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jueves, 9 de septiembre de 2010

El día de la Reina

Hoy hablaremos de un día habitual en la vida de las tres últimas soberanas consortes del Antiguo Régimen, la de Luis XIV, la de Luis XV y la de Luis XVI.


La corte de damas de la reina, sin contar a la superintendente, se componía de catorce personas. La primera, única en su especie, era la dama de honor. No se apartaba de la soberana, a quien acompañaba de la mañana a la noche, desde que se levantaba hasta que se acostaba. La dama de honor recordaba a la reina sus obligaciones cotidianas, le evitaba todo error de etiqueta o protocolo, por lo que debía ser perfecta conocedora de los arcanos cortesanos. Luego estaba la azafata o dama de tocador, que tenía por misión velar sobre el inmenso guardarropa real; con la reina, elegía los atuendos, la ayudaba a vestirse y luego a cambiarse, lo que ocurría varias veces por día. Las damas de palacio eran doce: debían asistir a la dama de honor, rodear a la reina en sus ceremonias, acompañarla en sus desplazamientos. Servían por turnos rotativos de dos en dos. Por consiguiente, cada una de ellas cumplía su turno cada seis semanas, pero si ellas lo querían o si la reina expresaba el deseo, podían asumir sus funciones aunque no les correspondiera esa semana.


La consorte española


María Teresa de Austria, además de las damas francesas que le fueron asignadas cuando contrajo matrimonio, tenía una camarera española que hacía las tareas de doncella y dama de tocador y una damisela enana que, además de dama de compañía, hacía de bufón de corte. Asimismo, el duque de Beaufort le obsequió el mismo año de su llegada a Francia un niñito del Sudán que le tocaba música y la divertía.


La reina, devota, murmuraba sus primeras oraciones antes de levantarse. Su camarera la calzaba y la envolvía en una bata hasta que los pajes traían el agua, la palangana, el jabón de Venecia y los perfumes para las primeras abluciones. Una taza de chocolate era su primer desayuno. Luego entraba en escena la dama de tocador para ponerle su camisa, vestirla con una falda de seda blanca tan estrecha que se ajustaba a sus formas y ajustarle un corsé ligero de tela fina pero bien provisto de ballenas y ajustado por medio de lazos, para afinar la cintura.


La azafata peinaba entonces sus magníficos cabellos, los pajes traían las enaguas y el vestido que había elegido la reina asistida por su camarera española; después, la dama de compañía le colocaba las joyas en el peinado y la garganta, le alcanzaba los guantes y le daba el toque de perfume. Finalmente, escoltada por su dama de honor y su escudero y seguida por Nabo, el negrito sudanés que le llevaba el misal, María Teresa se dirigía a los aposentos de la reina madre, su suegra.


Luego de unos minutos de salutaciones, ambas reinas, rodeadas de sus damas –los domingos se le sumaban los gentileshombres de sus casas- atravesaban los aposentos del Louvre hacia la capilla, donde se encontraban con el rey para asistir a la misa de diez. De regreso a su habitación, la reina conversaba con sus damas, jugaba con Nabo o su enana, tocaba la guitarra, siempre rodeada de su séquito. Acostumbrada a la penumbra de los palacios españoles, donde las personas reales recibían una especie de culto, María Teresa no se adaptaba a las continuas corrientes de aire de la vida en los palacios franceses, que cualquier cortesano podía atravesar cuando quería. En los primeros tiempos del matrimonio la corte, itinerante, iba del Louvre a Vincennes, a Saint-Germain, a Compiègne y finalmente a Fontainebleau, con un breve intermedio en Versailles, donde Luis XIV se proponía construir el palacio más magnífico del mundo y donde, mientras tanto, daba fiestas en el parque del pequeño castillo construido años atrás por Luis XIII.


Ya instalada en el nuevo palacio de Versailles, la reina almorzaba con el rey en público y luego paseaba por los jardines o salía a cabalgar. Era una excelente amazona. En sus flamantes grandes apartamentos se habían instalado mesas de juego donde, previo a la cena y con el círculo real resplandeciente de joyas, se jugaba cartas y se oía música.


En tiempos del Rey Sol, la cena de gran gala reunía obligatoriamente a todos los miembros de la familia real, todos los Borbón-Condé, todos los Borbón-Conti. El rey, ubicado en una cabecera, se sentaba en un sillón ligeramente elevado mientras en la tribuna se hacían oír las doce violas y los doce violines. Esa cena duraba casi dos horas, era mortalmente aburrida. Cada servicio de alimentos era presentado y probado previamente por un séquito de veedores de viandas. Se presentaban en la mesa alrededor de cincuenta platos diferentes.


Antes de irse a la cama nuevamente, María Teresa permanecía un largo momento en su oratorio.


La consorte polaca

María Leczinska se levantaba a las ocho de la mañana. Recibía enseguida la visita de su primer médico y de su cirujano. Luego de ponerse una bata se dirigía, acompañada por el capellán en cuarto, hacia el pequeño oratorio que había hecho instalar en su habitación. Después se sentaba en un sillón y la primera doncella le traía su desayuno, frugal: una simple taza de chocolate o a veces de café. Entraban entonces su dama de honor y la superintendente para asistirla en el petit lever, abluciones que serán largas y completas cuando la reina disponga de su propio cuarto de baño.


En el grand lever, o gran ceremonia después de levantarse, estaban presentes todas sus damas de palacio. Para vestir a la reina, la asistía la dama de turno durante ese trimestre. Pero el protocolo indicaba cuidar las precedencias y si una princesa de sangre real llegara a entrar en ese instante, a ella le correspondía el honor de tenderle la camisa. Las damas de atavío se encargaban de su arreglo personal, le ponían rouge en las mejillas, le arreglaban la peluca que elegía la soberana y luego la cubrían con una mantilla, un pañuelo de cabeza o hasta una toca.


El gusto de la reina por esa clase de tocados causaba asombro. ¿Pretendía envejecerse? Nada de eso; solamente tenía frío. Esa princesa del Norte debería estar habituada a los rigores del invierno, pero precisamente en Polonia sabían defenderse de él. En Versailles las chimeneas tiraban mal: en ellas se quemaban troncos de árboles enteros pero uno se asaba junto a ellas y se congelaba a veinte pasos de distancia. La consecuencia era que todos se resfriaban constantemente. Por eso María se cubría la cabeza para atravesar los salones y la Galería de los Espejos (Gallerie des Glaces), que bien merecía su mote de “galería de los hielos” (glaces).


En efecto, después de ponerse un vestido de cola, la reina atravesaba los grandes aposentos para saludar al rey, escoltada por su caballero de honor, su escudero y una o dos damas que le llevaban la cola. Luego regresaba a sus aposentos para cambiarse nuevamente de vestido. María tenía una gran variedad de ellos, aunque no era coqueta como lo sería su sucesora. Cuando le ofrecían nuevos modelos, siempre comenzaba por preguntar el precio y los que llevaba eran semejantes a los de las damas de su Casa.


Al finalizar la mañana la reina permanecía habitualmente en sus habitaciones, las cuales, gracias a una nube de doncellas, habían recuperado su aspecto solemne. En el gran gabinete concedía sus audiencias particulares. Al fondo del salón, frente a las ventanas, se encontraba el sillón de la reina y los taburetes reservados exclusivamente a las duquesas. Las otras damas de su casa permanecían de pie, salvo la esposa del caballero de honor que tenía derecho a una pequeña alfombra cuadrada en la que debía estar bastante incómoda. ¿Pero qué no se aceptaba para gozar de un privilegio real? En la cámara de la reina, apoyada en una inmensa mesa de mármol, María recibía en audiencia especial a los embajadores, a sus esposas y a personas importantes que habían obtenido el favor de una entrevista. Si no tenía ninguna obligación, escribía o conversaba con las damas de palacio.


Un poco antes de mediodía la reina oía misa en la capilla, con el rey y todos los cortesanos. Excepto fiestas muy importantes, el oficio era breve, de aproximadamente media hora. La reina y su séquito regresaban, ya sea a la cámara, a la antecámara o al gabinete, donde todo estaba listo para la comida. María almorzaba sola, rodeada de un semicírculo de damas y gentileshombres que la observaban comer. Los oficiales de boca le presentaban las fuentes y ella se servía abundantemente; cuando deseaba beber, el jefe de escanciadores exclamaba: “¡De beber para la reina!” y de inmediato se organizaba un pequeño ballet. Con paso solemne, cuatro escanciadores se dirigían hacia un trinchante. Uno de ellos tomaba la jarra de agua, otro la de vino, los otros dos las copas. El catador cumplía con su oficio. El pequeño grupo se acercaba a la mesa, se inclinaba en una profunda reverencia, vertía el agua y el vino. Al fin la soberana podía calmar su sed; había aguardado más de cinco minutos pero el respeto al protocolo le había enseñado a ser paciente. Al concluir el almuerzo, se lavaba las manos en un aguamanil y se levantaba de la mesa. Las damas de palacio iban a comer a su vez mientras la reina descansaba.


En la tarde, si sus obligaciones no incluían ni audiencia solemne ni ceremonias, María paseaba por el parque, siempre escoltada por su caballero de honor y su escudero. Las damas la seguían a alguna distancia. Luego de admirar los estanques y las estatuas, regresaba hacia sus aposentos sobre las cuatro o las cinco y dedicaba el tiempo que precedía a la cena a sus distracciones favoritas, la música y las cartas.


Finalmente, estaba la cena de gran gala, que se servía a las ocho de la noche. Luis XV había simplificado el ritual de su bisabuelo: solo asistían a la comida de gala los miembros de la familia real presentes en el palacio y se prescindía casi siempre de la música. El rey narraba los incidentes de su partida de caza; la reina, tímidamente, hablaba de sus paseos. Sin ser animadas, las conversaciones eran agradables y la cena duraba poco más de una hora. Algunos privilegiados, sentados aparte, cumplían el papel de comparsa muda. Luego se volvía al salón de juego, pero tanto al rey como a su esposa les agradaba acostarse temprano.


La consorte austríaca

El día de María Antonieta en Versailles empezaba a las ocho. Una dama de guardarropa entraba y depositaba una cesta cubierta, denominada el apresto del día, conteniendo camisas, pañuelos y cepillos, y comenzaba a hacer el servicio. La primera dama de atavío alcanzaba a la reina, que se despertaba, el libro del guardarropa. Trozos de tela estaban pegados en cada página, con la descripción resumida del vestido en cuestión. Con la ayuda de alfileres, la reina señalaba sus vestidos para los distintos momentos del día, desde la audiencia privada de la mañana hasta la cena en los apartamentos de Monsieur.


Realizado este “trabajo”, tomaba un baño en una tina en forma de zueco que se trasladaba a su habitación. No desnuda, sino envuelta en una gran camisa de franela inglesa. Una taza de chocolate o de café era su desayuno, que tomaba en la cama cuando no se bañaba. A su salida del baño, sus damas le ofrecían pantuflas de bombasí guarnecidas de encajes y colocaban sobre sus hombros una bata de tafetán blanco. Era la hora en que, recostada o levantada, recibía a los primeros cortesanos con derecho de entrada que tenían audiencia con ella. Por derecho, entraban el primer médico de la reina, su primer cirujano, su médico ordinario, su lector, su secretario de gabinete, los cuatro primeros ayudas de cámara del rey.


A mediodía se realizaba su atavío de presentación, el lever oficial. El tocador se llevaba al centro de la habitación. La dama de honor presentaba el peinador a la reina; dos damas vestidas con ropa de ceremonia reemplazaban a las dos damas que habían servido durante la noche. Entonces empezaban, con el peinado, las Grandes Entradas. Se colocaban asientos plegadizos en círculo a su alrededor en los que se colocaban la superintendente, las damas de honor y de atavío, la gobernanta de los infantes de Francia. Entraban los hermanos del rey, los príncipes de la sangre, los capitanes de la guardia, los altos funcionarios de la corona. Únicamente para los príncipes de la sangre insinuaba el movimiento de levantarse, apoyándose con las manos en el tocador.

Después venía la vestimenta del cuerpo. La dama de honor pasaba la camisa y vertía el agua para el lavado de las manos; luego la dama de atavío pasaba el faldón del vestido, ponía la pañoleta, anudaba el collar. Cada día la camisa le era colocada por una dama determinada, pero si por casualidad entraba a la habitación otra de un rango superior, le pasaba el derecho de colocársela. Menos paciente que sus predecesoras, María Antonieta decidirá a los pocos años de su reinado que la primera dama presente le alcance la camisa. Una vez vestida, la reina se colocaba en el centro de la habitación y firmaba los contratos presentados por el secretario de los mandatos; daba su venia a los coroneles para retirarse y, rodeada por sus damas de honor, por sus damas de palacio, por su caballero de honor, por su escudero y sus capellanes, avanzaba. Las princesas de la familia real, que llegaban seguidas de toda su casa, se le sumaban en la galería y el cortejo se dirigía a misa. La reina se ubicaba entonces con el rey en la tribuna.


Al regreso de misa, la reina debía comer todos los días a solas con el rey en público, pero en realidad esa comida pública no tenía lugar más que el domingo. El jefe de servicio de la reina, armado de un gran bastón de seis pies adornado con flores de lis de oro y con empuñadura en forma de corona, anunciaba que estaba servida, le entregaba el menú y, durante todo el tiempo que duraba la comida, permanecía detrás de la soberana, ordenando servir y levantar el servicio de la mesa.


La reina regresaba después a su apartamento y, luego de haberse quitado el miriñaque y la enagua, se pertenecía a sí misma únicamente entonces, tanto como lo permitía la presencia en ropa de ceremonia de sus damas, que tenían derecho a estar siempre presentes y acompañarla a todas partes. Eran horas dedicadas a la libertad, al juego de billar o de cartas, a la música, a la conversación. En sus gabinetes interiores, detrás del apartamento oficial, la reina recibía a sus amigos y a los proveedores. Las tardes en el Trianón traían la comodidad en las costumbres: los invitados de la reina llegaban a las dos para almorzar y regresaban a Versailles a medianoche para acostarse. Todo ese tiempo había ocupaciones campestres: merienda sobre la hierba, pesca en el lago, bordado e hilado en la rueca, juegos de granja en el Hameau.


Las noches de María Antonieta, luego de la cena temprana, incluían reuniones sociales de la más variada índole, desde una velada en la Opera de París hasta una partida de cartas en el apartamento de la princesa de Lamballe. Si había un acontecimiento oficial, como la visita de un soberano extranjero, era pretexto para una mascarada, un baile de gran fasto o un concierto en la gran galería. El rey gustaba acostarse sobre las once de la noche, pero la reina, la mayor parte de las veces, no se iba a la cama antes de la una de la madrugada.

sábado, 7 de agosto de 2010

María Antonieta, la Reina

Pocas mujeres en la Historia han suscitado tantas polémicas como María Antonieta de Francia. Ensalzada por unos, vituperada por otros, ningún historiador ha pasado indiferente a su lado. Unos sólo ven en ella a una superficial princesa, prototipo de una época decadente. Otros la consideran modelo de esposa y madre, refinada diplomática, eminencia gris de un rey inepto o aborrecible traidora. Libros y películas han procurado transmitir el verdadero rostro de esta esplendorosa mujer del siglo XVIII que alcanzará el punto máximo de grandeza al enfrentar con dignidad la revolución y luego la muerte.

Hija y hermana de emperadores, esposa de rey y madre de príncipes, la princesa real de Hungría y de Bohemia y archiduquesa de Austria, luego reina consorte de Francia y de Navarra y finalmente reina de los franceses, Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen formaba parte de un impresionante árbol genealógico. La decimoquinta hija de la pareja imperial de Austria casó con el Delfín de Francia en plena adolescencia para sellar una alianza política. La boda, realizada en mayo de 1770, fue la última gran fiesta del Antiguo Régimen. “Pese a la miseria general –escribe el duque de Croy-, como la corte de Viena había dado grandes fiestas, la de Francia quiso sobrepasarla. No todos los días un delfín se casa con la hija de un emperador…”. Ese mismo día se produjo un escándalo de protocolo: las princesas de Lorena, alegando su parentesco con la nueva Delfina, se permitieron bailar antes que las duquesas, grandes damas de la nobleza de Francia, que murmuran ya contra "la Austr
íaca". El esplendor de su frescura no encajaba con aquella corte envejecida de envidia, celos y corrupción.

Su llegada avivó también los celos del pequeño mundo de la nobleza versallesca y de las múltiples y dudosas alianzas; pero la joven Delfina tenía miedo de acostumbrarse a su nueva vida. Su espíritu se plegaba mal a la astucia de la "vieja corte" y al libertinaje del rey Luis XV y de su maitresse en titre, Madame du Barry. Su marido la evitaba, ella trataba de amoldarse al protocolo y a la etiqueta cortesana, a la que aborrecía.

Habían dado a la delfina como mentora y dama de honor a la rígida condesa de Noailles, para quien la etiqueta de Versailles era sacrosanta. María Antonieta no percibía el verdadero fin de esas reglas, en verdad pesadas, pero que habían sido instituidas para imponer respeto y preservar la reputación de reinas y princesas no dejándolas solas jamás. Aunque había nacido Habsburgo y había sido criada con el entrenamiento de una archiduquesa en los palacios reales de Hofburg y Schönbrunn, la joven soportaba difícilmente aquellos usos. Madame de Noailles la reconvenía sin cesar, la llamaba al orden, le infligía insípidos discursos en lugar de instruirla dulcemente en sus nuevas obligaciones. Pronto la apodó “Madame l’Etiquette”, sobrenombre que dividió a la corte. Un día en que, habiendo montado un asno, se cayó de él, dijo riendo: “Id a buscar a la señora de Noailles, ella nos dirá lo que ordena la etiqueta cuando una reina de Francia no sabe sostenerse sobre asnos”.
Luis XV se había dejado encantar por la mujer de su nieto. Sus ojos, cansados de trajes de ceremonia, descansaban sobre los vestidos de gasa vaporosos y ligeros, que hacían parecer a la delfina como “la Atalanta de los jardines de Marly”. María Antonieta iba y venía llenando todo Versailles de movimiento y de vida. Paseaba y derramaba en torno de sí juventud, ingenuidad, expansión, travesura. Siempre revoloteante, pasaba como un relámpago, sin preocuparse ni por su cola ni por sus damas de honor. No caminaba, corría. No abrazaba a las personas, les saltaba al cuello. No reía en el palco real ante una buena representación, estallaba en carcajadas. Su actitud ligera e insolente escandalizaba a unos e irritaba a otros.
El 10 de mayo de 1774 Luis y María Antonieta se convierten en reyes, pero su comportamiento no cambia mucho. Desde el verano de 1777 las primeras canciones hostiles empiezan a circular. María Antonieta se rodea de una pequeña corte de favoritos, suscitando las envidias de otros cortesanos, multiplica su vestuario y las fiestas, organiza partidas de cartas como el lansquenet y el faraón, donde se realizan grandes apuestas. Su bondad de corazón, su espontaneidad generosa, agravaban su manía de disipación.

María Antonieta intentó influir en la política del rey nombrando y destituyendo ministros caprichosamente o siguiendo los consejos de sus amigos, guiados por el interés. El barón Pichler, secretario de la emperatriz María Teresa, resumía con mucho tacto la opinión general y escribía: "Ella no quiere ser gobernada, ni dirigida, ni siquiera guiada por las personas entendidas. Esta es la cuestión hacia la cual todos sus pensamientos parecen, hasta el presente, estar concentrados. Fuera de esto, no reflexiona demasiado, y el uso que ha hecho, hasta el momento, de su independencia es evidente, pues sólo se ha preocupado de la diversión y la frivolidad".

Mientras el rey renunciaba a sus perritos y disminuía la caballería, la reina dobló su caballeriza: sus trescientos caballos costaban 200.000 libras. Luis XVI le había regalado el Pequeño Trianón, en el extremo del parque del gran Trianón, un encantador pabellón a la romana construido en otro tiempo por Gabriel para Madame Du Barry y que se convirtió en una vivienda a su medida. Ella hizo levantar jardines a la francesa y un parque a la inglesa, esas arquitecturas abiertas que el siglo XVIII unía tan bellamente al verdor: la “sala de la frescura” tenía dos pórticos de enrejados y treinta y seis arcadas cobijando cada una un naranjo y sus pilastras coronadas con la cabeza redonda de un tilo.


El rey tuvo la imprudencia de confiar la preparación de las diversiones a su mujer, ocupación a la que ella se lanzó en cuerpo y alma. Organizaba dos cenas por semana, a las que eran admitidos los hombres, en violación de la etiqueta; un baile quincenal, en forma de cuadrillas, variando los temas, los trajes, las figuras de los ballets, lo que obligaba a ensayos casi diarios; conciertos privados a los que invitaba a respetables personajes y a “algunos hombres amables”. Paseaba por París en compañía del conde de Artois, su cuñado, asistía a los bailes de la Opera o a las carreras de caballos, lo que llevaba a los parisienses a juzgarla severamente; creían que aquel comportamiento era indigno de una soberana.

Durante los otoños en Fontainebleau, la reina seguía las cacerías de Luis en calesa –lo que era conforme a la tradición-, pero participaba a caballo en las del conde de Artois o del príncipe de Lambesc, en medio de hombres jóvenes que muchos consideraban libertinos. Los espectáculos y el juego alternaban con los paseos a caballo, los partidos de pelota y de billar. Después de la cena, la reina se dividía entre el salón de la princesa de Guéménée y el de la princesa de Lamballe. Luis, por su parte, se entregaba a la caza. Sufría por el comportamiento disipado de su mujer pero permitía que se dedicara al juego. Pregonaba la economía pero el uniforme de su comitiva, azul galoneado de oro, con galones que variaban según el tipo de animal que se iba a perseguir, seguía siendo suntuoso. Del mismo modo, a cada “viaje”, el séquito debía llevar un color diferente: rojo y oro para Trianón, azul para Choisy, verde para Compiègne, etc. El tesoro pagaba esto en una u otra forma y Luis XVI no pensaba simplificar estos usos, porque su abuelo los había instituido.

Como bajo Luis XIV y Luis XV lever y coucher del rey se desarrollaban bajo el mismo ceremonial anticuado y la parafernalia de cortesanos realizando los mismos gestos, Luis XVI nunca hubiera osado modificar cosa alguna, aunque esta mascarada, ya sin objeto, le pesaba extremadamente. La misma ceremonia afectaba a su reina. Cada día, una dama de atavío presentaba a Su Majestad un libro que contenía un muestrario de vestidos de todo tipo: trajes de ceremonia, vestidos bien entallados con miriñaque, vestidos sencillos de fantasía para el invierno o el verano. Según el empleo del tiempo, el humor y la estación, la soberana pinchaba con un alfiler seleccionando el vestido de ceremonia para la misa, el vestido sencillo de la tarde, el vestido de gala para la cena en los pequeños apartamentos.



En el Museo de la Historia de Francia hay un curioso volumen en cuya tapa de pergamino verde se lee: Guardarropa de los atuendos de la Reina. Gaceta para el año 1782. Pegados en lacre rojo sobre papel blanco, se pueden apreciar los retazos de los vestidos llevados por la reina María Antonieta entre 1782 y 1784. Es una paleta de tonos claros, jóvenes y alegres, azul celeste, blanco, rosa tenue, gris perla… y, siguiendo las divisiones del libro (Vestidos con gran miriñaque, Vestidos con pequeño miriñaque, Vestidos turcos, Levitas, Vestidos ingleses, Trajes de ceremonia de tafetán), se puede reconstruir la vestimenta de la reina día a día, casi a tal hora de su vida. Los trajes de Versailles y de Marly que cada mañana se llevaba a la reina, los bordados con jazmines de España, las telas sembradas con lentejuelas de oro, eran obra y gracia de un séquito de modistas de gran talento: Bertin, Lenormand, Pompée, Lévêque, Barbier… Y Monsieur Beaulard la introdujo a la moda de los peinados, al punto que sus críticos se ensañaban con los mechones levantados y retorcidos en forma de cola de pavo, peinado con el que se mostraba en las carreras o en el paseo por París.

En la segunda mitad del siglo XVIII, la mujer francesa se había entregado a una locura sin igual en materia de peinados: una disposición de fecha 18 de agosto de 1777 agregaba seiscientos peinadores femeninos a la comunidad de barberos-peluqueros. Los Goncourt cuentan que “la cabeza de las elegantes era un mapamundi, una pradera, un combate naval. Iban de fantasía en fantasía, de extravagancia en extravagancia, del ‘puerco espín’ a la ‘cuna de amor’, del ‘almohadón de la pulga’ al ‘casco inglés’, del ‘perro acostado a la Circasiana’, de las ‘bañistas de la frivolidad’ a la ‘gorra del candor’, de la ‘cola en forma de antorcha de amor’ al ‘cuerno de la abundancia’. ¡Y cuántas creaciones en cuanto a colores para las enormes cocardas de cintas, hasta el matiz de ‘suspiros sofocados’ y de ‘quejas amargas’!”. La sátira entonces fue despiadada, bromas, duros ataques contra sus penachos y sus plumas. Cuando la moda bautizaba sus fantasías como color “cabellos de la Reina”, esta lisonja era imputada como un crimen a María Antonieta.

Los pequeños apartamentos de la reina en Versailles estaban situados detrás del apartamento oficial. Luis XIV los había creado para la reina María Teresa. María Leczinska, la esposa de Luis XV, los había transformado para su uso personal: allí bordaba, tocaba música o pintaba mientras conversaba con sus íntimos. María Antonieta, por su parte, hizo decorar a la antigua el gabinete dorado, según diseños del arquitecto Miqué y preparar la deslumbrante meridienne, donde el azul que le gustaba y que destacaba su belleza, se unía al oro. Eligió los motivos decorativos con el mismo cuidado y el mismo gusto que tenía para elegir sus vestidos: esfinges aladas adosadas a trípodes adornados de rosas, sus iniciales de bronce en los cerrojos y los botones de las puertas, arabescos en los revestimientos de madera. Era allí donde gustaba recibir a su círculo de amigos y a sus proveedores, sus modistas, peinadores y músicos: Gluck y Guétry improvisaban sólo para ella en el clavecín.



La célebre Rose Bertin era su modista principal. Con su mundanidad había conquistado a la reina y había comprendido perfectamente que Su Majestad no sólo quería seguir la moda sino adelantarse a ella, con el fin de ser copiada por todas las damas de Francia. A tal punto llegó a ser guía de la elegancia, que entre 1784 y 1786 motivó que las modas de los sombreros cambiaran diecisiete veces. Colmando los deseos de la soberana, la Bertin creaba, sin cesar, nuevos modelos, diseños de una elegancia refinada y una fantasía exquisita. Gracias a su industriosidad, el monto del gasto para el guardarropa real pasó rápidamente de 100.000 a 225.000 libras (en 1780). María Antonieta era incapaz de resistir a la tentación de los vestidos tan imaginativos de Rose Bertin o de unos nuevos brillantes que destacaban contra el rubio ceniza de su cabellera.




Pero su verdadero reino era el Pequeño Trianón, donde vivía varios meses del año, durante el buen tiempo, huyendo de Versailles y la comida pública, los fastidiosos actos de representación, las reverencias y los palcos de gala, la cena de todos los días en lo de Monseñor. Era la casa de campo ideal para vivir una dicha tranquila, un idilio a la manera de Rousseau, falsamente ingenua y pretendidamente campestre. Allí la reina estaba en su casa y la simplicidad relativa, que era la regla, le encantaba. Jugaba a ser una campesina vistiendo adorables vestidos de percal blanco; cubría sus hombros con esos chales que llevaban su nombre o con un fichú de gasa; se tocaba con un sombrero de pastora, de paja entretejida. Sus visitantes no lucían casacas de brocado sino fracs grises o redingotes negros avivados por un cuello escarlata. El ceremonial se olvidaba.



En invierno, después de los almuerzos íntimos en los que reunía a su mesa a las jóvenes de la corte, la reina arrastraba a sus amigos detrás de su trineo y sentía el placer de ver seguirla a cientos de trineos. Las carreras de trineos hacían, una vez más, murmurar a la censura. Y los bailes de disfraz diseñados por decoradores de teatro, en los que las bailarinas, desembarazadas de los pesados miriñaques, parecían ligeras bajo sus dominós de tafetán blanco. Ella aparecía con un vestido de gran miriñaque, de fondo blanco, con aplicaciones de gasa de Italia muy clara, realzado con colgantes de satén azul donde corrían en ramos estampados plumas de pavo real que se reencontraban en forma de gran penacho sobre su cabeza. Y ahí estaba la reina culpable de disfrazarse y de bailar.


La verdadera campaña de desprestigio se monta contra ella desde su acceso al trono, panfletos, acusaciones, desdén de los propios cortesanos. Tras el nacimiento de sus primeros hijos, María Antonieta cambia un poco su forma de vida, pero sigue de cerca la construcción del Hameau en Versailles, una aldea en miniatura en la que la reina cree descubrir la vida campestre, volver a la naturaleza, a la simplicidad. Pero no era para el oficio de pastora que los franceses querían a su reina. La “aldea” solo provocó sus burlas. En julio de 1785 estalla el “caso del collar”, que, lejos de resultar superfluo, supuso un punto de inflexión en el reinado que marcaría una nueva etapa de impopularidad y odio por parte del pueblo. El propio Napoleón aseguraría más tarde que este caso fue detonante de la revolución francesa.

María Antonieta toma conciencia, por fin, de su impopularidad y trata de reducir sus gastos, especialmente los de su Casa, lo que provoca nuevas críticas y un gran escándalo en la corte cuando sus favoritos se ven privados de sus cargos. Todo es inútil, ya que las críticas continúan y la Reina se gana el apodo de "Madame Déficit". En 1789 la situación de la Reina es insostenible. En los Estados Generales se denuncia el lujo desenfrenado de la corte. El 20 de junio de 1790 se produce la evasión y la desafortunada expedición a Varennes. La familia real amenazada y en medio de una situación muy violenta es devuelta a París. En 1792 es confinada en la prisión del Temple, donde permanece hasta que Luis XVI es ejecutado (el 21 de enero de 1793) y María Antonieta guillotinada ese mismo año.

Sólo unas horas antes de ser ejecutada, la reina de Francia, pese a la frivolidad y liviandad que guió su vida, escribió una carta sublime, grave y conmovedora, dirigida a su cuñada Madame Isabel, que la princesa real nunca recibirá, pues fue interceptada y entregada a Robespierre y estuvo desaparecida hasta el año 1816, en el que salió a luz con motivo de la restauración borbónica en Francia:

"Es a vos, hermana mía, a quien escribo por última vez. Acabo de ser condenada, no a una muerte vergonzosa [...] sino a reunirme con vuestro hermano [...]. Me causa un hondo pesar abandonar a mis pobres hijos: vos sabéis que eran mi única razón de existir [...]. Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre, que yo le repito expresamente; ¡que nunca intente vengar nuestra muerte! [...]

Debo hablaros de algo doloroso para mi corazón. Sé cuánta pena ha debido causaros este hijo mío. Perdonadle, querida hermana: pensad en su edad y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiere, incluso aquello que no comprende [...]. Pido perdón a todos cuantos he conocido [...]. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho... Os abrazo de todo corazón, así como a mis pobres y queridos hijos. ¡Dios mío, qué desgarrador es dejarlos para siempre! Adiós, adiós, ya no habré de ocuparme sino de mis deberes espirituales [...]".



El estilo de Marie Antoinette, hoy