viernes, 11 de marzo de 2011

"Sevilla tiene un sabor especial"


La condesa de Romanones (nacida Aline Griffith), escribió estas vívidas estampas del entorno de los Alba en su libro “Sangre azul”. Me permití realizar estos extractos, ya que son un inmejorable y cálido registro de la visita de una noble española a Sevilla durante las fiestas típicas de la Feria de Abril.

Sevilla, 1966

“Llegamos a Las Dueñas. Con su habitual sonrisa de bienvenida, Juan, el guarda, abrió la enorme verja doble. Nuestro coche avanzó por el sendero de arena, flanqueado por hileras de naranjos en flor, en dirección al bello palacio del siglo XV de estilo arábigo. La fachada y los balcones estaban cubiertos de buganvillas de un intenso color rojo. A un lado, frente a los establos, aguardaban dos carrozas, un landó y una calesa. Los caballos, perfectamente emparejados, pura sangre cartujanos, estaban adornados con borlas y cintas de seda. Los cocheros vestían trajes de la época de Goya. Tanto la carroza como los caballos de los Alba lucían los colores de la familia, azul y amarillo. Al mirar el otro carruaje, cuyos colores eran azul y blanco, me di cuenta que había venido un antiguo conocido: Tomás Terry. Los invitados traían a veces sus propias doncellas o ayudas de cámara, pero Tomás había llegado con su propia carroza y su cochero.


El encanto del viejo palacio empezaba a ejercer su influjo sobre mí. Salí del coche, ansiosa por volver a ver el hermoso patio central, con sus altas y esbeltas columnas y las majestuosas arcadas. Al pasar bajo el arco de entrada me quedé embelesada, disfrutando de su perfecta simetría, de los exquisitos artesonados y, en la tranquilidad que se respiraba, del caprichoso y mágico rumor del correr del agua y del canto de los pájaros. Las palmeras, rectas y delgadas, destacaban por encima del balcón de piedra esculpido con filigranas, de donde se alzaba un surtidor de gran colorido formado por claveles rojos, buganvillas rosadas y rosas rojas que se elevaba hasta alcanzar el cielo. A mi alrededor las plantas verdes y los primorosos lirios inundaban el jardín del patio. La antigua fuente proyectaba hacia lo alto delgados chorros de agua que centelleaban al sol y creaban una sutil melodía al caer.

(…)

Al cabo de unos minutos, me obligué a abandonar ese paisaje hipnotizador y me dirigí hacia una escalera lateral que conducía a las habitaciones de los invitados, en el segundo piso. Al oír el sonido de mis tacones en el viejo suelo de baldosas, pensé en su historia. Hacía casi quinientos años, a su regreso del Nuevo Mundo tras la conquista de México, Hernán Cortés había subido aquellas escaleras cuando visitó ese palacio para ver a su hija. Mucho después, y en repetidas ocasiones, la emperatriz Eugenia de Francia, de origen español, había ascendido por aquellos peldaños cuando iba a ver a su hermana, la duquesa de Alba.

Sabía que Juan, el portero, habría avisado a Cayetana de mi llegada y que ella me buscaría a su debido tiempo, de modo que fui directamente a mi dormitorio. Mi ropa ya estaba colgada en el anticuado armario y las botas y las zahonas habían sido lustradas y reposaban junto al sofá que había a los pies de la cama con dosel. Desde el balcón abierto miré hacia el jardín repleto de flores y aspiré la fragancia del azahar. La vida podría ser maravillosa si…

(…)

- ¡Aaaandaaaa! – Del jardín que se extendía al pie de mi ventana llegó la voz gutural de un cochero y el restallido de un látigo.




Me precipité hacia el balcón. La rubia y encantadora Cayetana, radiante con la peineta y la amarillenta mantilla de encaje, estaba en la carroza lista para ir a los toros con dos de sus cinco hijos. Me llamó, al tiempo que se colocaba una mano a modo de visera para protegerse los ojos del sol.
- Temía que no fueras a llegar a tiempo para la corrida. El coche de Tomás saldrá dentro de unos minutos. Vístete rápido para que no tengan que esperarte. Tienes asiento de barrera y la señora Kennedy no llegará hasta más tarde.

Las palabras de Cayetana me devolvieron a la realidad. (…) Mientras me vestía a toda prisa para no llegar tarde a los toros, pensé en la anfitriona, una duquesa de Alba que probablemente sería más célebre que su antepasada, la otra Cayetana pintada por Goya. Mi amiga tenía una tupida melena, larga y sedosa, del color de la miel, una piel dorada, la nariz algo respingona, unos cálidos ojos pardos, una figura esbelta y un carácter a la vez tímido y valiente, a veces temerario. Bailaba flamenco mejor que las gitanas profesionales, era un ama de casa experimentada, experta en bellas artes, aficionada a los toros, una duquesa que mantenía las costumbres y tradiciones españolas y que comprendía y amaba a su pueblo. Su marido era alto, moreno, muy atractivo y elegante. Con sus cinco hijos varones y su hija recién nacida, constituían una familia impresionante.

Me coloqué una peineta en el moño y la sujeté con pinzas para que no se moviera. Además me envolví la cabeza con una larga mantilla negra de encaje que me llegaba a las rodillas y empleé una horquilla para engancharla al pelo por delante de la peineta, de modo que el encaje cubriera el peinado con unos pliegues convenientemente distribuidos. Con un alfiler sujeté la mantilla a los hombros del vestido. Aquello descargaba la coronilla del peso del tocado y hacía más fácil volver la cabeza a los lados sin derribar la peineta. A continuación cogí un broche de diamantes, con el que trabé varios pliegues en la parte posterior de la peineta, ya colocada. Aquello también me daba un aspecto brillante vista por detrás. Tomé tres claveles rojos de la cómoda y me los sujeté sobre la oreja izquierda. Cuando me levanté, el color rojo de mi vestido realzaba el primoroso diseño de las flores del encaje, que además enmarcaba mi rostro. Los claveles rojos contrastaban con la mantilla negra y con mi cabello, también oscuro. El efecto era exótico y gracioso. Casi sin aliento, me precipité escaleras abajo preparada para el paseo en la hermosa carroza descubierta.

Era una sensación espléndida ir en el landó de Terry con los cascabeles tintineando y resonando por las hermosas, estrechas y tortuosas calles de Sevilla. Los cascos de los caballos repiqueteaban en los adoquines a un ritmo cadencioso. La gente saludaba a nuestro paso, disfrutando de la visión de la majestuosa carroza con los cinco caballos andaluces de pura raza emparejados a la perfección. Los cocheros también despertaban la admiración de los transeúntes: iban sentados en sus respectivos pescantes, muy erguidos y educados, soberbios con sus bufandas de seda coloreadas, las chaquetillas multicolores y las botas y las zahonas relucientes. Los caballos que iban en cabeza eran esbeltos y de color gris oscuro y los tres de varas eran casi idénticos. Este tipo de distribución del tiro era típica en el sur de España, y la llamaban “media potencia”, términos y costumbres que ya no existen en ningún otro lugar de Europa, pero que aquí, durante la Feria, crean un ambiente de nostalgia por los tiempos perdidos.

A la entrada de la plaza de toros, Tomás, Angelita Almenara, Bunting Teba y yo hicimos cola detrás de otros carruajes magníficos y saboreamos el ambiente que nos rodeaba; saludábamos con la mano y hablábamos con los amigos de los coches cercanos. Los caballos, nerviosos e impacientes, se agitaban y piafaban constantemente, haciendo tintinear los cascabeles en millares de tonos diferentes. La gente que se agolpaba en las verjas de la entrada rezumaba excitación y expectación. Las castañuelas sonaban por doquier, los buhoneros anunciaban a gritos su mercancía, las mujeres que vendían claveles rojos gritaban desaforadamente. Y como hacía mucho calor, los puestos improvisados estaban haciendo su agosto vendiendo abanicos pintados a mano y agua helada, que vertían en vasos de papel desde unos anticuados botijos de arcilla. Los hombres que vendían almohadillas para los duros asientos de la plaza no daban abasto para satisfacer la demanda de los asistentes. La tensión del ambiente presagiaba una gran corrida.

(…)




Con el tiempo justo, segundos antes de las seis en punto, entramos en la Maestranza. La arena del ruedo resplandecía como si fuese oro en polvo bajo el cálido sol cuando llegamos a nuestros asientos. Extendí mi mantón de manila, que llevaba enrollado en el brazo, encima de la barrera y luego contemplé la plaza en todo su esplendor. ¡Qué espectáculo tan fascinante! Bordeando el ruedo y sosteniendo un corto tejado, había un círculo de encantadoras columnas de granito, muy viejas, junto a las que se sentaban, en pequeños palcos, hermosas mujeres de todas las edades, deslumbrantes y espectaculares, con peinetas y delicadas mantillas de encaje, blancas o negras; todas lucían claveles en el pelo y agitaban sus abanicos primorosamente decorados. Los chales de seda doblados en artísticos pliegues sobre las vistosas barandillas de rejas daban esporádicas notas de color. Detrás de las mujeres estaban los hombres de pie, atractivos y vestidos de oscuro, que saludaban con la mano y llamaban a sus amigos mientras bebían jerez. La plaza estaba a rebosar y la atmósfera era electrizante. En breves instantes saldrían al ruedo los matadores más famosos de la temporada y se comentaba que los toros pesaban más de quinientos kilos.




La atención del público se centraba en los palcos.

- Todos quieren ver a la princesa Grace –nos explicó Tomás. Mi obsesión por el trabajo me había hecho olvidar que ella y Rainiero asistían aquel año a la Feria.

Junto a nosotros estaba Lola Flores, acompañada por su marido: hablamos apenas unos segundos. Más abajo, también en asientos de barrera, se encontraban Audrey Hepburn, arrolladora, con un vestido blanco y sombrero de paja, y Mel Ferrer. Ella agitaba un abanico negro de encaje genuinamente español y abarcaba con la mirada toda la plaza; era evidente que disfrutaba tanto como yo del pintoresco escenario. (…) Los toros eran bravos y Antonio Ordóñez tuvo una tarde espléndida, aunque la muerte siempre estaba presente en estos casos. Sus pases eran valientes y elegantes y las embestidas del toro, cuyos cuernos rozaban su cuerpo a cada instante, absorbieron por completo mi atención.

(…)

Ya en el yate de los Fribourg, hicimos planes para encontrarnos después de cenar en la caseta de Ybarra, donde según los rumores se celebraría la mejor sesión de flamenco de la noche. No tenía sentido llegar al recinto de la Feria antes que el flamenco estuviera en su apogeo. Solíamos abandonar el palacio alrededor de la una y regresar cada uno por su cuenta entre las cuatro y las ocho de la mañana, y luego dormíamos hasta el mediodía. Mientras estábamos en los toros había llegado Jackie Kennedy, de Madrid en un avión oficial, acompañada por el embajador americano, Angie Duke, y Robin, su bella esposa. La puerta de doble hoja que comunicaba nuestras habitaciones estaba cerrada, por lo que supuse que la señora Kennedy estaba descansando con el fin de recuperar fuerzas para la larga noche que se avecinaba, y decidí hacer lo mismo.





Cayetana me había pedido que la ayudara con Jackie Kennedy, una de sus invitadas de aquel año y a quien no conocía. Antonio Garrigues, el embajador español en Washington, le había propuesto a Cayetana que invitara a la Feria a la ex primera dama norteamericana para hacerle olvidar el trágico asesinato de su esposo hacía solo dos años y medio. Cayetana me había llamado antes que yo saliera de Madrid para preguntarme si tendría inconveniente en que Luis ocupara otra habitación, puesto que llegaría hacia el fin de semana, y así alojaría a la señora Kennedy en la habitación contigua a la mía. “La señora Kennedy no conoce a nadie por aquí. No quiero que se sienta desorientada. Si tú estás cerca, ella tendrá a alguien que le solucione los problemas”.

Le había dicho a Cayetana que me parecía bien. No podía decir mucho más. Añadí que había incluido en mi equipaje ropa de montar para Jackie. Me dijo que Fermín Bohórquez, el rejoneador, había enviado a Nevada, su caballo más espectacular, para que lo montara ella en el desfile diario, y que entre los veintidós huéspedes de la casa estarían algunos de los hombres más guapos de España. Había hecho todo lo posible por asegurarle a su ilustre invitada una feliz estancia.



Alrededor de las doce menos cuarto, vestida con un traje rojo de lunares blancos y con el mantón de Manila que había pertenecido a la abuela de Luis, recorrí la amplia galería del segundo piso para reunirme con los demás en el salón rojo. Mi falda gitana de volantes, rígidamente almidonada, producía tanto ruido con el roce que no me di cuenta de que Jackie me seguía hasta que se colocó a mi lado. Estaba arrebatadora, con un traje de shantung blanco de Oleg Cassini y una torera bordada en rojo, blanco y azul. Se había colocado dos claveles blancos a ambos lados de su reluciente pelo castaño oscuro. Cuando llegamos a la escalera principal, subían Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez. Después de las presentaciones, nos dirigimos todos juntos al salón. Las paredes estaban cubiertas de damasco rojo antiguo y dos hileras de retratos de familia circundaban la habitación. Había una chimenea de leña encendida. Hablamos de caballos, toros y flamenco hasta que, poco después de la medianoche, Gregorio, el mayordomo, anunció que la cena estaba preparada.

En el comedor, la mesa ovalada de caoba, bañada por la vacilante luz de cuatro candelabros de plata maciza, estaba preparada para veinticuatro personas. De la pared colgaba un retrato ecuestre de Cayetana con una de sus tías, la duquesa de Santoña. A Jackie la sentaron entre Luis de Alba y el conde de Teba, que pronto se quedaron prendados de ella. La atención de todos estaba centrada en aquella mujer.



(…)


Cuando nos levantamos de la mesa, todos los varones estaban bajo los efectos de su encanto, mientras las mujeres intentábamos descubrir cómo lo habría conseguido. No sólo era hermosa, acordamos todos, sino que además, y más importante, era muy circunspecta. (…) Una vez finalizada la cena, como Jackie declaró que estaba demasiado cansada para ir a la Feria, yo me marché con los primeros invitados que se dirigían al recinto.

Por encima de las callejuelas que albergaban las casetas, el cielo brillaba con un millón de luces de colores. A ambos lados de la calzada sin asfaltar, los farolillos japoneses iluminaban las pequeñas terrazas de los tenderetes de lona donde resonaba la música de las guitarras y el zapateado. Caminamos despacio bajo la arcada de globos luminosos de papel, entremezclados con una multitud de matronas sevillanas ataviadas con sus mejores galas, jovencitas con largos trajes de volantes, niños retozones disfrazados y gitanos que tocaban ritmos embriagadores golpeando en recipientes de lata. A esa hora, las fiestas flamencas estaban en su mejor momento. Durante toda la semana, Sevilla se dedicaría al jolgorio.




La caseta estaba atestada, pero Antonio Ybarra nos vio y nos hizo señas para que nos acomodáramos en las sillas de la parte delantera. En el pequeño estrado, un gitanillo de unos ocho años bailaba y zapateaba al compás de la guitarra como un auténtico profesional. Uno tras otro, los artistas y algunos invitados que eran bailaores experimentados subieron a la plataforma a bailar por bulerías, fandangos y rumbas gitanas. Para todos los presentes en aquella caseta, el tiempo se detuvo…

(…)

Unas cuatro horas más tarde, todo el mundo se despertaba. Las botas estaban siendo lustradas, las zahonas anudadas, las ropas planchadas. Las mujeres que tenían intención de montar a caballo al estilo amazona iban de una habitación a otra, pidiendo a sus amigos que las ayudaran con las anchas fajas de montar y llamando a las peluqueras para que les hicieran el moño. Los hombres luchaban con las alas de sus sombreros cordobeses de fieltro, que se habían deformado durante el viaje. En las escaleras resonaban las espuelas de acero al raspar las baldosas. En el patio tintineaban los cascabeles de los caballos. Los cocheros estaban todavía sacando brillo a los arreos o poniendo bien las borlas. Todos se encontraban en alguna fase de los preparativos para el desfile de caballos y jinetes de aquel día. (…)



Fuimos al recinto ferial en la carroza de los Alba. El aire era húmedo y caliente y yo sudaba bajo mi chaquetilla de terciopelo verde. Jackie llevaba mi chaqueta de montar de terciopelo rojo, pantalones a rayas y zahonas recamadas; tenía un aspecto magnífico. Cuando Jackie montó a Nevada, el majestuoso caballo blanco, fue todo un espectáculo. Con los sombreros negros de ala ancha inclinados sobre un ojo, el cabello recogido en grandes moños, las chaparreras bordadas coquetamente anudadas por detrás de los muslos, una manta blanca a rayas para el caballo cruzada sobre la perilla de la silla de montar andaluza, iniciamos la marcha con el lento y solemne trote español. Después pasamos a un medio galope cadencioso.

- Aline, este caballo español es una preciosidad –Jackie estaba radiante de alegría-. Tan fuerte, y sin embargo tan dócil.





Montaba como la excelente amazona que era, algo que los sevillanos reconocían mejor que la mayoría de la gente. Los transeúntes se detenían para contemplarla y algunos bajaron a la calzada para verla más de cerca.

- Dime cómo se hacen esos pasos tan elegantes que le han enseñado a este caballo – me dijo Jackie, intentando no prestar atención a la creciente muchedumbre-. Esos pasos largos y esos giros a cámara lenta. Se los he visto en Viena a los caballos lipizzanos, pero nunca había montado uno que estuviera entrenado para hacerlos.

Me incliné hacia un lado y oprimí el flanco de mi montura con las espuelas y a continuación hice lo mismo en el otro costado. El caballo empezó a trotar, levantando mucho las patas delanteras. En cuanto Jackie se puso a hacer lo mismo, los fotógrafos y los admiradores se acercaron más todavía, hasta empujar a nuestros caballos, de modo que todos sus esfuerzos resultaban inútiles.

- ¡Oh, cómo odio las aglomeraciones! –exclamó con desesperación- ¡Y estoy hasta la coronilla de fotógrafos! Vaya donde vaya, me hacen la vida imposible.




El espectacular carruaje del marqués de Atienza, tirado por cuatro parejas de caballos blancos con uno más en cabeza enganchado por una soga de nailon invisible, avanzaba justo detrás de nosotros. Normalmente, la muchedumbre se echaba atrás y se quedaba mirando con reverencia, pero aquel día, en cambio, todos querían estar cerca de la famosa señora Kennedy. La multitud nos rodeaba, empujándose y agobiándonos cada vez más. Nuestras monturas se pusieron nerviosas y empezaron a caracolear. Para empeorar las cosas, hacia nosotros avanzaban, también con dificultad, Audrey Hepburn y Mel Ferrer. Ambos montaban a horcajadas en caballos de la cuadra de Ángel Peralta, el rejoneador más famoso del país. Me di cuenta que Audrey estaba asustada. Había sido arrojada del caballo en una película, pocos años antes y se había roto una vértebra lumbar. De modo que tampoco se estaba divirtiendo, precisamente.

Avanzamos entre el gentío en dirección al estrado de los jueces del desfile. Cualquier fallo en el vestido o en la postura era advertido y los premios se concedían a los que cumplían las normas. Nadie, ni siquiera la primera dama de los Estados Unidos de América, ganaría un premio si había el menor fallo en su indumentaria. Nuestros pantalones a rayas eran un error: mi doncella los había incluido en mi equipaje accidentalmente en lugar de poner los negros pero, afortunadamente, Jackie no lo sabía (…)




El desfile de carrozas y jinetes fue todo un espectáculo. Detrás de algunos jinetes iban chicas sentadas al estilo amazona en la grupa del caballo, con claveles en el pelo, con las largas faldas gitanas de volantes y lunares extendidas artísticamente sobre los lomos del animal. Varios de aquellos atractivos jinetes eran toreros que se habían convertido en las estrellas de la semana, lo que hacía que el desfile fuera más seductor y emocionante para todos. Sobre el respaldo de los asientos de las carrozas se sentaban unas niñas vestidas con trajes de algodón de vivos colores. De un vehículo a otro pasaban las copas de jerez muy frío y de vez en cuando llegaban a algún jinete cercano. La música de las guitarras sonaba procedente de las casetas y, en su interior, grupos de chicas con trajes multicolores bailaban sevillanas. La gente se reía, charlaba animadamente y saludaba a los amigos desde lejos, los claveles volaban por el aire.

La muchedumbre que rodeaba a Jackie terminó por impedirle avanzar. Aquello era muy peligroso. Como caballeros andantes de armadura cabalgando en sus corceles, aparecieron Fermín Bohórquez y Álvaro Domecq y la salvaron milagrosamente del tumulto. Yo sabía que pensaban llevarla al parque de María Luisa, donde podrían montar en paz, lejos del gentío (…)




Hacia las cuatro de la tarde, subimos a la carroza de Cayetana para volver a Las Dueñas a comer. No había hora fija. Uno de los lujos de hospedarse allí era que cada invitado podía llegar cuando le pareciera. Aquel día, sin embargo, los camiones de la televisión y la prensa obstruían las calles que rodeaban el palacio y cuando logramos entrar eran casi las cinco. Los criados nos habían preparado un delicioso bufé, que aguardaba dispuesto sobre la larga mesa del comedor: gazpacho, pescado del Mediterráneo, langostinos y minúsculas gambas del Puerto de Santa María, chanquetes, diminutas angulas de Málaga, gruesos espárragos frescos de Aranjuez, jamón ahumado de Montánchez, lonjas de ternera fría de Salamanca, dulces y fruta. Sin embargo, los que pensábamos asistir a las corrida apenas tuvimos tiempo de probar un bocado.

(…)



Jackie bajaba las escaleras cuando yo salía al vestíbulo. Los caballos estaban inquietos y muchos de los huéspedes ya habían partido en dirección a la plaza de toros. Cuando finalmente nos pusimos en marcha, nuestra carroza tuvo problemas para pasar por la estrecha calle bloqueada por los camiones de la televisión y los periodistas. Afortunadamente, llegamos justo a tiempo. El público se puso en pie para contemplar a la señora Kennedy cuando subió al palco que íbamos a ocupar aquella tarde. La princesa Grace, arrebatadora con su mantilla blanca, estaba en otro palco, un poco más allá. Como la vez anterior, Cayetana y yo desplegamos nuestros chales de Manila bordados sobre la barandilla. Aquello tenía un efecto decorativo sobre la plaza, pero también una finalidad más práctica: los de abajo no podían vernos las piernas (…)





Antonio Ordóñez hizo dos grandes faenas y obtuvo una oreja por cada una; la primera se la dedicó a Grace y la segunda, a Jackie. No se permitía a los fotógrafos tomar fotos durante la corrida, pero cuando salimos de la plaza nada les impidió intentar sacar más fotografías de nuestra famosa invitada, ni siquiera un accidente de coche, en el cual una mujer fue atropellada cuando intentaba cruzar la calle. Los sevillanos hacían apuestas sobre cuál de las dos norteamericanas era la más popular. Los huéspedes de Las Dueñas decidieron que la ganadora era Jackie y aunque el día anterior se habían sentido muy halagados por estar bajo el mismo techo que una celebridad internacional de tanta envergadura, empezaban a sufrir los inconvenientes.

Por la noche, en lugar de ir al recinto ferial, nos fuimos a un gran baile que se celebraba en la Casa de Pilatos, otro magnífico palacio arábigo propiedad de la duquesa de Medinaceli (…)"



La Duquesa de Alba y la ex primera dama norteamericana en la Casa de Pilatos

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