“¡Ni que fuera Osuna!”. Con esta expresión señalaba la sociedad española de la segunda mitad del siglo XIX toda muestra de dispendio exagerado y ostentación rumbosa. Y con estas mismas palabras comienzan la mayoría de las biografías dedicadas al personaje que las propició, don Mariano Téllez-Girón, XII Duque de Osuna, última luminaria de uno de los grandes artificios de la nobleza española de todos los tiempos, la Casa de Osuna, auténtico Estado dentro del Estado, cuyos intereses y propiedades llegaron a extenderse por veinte provincias.
Las armas maternas (Beaufort-Spontin)
Como apunta el especialista Atienza Hernández, “Los que comienzan siendo condes de Ureña en el siglo XV, pasan a ser duques de Osuna en el XVI, integrando gran cantidad de títulos desde finales del XVIII y, sobre todo en el XIX, acumulando prestigio social, económico y político, de tal manera que sus rentas, junto a las de la Casas de Medinaceli, significan el 22 por ciento del total de las rentas nobiliarias nacionales”.
De doña María Josefa de la Soledad de la Portería Alfonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente, heredó su nieto Téllez-Girón el gusto por el lujo y el despilfarro. Mujer de vivo carácter, rebelde y orgullosa, ilustran la personalidad de “la más encopetada dama de España” las anécdotas que siguen. Una vez recibió la visita de un embajador, en cuya casa había escaseado el champaña durante una fiesta, y ordenó desenganchar los caballos de su carruaje, obligando a que los animales abrevaran en cubos repletos de tan costosa bebida. Siempre según la leyenda, en una ocasión en la que celebraba una partida de cartas en su casa, como alguien extraviara una moneda en el suelo y hubo que interrumpirse el juego, la aristócrata encendió una pira con billetes de curso legal con la que iluminar convenientemente la estancia y acelerar la búsqueda de tan insignificante “adminículo”.
El XI Duque de Osuna, Pedro Téllez-Girón, hermano mayor e inmediato antecesor de Mariano
Su nieto Mariano Téllez-Girón, auténtico exterminador del patrimonio familiar, era un segundón, pero las muertes de su padre y su hermano mayor (X y XI duques de Osuna, respectivamente) lo convirtieron en el hombre más rico de la Península. Heredó catorce grandezas de España, cincuenta y dos títulos, cuatro principados y unas rentas que ascendían a cinco millones de pesetas anuales, cantidad astronómica para la época; además de los doce millones de reales en oro, castillos, palacios y obras de arte.
Como señala Sánchez-Mora: “Suyos eran los palacios del Infantado, en Guadalajara; el de Mendoza, en Toledo (Hospital de Santa Cruz después); los de Benavente, Manzanares, Osuna, Béjar, Pastrana, Gandía, el de Arcos, en Sevilla y el de Beauraing, en Bélgica, que él mandó reconstruir. La Alameda, en los alrededores de Madrid, y la magnífica posesión de Aranjuez. En Madrid tenía varios palacios, todos ellos regios. Pero él prefirió el de las Vistillas –hoy derruido- (…) descollando en él la magnificencia del patio de honor. Tapices, esculturas, reposteros, armas y valiosísimos muebles y lienzos adornaban el palacio. Cuadros de Tintoretto, Teniers, Rubens, Tiziano (…). Lienzos de Van Dyck, Carnicero, Pantoja, Bayeu (…) La famosa Biblioteca del Infantado, con más de sesenta mil volúmenes; la armería; las caballerizas, con magníficos caballos de carrera, posta, tiro; maravillosas carrozas esmaltadas y –noble gesto de auténtico prócer- el hospital que don Mariano hizo construir para su servidumbre, viejos o enfermos”.
¿Y qué dejó a su muerte? Cuarenta y tres millones de pesetas de pasivo, cifra casi nueve veces más astronómica que la que heredó.
La Alameda de Osuna, “El Capricho”, heredado de su abuela Benavente
El origen de tamaña hazaña tuvo lugar en el Cuerpo de Guardias del rey, donde desde 1833 era cadete supernumerario cuando llevaba el título de marqués de Terranova, que le había cedido su hermano Pedro, XI duque de Osuna. Su ascensión dentro de la institución militar resultó meteórica una vez consumado el conflicto carlista. Sin embargo, su salud no era buena y se vio obligado a pedir una real licencia para restablecerse.
A principios de 1838 fue nombrado caballero de la embajada extraordinaria que debía acudir a Londres a la coronación de la reina Victoria. Don Mariano realizó el viaje de París a Londres en una diligencia, “ya que los elegantes detestaban el viaje en tren, no por el peligro, sino por ver sus delicadas levitas y claros pantalones manchados por el humo y el carbón”. Y añade Sánchez-Mora que “en la corte inglesa, que en aquella ocasión no estuvo a la altura de su tradicional elegancia, don Mariano fue un auténtico dandy gomoso y estirado; los bigotes en punta y el aire altanero y un tanto impertinente; hueco, ampuloso y leve, está como deslumbrado por su propio brillo”.
Don Mariano en traje de calle
Instalado en París recibió la noticia de la muerte de su hermano, situación que convirtió la afectada elegancia del marqués de Terranova en un delirio de grandeza que terminaría por provocar otro lapidario comentario: “Osuna se ha vuelto loco, creyéndose Osuna”. Decidió instalarse en el palacio de las Vistillas, donde ordenó acometer toda clase de suntuosas reformas, con el fin de que su residencia estuviera a la altura de su alcurnia.
El inmenso edificio construido por la bisabuela de Mariano, princesa de Salm-Salm y duquesa viuda del Infantado, era austero en su fachada, pero su interior rebosaba magnificencia y lujo. Del completo entramado protocolario que se vivía entre sus muros da cuenta un testigo que asegura que quien deseaba ver al duque debía pasar previamente por portero, lacayos, portero de estrados, secretario particular, etcétera, al tiempo que desfilaba por innumerables dependencias en cuyas puertas podía leerse: Secretaría, Archivo, Tesorería, Contaduría…
Osuna en el palacio de las Vistillas
Todos los palacios de su propiedad, dentro y fuera de España, tenían la orden de servir la comida cada día, “igual que si el señor duque asistiera a ella”. Según ciertas hablillas, tan excéntrica y costosa exigencia tuvo su origen un día en que llegó el señor duque a uno de sus palacios y no encontró listo el almuerzo. Y lo mismo ocurría con los carruajes del duque, obligados a permanecer apostados durante horas todos los días en la estación ferroviaria, aunque don Mariano estuviese en el extranjero.
Ni que decir tiene que don Mariano viajaba siempre en trenes especiales. En una ocasión en que se encontraba comiendo con unos amigos en las Vistillas, como uno de los invitados luciera una elegante corbata francesa que a él le gustara, mandó fletar en dos horas un tren especial a París en el que viajó su mayordomo, con el único objeto de comprar una corbata exactamente igual. Pese a ser tan puntilloso en lo referente a la hospitalidad, aunque siempre tenía un buen número de invitados en sus comedores, con frecuencia prefería permanecer en sus habitaciones. En la casa de París “comieron muchos habituales que jamás llegaron a ver al duque de Osuna, su anfitrión”.
Al duodécimo duque de Osuna debe España la importación de los caballos de raza anglo-árabe y las carreras de caballos. Incluso parece ser que los primeros caballos españoles de la prestigiosa Escuela de Equitación de Viena salieron de las cuadras de don Mariano.
El XII duque de Osuna en traje de ceremonia
No obstante, no fue hasta 1852, año en el que es nombrado embajador extraordinario para representar a Isabel II en los funerales de Lord Wellington, cuando toda Europa comenzó a hablar de su ostentoso modo de vida. Su fama creció de tal forma que en 1857 la reina no dudó en enviarlo como ministro plenipotenciario a la coronación del zar Alejandro II de Rusia, país con el que España había roto sus relaciones diplomáticas.
Don Juan Valera, que acompañó al duque de Osuna en calidad de secretario, dejó un valioso testimonio escrito de este viaje: “Viajamos a lo príncipe. Paramos en las mejores fondas y tenemos coches, criados, palco en los teatros y cuanto hay que desear. Los miramientos, las delicadas atenciones y la noble bondad con que nos tratan, así al ayudante como a mí, exceden todo encarecimiento (…) Harto claro se ve que su nombre suena bien en los oídos de esta gente del Norte, mucho más aristocrática que nosotros o, por lo menos, no tan envidiosa y sí mejor educada…”
A causa de las bajas temperaturas, Osuna gasta una fortuna en pieles para él y sus criados, a tal punto que su secretario particular, el señor Benjumea, “va tan empellizado y tan raro, que en una estación del camino por poco se le comen los perros, tomándole por alimaña del bosque…”. El duque y su séquito pasaron por Bruselas, por Münster, por Varsovia y, una vez en San Petersburgo, Osuna no tardaría en convertirse en el extranjero “mimado” de la corte zarista.
La ceremonia de coronación del zar Alejandro II
“El palacio es inmenso y rico –escribe Valera-, pero de muy mal gusto y de una extravagancia churrigueresca. Para llegar desde nuestro cuarto al salón en que nos recibió el Emperador, tuvimos que andar, siempre en línea recta, cuatrocientos cincuenta y siete pasos, que mi compañero Quiñones, que es matemático, tuvo la paciencia de contar, y atravesamos veintiocho salones a cuál más lujoso. Los esclavos negros nos abrían las puertas de par en par en cuanto nos acercábamos. Dos de mitras y plumas nos precedían. El gran maestro de ceremonias marchaba al lado del duque. Al mío un acólito del maestro de ceremonias. El duque iba resplandeciente como un sol, todo él lleno de relumbrones collares y bandas. Su Excelencia comió al lado derecho del Gran Duque Constantino, que a su vez estaba al del Emperador y cenó al lado de Su Majestad la Emperatriz. Después de tantos agasajos y honores nos volvimos a nuestros cuartos, nos quitamos las galas y regresamos a Petersburgo en un tren especial del ferrocarril que hay desde aquí a aquel sitio. Eran las tres de la madrugada.”
El 22 de diciembre Alejandro II le concedió la Gran Cruz de San Alejandro Nevski y luego el Gran Cordón de San Andrés. Pero además le dio el trato de embajador, situando su preferencia después de la del embajador de Francia. ¿Cómo responde Osuna a todas estas atenciones? Doblando las atenciones recibidas, despilfarrando y deslumbrando a la corte más deslumbrante del mundo por aquel entonces, donde en los bailes multitudinarios se exponían en vitrinas las joyas que las anfitrionas no podían colgarse encima.
Osuna gastaba a diario grandes sumas de dinero en flores para las damas de la corte, regalaba abanicos antiguos a centenares, fletaba trenes especiales desde España cada vez que el zar mostraba la más mínima curiosidad por el país ibérico: hasta Rusia llegaron un cazador de osos asturiano, galgos, plantas tropicales, flores de Valencia… Pero como Osuna seguía siendo un Pimentel y éstos no conocían la humildad, también tenía desplantes propios de su aristocrática soberbia.
Ceremonia en la corte zarista de Alejandro II
En cierta ocasión, se puso de moda hablar de un maravilloso zorro azul recién descubierto en una inhóspita zona de Siberia. Fue tanto el interés que despertó este raro animal que el zar financió una expedición para cazar cuantos ejemplares pudieran encontrarse. La expedición, sin embargo, fue un éxito a medias, porque con las pieles de los zorros cazados sólo pudo confeccionarse una taluna, es decir, una capa corta que, naturalmente, fue entregada a la zarina. Parece ser que la taluna era tan hermosa que causó la envidia de toda la corte. ¿Y qué hizo Osuna? Financió secretamente una expedición idéntica a la del zar, con la fortuna de que la cantidad de zorros azules obtenidos dio para confeccionar dos flamantes pellizas… que regaló a su cochero y a su lacayo.
Pero fue más humillante aún el caso del conde Orloff. Era Orloff de granada cuna, además de poseer una de las mejores yeguadas del mundo, con cruza de caballos árabes y daneses, algunos de los cuales habían costado 15.000 duros de la época. Los caballos de Orloff tenían fama de ser los más rápidos del planeta, “por ser los únicos capaces de lograr la mayor velocidad conocida en caballos enganchados a trineos: cuatro kilómetros en siete minutos…” Pues bien, como cabía esperar, Osuna se encaprichó con uno de estos animales. Quiso comprarlo a cualquier precio pero Orloff se negó a vender, incluso puso en duda que Osuna tuviera el dinero suficiente para comprar uno de sus caballos.
Pero Osuna supo esperar. Aprovechando una ausencia del conde, consiguió que la condesa le vendiera el caballo deseado. De regreso, Orloff corrió a la casa de Osuna para deshacer el trato.
- Lo siento –contestó el duque-, pero el caballo está haciendo servicio.
- ¿Dónde? –preguntó el conde.
- Allí, mírele.
Y asomándose al balcón, Orloff pudo comprobar que su caballo daba vueltas a una noria del huerto de Osuna, con las crines y la cola cortadas y un pañuelo tapándole los ojos. Sobra decir que los caballos españoles del duque llevaban herraduras de plata y campaban libres y altivos por la finca.
Osuna a caballo
El palacio donde se había instalado el duque deslumbraba por su espléndida decoración y su exótico jardín, en el que abundaban las plantas tropicales, arbustos y trepadoras, cultivados a su temperatura por medio de estufas de leña. Las fiestas que Osuna daba allí encandilaban a los nobles rusos, porque eran propias de “Las Mil y Una Noches”. Incluso al final de una de ellas Osuna hizo arrojar “la vajilla de oro a las profundidades del Neva, para asombro de algunas docenas de convidados”.
Aunque la anécdota tiene más visos de leyenda que de realidad, hubiera sido posible en la persona de Osuna. Hombre altivo, pero no muy inteligente, Osuna se dejaba estafar por quienes lo rodeaban. No se trataba de algo voluntario, simplemente, era el precio que debía pagar por tanta adulación y admiración. Su nobleza era tan poco común, como su desapego por los bienes materiales. Consideraba que el oro era tan vil como el hombre que se preocupaba de conseguirlo a cualquier costa. Aquel que trabajaba y se esforzaba para enriquecerse era un mentecato que merecía ser esclavo de un buen despilfarrador. En una palabra, Osuna no conocía la necesidad, así que la ignoraba y la despreciaba, particular idiosincrasia que no tardará en llevarlo a la ruina.
Pero mientras ésta llegaba, el duque vivía preso de una frenética actividad. “Es incansable y no se comprende cómo no cae muerto de fatiga”, cuenta Juan Valera. “No duerme ni reposa; se viste y desnuda seis o siete veces al día y no hay fiesta en que no se halle ni persona a quien no visite, con lo cual, con toda la cápila de sus títulos y su grande cortesanía, le tiene ganada la voluntad a los rusos. Anoche volvió a casa a las tres o las cuatro de la madrugada y a las siete ya estaba vestido para ir con el Emperador a la caza del oso.”
Botón de plata de una levita, con las armas ducales grabadas
En 1861 Mariano se traslada a Berlín para asistir a las fiestas de coronación de Guillermo I. El boato exhibido por Osuna es tal, que el rey de Prusia instituye para él la Orden del Águila Roja, que llevaba aparejada un collar de diamantes. En otra ocasión, de visita en Londres, pretende a la hija del Conde de Jersey, pero ésta lo rechaza abiertamente, llegando a decir que “El duque de Osuna es aburridísimo. Me hace visitas de dos y tres horas y jamás le oigo nada interesante”. Lo que no deja dudas sobre la mediocre personalidad y escaso atractivo interior del duque: no es más que un bonito envoltorio.
Sin embargo, el noble español encuentra definitivamente pareja en Viena: María Leonor Crescencia Catalina de Salm-Salm, princesa del Sacro Imperio Romano, con la que contrae matrimonio el 4 de abril de 1866 en Wiesbaden. Era veintiocho años mayor que la novia, por lo que el idilio dura apenas unos meses. La joven princesa de Salm-Salm es aún más derrochadora que su marido, de modo que los administradores de tierras y rentas de la Casa de Osuna se ven obligados a aumentar las contribuciones.
Estandarte de la dinastía de Salm-Salm
El maná comenzaba a escasear, así que se encargó a Bravo Murillo, en su calidad de especialista financiero, que analizara la situación y emitiera un diagnóstico. El consejo del ministro fue claro y determinante: había que recortar gastos, ahorrar cuanto se pudiera. Osuna, incapaz de llevar a cabo una simple suma, acostumbrado a despreciar bandejas repletas de oro (cabe señalar que nunca cobró alguno de los sueldos que por sus numerosos cargos públicos le hubieran correspondido), prefirió recurrir al crédito, con lo que a la larga su situación financiera empeoró.
En esta huida hacia la debacle tuvo aún tiempo de gastar 125.000 pesetas en un baile y otras 160.000 en una fiesta de Navidad a la que asistieron sólo doce invitados. Por último, volvió a representar a la corona española en la boda del príncipe Guillermo de Alemania con la princesa de Schleswig-Holstein. El duque marchó hacia Alemania en uno de sus trenes especiales, acompañado de su joven esposa y de todo su fasto. Pero ya no regresaría a España. Se refugiaría definitivamente, sabiéndose arruinado, en su castillo belga de Beauraing, donde murió el 2 de junio de 1882. La residencia fue sacada tras su muerte a pública subasta.
El castillo de Beauraing, en Bélgica
Trasladado el cuerpo al panteón familiar de la villa de Osuna, la viuda encargó un suntuoso féretro en el que aparecían grabadas más de dos mil palabras que registraban todos los títulos del difunto y que luego, asfixiada por las deudas, rehusó pagar. Quedaba así enterrado quien había sido el mayor contribuyente del Estado y luego había descendido a los niveles más bajos de la ruina.
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