1809, separada de Borghese, tendrá un vasto terreno y un palacio en Neuilly, verdadera joya cuyo parque desciende hasta el Sena. En Fontainebleau asiste a las cacerías imperiales donde, junto con sus hermanas, tiene la oportunidad de vestir soberbios atuendos: chaquetas de terciopelo verde sobre faldas de satén blanco, pero no por eso las jornadas de caza dejan de ser terribles pruebas de cerca de seis horas. Para celebrar el nacimiento del rey de Roma da una fiesta para setecientos elegidos en Neuilly y luego parte a Aquisgrán con el habitual desfile de carruajes, entre los cuales va su “calesa sanitaria” que transporta su bañera y su bidet cuidadosamente protegidos bajo sus cubiertas de tafilete rojo y el famoso palanquín que la sigue desde Santo Domingo. Ese nomadismo de lujo extenúa a sus allegados. Apenas se instala en alguna parte, ya está de nuevo inquieta y vuelve a partir, nunca sola, sino precedida o seguida siempre por sus muebles, cuadros, platería, mantelería y ropa blanca.



Pocas mujeres han vivido con más suntuosidad o riqueza. Si la dama de corazones del palacio de Neuilly conoce en grado sumo el arte del amor, sabe también cómo adornar su belleza. ¡Cuántas joyas! En un año, su proveedor Devoix le venderá un aderezo de coral y diamantes, otro de rubíes y uno de amatistas. Se hace montar un cinturón de esmeraldas falsas, rodeado sin embargo de diamantes verdaderos, que le cuesta trece mil francos pero parece valer un millón, lo que se convertirá pronto en un verdadero acontecimiento parisino. Las mujeres sueñan con él mientras Paulina ríe.

Para 1813, 1814, 1815, gira la rueda del destino. Dramáticos acontecimientos afectan la salud de la princesa: Elba, Waterloo, la caída del Imperio, problemas financieros angustiantes. Pío VII, con generosidad de alma poco común, la invita a instalarse nuevamente en Roma. Sus apariciones son verdaderos acontecimientos en los que la pequeña hermana del proscrito medirá la magnitud de su poder. Todos quieren conocer esa belleza célebre, desconcertante, fuera de lo común, ni perversa ni inmoral, pues la moral hace mella en una mujer ignorante de los convencionalismos.

La princesa Borghese, literalmente, tiene a la Ciudad Eterna a sus pies. Es el tema de todas las conversaciones, incluidas las de los cardenales. El Sacro Colegio asiste todas las semanas a la mesa imperialmente servida de Villa Paolina y la anfitriona, cada día más débil, preside comidas que apenas toca. El gobierno pontificio extrema la amabilidad hasta proporcionarle una pequeña escolta para protegerla de los asaltantes y permitirle ir a las termas de Lucca.

A sus quebrantos de salud se agregan las terribles nuevas de la muerte del bienamado primero, en 1821, y de su padre adoptivo, Pío VII, en 1823. Tiene cuarenta y cuatro años cuando regresa al techo conyugal y, por intercesión del nuevo papa León XII, el príncipe Camilo abandona su vida a orillas del Arno para aceptar a la bella penitente en el palazzo florentino. Muy menuda en su chaise-longue, donde retoma instintivamente la pose en que la inmortalizó Canova, recoge los homenajes y los augurios de una sociedad reconocida. Descubren con asombro su bondad de carácter, su humor afable, su clarividencia, su sentido de la observación tan fino, su ausencia de pretensiones. Cuando dice algo importante, lo acompaña con una sonrisa y da a sus palabras el barniz de la frivolidad. Logra así hacerse perdonar su belleza.

En aquella ciudad, en 1825, baja por última vez sus párpados sobre aquellos ojos que tanto han fascinado al mundo y se duerme in somno pacis. Hoy esa Eva pagana reposa en Roma, entre dos Papas de la casa Borghese: el fastuoso Paulo V y el devoto Clemente VIII.




jueves, 22 de julio de 2010

Huéspedes y visitantes reales en el Vaticano


El padre José Apeles, en su encomiable libro “Historias de los Papas”, relata decenas de anécdotas chispeantes sobre los ocupantes de la Silla de Pedro, algunas de las cuales me atrevo a recoger aquí.

Una bocanada de aire fresco para Alejando VII

El Cardenal Fabio Chigi pertenecía a una rica e ilustre familia de banqueros sieneses, pero animado de una profunda y sincera religiosidad nunca había hecho prevalecer su rango y llevaba una vida más bien austera. Enviado como representante de la Santa Sede al Congreso de Paz de Münster –que pondría fin a la Guerra de los Treinta Años- hubo de asistir resignadamente a la derrota de la causa católica y a la consolidación de la ruptura religiosa de la Cristiandad. Su enfrentamiento con el Cardenal Mazarino, más preocupado por la gloria de Francia que por la de la Iglesia, de la cual era príncipe, le generó una gran antipatía al futuro ministro de Luis XIV que se la haría pesar de allí en más.

En el cónclave que siguió a la muerte de Inocencio X, Monseñor Chigi fue elegido como su sucesor, pese a un veto inicial pronunciado por Mazarino. Abrumado, el nuevo Papa quiso evitar la adoratio, pero los cardenales no lo permitieron y la ceremonia se llevó a cabo como era de rigor. Alejandro VII decidió sostener en su mano un crucifijo para expresar que el homenaje no era para sí sino para Aquel de quien era Vicario en la Tierra.


Alejandro VII


A acentuar su melancolía contribuyó el hecho de que Alejandro era de constitución enfermiza. Mandó a Bernini que le construyera un sarcófago y es fama que durmió en él muchas veces. También colocó una calavera en un lugar visible de su escritorio para acordarse de lo efímero y precario de la existencia mortal. Parece difícil entender cómo un hombre de carácter tan sombrío pudo ser el Pontífice del apogeo del barroco, arte de la exuberancia y la sensualidad por excelencia. Es que algo cambió la vida de Alejandro VII. La visita de una reina del Norte.


Cristina, hija del rey protestante Gustavo II Adolfo de Suecia, había heredado el trono de su padre en 1632. Habiendo recibido una educación masculina, se rodeó de los sabios de su época y los pensionó generosamente; hizo ir a Estocolmo al gran Descartes; respondió a sus inquietudes religiosas abrazando al catolicismo, aún a costa de su trono, pues Suecia era un reino oficialmente protestante. Su abjuración tuvo lugar en Innsbruck el 2 de noviembre de 1655.


Cristina en 1675


Algunos pusieron en duda la sinceridad de la conversión de Cristina, argumentando que en realidad quería deshacerse de una pesada corona que la obligaba a vivir en una corte poco brillante. Sin embargo, las costumbres libres de Cristina no cambiaron después de su abdicación. Pero el retorno al redil de aquella oveja perdida fue para Alejandro VII una gran alegría, por lo que preparó para ella un pomposo recibimiento en la Ciudad Eterna, donde la había invitado a residir.


Por encargo del Papa, Bernini remodeló la Puerta Flaminia que se abre sobre la Piazza del Popolo, dándole el carácter de arco triunfal y grabando una inscripción compuesta por el mismo Alejandro: Felici faustoque ingressui anno salutis MDCLV (“A la feliz y fausta entrada que tuvo lugar en el año de la salvación de 1655”). Por aquella época, los visitantes ilustres hacían su entrada solemne por este lugar y luego el cortejo discurría a lo largo de la Via Lata, hoy Vía del Corso. Cuando un viajero importante llegaba de incógnito no quedaba dispensado de hacer días más tarde el ingreso oficial. Éste fue el caso de la ex reina de Suecia, quien, después de dos días como huésped del Papa en el Belvedere del Vaticano, entró triunfalmente en suntuosa carroza el 23 de diciembre de 1655.


San Pedro en 1630


El día de Navidad Cristina tomó parte en las solemnidades de San Pedro y recibió la primera comunión de manos del Papa. Ese mismo día le fue impartida la confirmación, durante la cual añadió a su nombre el de Alejandra en honor de su padrino, el Sumo Pontífice. En el banquete que siguió, la princesa sueca desplegó sus encantos, mezcla de ingenuidad y desvergüenza, de juicio y despreocupación. El Papa, que por una tradición impuesta por su antecesor Urbano VIII comía solo en su mesa elevada sobre las demás, no quitaba la vista de esa criatura fascinante, que traía aires renovados sobre su severa corte. Todos advirtieron el cambio que experimentaba su expresión habitualmente mustia.


Instalada provisoriamente en el Palazzo Farnese por cortesía del Duque de Parma, Cristina Alejandra acabaría fijando su residencia en una antigua villa en la Lungara. Allí se construiría más tarde el Palazzo Corsini. Fue tanta la jovialidad que entró con ella en el Vaticano que un buen día Alejandro ordenó retirar de sus apartamentos el sarcófago y la calavera, señal de un saludable cambio de actitud del que Roma resultó beneficiada, pues durante este pontificado la Ciudad Eterna conoció su apoteosis.



Carrusel en el Palazzo Barberini en honor de Cristina de Suecia


Pío VII recibe a una madre prolífica


El pontificado de Pío VII, el Papa Chiaramonti, estuvo marcado por la actuación de Napoleón, verdadera águila imperial que hizo presa suya a toda Europa, sin respetar ni siquiera a los Estados de la Iglesia.


Sin embargo, el Gran Corso poseía un arraigado sentido de familia, producto de una herencia inequívocamente italiana, pese a ser el propulsor del nacionalismo francés. Cuando alcanzó el poder unió a su destino los de todos sus hermanos, sin olvidarse de ninguno. A José lo hizo sucesivamente rey de Nápoles y de España; a Luciano, príncipe de Canino; a Elisa, princesa consorte de Lucca y Piombino; a Luis lo casó con su hijastra Hortensia de Beauharnais y lo convirtió en rey de Holanda; a Paulina, la casó con el príncipe Camilo Borghese; a Carolina la dio por esposa al General Murat, primero Duque de Berg y de Clèves y luego rey de Nápoles; a Jerónimo, el menor, lo puso en el trono de Westfalia. Hasta el tío materno de todos ellos, Joseph Fesch, se benefició de la buena estrella de Napoleón, ya que, gracias a él, se convirtió en arzobispo de Lyon, primado de las Galias, y después en cardenal.


Tapicería con el águila y las abejas del escudo napoleónico


Orgullosa debió sentirse Donna Letizia Ramolino, matriarca del clan, al ver a todos sus vástagos bien colocados y recibiendo toda clase de honores. A ella, que en su viudez tuvo que sacarlos adelante a costa de inauditos sacrificios, se debió que permanecieran siempre juntos, lo que fue un consuelo en momentos de adversidad. Era una auténtica mamma italiana que en todo momento estuvo al lado de su hijo. En Francia se la conoció como Madame Mère, título cortesano muy adecuado para quien era el ángel tutelar de la nueva dinastía nacida de la Revolución: la de los napoleónidas.


Pasado el tiempo, después del destierro en Santa Elena, todos los Bonaparte cayeron en desgracia. La Restauración no quiso saber nada de ellos, mientras el Congreso de Viena se dedicaba a deshacer los estados creados por Napoleón para su familia. Donna Letizia, que ya contaba sesenta y cinco años, no sabía adónde ir. Su casa de Ajaccio, en la nativa Córcega, estaba abandonada, por lo que no podía obtener allí un asilo acorde con su dignidad. Sus hijos, ocupados por su propio porvenir, no se hicieron cargo. Francia nunca había acabado de gustar a la buena señora, que se sentía italiana en el fondo.


Letizia Ramolino, Madame Mère


De Italia, precisamente, le vino el auxilio. Pío VII había regresado a sus restaurados estados en 1814, tras la primera caída de Napoleón. En conmemoración de su liberación y de su entrada triunfal en Roma el 24 de mayo de ese año, instituyó la fiesta de María bajo la advocación de Auxilium christianorum (Auxiliadora de los cristianos). Era comprensible su regocijo por verse libre al fin de la amenaza del emperador, quien lo había humillado y hecho pasar un duro cautiverio, pero no le guardó rencor.


Conservó a su lado al cardenal Fesch, quien le habló de la situación de desamparo en que había quedado su medio hermana Letizia. El Santo Padre tuvo entonces el gesto de invitarla a Roma, donde viviría a expensas de la Cámara Apostólica. Donna Letizia aceptó, conmovida por la nobleza que demostraba el Papa Chiaramonti, quien era muy consciente de lo que significaba vivir en el destierro. Fue alojada en principio en el palazzo Corsini, en la Lungara, sobre la orilla derecha del Tíber, que no era extraño a los napoleónidas porque el cardenal Fesch vivió allí. De todos modos, la madre del ex emperador no pasó mucho tiempo en él, ya que se trasladó definitivamente al Palacio Aste, en Piazza Venecia, una edificación del siglo XVII acondicionada para ella.


Pío VII


Gracias a la generosidad de Pío VII (continuada por León XII, Pío VIII y Gregorio XVI), Donna Letizia pasó en aquel palazzo romano su vejez, apaciblemente y libre de cuidados materiales, turbada tan solo por las sucesivas muertes de sus hijos Elisa, Napoleón y Paulina, a quienes tuvo la pena de sobrevivir. En 1836 se extinguió la vida de esta verdadera Hécuba, madre prolífica de príncipes que acabaron siendo abatidos por la adversidad (aunque en varias ramas secundarias acabaron entrando en la realeza que los metamorfoseó en “pura sangres”). Donna Letizia contaba ochenta y seis años y era mirada por los romanos como una reliquia viviente de tiempos ya legendarios. Debido a su estancia allí, el Palacio Aste pasó a llamarse Palacio Bonaparte y se distingue fácilmente, en el comienzo de la Via del Corso, por su peculiar balcón cerrado pintado de verde, único en Roma.


Palazzo Bonaparte


El mal paso de la reina de España


Los Papas suelen recibir en audiencia a Jefes de Estado de diferentes credos, con quienes usan la tradicional cortesía vaticana que tanto les impresiona. Pero cuando los visitantes de Estado son católicos no se trata solo de una relación de poder a poder, sino que, como hijos de la Iglesia, tienen un trato más próximo.


En relación con España, una nación históricamente católica, el Vaticano y el Santo Padre siempre han recibido a sus soberanos con especiales muestras de deferencia.

Isabel II, reina de España


Isabel II de Borbón, por ejemplo, pese a su temperamento sensual y larga vida de desenfado erótico, hacía honor a su título de Majestad Católica. Su entorno y ciertas acciones políticas no estuvieron exentos de la presencia de la religión. Pío IX, conocedor de los desórdenes amorosos de Isabel, manifestó siempre una paternal benevolencia y comprensión hacia esa víctima de los hombres y las circunstancias. Fue padrino del príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII, y mantuvo una postura prudente en la delicada cuestión dinástica. Aunque la causa carlista, católica y antiliberal, era afín a sus sentimientos, prefirió evitar tomar partido para no destruir el precario equilibrio de la monarquía española. Y el 12 de febrero de 1868, como señal de buena voluntad, concedió la Rosa de Oro a Isabel II.


En 1873, exiliada la reina de España en Francia y prisionero el Papa en el Vaticano, los carlistas encendieron nuevamente en la proclamada República federal la mecha de la guerra. Como el clero español se mantuvo alerta pero en una posición políticamente neutral, el sector más reaccionario del tradicionalismo lo acusó de liberal, lo que hizo recelar a Pío IX. Entonces, por consejo del obispo Claret, Isabel II decidió partir a Roma para contrarrestar dichos rumores.



Pío IX


El Pontífice, que en el pasado se había mostrado bien dispuesto hacia esa hija descarriada, ahora se mostraba más reticente a recibirla, máxime cuando, lejos de corregir sus costumbres, la reina escandalizaba a la sociedad francesa. El entorno papal desaconsejaba la audiencia pero, al fin, el Santo Padre se resignó y decidiendo mostrarse grave y adusto aceptó recibirla para evitar desairar a una soberana católica.


Llegado el día previsto se presentó Isabel II en el Palacio Apostólico. El ceremonial vaticano imponía una triple genuflexión antes de inclinarse a besar el pie del Sumo Pontífice, quien aguardaba sentado en su trono al fondo de la Sala Clementina. Era un acto llamado adoratio, el beso al augusto pie del Papa que no era, sin embargo, un gesto que se prodigara.


La Sala Clementina, hoy


El visitante debía hincar la rodilla al entrar, al llegar a la mitad del trayecto y al pie del trono papal. Cuando la ex reina entró en la sala, asaltó a todos un involuntario sentimiento de sorpresa. Su corpulencia, unida a las blancas vestiduras y a la rica mantilla de encaje, la hacían parecer imponente. Ejecutó con notable dificultad –debido a su peso y a la larga cola de su vestido- las dos primeras genuflexiones. Al realizar la tercera, no pudo incorporarse bien y su pie se enredó en los bajos del vestido, haciendo que cayera pesadamente en el suelo con toda su humanidad.


Los camareros del Papa se apresuraron a ayudarla, pero la soberana se alzó sola con un gesto de gran desenfado que cautivó al Santo Padre y le hizo abandonar su gesto severo. Entonces, dirigiéndose a un cardenal cercano, le comentó en voz baja: “Puttana, ma brava!”. Y la audiencia transcurrió finalmente en un ambiente distendido y cordial… gracias al mal paso de la reina Borbón.

La Reina de España

Las perlas de doña Victoria Eugenia


Un incidente bastante peculiar ocurrió cuando Alfonso XIII y su consorte, Victoria Eugenia de Battenberg, acudieron a la solemne audiencia concedida por Pío XI el 20 de noviembre de 1923.


En mayo de aquel año, en el curso de una ceremonia que tuvo lugar en la Capilla del Palacio de Oriente, Doña Victoria Eugenia había recibido la Rosa de Oro de manos del nuncio. El Papa le había otorgado esta distinción –llevada a Madrid por el Marqués Sacchetti, Correo Mayor de los Palacios Apostólicos-, en reconocimiento a los méritos insignes que la reina había contraído al servicio de la Iglesia. La consorte de Alfonso XIII, pese a haber nacido princesa anglicana, se había tomado tan en serio su conversión que en todo momento hizo honor a su condición de soberana católica.

Victoria Eugenia, “Ena”, con sus célebres joyas y su mantilla blanca


Especialmente significativa fue su presencia en el acto de consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús que hizo el rey en 1919 y que le costaría la corona. Así que, uno de los principales motivos del viaje a Italia que emprendieron los reyes en 1923 fue precisamente agradecer al Santo Padre el homenaje brindado a Doña Victoria Eugenia.


La recepción de los monarcas españoles en la Corte vaticana revistió una esplendidez memorable. Pío XI recibió a sus augustos visitantes en la Sala del Consistorio, con capa pluvial y tocado con la tiara. Sendos tronos destinados a los reyes se habían dispuesto a ambos lados del solio papal. Alfonso XIII hizo su entrada vestido con uniforme de gran gala y, tras realizar las tres reverencias rituales y besar devotamente el pie del Sumo Pontífice, fue hecho levantar por éste y abrazado efusivamente.


El Rey y la Reina de España, con su séquito, el día de la audiencia pontifical


A continuación entró en la sala la reina, ataviada con un traje blanco provisto de larga cola y todo él recubierto de pequeñas perlas azul marino, lo que ofrecía una magnífica visión iridiscente. Doña Victoria Eugenia realizó, a su vez, las genuflexiones de rigor y subió las gradas del solio papal para besar el pie de Su Santidad.


Debido al considerable peso del vestido la operación resultó difícil, pero lo fue aún más el incorporarse, pues hubo de apoyarse con la mano. En este movimiento enganchó el hilo que sujetaba las perlas y lo rompió, rodando todas por el piso de la Sala del Consistorio. Los guardias nobles de servicio se abalanzaron sobre las perlas y el propio maestro de cámara del Papa se inclinó para recoger algunas. Pero lejos de ser devueltas a su dueña, quedaron en poder de los diligentes servidores, que pidieron conservarlas como recuerdo.


Pío XI


La audiencia continuó sin ningún otro inconveniente, pero fue la última muestra de esplendor del reinado de Alfonso XIII antes de la crisis que le haría perder el trono.



viernes, 4 de junio de 2010

La nobleza del Primer Imperio

Los nobles del Primer Imperio francés fueron creados por Napoleón Bonaparte para instituir una élite estable en su imperio, luego de la inestabilidad resultante de la Revolución francesa. Napoleón advirtió que la capacidad de conferir títulos era un instrumento útil de patrocinio aunque costara al estado una pequeña fortuna.

El primer paso en la constitución de la nobleza fue la institución de la Legión de honor (1802), destinada a premiar a militares y ciudadanos distinguidos. El número excesivo --en 1814 existían más de 32.000 legionarios, en su mayoría militares (sólo 1.500 civiles)-- y la falta de fondos con que recompensar materialmente a los legionarios, acabaron devaluando la Legión de honor. La creación de las "senatoréries" (1803) fue el siguiente paso: dotación, como recompensa a algunos senadores, de casa y renta vitalicia anual (procedente de bienes nacionales) por un valor (20.000 a 25.000 francos) similar al de sus ingresos como senadores.

Poco después, el establecimiento del Imperio (1804), al acompañarse de la creación de una corte, preparó el camino a la aparición de una nueva nobleza.


El emperador


Cerca de 2200 títulos fueron creados por el emperador.
  • Príncipes y Duques:
* Príncipes soberanos (3)
* Duchies grand fiefs (20)
* Príncipes de victoria (4)
* Duques de victoria (10)
* Otros duques (3)
  • Condes (388)

  • Barones (1090)

  • Caballeros (1600)
Creación

El ennoblecimiento comenzó en 1804 con la creación de los títulos de príncipe para miembros de la propia familia imperial. Otros siguieron; en 1806 se instituyeron feudos ducales hereditarios en Italia, desligados de todo tipo de soberanía y sin ingresos vinculados al control de un determinado territorio, fórmula que se extendió en años sucesivos a otras áreas y que sirvió para recompensar sobre todo servicios militares. Por fin, en 1808 se reimplantaban la mayoría de las restantes denominaciones nobiliarias, los de Conde, Barón y Caballero. Napoleón fundó el concepto de “nobleza del Imperio” por un decreto imperial de marzo de 1808.. Este paso estuvo a la par de la creación de la Legión de Honor y de los títulos vitalicios senatoriales. Fue creado además el “Consejo de los Sellos y los Títulos”, que se encargaba de establecer la heráldica de esta nueva nobleza.


Amedee David, Conde de Pastoret


El propósito de esta creación fue amalgamar la vieja nobleza y la clase media revolucionaria en un solo sistema de nobleza. En realidad, el intento fracasó por partida doble: no logró la aceptación sincera de la vieja nobleza y tampoco consiguió satisfacer plenamente a una burguesía que no olvidaba su perdida libertad, al tiempo que atemorizó innecesariamente a la población campesina.

Estos títulos sólo tenían dos privilegios:

§ El derecho al uso de un escudo de armas

§ Las tierras otorgadas con el título sujetas al sistema del derecho de herencia por primogenitura

La nueva nobleza, aunque atentaba al igualitarismo revolucionario, no significaba una vuelta a la nobleza de Antiguo Régimen, pues no comportaba privilegio de ningún tipo, ya que estaba sujeta a tributación y a la legislación general y, además, era una recompensa a título personal (se podía transmitir hereditariamente, en caso de formación de mayorazgo, aunque para ello era preciso vincular al título la percepción de unas determinadas rentas). Entre 1808 y 1814 los ennoblecimientos iban acompañados en muchas ocasiones de dotaciones en tierras o en rentas situadas en los reinos satélites, que fueron a parar en su mayoría a militares de profesión (59%) y burgueses de origen (58%).


Escudo de armas de Louis-Alexandre Berthier, príncipe de Neuchâtel


Jerarquía

Dentro de la nobleza napoleónica existía una estricta y precisa jerarquía de títulos, que otorgaban oficio a un individuo de acuerdo a su pertenencia a la familia imperial, a su rango en el ejército o su carrera en las administraciones civil o religiosa.
  • Príncipe: para miembros de la familia imperial y ciertos principales líderes del Imperio

  • Duque: para principales dignatarios y mariscales del Imperio

  • Conde: para ministros, senadores, arzobispos, consejeros de Estado, el presidente del cuerpo legislativo

  • Barón: para presidentes de la Corte de Auditores, obispos, alcaldes de las 37 “buenas ciudades”

  • Caballero: otros funcionarios

El título de Marqués no fue usado durante el primer Imperio y por esta razón se puso muy de moda luego de la Restauración, ya que no fue percibido como corrompido por estas creaciones revolucionarias.

Esta es esencialmente una nobleza de servicio, en gran parte formada de soldados (67.9 %), algunos funcionarios civiles (22 %) y algunos miembros colaboradores del ancien régime.

Esta nobleza no fue abolida luego de la Restauración pero desapareció gradualmente por razones naturales, debido en parte al gran número de soldados que habían sido promovidos y que murieron durante las Guerras Napoleónicas. Para 1975 existían 239 familias pertenecientes a la nobleza del Primer Imperio. De ellas, tal vez alrededor de 135 eran tituladas. Sólo un título de príncipe (Essling, pues Sievers no fue usado más y Pontecorvo se fusionó al título de Príncipe Murat) y siete títulos ducales permanecen actualmente.


Château de Villandry, propiedad de Joseph Bonaparte, hermano del emperador y futuro rey de España

Príncipes

Había tres tipos de títulos de príncipe:

§ los princes impériaux o príncipes imperiales: miembros de la familia del emperador

§ los princes souverains o príncipes soberanos: habían recibido un principado vasallo del Imperio,
  • Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, Príncipe de Bénévent
  • Louis-Alexandre Berthier, Príncipe de Neuchâtel – 1806
  • Jean-Baptiste Bernadotte, Príncipe de Pontecorvo – 1806-1810
  • Príncipe Achille Murat, Príncipe de Pontecorvo – 1812-1815
  • Jean Lannes, Príncipe de Sievers
  • Pauline Bonaparte, Princesa y Duquesa de Guastalla (solo por cuatro meses, de marzo a agosto de1806, antes de su cesión al reino de Italia)
  • El título de Príncipe de Venecia era honorífico, otorgado a Eugène de Beauharnais.
§ Los princes de victoire o príncipes de victoria: otorgados después de proezas en la guerra, tenían sólo un rol honorario que en la mayoría de los casos era una “promoción” a los titulares de ducados de victoria
  • Mariscal Davout, Príncipe de Eckmühl – 1809 – extinto 1853 – también duque de Auerstaedt.
  • Mariscal Berthier, Príncipe de Wagram – 1809 – extinto 1918 – (también duque de Valengin) por la batalla de Wagram – también como el título soberano de Príncipe de Neuchâtel.
  • Mariscal Masséna, Príncipe de Essling – 1810 – también duque de Rivoli
  • Mariscal Ney, Príncipe de la Moskowa – 1813 – extinto 1969 – (también duque de Elchingen) Bataille de la Moskowa es el nombre francés para la Batalla de Borodino.

Eugène, Príncipe de Venecia

Duques

Había tres tipos de títulos ducales:

§ Los duchés grands-fiefs o duques de grandes feudos: se hallaban fuera del territorio del imperio pero no tenían ningún derecho de soberanía
  • General Arrighi de Casanova, Duque de Padua – 1808- extinto 1888
  • Mariscal Bessières, Duque de Istria – 1809-extinto 1856
  • Jean Jacques Régis de Cambacérès, Duque de Parma – 1808 extinto 1824
  • General Caulaincourt, Duque de Vicenza – 1808-extinto 1896
  • General Clarke, Duque de Feltre – 1809, también Conde de Hunebourg
  • Joseph Fouché, Duque de Otranto – 1808-extinto 1824
  • General Duroc, Duque de Frioul – 1808-extinto 1829
  • Martin-Michel-Charles Gaudin, Duque de Gaeta – 1809- extinct 1841
  • Charles-François Lebrun, Duque de Piacenza – 1808-extinto 1927
  • Mariscal MacDonald, Duque de Taranto – 1809-extinto 1912
  • Hugues-Bernard Maret, Duque de Bassano – 1809-extinto 1906
  • Mariscal Moncey, Duque de Conegliano – 1808-extinto 1842
  • Mariscal Mortier, Duque de Treviso – 1808-extinto 1912
  • Jean-Baptiste Nompère de Champagny, Duque de Cadore – extinto 1893
  • Mariscal Oudinot, Duque de Reggio – 1810
  • General Savary, Duque de Rovigo – extinto 1872
  • Mariscal Soult, Duque de Dalmacia – 1808-extinto 1857
  • Mariscal Victor, Duque de Belluno – 1808-extinto 1853

§ Los titres de victoires o títulos de victoria, comparable con los títulos de príncipe de la misma categoría:
  • Mariscal Ney, Duque de Elchingen – 1808-extinto 1969 – también Príncipe de la Moskowa
  • Mariscal Lefebvre, Duque de Dantzig – 1807-extinto 1820 –(hoy Gdansk en Polonia)
  • Mariscal Junot, Duque de Abrantes – 1808-extinto 1859 (extendido en línea femenina en 1869, extinto 1985)
  • Mariscal Davout, Duque de Auerstaedt – 1808-extinto 1853, extendido a colaterales – también príncipe de Eckmühl
  • Mariscal Augereau, Duque de Castiglione – 1808-extinto 1915
  • Mariscal Lannes, Duque de Montebello – 1808
  • Mariscal Marmont, Duque de Raguse – 1808-extinto 1852 – (hoy Dubrovnik, en la costa de Croacia)
  • Mariscal Masséna, Duque de Rivoli – 1808 – también Príncipe de Essling
  • Mariscal Kellermann, Duque de Valmy – 1808-extinto 1868
  • Mariscal Suchet, Duque de Albufera – 1813.

§ Los títulos ordinarios, que iban antes del nombre.

Para que un título ducal fuese hereditario, era necesario que los titulares tuviesen al menos doscientos mil francos de ingresos anuales y que la tierra que generaba ese ingreso beneficiara al heredero en sistema del derecho de herencia por primogenitura (majorat). Estos títulos eran otorgados sólo a Mariscales del Imperio y a ciertos ministros.

General Jean-Andoche Junot, 1er Duque de Abrantés


Condes

El título ordinario de Conde siempre iba frente al nombre. Estaba sujeto a las mismas reglas que el título de duque pero con un ingreso de solo treinta mil francos. Todos los senadores, ministros y arzobispos eran condes. Entre 1808 y 1814, fueron creados 388 títulos.


Barones

El título de barón era comparable con el de conde, excepto que los ingresos mínimos debían ser de quince mil francos. Los alcaldes de las grandes ciudades y los obispos eran barones. Entre 1808 y 1814 se crearon 1090 títulos de barón.


Caballeros

El título de caballero también iba frente al nombre y tenían la obligación de obtener un ingreso de al menos tres mil francos. Un majorat en sus tierras generando el ingreso no era obligatorio.

Todos los Caballeros de la Légion d’honneur recibieron el título de Chevalier d’Empire pero debía haber tres generaciones sucesivas de caballeros para que el título se convirtiera en hereditario. Entre 1808 y 1814, fueron creados 1600 títulos.


La Cruz de la Legión de Honor

Los militares


Pero quizá fue el ejército la institución a través de la que el régimen confió en mayor medida conseguir la cohesión de las élites. La difusión de la noción de honor, entendida como servicio al estado, la impregnación de los valores militares en la enseñanza, el tratamiento privilegiado recibido por los militares, que gozaban tanto de preeminencias honoríficas (en detrimento de las autoridades civiles y eclesiásticas) como de privilegios materiales (sueldos más altos que los de los cargos civiles equivalentes, educación gratuita, exención parcial de impuestos) contribuyeron a realzar el prestigio social de la carrera militar y a acercar a ella a los hijos de los notables. Al contrario que en los tiempos de la revolución, cuando aproximadamente la mitad de los oficiales eran de extracción humilde y no disponían de rentas propias, entre los oficiales nombrados durante el Consulado y el Imperio predominaban los procedentes de las filas de los notables y tan sólo un tercio de ellos no tenían patrimonio.

La importancia de los valores militares, el tratamiento privilegiado de los miembros del ejército y el hecho de que el propio Napoleón fuese militar, han llevado a algunos historiadores a calificar de dictadura militar al régimen napoleónico. Si bien es indudable el carácter personal del gobierno de Bonaparte, y en este sentido es razonable considerarlo una dictadura, es discutible el carácter militar de un régimen encabezado por alguien de quien se dijo era "el más civil de los militares", y que no gobernó mayoritariamente a través de y en interés de los generales.


Primer distribución de medallas de la Legión de Honor