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martes, 29 de marzo de 2011

Las residencias de la nobleza: palacios urbanos

A finales de siglo XVIII tuvo lugar en Madrid un cambio en la estructura residencial de la nobleza. Aunque siguieron en ellos los nuevos gustos de la monarquía borbónica que comenzó su reinado levantando el Palacio Real en el lugar donde se había erigido el antiguo Alcázar.


Hasta entonces los nobles de la capital española habían ocupado viejos caserones de presencia exterior más bien austera, que no correspondía con el magnífico lujo del interior, sus vajillas de plata, sus colecciones de cuadros y objects d’art. La construcción de nuevas casas no se había llevado a cabo, porque dentro del casco urbano no existía el espacio suficiente, ni las condiciones urbanísticas apropiadas, ya que predominaban las calles estrechas y laberínticas.


El antiguo palacio de Uceda, luego de Medinaceli, junto a la plaza de Colón, entre el Paseo de Recoletos y la calle de Génova.


Por eso cuando comenzó a llegar el gusto francés por los palacetes elaborados y grandes jardines, no quedó más remedio que buscar grandes solares en la periferia de la ciudad, que permitieran desarrollar el tipo de vivienda que la aristocracia demandaba. Se concentraron principalmente en la zona oriental y occidental, coincidiendo con la vecindad del Palacio Real y el del Buen Retiro. Los palacios de Liria, Buenavista, Villahermosa y Osuna son buenos ejemplos de ello. Pero también se buscaron lugares cercanos a monasterios y conventos prestigiosos (San Andrés), o a las rutas oficiales por donde pasaban los reyes en sus desplazamientos.


Hubo tres momentos a lo largo del siglo XIX, que podrían indicarnos la relación entre la construcción de palacios y la clase social que los ocupaba. El primero se dio en la primera mitad del siglo XIX, entre 1800 y 1840, en el que la construcción de palacios estuvo protagonizada por la nobleza de cuna; el segundo en los decenios centrales del siglo, coincidiendo con el reinado de Isabel II, entre 1840 y 1868, en el que la aristocracia de nueva creación adquirió un creciente protagonismo, ejemplificado en la construcción del palacio del marqués de Salamanca; y el tercero coincidiría con la Restauración borbónica, entre 1875 y 1900, representado por la alta burguesía ennoblecida, un ejemplo claro es el palacio de Linares . A la vez estos tres periodos se corresponderían con la secuencia de construcción Palacio-Palacete-Hotel.


Aires de palacio real: el Palacio de Liria, actual residencia de los Alba en la Calle de la Princesa


De los grandes palacios concebidos al modo tradicional y habitados por la antigua nobleza, estaban el de Villafranca, el de la Alameda de Osuna o el de Liria, junto a la Puerta de San Bernardo en el límite de la ciudad. Propios de la nobleza surgida gracias al dinero, los del marqués de Salamanca en Recoletos y el de Gaviria, ambos de influencia italiana. Poco más tarde, de influencia francesa, destacó el palacio del duque de Uceda en la plaza de Colón, o el de Portugalete en la calle Alcalá.


Una vez hecho realidad el proyecto del ensanche, la nobleza pasó a contar con un barrio residencial propio donde estaba agrupada. Hasta entonces sus palacios habían estado más o menos dispersos por la ciudad. Y fue sobre este nuevo barrio donde el marqués de Salamanca proyectó la construcción de unos hoteles para la clase alta, que serían los antecedentes de las viviendas unifamiliares de la Ciudad Lineal y de la Ciudad Jardín.


El escudo familiar en el frontón del Palacio de Linares


Los palacios del XIX, a diferencia de los anteriores, mezclaba el lujo tanto interior como exterior. Las fachadas solían ser de ladrillo y piedra, formando con ello una combinación bicromática. En ellas se podían contemplar elegantes frisos, cornisas y portadas en las que se encajaban los escudos familiares. Avanzado el siglo, fueron apareciendo los balcones. Además, rodeaban el edificio enormes jardines con fuentes y pequeños estanques, limitados con formidables cerramientos que incluían monumentales puertas de entrada.


El interior de la residencia se dividía en tres plantas –que fueron aumentando con el tiempo- comunicadas por una suntuosa escalera principal: la planta baja donde se situaba la cocina, las caballerizas, las cocheras, y otros servicios, la planta principal, en la que se encontraban los salones donde se celebraban los actos sociales y las alcobas de los distintos miembros de la familia, alrededor de las cuales había antecámaras y gabinetes; el segundo piso, donde estaban los cuartos de criados. La división espacial que se creaba en el interior de estas lujosas casas, daba lugar a la aparición de microsociedades dentro de los palacios.


Los visitantes al Palacio de Liria ascienden una monumental escalera bajo cúpula, diseñada por Sir Edward Luytens durante una restauración a principios del siglo XX.


El lujo interior se reflejaba en espejos, pisos de mármol, tapices gigantescos, alfombras, cortinados dobles, papeles pintados en las paredes, frescos en los techos, vastas colecciones de pinturas, elaboradas lámparas de cristal, grandes ventanas que daban a los jardines, decoraciones al gusto mudéjar, grandes bibliotecas… Eso sí, sin perder nunca el estilo de vista francés que estaba en boga.


Escenarios de la vida social


La nobleza de viejo cuño sufría una crisis desde finales del siglo XVIII, especialmente, en el tránsito del Antiguo Régimen al Régimen Liberal. Crisis que tuvo que afrontar de diferentes modos. En este sentido, las pautas de comportamiento de la vieja nobleza iban a jugar un papel muy importante como manera de reafirmar su poder e influencia. Pero estas pautas no sólo venían determinadas por un sentimiento de amenaza respecto a su posición, sino que iban a dar una impronta propia a dicho grupo social a la vez que iban a servir de "modelo" a la nueva nobleza. Desde este punto de vista, la vida de sociedad tuvo una gran importancia como forma de mantener las viejas formas y perpetuar los complicados ceremoniales nobiliarios.


Despliegue de tapices en el salón comedor del palacio del Marqués de Manzanedo


Si bien a finales del siglo XIX -y hasta 1930 aproximadamente-, la mayor parte de la nobleza continuaba presente en la capital, la mayoría había perdido parte del poder político y económico, que en esos momentos tenía que compartir con la alta burguesía. Sin embargo, como respuesta a esa pérdida de poder, seguía monopolizando el poder social multiplicando fiestas y eventos. En aquella época, la principal dedicación de la nobleza era el ocio: las visitas, el paseo por Atocha y Recoletos, las fiestas palaciegas, las veladas de ópera en el Teatro Real. Aunque es verdad que, aunque a mediados del siglo XIX se produce un resurgir de los salones llevados por las aristócratas de cuño, su decadencia en relación al siglo XVIII es un hecho.


De esta manera, si bien la nobleza permitió el acceso a su ámbito de otros sectores sociales, dígase alta burguesía, lo hizo de una manera muy controlada y vigilada, es decir, que en cierto modo, puso resistencia a verse del todo sustituida por la nueva clase emergente. Así, incluso arruinada, hizo unos esfuerzos y sacrificios económicos con tal de mantener sus estatus social, no renunciando a su viejo modo de vida opulento y ostentoso.


Grupo de invitados a un baile de disfraces en el Palacio de Fernán Núñez


Dentro de los ámbitos de sociabilidad de la nobleza de Madrid, el salón fue considerado como el primer escenario de representación social y de la propia fusión con la alta burguesía, ya que ésta intentaba penetrar en los círculos aristocráticos y conseguir el ansiado ennoblecimiento, ya sea por favor o por medio del matrimonio. A este respecto, el salón fue un espacio de sociabilidad clave, ya que en él, además de albergar intrigas políticas o económicas, también sería escenario de intrigas amorosas. En estos momentos la estrategia matrimonial del grupo nobiliario consistía en maniobras a largo plazo, de fusiones con segundones, con la consiguiente creación de ramas familiares secundarias, buscando la consolidación de dicho grupo social. De ahí, que en definitiva, los salones dieron cobijo a la clase dirigente por excelencia, una clase que era producto de la fusión señalada.


La importancia de los salones y los bailes que en ellos se dieron, serán de capital importancia para la nueva nobleza porque le permitirá introducirse en el mundo aristocrático, en tanto en cuanto, ésta adoptó los usos y costumbres de la vieja aristocracia de sangre. Así, por ejemplo, los viejos palacios de la nobleza con un piso bajo de grandes ventanas enrejadas y otro piso alto, muy suntuosos por dentro y adornados con tapices y cuadros de gran valor, fueron sustituidos por los palacios burgueses, que trasladaron esa suntuosidad al exterior.


La elegante fachada del palacio de la Condesa de la Vega del Pozo


En cuanto a los bailes, algunos de ellos fueron celebrados en Palacio por la propia reina, Isabel II. Otros tuvieron lugar en los palacios de la alta aristocracia. Se trataba de unos bailes a los que podían asistir hasta cuatrocientas personas y su frecuencia era, si no diaria, al menos semanal. Según Azaña, en el invierno de 1849 a 1850, se dieron en las casas de la nobleza doscientos cincuenta bailes sin contar los de Palacio. Esto tenía lugar en un momento en que se reanudaba la vida de sociedad y llegaba la epidemia "que llaman pasión de riquezas, fiebre de lujo y de comodidades" que afectaba, sobre todo, a la nueva grandeza del comercio y del préstamo.


A este respecto, Guillermo de Cortázar ha señalado dos etapas en el comportamiento de la élite madrileña: la primera, que iría desde 1875 hasta el reinado de Alfonso XIII, caracterizada por la plena vigencia de los salones aristocráticos, la segunda desde 1914 a 1918, en la que tendría lugar la decadencia de estos salones y de una mayor aplicación y apertura de la élite. Así mismo tendría lugar un cambio en el espacio físico y urbano de Madrid, de tal manera que la construcción de los hoteles Ritz (1905) y Palace (1912) con sus respectivos salones, iban a permitir que esta élite se reuniera en ellos, a diferencia de la cerrada "vida de sociedad" de la época de la Regencia o del reinado de Alfonso XII.


El luminoso tocador de la Marquesa de Cerralbo, la Salita Imperio, que, al encontrarse junto al comedor de gala, servía para que las damas descansaran o se acicalaran después del almuerzo o la cena.



Pero volviendo al mundo de la vida social, cabe decir que asistía lo más granado de la juventud aristocrática, incluidos militares y oficiales de la Guardia. El cuerpo diplomático también estaba invitado y algunos embajadores como los de Rusia, Francia, Austria y Nápoles, incluso daban fiestas en sus propias residencias. Fernández de Córdova señala que hacia 1825, todos los domingos la duquesa de Osuna, condesa de Benavente, recibía "a la sociedad más selecta y escogida. Su base era el Cuerpo Diplomático extranjero y su propia familia". "La duquesa de la Roca era una señora de la primera Grandeza de España, daba los viernes bailes a donde era muy afortunado tener el privilegio de ir, pues escogía entre la juventud los más distinguidos". "Los sábados abrían los salones de la señora de Vallarino".


Otras señoras que cita son, por ejemplo, la duquesa de Benavente, la marquesa de Santa Cruz, la marquesa de Alcañices ("sin rival en la Corte"), Fernanda de Santa Cruz, condesa de Corres, la marquesa de Miraflores, la de Montelo, la condesa de Vilches (que solía acudir a la casa del conde de Ezpeleta), la duquesa de Castro Enriquez, etc. Es decir, que "las damas eran el principal ornamento de aquella sociedad".


Inés Francisca de Silva-Bazán y Téllez Girón, marquesa de Alcañices y duquesa de Alburquerque.


Pero quizás lo más destacado de estas reuniones eran el lujo y la suntuosidad que las presidían. Las señoras llevaban sus joyas más suntuosas y se ponían sus más elegantes vestidos. Fernández de Córdova recuerda en sus memorias a la condesa de Cervellón, "que apenas podía soportar el peso de los diamantes en su preciosa cabeza y sobre su elegante traje" y a la Infanta doña Luisa Carlota "radiante de hermosura y de riquísimas joyas, siendo las únicas que pudieron rivalizar en tal conjunto con la Princesa de Pastrana" (refiriéndose a la anfitriona de una fiesta celebrada los jueves en la embajada de Nápoles). En ellas incluso se daban conciertos a los que acudían los más importantes cantantes de ópera y artistas del momento y es que la nobleza tenía especial predilección por el mundo operístico, especialmente por la ópera italiana.


El suntuoso salón de baile del Palacio Cerralbo


sábado, 19 de marzo de 2011

La Casa de Medinaceli


La Casa de Medinaceli es originaria de la Corona de Castilla y proviene del Condado de Medinaceli, título hereditario que Enrique II concedió a Bernardo de Bearne, hijo bastardo del Conde de Foix, y esposo de Isabel de la Cerda Pérez de Guzmán, bisnieta de Fernando de la Cerda, Infante de Castilla. Su nombre se refiere al municipio castellano de Medinaceli, en la provincia de Soria.

La reina Isabel la Católica elevó el condado a Ducado en 1479 en la persona de Luis de la Cerda y de la Vega, V Conde de Medinaceli y en el año 1520 el rey Carlos I incorpora al título la distinción de Grandeza de España. El ducado permaneció en la Casa de la Cerda hasta que recayó en la Casa de Aguilar-Priego, donde perdura. Su actual cabeza es Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, XVIII Duquesa de Medinaceli. Tradicionalmente el heredero de la Casa de Medinaceli ha llevado el Marquesado de Cogolludo.


Historia

La Casa de la Cerda tiene su origen en los Infantes de la Cerda, hijos de Fernando de la Cerda, Infante de Castilla, primogénito del rey Alfonso X el Sabio, que murió antes que su padre. El segundogénito de Alfonso X, Sancho, usurpó el trono originando el pleito de La Cerda.

Tras la Primera Guerra Civil Castellana, en la segunda mitad del siglo XIV, el único miembro del linaje que sobrevivió es Isabel de la Cerda Pérez de Guzmán. Como recompensa por los servicios prestados al rey Enrique II de Castilla, Bernardo de Foix, hijo bastardo del Conde de Foix, que vino a España a luchar en la reconquista de Granada, le fue concedido en 1368 el Condado de Medinaceli y se casó en 1370 con Isabel de la Cerda, Señora de El Puerto de Santa María, bisnieta del Infante Fernando de la Cerda y nieta de Guzmán el Bueno, fundador de la Casa de Medina-Sidonia, quien se tituló Condesa de Medinaceli por derecho propio. A partir de su nieto Luis de la Cerda, III Conde, sus descendientes empezaron a utilizar exclusivamente el apellido y las armas de Isabel de la Cerda, dada la preponderancia de su linaje. Desde 1479 el Condado pasó a ser Ducado.


Ana María Fernández de Henestrosa y Gayoso de los Cobos, hija del VIII Conde de Moriana del Río y de la XV Marquesa de Camarasa, consorte del XVII Duque de Medinaceli (retratada en el Palacio Medinaceli de la Plaza Colón de Madrid)


Los Duques de Medinaceli poseían un privilegio único por el cual frente a su escudo no se podía oponer otro. Ésta es la razón por la que el palacio de los duques de Villahermosa en Madrid (actual Museo Thyssen-Bornemisza) tiene la fachada a la calle Zorrilla y no a la Carrera de San Jerónimo, que era donde tenía su residencia la familia Medinaceli hasta 1910, año en que se demolió para la construcción del Hotel Palace.


Casas nobiliarias incorporadas

La Casa de Medinaceli se fue convirtiendo con el paso del tiempo en una de las más importantes familias españolas, sobre todo tras heredar la Casa de Cardona.

A lo largo de su historia varias casas nobiliarias han ido incorporándose a ella. En 1625, la Casa de Alcalá de la Alameda, del linaje Portocarrero, por el matrimonio de Juan Luis de la Cerda, VII Duque de Medinaceli, con Ana María Luisa Enríquez de Ribera Portocarrero y Cárdenas, III Marquesa de Alcalá de la Alameda.


Doña Antonia de Toledo Dávila y Colonna (1591-1625), consorte de Don Juan de La Cerda y Aragón, VI Duque de Medinaceli.


En 1639 Ana María Luisa Enríquez de Ribera, esposa del VII Duque de Medinaceli, heredó los títulos y estados de la Casa de Alcalá de los Gazules de su prima hermana María Enríquez de Ribera, IV Duquesa de Alcalá de los Gazules y muerta sin descendencia.

En 1676 se incorporó la Casa de Segorbe por el matrimonio de Catalina Antonia de Aragón, IX Duquesa de Segorbe con Juan Francisco de la Cerda, VIII Duque de Medinaceli. En 1711, la Casa de Priego, cuando Nicolás Fernández de Córdoba y de la Cerda, IX Marqués de Priego y VII Marqués de Montalbán, sucedió a su tío materno Luis Francisco de la Cerda y Aragón, IX Duque de Medinaceli, muerto sin descendencia. Asimismo se incorporó la Casa de Feria, del linaje Figueroa, que ya se había unido a la de Priego en 1634. En 1739 fue la Casa de Aytona, de Luis Antonio Fernández de Córdoba y Spínola, futuro XI Duque de Medinaceli, al casarse con María Teresa de Moncada y Benavides, futura VII Marquesa de Aytona.


Don Luis-Francisco de La Cerda y Aragón Folch de Cardona, 9º Duque de Medinaceli (1654-1711)


En 1789 se incorporó la Casa de Santisteban del Puerto, por el matrimonio Luis María Fernández de Córdoba y Gonzaga, futuro XIII Duque de Medinaceli, con Joaquina María de Benavides y Pacheco, futura III Duquesa de Santisteban del Puerto. En 1931, la Casa de Denia y Tarifa cuando, al morir sin sucesión Carlos María Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas, II Duque de Denia y de Tarifa, le sucedió su sobrino Luis Jesús Fernández de Córdoba y Salabert, XVII Duque de Medinaceli. En 1936, las Casas de Ciudad Real y la de la Torrecilla al suceder Luis Jesús Fernández de Córdoba y Salabert, XVII Duque de Medinaceli, a su madre Casilda Remigia de Salabert y Arteaga, XI Duquesa de Ciudad Real, IX Marquesa de la Torrecilla, quien, ya viuda del XVI Duque de Medinaceli, la había heredado de su hermano en 1925.

Finalmente, en 1948, se incorporó la Casa de Camarasa cuando, a la muerte sin sucesión de Ignacio Fernández de Henestrosa y Gayoso de los Cobos, XVI Marqués de Camarasa, la heredó su sobrina, Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa, XVIII Duquesa de Medinaceli.


La 18ª Duquesa de Medinaceli en su niñez (retrato de Álvarez de Sotomayor)


Su patrimonio

En su patrimonio se cuentan algunas de las propiedades histórico-artísticas más importantes de España. En Sevilla se encuentra la Casa de Pilatos, construida por la Casa de Alcalá, el Hospital Tavera en Toledo —donde se encuentra enterrada la mayoría de la familia— y en Galicia poseen el Pazo de Oca, seguramente el pazo más renombrado de Galicia.

La Casa de Medinaceli conserva un extraordinario conjunto artístico y documental, gestionado por una fundación. Seguramente su sección más conocida y valiosa es la colección de pinturas y esculturas, repartida por varios edificios de su propiedad. Entre los artistas representados, se hallan El Greco (con más de cinco obras, entre ellas una rara escultura, Cristo resucitado), Antonio Moro, Pieter Coecke, Alonso de Berruguete, Sebastiano del Piombo (la famosa Piedad de Úbeda, actualmente en préstamo en el Museo del Prado), Il Sodoma, Gaspar de Crayer, Luis Tristán, José de Ribera, Zurbarán, Juan Carreño de Miranda, Goya, Salvatore Rosa, Luca Giordano, Giuseppe Recco, Mariano Fortuny, etc.


Casa de Pilatos (Sevilla): el Jardín Grande


Esta Casa siempre fue una de las primeras en cuanto a posesiones agrarias. Cuando después del golpe militar de José Sanjurjo en 1932 la Segunda República tasó los bienes de los Grandes de España, Luis Jesús Fernández de Córdoba, XVII duque de Medinaceli, lideraba la lista con 74.146 hectáreas. Sus dos propiedades más famosas eran La Almoraima, en Castellar de la Frontera (que rondaba las 17.000 hectáreas), y La Alameda, en el término de Santisteban del Puerto (alrededor de 13.000 hectáreas). Los actuales duques ya no son grandes propietarios, como resultado de las ventas masivas a lo largo de los años 1970 y 1980.

Los Duques

1479-1501 Luis de la Cerda y de la Vega
1501-1544 Juan de la Cerda y Bique
1552-1575 Gastón de la Cerda y Portugal
1552-1575 Juan de la Cerda y Silva
1575-1594 Juan de la Cerda y Portugal
1594-1607 Juan de la Cerda y Aragón
1607-1671 Antonio de la Cerda y Dávila
1671-1691 Juan Francisco de la Cerda y Enríquez de Ribera
1691-1711 Luis Francisco de la Cerda y Aragón
1711-1739 Nicolás Fernández de Córdoba y de la Cerda
1739-1768 Luis Fernández de Córdoba y Spínola
1768-1789 Pedro de Alcántara Fernández de Córdoba y Montcada
1789-1806 Luis Fernández de Córdoba y Gonzaga
1806-1840 Luis Fernández de Córdoba y Benavides
1840-1873 Luis Fernández de Córdoba y Ponce de León
1873-1879 Luis Fernández de Córdoba y Pérez de Barradas
1880-1956 Luis Fernández de Córdoba y Salabert
1956-Presente Victoria Eugenia Fernández de Córdoba y Fernández de Henestrosa

Láurea que domina el piso principal del Palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo, Guadalajara. En su interior, dos querubines sujetan el escudo de la familia de la Cerda. Es un escudo cuartelado: los cuarteles primero y cuarto llevan las armas de Castilla y de León que llegaron a la familia por Fernando de la Cerda, hijo primogénito de Alfonso X a la sazón rey de Castilla y de León. Los cuarteles segundo y tercero llevan cada uno tres flores de lis que fueron aportados por Blanca de Francia, hija del rey Luis IX, esposa de Fernando de la Cerda.



viernes, 11 de marzo de 2011

"Sevilla tiene un sabor especial"


La condesa de Romanones (nacida Aline Griffith), escribió estas vívidas estampas del entorno de los Alba en su libro “Sangre azul”. Me permití realizar estos extractos, ya que son un inmejorable y cálido registro de la visita de una noble española a Sevilla durante las fiestas típicas de la Feria de Abril.

Sevilla, 1966

“Llegamos a Las Dueñas. Con su habitual sonrisa de bienvenida, Juan, el guarda, abrió la enorme verja doble. Nuestro coche avanzó por el sendero de arena, flanqueado por hileras de naranjos en flor, en dirección al bello palacio del siglo XV de estilo arábigo. La fachada y los balcones estaban cubiertos de buganvillas de un intenso color rojo. A un lado, frente a los establos, aguardaban dos carrozas, un landó y una calesa. Los caballos, perfectamente emparejados, pura sangre cartujanos, estaban adornados con borlas y cintas de seda. Los cocheros vestían trajes de la época de Goya. Tanto la carroza como los caballos de los Alba lucían los colores de la familia, azul y amarillo. Al mirar el otro carruaje, cuyos colores eran azul y blanco, me di cuenta que había venido un antiguo conocido: Tomás Terry. Los invitados traían a veces sus propias doncellas o ayudas de cámara, pero Tomás había llegado con su propia carroza y su cochero.


El encanto del viejo palacio empezaba a ejercer su influjo sobre mí. Salí del coche, ansiosa por volver a ver el hermoso patio central, con sus altas y esbeltas columnas y las majestuosas arcadas. Al pasar bajo el arco de entrada me quedé embelesada, disfrutando de su perfecta simetría, de los exquisitos artesonados y, en la tranquilidad que se respiraba, del caprichoso y mágico rumor del correr del agua y del canto de los pájaros. Las palmeras, rectas y delgadas, destacaban por encima del balcón de piedra esculpido con filigranas, de donde se alzaba un surtidor de gran colorido formado por claveles rojos, buganvillas rosadas y rosas rojas que se elevaba hasta alcanzar el cielo. A mi alrededor las plantas verdes y los primorosos lirios inundaban el jardín del patio. La antigua fuente proyectaba hacia lo alto delgados chorros de agua que centelleaban al sol y creaban una sutil melodía al caer.

(…)

Al cabo de unos minutos, me obligué a abandonar ese paisaje hipnotizador y me dirigí hacia una escalera lateral que conducía a las habitaciones de los invitados, en el segundo piso. Al oír el sonido de mis tacones en el viejo suelo de baldosas, pensé en su historia. Hacía casi quinientos años, a su regreso del Nuevo Mundo tras la conquista de México, Hernán Cortés había subido aquellas escaleras cuando visitó ese palacio para ver a su hija. Mucho después, y en repetidas ocasiones, la emperatriz Eugenia de Francia, de origen español, había ascendido por aquellos peldaños cuando iba a ver a su hermana, la duquesa de Alba.

Sabía que Juan, el portero, habría avisado a Cayetana de mi llegada y que ella me buscaría a su debido tiempo, de modo que fui directamente a mi dormitorio. Mi ropa ya estaba colgada en el anticuado armario y las botas y las zahonas habían sido lustradas y reposaban junto al sofá que había a los pies de la cama con dosel. Desde el balcón abierto miré hacia el jardín repleto de flores y aspiré la fragancia del azahar. La vida podría ser maravillosa si…

(…)

- ¡Aaaandaaaa! – Del jardín que se extendía al pie de mi ventana llegó la voz gutural de un cochero y el restallido de un látigo.




Me precipité hacia el balcón. La rubia y encantadora Cayetana, radiante con la peineta y la amarillenta mantilla de encaje, estaba en la carroza lista para ir a los toros con dos de sus cinco hijos. Me llamó, al tiempo que se colocaba una mano a modo de visera para protegerse los ojos del sol.
- Temía que no fueras a llegar a tiempo para la corrida. El coche de Tomás saldrá dentro de unos minutos. Vístete rápido para que no tengan que esperarte. Tienes asiento de barrera y la señora Kennedy no llegará hasta más tarde.

Las palabras de Cayetana me devolvieron a la realidad. (…) Mientras me vestía a toda prisa para no llegar tarde a los toros, pensé en la anfitriona, una duquesa de Alba que probablemente sería más célebre que su antepasada, la otra Cayetana pintada por Goya. Mi amiga tenía una tupida melena, larga y sedosa, del color de la miel, una piel dorada, la nariz algo respingona, unos cálidos ojos pardos, una figura esbelta y un carácter a la vez tímido y valiente, a veces temerario. Bailaba flamenco mejor que las gitanas profesionales, era un ama de casa experimentada, experta en bellas artes, aficionada a los toros, una duquesa que mantenía las costumbres y tradiciones españolas y que comprendía y amaba a su pueblo. Su marido era alto, moreno, muy atractivo y elegante. Con sus cinco hijos varones y su hija recién nacida, constituían una familia impresionante.

Me coloqué una peineta en el moño y la sujeté con pinzas para que no se moviera. Además me envolví la cabeza con una larga mantilla negra de encaje que me llegaba a las rodillas y empleé una horquilla para engancharla al pelo por delante de la peineta, de modo que el encaje cubriera el peinado con unos pliegues convenientemente distribuidos. Con un alfiler sujeté la mantilla a los hombros del vestido. Aquello descargaba la coronilla del peso del tocado y hacía más fácil volver la cabeza a los lados sin derribar la peineta. A continuación cogí un broche de diamantes, con el que trabé varios pliegues en la parte posterior de la peineta, ya colocada. Aquello también me daba un aspecto brillante vista por detrás. Tomé tres claveles rojos de la cómoda y me los sujeté sobre la oreja izquierda. Cuando me levanté, el color rojo de mi vestido realzaba el primoroso diseño de las flores del encaje, que además enmarcaba mi rostro. Los claveles rojos contrastaban con la mantilla negra y con mi cabello, también oscuro. El efecto era exótico y gracioso. Casi sin aliento, me precipité escaleras abajo preparada para el paseo en la hermosa carroza descubierta.

Era una sensación espléndida ir en el landó de Terry con los cascabeles tintineando y resonando por las hermosas, estrechas y tortuosas calles de Sevilla. Los cascos de los caballos repiqueteaban en los adoquines a un ritmo cadencioso. La gente saludaba a nuestro paso, disfrutando de la visión de la majestuosa carroza con los cinco caballos andaluces de pura raza emparejados a la perfección. Los cocheros también despertaban la admiración de los transeúntes: iban sentados en sus respectivos pescantes, muy erguidos y educados, soberbios con sus bufandas de seda coloreadas, las chaquetillas multicolores y las botas y las zahonas relucientes. Los caballos que iban en cabeza eran esbeltos y de color gris oscuro y los tres de varas eran casi idénticos. Este tipo de distribución del tiro era típica en el sur de España, y la llamaban “media potencia”, términos y costumbres que ya no existen en ningún otro lugar de Europa, pero que aquí, durante la Feria, crean un ambiente de nostalgia por los tiempos perdidos.

A la entrada de la plaza de toros, Tomás, Angelita Almenara, Bunting Teba y yo hicimos cola detrás de otros carruajes magníficos y saboreamos el ambiente que nos rodeaba; saludábamos con la mano y hablábamos con los amigos de los coches cercanos. Los caballos, nerviosos e impacientes, se agitaban y piafaban constantemente, haciendo tintinear los cascabeles en millares de tonos diferentes. La gente que se agolpaba en las verjas de la entrada rezumaba excitación y expectación. Las castañuelas sonaban por doquier, los buhoneros anunciaban a gritos su mercancía, las mujeres que vendían claveles rojos gritaban desaforadamente. Y como hacía mucho calor, los puestos improvisados estaban haciendo su agosto vendiendo abanicos pintados a mano y agua helada, que vertían en vasos de papel desde unos anticuados botijos de arcilla. Los hombres que vendían almohadillas para los duros asientos de la plaza no daban abasto para satisfacer la demanda de los asistentes. La tensión del ambiente presagiaba una gran corrida.

(…)




Con el tiempo justo, segundos antes de las seis en punto, entramos en la Maestranza. La arena del ruedo resplandecía como si fuese oro en polvo bajo el cálido sol cuando llegamos a nuestros asientos. Extendí mi mantón de manila, que llevaba enrollado en el brazo, encima de la barrera y luego contemplé la plaza en todo su esplendor. ¡Qué espectáculo tan fascinante! Bordeando el ruedo y sosteniendo un corto tejado, había un círculo de encantadoras columnas de granito, muy viejas, junto a las que se sentaban, en pequeños palcos, hermosas mujeres de todas las edades, deslumbrantes y espectaculares, con peinetas y delicadas mantillas de encaje, blancas o negras; todas lucían claveles en el pelo y agitaban sus abanicos primorosamente decorados. Los chales de seda doblados en artísticos pliegues sobre las vistosas barandillas de rejas daban esporádicas notas de color. Detrás de las mujeres estaban los hombres de pie, atractivos y vestidos de oscuro, que saludaban con la mano y llamaban a sus amigos mientras bebían jerez. La plaza estaba a rebosar y la atmósfera era electrizante. En breves instantes saldrían al ruedo los matadores más famosos de la temporada y se comentaba que los toros pesaban más de quinientos kilos.




La atención del público se centraba en los palcos.

- Todos quieren ver a la princesa Grace –nos explicó Tomás. Mi obsesión por el trabajo me había hecho olvidar que ella y Rainiero asistían aquel año a la Feria.

Junto a nosotros estaba Lola Flores, acompañada por su marido: hablamos apenas unos segundos. Más abajo, también en asientos de barrera, se encontraban Audrey Hepburn, arrolladora, con un vestido blanco y sombrero de paja, y Mel Ferrer. Ella agitaba un abanico negro de encaje genuinamente español y abarcaba con la mirada toda la plaza; era evidente que disfrutaba tanto como yo del pintoresco escenario. (…) Los toros eran bravos y Antonio Ordóñez tuvo una tarde espléndida, aunque la muerte siempre estaba presente en estos casos. Sus pases eran valientes y elegantes y las embestidas del toro, cuyos cuernos rozaban su cuerpo a cada instante, absorbieron por completo mi atención.

(…)

Ya en el yate de los Fribourg, hicimos planes para encontrarnos después de cenar en la caseta de Ybarra, donde según los rumores se celebraría la mejor sesión de flamenco de la noche. No tenía sentido llegar al recinto de la Feria antes que el flamenco estuviera en su apogeo. Solíamos abandonar el palacio alrededor de la una y regresar cada uno por su cuenta entre las cuatro y las ocho de la mañana, y luego dormíamos hasta el mediodía. Mientras estábamos en los toros había llegado Jackie Kennedy, de Madrid en un avión oficial, acompañada por el embajador americano, Angie Duke, y Robin, su bella esposa. La puerta de doble hoja que comunicaba nuestras habitaciones estaba cerrada, por lo que supuse que la señora Kennedy estaba descansando con el fin de recuperar fuerzas para la larga noche que se avecinaba, y decidí hacer lo mismo.





Cayetana me había pedido que la ayudara con Jackie Kennedy, una de sus invitadas de aquel año y a quien no conocía. Antonio Garrigues, el embajador español en Washington, le había propuesto a Cayetana que invitara a la Feria a la ex primera dama norteamericana para hacerle olvidar el trágico asesinato de su esposo hacía solo dos años y medio. Cayetana me había llamado antes que yo saliera de Madrid para preguntarme si tendría inconveniente en que Luis ocupara otra habitación, puesto que llegaría hacia el fin de semana, y así alojaría a la señora Kennedy en la habitación contigua a la mía. “La señora Kennedy no conoce a nadie por aquí. No quiero que se sienta desorientada. Si tú estás cerca, ella tendrá a alguien que le solucione los problemas”.

Le había dicho a Cayetana que me parecía bien. No podía decir mucho más. Añadí que había incluido en mi equipaje ropa de montar para Jackie. Me dijo que Fermín Bohórquez, el rejoneador, había enviado a Nevada, su caballo más espectacular, para que lo montara ella en el desfile diario, y que entre los veintidós huéspedes de la casa estarían algunos de los hombres más guapos de España. Había hecho todo lo posible por asegurarle a su ilustre invitada una feliz estancia.



Alrededor de las doce menos cuarto, vestida con un traje rojo de lunares blancos y con el mantón de Manila que había pertenecido a la abuela de Luis, recorrí la amplia galería del segundo piso para reunirme con los demás en el salón rojo. Mi falda gitana de volantes, rígidamente almidonada, producía tanto ruido con el roce que no me di cuenta de que Jackie me seguía hasta que se colocó a mi lado. Estaba arrebatadora, con un traje de shantung blanco de Oleg Cassini y una torera bordada en rojo, blanco y azul. Se había colocado dos claveles blancos a ambos lados de su reluciente pelo castaño oscuro. Cuando llegamos a la escalera principal, subían Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. Después de las presentaciones, nos dirigimos todos juntos al salón. Las paredes estaban cubiertas de damasco rojo antiguo y dos hileras de retratos de familia circundaban la habitación. Había una chimenea de leña encendida. Hablamos de caballos, toros y flamenco hasta que, poco después de la medianoche, Gregorio, el mayordomo, anunció que la cena estaba preparada.

En el comedor, la mesa ovalada de caoba, bañada por la vacilante luz de cuatro candelabros de plata maciza, estaba preparada para veinticuatro personas. De la pared colgaba un retrato ecuestre de Cayetana con una de sus tías, la duquesa de Santoña. A Jackie la sentaron entre Luis de Alba y el conde de Teba, que pronto se quedaron prendados de ella. La atención de todos estaba centrada en aquella mujer.



(…)


Cuando nos levantamos de la mesa, todos los varones estaban bajo los efectos de su encanto, mientras las mujeres intentábamos descubrir cómo lo habría conseguido. No sólo era hermosa, acordamos todos, sino que además, y más importante, era muy circunspecta. (…) Una vez finalizada la cena, como Jackie declaró que estaba demasiado cansada para ir a la Feria, yo me marché con los primeros invitados que se dirigían al recinto.

Por encima de las callejuelas que albergaban las casetas, el cielo brillaba con un millón de luces de colores. A ambos lados de la calzada sin asfaltar, los farolillos japoneses iluminaban las pequeñas terrazas de los tenderetes de lona donde resonaba la música de las guitarras y el zapateado. Caminamos despacio bajo la arcada de globos luminosos de papel, entremezclados con una multitud de matronas sevillanas ataviadas con sus mejores galas, jovencitas con largos trajes de volantes, niños retozones disfrazados y gitanos que tocaban ritmos embriagadores golpeando en recipientes de lata. A esa hora, las fiestas flamencas estaban en su mejor momento. Durante toda la semana, Sevilla se dedicaría al jolgorio.




La caseta estaba atestada, pero Antonio Ybarra nos vio y nos hizo señas para que nos acomodáramos en las sillas de la parte delantera. En el pequeño estrado, un gitanillo de unos ocho años bailaba y zapateaba al compás de la guitarra como un auténtico profesional. Uno tras otro, los artistas y algunos invitados que eran bailaores experimentados subieron a la plataforma a bailar por bulerías, fandangos y rumbas gitanas. Para todos los presentes en aquella caseta, el tiempo se detuvo…

(…)

Unas cuatro horas más tarde, todo el mundo se despertaba. Las botas estaban siendo lustradas, las zahonas anudadas, las ropas planchadas. Las mujeres que tenían intención de montar a caballo al estilo amazona iban de una habitación a otra, pidiendo a sus amigos que las ayudaran con las anchas fajas de montar y llamando a las peluqueras para que les hicieran el moño. Los hombres luchaban con las alas de sus sombreros cordobeses de fieltro, que se habían deformado durante el viaje. En las escaleras resonaban las espuelas de acero al raspar las baldosas. En el patio tintineaban los cascabeles de los caballos. Los cocheros estaban todavía sacando brillo a los arreos o poniendo bien las borlas. Todos se encontraban en alguna fase de los preparativos para el desfile de caballos y jinetes de aquel día. (…)



Fuimos al recinto ferial en la carroza de los Alba. El aire era húmedo y caliente y yo sudaba bajo mi chaquetilla de terciopelo verde. Jackie llevaba mi chaqueta de montar de terciopelo rojo, pantalones a rayas y zahonas recamadas; tenía un aspecto magnífico. Cuando Jackie montó a Nevada, el majestuoso caballo blanco, fue todo un espectáculo. Con los sombreros negros de ala ancha inclinados sobre un ojo, el cabello recogido en grandes moños, las chaparreras bordadas coquetamente anudadas por detrás de los muslos, una manta blanca a rayas para el caballo cruzada sobre la perilla de la silla de montar andaluza, iniciamos la marcha con el lento y solemne trote español. Después pasamos a un medio galope cadencioso.

- Aline, este caballo español es una preciosidad –Jackie estaba radiante de alegría-. Tan fuerte, y sin embargo tan dócil.





Montaba como la excelente amazona que era, algo que los sevillanos reconocían mejor que la mayoría de la gente. Los transeúntes se detenían para contemplarla y algunos bajaron a la calzada para verla más de cerca.

- Dime cómo se hacen esos pasos tan elegantes que le han enseñado a este caballo – me dijo Jackie, intentando no prestar atención a la creciente muchedumbre-. Esos pasos largos y esos giros a cámara lenta. Se los he visto en Viena a los caballos lipizzanos, pero nunca había montado uno que estuviera entrenado para hacerlos.

Me incliné hacia un lado y oprimí el flanco de mi montura con las espuelas y a continuación hice lo mismo en el otro costado. El caballo empezó a trotar, levantando mucho las patas delanteras. En cuanto Jackie se puso a hacer lo mismo, los fotógrafos y los admiradores se acercaron más todavía, hasta empujar a nuestros caballos, de modo que todos sus esfuerzos resultaban inútiles.

- ¡Oh, cómo odio las aglomeraciones! –exclamó con desesperación- ¡Y estoy hasta la coronilla de fotógrafos! Vaya donde vaya, me hacen la vida imposible.




El espectacular carruaje del marqués de Atienza, tirado por cuatro parejas de caballos blancos con uno más en cabeza enganchado por una soga de nailon invisible, avanzaba justo detrás de nosotros. Normalmente, la muchedumbre se echaba atrás y se quedaba mirando con reverencia, pero aquel día, en cambio, todos querían estar cerca de la famosa señora Kennedy. La multitud nos rodeaba, empujándose y agobiándonos cada vez más. Nuestras monturas se pusieron nerviosas y empezaron a caracolear. Para empeorar las cosas, hacia nosotros avanzaban, también con dificultad, Audrey Hepburn y Mel Ferrer. Ambos montaban a horcajadas en caballos de la cuadra de Ángel Peralta, el rejoneador más famoso del país. Me di cuenta que Audrey estaba asustada. Había sido arrojada del caballo en una película, pocos años antes y se había roto una vértebra lumbar. De modo que tampoco se estaba divirtiendo, precisamente.

Avanzamos entre el gentío en dirección al estrado de los jueces del desfile. Cualquier fallo en el vestido o en la postura era advertido y los premios se concedían a los que cumplían las normas. Nadie, ni siquiera la primera dama de los Estados Unidos de América, ganaría un premio si había el menor fallo en su indumentaria. Nuestros pantalones a rayas eran un error: mi doncella los había incluido en mi equipaje accidentalmente en lugar de poner los negros pero, afortunadamente, Jackie no lo sabía (…)




El desfile de carrozas y jinetes fue todo un espectáculo. Detrás de algunos jinetes iban chicas sentadas al estilo amazona en la grupa del caballo, con claveles en el pelo, con las largas faldas gitanas de volantes y lunares extendidas artísticamente sobre los lomos del animal. Varios de aquellos atractivos jinetes eran toreros que se habían convertido en las estrellas de la semana, lo que hacía que el desfile fuera más seductor y emocionante para todos. Sobre el respaldo de los asientos de las carrozas se sentaban unas niñas vestidas con trajes de algodón de vivos colores. De un vehículo a otro pasaban las copas de jerez muy frío y de vez en cuando llegaban a algún jinete cercano. La música de las guitarras sonaba procedente de las casetas y, en su interior, grupos de chicas con trajes multicolores bailaban sevillanas. La gente se reía, charlaba animadamente y saludaba a los amigos desde lejos, los claveles volaban por el aire.

La muchedumbre que rodeaba a Jackie terminó por impedirle avanzar. Aquello era muy peligroso. Como caballeros andantes de armadura cabalgando en sus corceles, aparecieron Fermín Bohórquez y Álvaro Domecq y la salvaron milagrosamente del tumulto. Yo sabía que pensaban llevarla al parque de María Luisa, donde podrían montar en paz, lejos del gentío (…)




Hacia las cuatro de la tarde, subimos a la carroza de Cayetana para volver a Las Dueñas a comer. No había hora fija. Uno de los lujos de hospedarse allí era que cada invitado podía llegar cuando le pareciera. Aquel día, sin embargo, los camiones de la televisión y la prensa obstruían las calles que rodeaban el palacio y cuando logramos entrar eran casi las cinco. Los criados nos habían preparado un delicioso bufé, que aguardaba dispuesto sobre la larga mesa del comedor: gazpacho, pescado del Mediterráneo, langostinos y minúsculas gambas del Puerto de Santa María, chanquetes, diminutas angulas de Málaga, gruesos espárragos frescos de Aranjuez, jamón ahumado de Montánchez, lonjas de ternera fría de Salamanca, dulces y fruta. Sin embargo, los que pensábamos asistir a las corrida apenas tuvimos tiempo de probar un bocado.

(…)



Jackie bajaba las escaleras cuando yo salía al vestíbulo. Los caballos estaban inquietos y muchos de los huéspedes ya habían partido en dirección a la plaza de toros. Cuando finalmente nos pusimos en marcha, nuestra carroza tuvo problemas para pasar por la estrecha calle bloqueada por los camiones de la televisión y los periodistas. Afortunadamente, llegamos justo a tiempo. El público se puso en pie para contemplar a la señora Kennedy cuando subió al palco que íbamos a ocupar aquella tarde. La princesa Grace, arrebatadora con su mantilla blanca, estaba en otro palco, un poco más allá. Como la vez anterior, Cayetana y yo desplegamos nuestros chales de Manila bordados sobre la barandilla. Aquello tenía un efecto decorativo sobre la plaza, pero también una finalidad más práctica: los de abajo no podían vernos las piernas (…)





Antonio Ordóñez hizo dos grandes faenas y obtuvo una oreja por cada una; la primera se la dedicó a Grace y la segunda, a Jackie. No se permitía a los fotógrafos tomar fotos durante la corrida, pero cuando salimos de la plaza nada les impidió intentar sacar más fotografías de nuestra famosa invitada, ni siquiera un accidente de coche, en el cual una mujer fue atropellada cuando intentaba cruzar la calle. Los sevillanos hacían apuestas sobre cuál de las dos norteamericanas era la más popular. Los huéspedes de Las Dueñas decidieron que la ganadora era Jackie y aunque el día anterior se habían sentido muy halagados por estar bajo el mismo techo que una celebridad internacional de tanta envergadura, empezaban a sufrir los inconvenientes.

Por la noche, en lugar de ir al recinto ferial, nos fuimos a un gran baile que se celebraba en la Casa de Pilatos, otro magnífico palacio arábigo propiedad de la duquesa de Medinaceli (…)"



La Duquesa de Alba y la ex primera dama norteamericana en la Casa de Pilatos

martes, 8 de marzo de 2011

Madrid noble



La afluencia de nobles a Madrid comenzó cuando Felipe II decidió fijar su hasta entonces Corte ambulante en esa villa a mediados del siglo XVI. Los nobles se trasladaron a la entonces pequeña población, al amparo de la Corte real, manteniendo estrechos contactos con el Rey a través del aparato cortesano. Su presencia fue haciendo poco a poco de Madrid una de las ciudades más animadas de Europa, convirtiéndose en el principal foco de atracción social. Pasó así de ser una población principalmente agraria a girar en torno a la aglomeración de refinamiento que exigía la Corte. Como consecuencia y aunque la industria era mínima, comenzó a desarrollarse en su seno un verdadero comercio del lujo (desde joyeros a bordadores de plata y oro y sombrereros).


La Reina Isabel


La llegada a la capital de los nobles llevó consigo grupos sociales de baja extracción procedentes de zonas rurales, sabiendo de la demanda de sirvientes por parte de la aristocracia. De hecho, el tener mayor o menor número de empleados era un signo de mayor o menor estatus. Como lo era también en otra dimensión el número de coches que se poseyera, o el número de caballos que tiraban de ellos.

La nobleza constituyó desde un principio la cúspide social de la capital. Pero no sólo la social, sino también la económica y la política. Sus cargos en palacio les facilitaron los contactos con los centros de poder, formándose fuertes camarillas. Por lo que Madrid seguía siendo en el siglo XIX como centro de poder político un foco de atracción para las élites. De esta forma la nobleza madrileña fue monopolizando los altos cargos políticos del gobierno. La gran parte de los escaños del Senado y de los cargos diplomáticos, estaban ocupados por los Grandes de España por derecho propio (como contemplaría la Constitución de 1876), igualmente seguían ocupando los cargos en la Corte como el de Tesorero real, Secretario del rey y otros muchos relacionados con la administración de palacio.

Pedro de Alcantara Tellez-Girón y Beaufort Pimentel, 11º Duque de Osuna


El desempeño de esas actividades les hizo adquirir gran prestigio, lo que unido a la suntuosidad que rodeaba su estilo de vida con palacios, comodidades, fiestas y todo tipo de símbolos externos que los identificaban, proporcionó que esta élite influyera y fuera envidiada por todas las clases sociales. Este prestigio les acompañó hasta bien entrado el siglo XX, aunque la situación económica, social e ideológica de este grupo sufriese fuertes transformaciones a lo largo del siglo XIX.

La principal base económica de la nobleza era la tierra rural. Aunque la nobleza de cuna se había ido instalando alrededor de la corte, había dejado en el interior vastas tierras de las que percibían el mayor porcentaje de las rentas nacionales, lo que aseguraba el futuro a los viejos nobles, y propiciaba que la tierra pasara de de generación en generación.

Pero la nobleza contaba también con amplias propiedades urbanas, principalmente fincas que se hallaban dispersas por la ciudad y solían tener arrendadas. Este tipo de posesiones les vino muy bien cuando en momentos determinados las tierras agrícolas no conseguían dar la liquidez necesaria poder mantener el alto nivel de vida de sus dueños. Era entonces cuando recurrían a vender esas fincas urbanas, ya que como éstas sólo desempeñaban un papel complementario en sus ingresos, no invertían en ellas.


La Duquesa de Castro-Enríquez


De esta manera comenzó un repliegue nobiliario, causado porque la nobleza reprodujo hábitos y comportamientos tradicionales del Antiguo Régimen. Incluso a pesar de que había comenzado a finales del XVII a impulsar una actividad económica algo más activa, no se alteraron las estructuras de producción y propiedad. Es decir, que trataron de maximizar la producción para conseguir más dinero líquido, pero sin llevar a cabo transformaciones industriales.

Con el fin de aumentar la producción sin salir del modelo tradicional de propiedad, subieron los gastos dirigidos a mejoras de infraestructura. Al mismo tiempo el consumo suntuario de la aristocracia se incrementaba, debido a su transformación en una clase más cosmopolita, más abierta a las influencias francesas, y que tenía que destinar gran parte de sus ingresos a gastos fijos para mantener su estatus, marcado por la nueva moda de grandes y nuevos palacios, la adquisición de obras de arte, etc.


La suntuosidad de una residencia noble


El cambio de coyuntura a finales del siglo XVIII y principios del XIX, el entorpecimiento de las exportaciones de lana, el coste del aprovisionamiento de las rentas durante la Guerra de la Independencia, el descenso de los precios agrarios, el cuestionamiento de los privilegios señoriales y el cortocircuito de las rentas provenientes de la corona como consecuencia de la quiebra de la Hacienda Pública, frenaron la expansión de la economía nobiliaria. Se produjo entonces un desfase entre gastos e ingresos comenzando una crisis patrimonial que duró hasta los años setenta, en la que perdieron posiciones económicas.

Se hizo necesario por ello un proceso de saneamiento que permitiera la recuperación. Fue entonces cuando la nobleza demostró su capacidad de resistencia, pues la mayoría consiguió reconstruir su situación sin abandonar del todo su componente agrícola y sin tener que participar de una forma decidida en los nuevos sectores económicos (Deuda Pública, construcción, negocios, etc.). En general a lo largo del XIX la nobleza mantuvo su patrimonio.

El saneamiento conllevaba la abolición del mayorazgo y el fin de la propiedad vinculada, además de la intervención del Estado Liberal que va a transferir a la vieja nobleza indemnizaciones por la desamortización de sus bienes. Las indemnizaciones eran utilizadas por sus destinatarios como el elemento de liquidez que tanto ansiaban y no como medio de engrosar el patrimonio.


A la izquierda el antiguo Palacio del Marqués de Alcañices, que se derribó en 1884 para construir el Banco de España. A la derecha la estatua de la diosa Cibeles y su fuente.

El hecho de que la nobleza no participase de forma decidida en los nuevos sectores económicos no significó, sin embargo, su ausencia total en los mismos. Entre 1840 y la Restauración, la aristocracia madrileña buscó un nuevo punto de equilibrio económico que les ayudara a salir de bache, proporcionándoles mayores beneficios y una gestión más eficaz de los recursos. Por ejemplo, la casa de Medinaceli transfirió propiedad rústica o valores por un valor efectivo de 58 millones de reales (lo mismo que el duque de Alba, el conde de Altamira o el marqués de Alcañizes).

Para la pequeña nobleza la política de saneamiento suponía un mayor esfuerzo, y podía suponerles la liquidación total de su patrimonio. Se trataba de economías con una excesiva presencia de bienes improductivos, por lo que la enajenación de las fincas agravaba el desfase y dificultaba la reactivación posterior.


La Condesa de Vilches


Como excepción y no como norma, algunas familias nobles no supieron o no pudieron recuperarse, llegando a la quiebra definitiva de sus patrimonios. Entre otros motivos se encuentra el hecho de que se endeudaran con banqueros madrileños. Este es el caso de los Altamira, Híjar, Salvatierra y Osuna.

Una consecuencia de la crisis de la nobleza fue el hecho de que muchos aristócratas dejaran de engrosar las filas carlistas para pasar a la de los liberales, ya que desde ahí podían controlar la reconversión de sus propiedades, superar la crisis y recuperar el prestigio político (aunque nunca habían perdido su influencia social). Es que se trata de un liberalismo moderado, por lo que durante la Restauración se les verá en el partido conservador de Cánovas.

A la vez, como si de una cadena se tratara, el giro político de la nobleza provocó que esta clase social tomara contacto con otras élites de importancia, haciéndose más abierta, convirtiéndose así en la nobleza europea más liberal en ese aspecto. Por ello la alta burguesía comenzó a ennoblecerse y a engrosar las filas de la aristocracia, incluso muchas de las tierras que los nobles tuvieron que vender cuando enajenaron sus propiedades, pasaron a manos de la alta burguesía.


El Palacio de Enrique de Aguilera y Gamboa, XVII marqués de Cerralbo, hoy Museo


Claro que esa apertura no fue compartida por la totalidad de la nobleza. Un sector patriarcal, con profundo y arraigado sentido del hogar, desdeñaba a los burgueses por considerar que contaminaban la sangre, el código social y el modo de vida aristocrático.


Muy a pesar de los disconformes la creación de una nueva nobleza, surgida de la élite económica de los negocios, fue un hecho, especialmente significativo en el reinado de Isabel II y de Alfonso XII.

Uno de los ejemplos más notables de las nuevas élites surgidas en época de Isabel II, fue el marqués de Salamanca, quien encarna lo que significó la burguesía ennoblecida y sus diferencias con la nobleza de cuna, principalmente económicas. Mientras los segundos valoraban su patrimonio como simple fuente de rentas, y empleaban los excedentes en el lujo y no en la reinversión, los primeros se embarcaban en distintos negocios e inversiones en bolsa, consiguiendo aumentar su capital si les salían bien, pero corriendo el riesgo de arruinarse en caso contrario.


Un joven Marqués de Salamanca


El marqués de Salamanca nació en Málaga en 1811, en el seno de una familia acomodada que se pudo permitir pagarle los estudios de leyes. Ejerció como jurista, lo que le permitió codearse con grandes personajes. Su matrimonio con Petronila Livermore Salas, de padre inglés, hizo que emparentara con grandes empresarios, de los que fue aprendiendo. Poco a poco fue abandonando su carrera para dedicarse exclusivamente a los negocios y la política. Así, llegó a Madrid por primera vez como diputado por Málaga en las cortes Constituyentes celebradas en octubre de 1836. Y de ahí, pasó al Ministerio de Hacienda. Esto viene a demostrar que la mayoría de los títulos que se concedieron en el XIX, fueron a parar a manos de políticos y de militares.

Fértil en ideas, invirtió en numerosos negocios (la Bolsa, la banca, el ferrocarril, los bienes raíces), algunos de creación propia. Lo verdaderamente asombroso de este hombre es que a pesar de sus momentos de apuros económicos e incluso quiebras, conseguía recuperarse de manera sorprendente. Algo que no ocurrió con otros nuevos nobles.


La sociabilidad de la nobleza madrileña (segunda mitad del siglo XIX)


Durante el reinado de Alfonso XII, se mantuvo la tendencia de otorgar títulos nobiliarios que había comenzado durante el reinado de su madre y que continuará posteriormente, durante la Regencia de María Cristina y el reinado de Alfonso XIII. Con ello se pretendía crear una nueva nobleza, aunque también se beneficiaran de esta política personas que poseían títulos con anterioridad.

Durante la Restauración, la necesidad de encontrar simpatizantes con la causa para consolidar el régimen, llevó a premiar con títulos a aquellos que contribuyeron a restablecer a la monarquía borbónica en el trono español y a los que la rendían fidelidad. Por eso fueron principalmente militares, hombres de negocios y políticos los que adquirieron dichos títulos, quienes eran el principal apoyo del sistema recién implantado.

Por cada título, que sólo podía ser otorgado por el Rey, había que pagar un importe que estaba en relación con la calidad del mismo, pudiendo aspirar a uno u otro, o a más de uno, según el poder adquisitivo. En algunos casos se les eximía del correspondiente pago a la Hacienda, por ejemplo, a los militares que habían prestado un servicio especial a su advenimiento al trono, luchando contra los carlistas. Entre los políticos que ascendieron estaban el marqués de Rubalcaba o Fernández Calderón. También se concedieron títulos a propietarios de grandes haciendas en Cuba, que aportaron gran cantidad de dinero a la causa alfonsina, como el marqués de Álava, o el marqués de Santa Rita.


La Condesa de Muguiro


Pero si en los casos citados la buena posición o la política facilitaron el ennoblecimiento, en otros fue la elevada posición económica de la alta burguesía industrial la que abrió las puertas de la entrada en la nobleza y en una carrera política. Es el caso del marqués de Comillas, que compartía junto a Manuel Girona la hegemonía del Banco Hispano Colonial.

El apogeo de la venta de títulos se dio al principio de la Restauración cuando se intentaba consolidar el régimen, decayendo según se vaya asentando. Al mismo tiempo se concedieron más títulos en las épocas del gobierno conservador de Cánovas, que en las del liberal de Sagasta. Y también fue durante los gobiernos conservadores cuando se dio mayor número de nobles en las cortes.

Conclusión: la nobleza del XIX no era un grupo social homogéneo. Dentro de la vieja nobleza están los Grandes de España, que eran el más alto escalafón y la nobleza sin Grandeza, diferenciada a su vez según la importancia de su patrimonio. Este cuadro vino a complicarse con la nueva nobleza, que se diferenciaba de los anteriores, sobre todo, por su comportamiento económico más que social.

El siglo XIX para la nobleza madrileña fue un paso más en la evolución que comenzó cuando se asentó la Corte. Así, en el XVI empezó a echar raíces en la capital, en el XVII tomó cuerpo, en el XVIII se consolidó y en el XIX sufrió una transformación, convirtiéndose en una élite abierta, con gran capacidad de reproducción, basada en la captación y asimilación de otros individuos ajenos.



El Palacio de Medinaceli, con la estatua de Colón en medio de la rotonda del Paseo de Recoletos (1960)




Mi agradecimiento a la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense de Madrid. Dirección: Luis Enrique Otero Carvajal, Profesor Titular de Historia Contemporánea.

sábado, 8 de agosto de 2009

Grande de España



La Grandeza de España es la dignidad máxima de la nobleza española, inmediatamente después de la de Infante de España, que es la que corresponde a los hijos del Rey y a los hijos de los Príncipes de Asturias.


Los Grandes de España son considerados como los sucesores de los antiguos Ricoshombres de los reinos de Castilla y de León así como de las Coronas de Aragón y de Navarra, y es, en sí misma, la más elevada dignidad nobiliaria que existe en España. En Europa, tras los miembros de las casas reales, sus honores y privilegios los anteponían a los Pares de Francia (Pairs) y los del Reino Unido (Peers).



Aunque desde el advenimiento de la dinastía Trastámara en 1369 se venía llamando "Grandes" a los más poderosos jefes de las grandes familias feudales castellanas y a las ricas casas fundadas por los segundones de la estirpe real, el origen de la Grandeza de España, tal y como hoy la conocemos, se sitúa en el reinado de Carlos I.


En 1520, tras su coronación como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico con el nombre de Carlos V, hizo una diferenciación definitiva entre los simples Títulos (los poseedores de un título de nobleza) y los Grandes (merced que concedía el soberano y acompañaba al título nobiliario), otorgando el tratamiento de primo a los grandes de España y el de pariente al resto de títulos, junto con el derecho de "cobertura", es decir el derecho a permanecer con la cabeza cubierta en presencia del rey (de ahí la tradicional fórmula de concesión de la dignidad: ¡Cubríos!), entre sus prerrogativas también se encontraba el poder sentarse en presencia de los reyes o no poder ser detenidos salvo por expresa orden del Rey.


Carlos de Habsburgo, rey de España con el nombre de Carlos I -el primero que unió en su persona las coronas de Castilla y Aragón- y Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V (1500 – 1558)



En esta primera distinción de 1520 fueron reconocidos como Grandes 25 poseedores de los más antiguos y principales títulos nobiliarios españoles de aquella época. Todos los tratadistas coinciden en que no existía precedencia alguna entre estos primeros "Grandes", ya que el protocolo los situaba en el orden en que iban llegando. Estos veinticinco títulos y algunos más, cuya grandeza fue también reconocida en el transcurso del reinado del propio Carlos y en el de su hijo Felipe II, son los que serían conocidos como Grandes de Primera Clase, cerca de 40 a finales del siglo XVI. Ni que decir tiene que, salvo raras excepciones, como el caso de los descendientes de Colón (Duques de Veragua, concedido en 1537), estos ilustres personajes representaban a los más poderosos clanes nobiliarios medievales españoles y acumulaban un enorme poder territorial y económico.


Por no existir documentación oficial sobre este nombramiento, no existe acuerdo unánime a la hora de enumerar las Casas que integraron esta lista, aunque la propuesta de Francisco Fernández de Bethencourt a principios del siglo XX es la más extendida y aceptada:


· Casa de Acuña, representada por el marqués de Villena y duque de Escalona y el conde de Ureña;
· Casa de Aragón, con los ducados de Segorbe y Villahermosa;
· Casa de Borja, con el duque de Gandía;
· Casa de Folch de Cardona, con el ducado de Cardona;
· Casa de Castro, con el conde de Lemos;
· Casa de la Cerda, con el duque de Medinaceli;
· Casa de Córdoba, con el marqués de Priego y el conde de Cabra;
· Casa de la Cueva, con el duque de Alburquerque;
· Casa de Enríquez, con el almirante de Castilla, conde de Melgar;
· Casa de Guzmán, con el duque de Medina-Sidonia;
· Casa de Lara, con el duque de Nájera y el marqués de Aguilar de Campo;
· Casa de Mendoza, con el duque del Infantado;
· Casa de Navarra, con el condestable conde de Lerín;
· Casa de Osorio, con el marqués de Astorga;
· Casa de Pimentel, con el conde-duque de Benavente;
· Casa de Ponce de León, con el duque de Arcos;
· Casa de Sandoval, con el marqués de Denia;
· Casa de Toledo, con el duque de Alba;
· Casa de Velasco, con el condestable de Castilla, duque de Frías;
· Casa de Zúñiga, con el duque de Béjar y el conde de Miranda del Castañar.


María del Pilar de Silva Alvarez de Toledo, 13ª Duquesa de Alba (1762-1802)

contrajo matrimonio con

José María Alvarez de Toledo y Gonzaga,15º Duque de Medina Sidonia, 11º Marqués de Villafranca del Bierzo, 13º Duque consorte de Alba (1756-1796)


A pesar de que este reducido grupo es considerado la primera grandeza de España, no fue ni la primera, ni tampoco de España, pues hasta 1812 los grandes lo fueron únicamente de Castilla, y no es hasta entonces cuando lo son de España. Estas grandezas de 1520 no fueron las únicas otorgadas por Carlos I durante su reinado, puesto que hasta la muerte del emperador, fueron cincuenta las personas que tuvieron este tratamiento, repartido entre treinta y tres españoles, catorce italianos, tres flamencos y un indiano.


En el siglo XVII varios títulos más fueron recibiendo el alto honor que representaba la Grandeza tales como el Conde-Duque de Olivares o el Conde de Oñate.



Gaspar de Guzmán y Pimentel, Conde de Olivares, Duque de Sanlúcar la Mayor, Grande de España (1587-1645)

Con el advenimiento de los Borbones al trono español, se otorgó la Grandeza de España a varios Pares de Francia que ayudaron a Felipe V durante la Guerra de Sucesión, desde entonces los monarcas españoles han continuado concediendo, con mesura, esta alta distinción a destacadas personalidades de la nobleza y de la vida pública nacional, como por ejemplo la concedida por Don Juan Carlos I al que fuera presidente del gobierno durante la transición a la democracia, Adolfo Suárez junto con el título de Duque .


Don Adolfo Suárez y González, 1º Duque de Suárez, Grande de España


En el siglo XIX dejó de hacerse diferenciación entre los Grandes de Primera Clase y el resto de los poseedores de esta dignidad, siendo también en ese siglo en el que más aumentó el número de Grandes concediéndose esta elevada dignidad a diversas personalidades políticas y militares. No obstante se sigue considerando a los célebres 25 primeros, a quienes también se conoce como "Grandes de Inmemorial", como la cabeza del estamento nobiliario español y aunque sus prerrogativas honoríficas sean hoy en día las mismas que las del resto de los grandes, su estimación como representantes de los más grandes y poderosos linajes de la España medieval continúa intacta.



Aunque la dignidad de grande se asocia tradicionalmente a los duques, puede acompañar a los títulos de marqués, conde, vizconde, barón y señor, incluso en algunas ocasiones puede poseerse esta dignidad por sí misma, es decir sin estar adscrita a un determinado título nobiliario.



Los Grandes de España, sus consortes y sus hijos primogénitos tienen tratamiento de Excelentísimos Señores; los hijos no primogénitos de los "Grandes" reciben el tratamiento de Ilustrísimos Señores.



Pedro de Alcántara Álvarez de Toledo y Salm-Salm, XIII Duque del Infantado (1768-1841)

En la actualidad cerca de 400 títulos nobiliarios ostentan la Grandeza de España, aunque el número de "Grandes" es menor, ya que varias Grandezas de España están en posesión de un mismo individuo (los Duques de Alba, los Duques de Osuna o los de Medinaceli, entre otros, poseen varios títulos con Grandeza). Trece de ellos forman, por otra parte, la Diputación de la Grandeza, organismo que fue fundado por Fernando VII en 1814 y fueron el duque del Infantado y el duque de San Carlos los encomendados por el soberano para esta tarea. El objetivo principal era agruparlos en una institución representativa de sus atribuciones, derechos y obligaciones.


Tal es la importancia reconocida a la Grandeza de España que los nietos del Rey, hijos de los Infantes de España, de acuerdo con la legislación vigente (Real Decreto 1368/1987), no reciben más tratamiento y honores que el de Grandes de España.