El padre José Apeles, en su encomiable libro “Historias de los Papas”, relata decenas de anécdotas chispeantes sobre los ocupantes de la Silla de Pedro, algunas de las cuales me atrevo a recoger aquí.
Una bocanada de aire fresco para Alejando VII
El Cardenal Fabio Chigi pertenecía a una rica e ilustre familia de banqueros sieneses, pero animado de una profunda y sincera religiosidad nunca había hecho prevalecer su rango y llevaba una vida más bien austera. Enviado como representante de la Santa Sede al Congreso de Paz de Münster –que pondría fin a la Guerra de los Treinta Años- hubo de asistir resignadamente a la derrota de la causa católica y a la consolidación de la ruptura religiosa de la Cristiandad. Su enfrentamiento con el Cardenal Mazarino, más preocupado por la gloria de Francia que por la de la Iglesia, de la cual era príncipe, le generó una gran antipatía al futuro ministro de Luis XIV que se la haría pesar de allí en más.
En el cónclave que siguió a la muerte de Inocencio X, Monseñor Chigi fue elegido como su sucesor, pese a un veto inicial pronunciado por Mazarino. Abrumado, el nuevo Papa quiso evitar la adoratio, pero los cardenales no lo permitieron y la ceremonia se llevó a cabo como era de rigor. Alejandro VII decidió sostener en su mano un crucifijo para expresar que el homenaje no era para sí sino para Aquel de quien era Vicario en la Tierra.
Alejandro VII
A acentuar su melancolía contribuyó el hecho de que Alejandro era de constitución enfermiza. Mandó a Bernini que le construyera un sarcófago y es fama que durmió en él muchas veces. También colocó una calavera en un lugar visible de su escritorio para acordarse de lo efímero y precario de la existencia mortal. Parece difícil entender cómo un hombre de carácter tan sombrío pudo ser el Pontífice del apogeo del barroco, arte de la exuberancia y la sensualidad por excelencia. Es que algo cambió la vida de Alejandro VII. La visita de una reina del Norte.
Cristina, hija del rey protestante Gustavo II Adolfo de Suecia, había heredado el trono de su padre en 1632. Habiendo recibido una educación masculina, se rodeó de los sabios de su época y los pensionó generosamente; hizo ir a Estocolmo al gran Descartes; respondió a sus inquietudes religiosas abrazando al catolicismo, aún a costa de su trono, pues Suecia era un reino oficialmente protestante. Su abjuración tuvo lugar en Innsbruck el 2 de noviembre de 1655.
Cristina en 1675
Algunos pusieron en duda la sinceridad de la conversión de Cristina, argumentando que en realidad quería deshacerse de una pesada corona que la obligaba a vivir en una corte poco brillante. Sin embargo, las costumbres libres de Cristina no cambiaron después de su abdicación. Pero el retorno al redil de aquella oveja perdida fue para Alejandro VII una gran alegría, por lo que preparó para ella un pomposo recibimiento en la Ciudad Eterna, donde la había invitado a residir.
Por encargo del Papa, Bernini remodeló la Puerta Flaminia que se abre sobre la Piazza del Popolo, dándole el carácter de arco triunfal y grabando una inscripción compuesta por el mismo Alejandro: Felici faustoque ingressui anno salutis MDCLV (“A la feliz y fausta entrada que tuvo lugar en el año de la salvación de 1655”). Por aquella época, los visitantes ilustres hacían su entrada solemne por este lugar y luego el cortejo discurría a lo largo de la Via Lata, hoy Vía del Corso. Cuando un viajero importante llegaba de incógnito no quedaba dispensado de hacer días más tarde el ingreso oficial. Éste fue el caso de la ex reina de Suecia, quien, después de dos días como huésped del Papa en el Belvedere del Vaticano, entró triunfalmente en suntuosa carroza el 23 de diciembre de 1655.
San Pedro en 1630
El día de Navidad Cristina tomó parte en las solemnidades de San Pedro y recibió la primera comunión de manos del Papa. Ese mismo día le fue impartida la confirmación, durante la cual añadió a su nombre el de Alejandra en honor de su padrino, el Sumo Pontífice. En el banquete que siguió, la princesa sueca desplegó sus encantos, mezcla de ingenuidad y desvergüenza, de juicio y despreocupación. El Papa, que por una tradición impuesta por su antecesor Urbano VIII comía solo en su mesa elevada sobre las demás, no quitaba la vista de esa criatura fascinante, que traía aires renovados sobre su severa corte. Todos advirtieron el cambio que experimentaba su expresión habitualmente mustia.
Instalada provisoriamente en el Palazzo Farnese por cortesía del Duque de Parma, Cristina Alejandra acabaría fijando su residencia en una antigua villa en la Lungara. Allí se construiría más tarde el Palazzo Corsini. Fue tanta la jovialidad que entró con ella en el Vaticano que un buen día Alejandro ordenó retirar de sus apartamentos el sarcófago y la calavera, señal de un saludable cambio de actitud del que Roma resultó beneficiada, pues durante este pontificado la Ciudad Eterna conoció su apoteosis.
Carrusel en el Palazzo Barberini en honor de Cristina de Suecia
Pío VII recibe a una madre prolífica
El pontificado de Pío VII, el Papa Chiaramonti, estuvo marcado por la actuación de Napoleón, verdadera águila imperial que hizo presa suya a toda Europa, sin respetar ni siquiera a los Estados de la Iglesia.
Sin embargo, el Gran Corso poseía un arraigado sentido de familia, producto de una herencia inequívocamente italiana, pese a ser el propulsor del nacionalismo francés. Cuando alcanzó el poder unió a su destino los de todos sus hermanos, sin olvidarse de ninguno. A José lo hizo sucesivamente rey de Nápoles y de España; a Luciano, príncipe de Canino; a Elisa, princesa consorte de Lucca y Piombino; a Luis lo casó con su hijastra Hortensia de Beauharnais y lo convirtió en rey de Holanda; a Paulina, la casó con el príncipe Camilo Borghese; a Carolina la dio por esposa al General Murat, primero Duque de Berg y de Clèves y luego rey de Nápoles; a Jerónimo, el menor, lo puso en el trono de Westfalia. Hasta el tío materno de todos ellos, Joseph Fesch, se benefició de la buena estrella de Napoleón, ya que, gracias a él, se convirtió en arzobispo de Lyon, primado de las Galias, y después en cardenal.
Tapicería con el águila y las abejas del escudo napoleónico
Orgullosa debió sentirse Donna Letizia Ramolino, matriarca del clan, al ver a todos sus vástagos bien colocados y recibiendo toda clase de honores. A ella, que en su viudez tuvo que sacarlos adelante a costa de inauditos sacrificios, se debió que permanecieran siempre juntos, lo que fue un consuelo en momentos de adversidad. Era una auténtica mamma italiana que en todo momento estuvo al lado de su hijo. En Francia se la conoció como Madame Mère, título cortesano muy adecuado para quien era el ángel tutelar de la nueva dinastía nacida de la Revolución: la de los napoleónidas.
Pasado el tiempo, después del destierro en Santa Elena, todos los Bonaparte cayeron en desgracia. La Restauración no quiso saber nada de ellos, mientras el Congreso de Viena se dedicaba a deshacer los estados creados por Napoleón para su familia. Donna Letizia, que ya contaba sesenta y cinco años, no sabía adónde ir. Su casa de Ajaccio, en la nativa Córcega, estaba abandonada, por lo que no podía obtener allí un asilo acorde con su dignidad. Sus hijos, ocupados por su propio porvenir, no se hicieron cargo. Francia nunca había acabado de gustar a la buena señora, que se sentía italiana en el fondo.
Letizia Ramolino, Madame Mère
De Italia, precisamente, le vino el auxilio. Pío VII había regresado a sus restaurados estados en 1814, tras la primera caída de Napoleón. En conmemoración de su liberación y de su entrada triunfal en Roma el 24 de mayo de ese año, instituyó la fiesta de María bajo la advocación de Auxilium christianorum (Auxiliadora de los cristianos). Era comprensible su regocijo por verse libre al fin de la amenaza del emperador, quien lo había humillado y hecho pasar un duro cautiverio, pero no le guardó rencor.
Conservó a su lado al cardenal Fesch, quien le habló de la situación de desamparo en que había quedado su medio hermana Letizia. El Santo Padre tuvo entonces el gesto de invitarla a Roma, donde viviría a expensas de la Cámara Apostólica. Donna Letizia aceptó, conmovida por la nobleza que demostraba el Papa Chiaramonti, quien era muy consciente de lo que significaba vivir en el destierro. Fue alojada en principio en el palazzo Corsini, en la Lungara, sobre la orilla derecha del Tíber, que no era extraño a los napoleónidas porque el cardenal Fesch vivió allí. De todos modos, la madre del ex emperador no pasó mucho tiempo en él, ya que se trasladó definitivamente al Palacio Aste, en Piazza Venecia, una edificación del siglo XVII acondicionada para ella.
Pío VII
Gracias a la generosidad de Pío VII (continuada por León XII, Pío VIII y Gregorio XVI), Donna Letizia pasó en aquel palazzo romano su vejez, apaciblemente y libre de cuidados materiales, turbada tan solo por las sucesivas muertes de sus hijos Elisa, Napoleón y Paulina, a quienes tuvo la pena de sobrevivir. En 1836 se extinguió la vida de esta verdadera Hécuba, madre prolífica de príncipes que acabaron siendo abatidos por la adversidad (aunque en varias ramas secundarias acabaron entrando en la realeza que los metamorfoseó en “pura sangres”). Donna Letizia contaba ochenta y seis años y era mirada por los romanos como una reliquia viviente de tiempos ya legendarios. Debido a su estancia allí, el Palacio Aste pasó a llamarse Palacio Bonaparte y se distingue fácilmente, en el comienzo de la Via del Corso, por su peculiar balcón cerrado pintado de verde, único en Roma.
Palazzo Bonaparte
El mal paso de la reina de España
Los Papas suelen recibir en audiencia a Jefes de Estado de diferentes credos, con quienes usan la tradicional cortesía vaticana que tanto les impresiona. Pero cuando los visitantes de Estado son católicos no se trata solo de una relación de poder a poder, sino que, como hijos de la Iglesia, tienen un trato más próximo.
En relación con España, una nación históricamente católica, el Vaticano y el Santo Padre siempre han recibido a sus soberanos con especiales muestras de deferencia.
Isabel II, reina de España
Isabel II de Borbón, por ejemplo, pese a su temperamento sensual y larga vida de desenfado erótico, hacía honor a su título de Majestad Católica. Su entorno y ciertas acciones políticas no estuvieron exentos de la presencia de la religión. Pío IX, conocedor de los desórdenes amorosos de Isabel, manifestó siempre una paternal benevolencia y comprensión hacia esa víctima de los hombres y las circunstancias. Fue padrino del príncipe de Asturias, el futuro Alfonso XII, y mantuvo una postura prudente en la delicada cuestión dinástica. Aunque la causa carlista, católica y antiliberal, era afín a sus sentimientos, prefirió evitar tomar partido para no destruir el precario equilibrio de la monarquía española. Y el 12 de febrero de 1868, como señal de buena voluntad, concedió la Rosa de Oro a Isabel II.
En 1873, exiliada la reina de España en Francia y prisionero el Papa en el Vaticano, los carlistas encendieron nuevamente en la proclamada República federal la mecha de la guerra. Como el clero español se mantuvo alerta pero en una posición políticamente neutral, el sector más reaccionario del tradicionalismo lo acusó de liberal, lo que hizo recelar a Pío IX. Entonces, por consejo del obispo Claret, Isabel II decidió partir a Roma para contrarrestar dichos rumores.
Pío IX
El Pontífice, que en el pasado se había mostrado bien dispuesto hacia esa hija descarriada, ahora se mostraba más reticente a recibirla, máxime cuando, lejos de corregir sus costumbres, la reina escandalizaba a la sociedad francesa. El entorno papal desaconsejaba la audiencia pero, al fin, el Santo Padre se resignó y decidiendo mostrarse grave y adusto aceptó recibirla para evitar desairar a una soberana católica.
Llegado el día previsto se presentó Isabel II en el Palacio Apostólico. El ceremonial vaticano imponía una triple genuflexión antes de inclinarse a besar el pie del Sumo Pontífice, quien aguardaba sentado en su trono al fondo de la Sala Clementina. Era un acto llamado adoratio, el beso al augusto pie del Papa que no era, sin embargo, un gesto que se prodigara.
La Sala Clementina, hoy
El visitante debía hincar la rodilla al entrar, al llegar a la mitad del trayecto y al pie del trono papal. Cuando la ex reina entró en la sala, asaltó a todos un involuntario sentimiento de sorpresa. Su corpulencia, unida a las blancas vestiduras y a la rica mantilla de encaje, la hacían parecer imponente. Ejecutó con notable dificultad –debido a su peso y a la larga cola de su vestido- las dos primeras genuflexiones. Al realizar la tercera, no pudo incorporarse bien y su pie se enredó en los bajos del vestido, haciendo que cayera pesadamente en el suelo con toda su humanidad.
Los camareros del Papa se apresuraron a ayudarla, pero la soberana se alzó sola con un gesto de gran desenfado que cautivó al Santo Padre y le hizo abandonar su gesto severo. Entonces, dirigiéndose a un cardenal cercano, le comentó en voz baja: “Puttana, ma brava!”. Y la audiencia transcurrió finalmente en un ambiente distendido y cordial… gracias al mal paso de la reina Borbón.
La Reina de España
Las perlas de doña Victoria Eugenia
Un incidente bastante peculiar ocurrió cuando Alfonso XIII y su consorte, Victoria Eugenia de Battenberg, acudieron a la solemne audiencia concedida por Pío XI el 20 de noviembre de 1923.
En mayo de aquel año, en el curso de una ceremonia que tuvo lugar en la Capilla del Palacio de Oriente, Doña Victoria Eugenia había recibido la Rosa de Oro de manos del nuncio. El Papa le había otorgado esta distinción –llevada a Madrid por el Marqués Sacchetti, Correo Mayor de los Palacios Apostólicos-, en reconocimiento a los méritos insignes que la reina había contraído al servicio de la Iglesia. La consorte de Alfonso XIII, pese a haber nacido princesa anglicana, se había tomado tan en serio su conversión que en todo momento hizo honor a su condición de soberana católica.
Victoria Eugenia, “Ena”, con sus célebres joyas y su mantilla blanca
Especialmente significativa fue su presencia en el acto de consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús que hizo el rey en 1919 y que le costaría la corona. Así que, uno de los principales motivos del viaje a Italia que emprendieron los reyes en 1923 fue precisamente agradecer al Santo Padre el homenaje brindado a Doña Victoria Eugenia.
La recepción de los monarcas españoles en la Corte vaticana revistió una esplendidez memorable. Pío XI recibió a sus augustos visitantes en la Sala del Consistorio, con capa pluvial y tocado con la tiara. Sendos tronos destinados a los reyes se habían dispuesto a ambos lados del solio papal. Alfonso XIII hizo su entrada vestido con uniforme de gran gala y, tras realizar las tres reverencias rituales y besar devotamente el pie del Sumo Pontífice, fue hecho levantar por éste y abrazado efusivamente.
El Rey y la Reina de España, con su séquito, el día de la audiencia pontifical
A continuación entró en la sala la reina, ataviada con un traje blanco provisto de larga cola y todo él recubierto de pequeñas perlas azul marino, lo que ofrecía una magnífica visión iridiscente. Doña Victoria Eugenia realizó, a su vez, las genuflexiones de rigor y subió las gradas del solio papal para besar el pie de Su Santidad.
Debido al considerable peso del vestido la operación resultó difícil, pero lo fue aún más el incorporarse, pues hubo de apoyarse con la mano. En este movimiento enganchó el hilo que sujetaba las perlas y lo rompió, rodando todas por el piso de la Sala del Consistorio. Los guardias nobles de servicio se abalanzaron sobre las perlas y el propio maestro de cámara del Papa se inclinó para recoger algunas. Pero lejos de ser devueltas a su dueña, quedaron en poder de los diligentes servidores, que pidieron conservarlas como recuerdo.
Pío XI
La audiencia continuó sin ningún otro inconveniente, pero fue la última muestra de esplendor del reinado de Alfonso XIII antes de la crisis que le haría perder el trono.
Fidelissimus, una excelente entrada como todas las suyas. Me ha gustado, sobre todo, la anecdota de Isabel II y la de la Mamma Bonaparte. Le sigo aunque no siempre comente.
ResponderEliminarSaludos.
Mi estimado Carolus:
ResponderEliminarEs una gran satisfacción cumplir con las expectativas de mis incondicionales.
Cordial saludo
Princeps Gustavo, magníficas anecdotas nos trae hoy.
ResponderEliminarLe seguía en silencio, mas el hecho de que mencione a Isabel II, hizo que abra la boca, vea mi blog y sabrá de que hablo.
Saludos.
Majestad:
ResponderEliminarEntiendo ahora lo que quiere decir. Cuántos habrán estado en su misma situación?
Mis respetos
Felicidades por este gran articulo como siempre, es usted un verdadero conocedor de la historia y siempre es un placer leerlo, esta entrada en particular me ha gustado mucho por la referencia a mamma Bonaparte y sobretodo por la frase de Su santidad en relación a Isabel II... sin palabras
ResponderEliminarMuchas gracias, Monsieur Louis Cesar, me gratifican sus cordiales palabras.
ResponderEliminarMis respetos