Pocas mujeres en la Historia han suscitado tantas polémicas como María Antonieta de Francia. Ensalzada por unos, vituperada por otros, ningún historiador ha pasado indiferente a su lado. Unos sólo ven en ella a una superficial princesa, prototipo de una época decadente. Otros la consideran modelo de esposa y madre, refinada diplomática, eminencia gris de un rey inepto o aborrecible traidora. Libros y películas han procurado transmitir el verdadero rostro de esta esplendorosa mujer del siglo XVIII que alcanzará el punto máximo de grandeza al enfrentar con dignidad la revolución y luego la muerte.
Hija y hermana de emperadores, esposa de rey y madre de príncipes, la princesa real de Hungría y de Bohemia y archiduquesa de Austria, luego reina consorte de Francia y de Navarra y finalmente reina de los franceses, Maria Antonia Josepha Johanna von Habsburg-Lothringen formaba parte de un impresionante árbol genealógico. La decimoquinta hija de la pareja imperial de Austria casó con el Delfín de Francia en plena adolescencia para sellar una alianza política. La boda, realizada en mayo de 1770, fue la última gran fiesta del Antiguo Régimen. “Pese a la miseria general –escribe el duque de Croy-, como la corte de Viena había dado grandes fiestas, la de Francia quiso sobrepasarla. No todos los días un delfín se casa con la hija de un emperador…”. Ese mismo día se produjo un escándalo de protocolo: las princesas de Lorena, alegando su parentesco con la nueva Delfina, se permitieron bailar antes que las duquesas, grandes damas de la nobleza de Francia, que murmuran ya contra "la Austríaca". El esplendor de su frescura no encajaba con aquella corte envejecida de envidia, celos y corrupción.
Su llegada avivó también los celos del pequeño mundo de la nobleza versallesca y de las múltiples y dudosas alianzas; pero la joven Delfina tenía miedo de acostumbrarse a su nueva vida. Su espíritu se plegaba mal a la astucia de la "vieja corte" y al libertinaje del rey Luis XV y de su maitresse en titre, Madame du Barry. Su marido la evitaba, ella trataba de amoldarse al protocolo y a la etiqueta cortesana, a la que aborrecía.
Habían dado a la delfina como mentora y dama de honor a la rígida condesa de Noailles, para quien la etiqueta de Versailles era sacrosanta. María Antonieta no percibía el verdadero fin de esas reglas, en verdad pesadas, pero que habían sido instituidas para imponer respeto y preservar la reputación de reinas y princesas no dejándolas solas jamás. Aunque había nacido Habsburgo y había sido criada con el entrenamiento de una archiduquesa en los palacios reales de Hofburg y Schönbrunn, la joven soportaba difícilmente aquellos usos. Madame de Noailles la reconvenía sin cesar, la llamaba al orden, le infligía insípidos discursos en lugar de instruirla dulcemente en sus nuevas obligaciones. Pronto la apodó “Madame l’Etiquette”, sobrenombre que dividió a la corte. Un día en que, habiendo montado un asno, se cayó de él, dijo riendo: “Id a buscar a la señora de Noailles, ella nos dirá lo que ordena la etiqueta cuando una reina de Francia no sabe sostenerse sobre asnos”.
Luis XV se había dejado encantar por la mujer de su nieto. Sus ojos, cansados de trajes de ceremonia, descansaban sobre los vestidos de gasa vaporosos y ligeros, que hacían parecer a la delfina como “la Atalanta de los jardines de Marly”. María Antonieta iba y venía llenando todo Versailles de movimiento y de vida. Paseaba y derramaba en torno de sí juventud, ingenuidad, expansión, travesura. Siempre revoloteante, pasaba como un relámpago, sin preocuparse ni por su cola ni por sus damas de honor. No caminaba, corría. No abrazaba a las personas, les saltaba al cuello. No reía en el palco real ante una buena representación, estallaba en carcajadas. Su actitud ligera e insolente escandalizaba a unos e irritaba a otros.
El 10 de mayo de 1774 Luis y María Antonieta se convierten en reyes, pero su comportamiento no cambia mucho. Desde el verano de 1777 las primeras canciones hostiles empiezan a circular. María Antonieta se rodea de una pequeña corte de favoritos, suscitando las envidias de otros cortesanos, multiplica su vestuario y las fiestas, organiza partidas de cartas como el lansquenet y el faraón, donde se realizan grandes apuestas. Su bondad de corazón, su espontaneidad generosa, agravaban su manía de disipación. María Antonieta intentó influir en la política del rey nombrando y destituyendo ministros caprichosamente o siguiendo los consejos de sus amigos, guiados por el interés. El barón Pichler, secretario de la emperatriz María Teresa, resumía con mucho tacto la opinión general y escribía: "Ella no quiere ser gobernada, ni dirigida, ni siquiera guiada por las personas entendidas. Esta es la cuestión hacia la cual todos sus pensamientos parecen, hasta el presente, estar concentrados. Fuera de esto, no reflexiona demasiado, y el uso que ha hecho, hasta el momento, de su independencia es evidente, pues sólo se ha preocupado de la diversión y la frivolidad".
Mientras el rey renunciaba a sus perritos y disminuía la caballería, la reina dobló su caballeriza: sus trescientos caballos costaban 200.000 libras. Luis XVI le había regalado el Pequeño Trianón, en el extremo del parque del gran Trianón, un encantador pabellón a la romana construido en otro tiempo por Gabriel para Madame Du Barry y que se convirtió en una vivienda a su medida. Ella hizo levantar jardines a la francesa y un parque a la inglesa, esas arquitecturas abiertas que el siglo XVIII unía tan bellamente al verdor: la “sala de la frescura” tenía dos pórticos de enrejados y treinta y seis arcadas cobijando cada una un naranjo y sus pilastras coronadas con la cabeza redonda de un tilo.
El rey tuvo la imprudencia de confiar la preparación de las diversiones a su mujer, ocupación a la que ella se lanzó en cuerpo y alma. Organizaba dos cenas por semana, a las que eran admitidos los hombres, en violación de la etiqueta; un baile quincenal, en forma de cuadrillas, variando los temas, los trajes, las figuras de los ballets, lo que obligaba a ensayos casi diarios; conciertos privados a los que invitaba a respetables personajes y a “algunos hombres amables”. Paseaba por París en compañía del conde de Artois, su cuñado, asistía a los bailes de la Opera o a las carreras de caballos, lo que llevaba a los parisienses a juzgarla severamente; creían que aquel comportamiento era indigno de una soberana. Durante los otoños en Fontainebleau, la reina seguía las cacerías de Luis en calesa –lo que era conforme a la tradición-, pero participaba a caballo en las del conde de Artois o del príncipe de Lambesc, en medio de hombres jóvenes que muchos consideraban libertinos. Los espectáculos y el juego alternaban con los paseos a caballo, los partidos de pelota y de billar. Después de la cena, la reina se dividía entre el salón de la princesa de Guéménée y el de la princesa de Lamballe. Luis, por su parte, se entregaba a la caza. Sufría por el comportamiento disipado de su mujer pero permitía que se dedicara al juego. Pregonaba la economía pero el uniforme de su comitiva, azul galoneado de oro, con galones que variaban según el tipo de animal que se iba a perseguir, seguía siendo suntuoso. Del mismo modo, a cada “viaje”, el séquito debía llevar un color diferente: rojo y oro para Trianón, azul para Choisy, verde para Compiègne, etc. El tesoro pagaba esto en una u otra forma y Luis XVI no pensaba simplificar estos usos, porque su abuelo los había instituido.
Como bajo Luis XIV y Luis XV lever y coucher del rey se desarrollaban bajo el mismo ceremonial anticuado y la parafernalia de cortesanos realizando los mismos gestos, Luis XVI nunca hubiera osado modificar cosa alguna, aunque esta mascarada, ya sin objeto, le pesaba extremadamente. La misma ceremonia afectaba a su reina. Cada día, una dama de atavío presentaba a Su Majestad un libro que contenía un muestrario de vestidos de todo tipo: trajes de ceremonia, vestidos bien entallados con miriñaque, vestidos sencillos de fantasía para el invierno o el verano. Según el empleo del tiempo, el humor y la estación, la soberana pinchaba con un alfiler seleccionando el vestido de ceremonia para la misa, el vestido sencillo de la tarde, el vestido de gala para la cena en los pequeños apartamentos.
En el Museo de la Historia de Francia hay un curioso volumen en cuya tapa de pergamino verde se lee: Guardarropa de los atuendos de la Reina. Gaceta para el año 1782. Pegados en lacre rojo sobre papel blanco, se pueden apreciar los retazos de los vestidos llevados por la reina María Antonieta entre 1782 y 1784. Es una paleta de tonos claros, jóvenes y alegres, azul celeste, blanco, rosa tenue, gris perla… y, siguiendo las divisiones del libro (Vestidos con gran miriñaque, Vestidos con pequeño miriñaque, Vestidos turcos, Levitas, Vestidos ingleses, Trajes de ceremonia de tafetán), se puede reconstruir la vestimenta de la reina día a día, casi a tal hora de su vida. Los trajes de Versailles y de Marly que cada mañana se llevaba a la reina, los bordados con jazmines de España, las telas sembradas con lentejuelas de oro, eran obra y gracia de un séquito de modistas de gran talento: Bertin, Lenormand, Pompée, Lévêque, Barbier… Y Monsieur Beaulard la introdujo a la moda de los peinados, al punto que sus críticos se ensañaban con los mechones levantados y retorcidos en forma de cola de pavo, peinado con el que se mostraba en las carreras o en el paseo por París. En la segunda mitad del siglo XVIII, la mujer francesa se había entregado a una locura sin igual en materia de peinados: una disposición de fecha 18 de agosto de 1777 agregaba seiscientos peinadores femeninos a la comunidad de barberos-peluqueros. Los Goncourt cuentan que “la cabeza de las elegantes era un mapamundi, una pradera, un combate naval. Iban de fantasía en fantasía, de extravagancia en extravagancia, del ‘puerco espín’ a la ‘cuna de amor’, del ‘almohadón de la pulga’ al ‘casco inglés’, del ‘perro acostado a la Circasiana’, de las ‘bañistas de la frivolidad’ a la ‘gorra del candor’, de la ‘cola en forma de antorcha de amor’ al ‘cuerno de la abundancia’. ¡Y cuántas creaciones en cuanto a colores para las enormes cocardas de cintas, hasta el matiz de ‘suspiros sofocados’ y de ‘quejas amargas’!”. La sátira entonces fue despiadada, bromas, duros ataques contra sus penachos y sus plumas. Cuando la moda bautizaba sus fantasías como color “cabellos de la Reina”, esta lisonja era imputada como un crimen a María Antonieta. Los pequeños apartamentos de la reina en Versailles estaban situados detrás del apartamento oficial. Luis XIV los había creado para la reina María Teresa. María Leczinska, la esposa de Luis XV, los había transformado para su uso personal: allí bordaba, tocaba música o pintaba mientras conversaba con sus íntimos. María Antonieta, por su parte, hizo decorar a la antigua el gabinete dorado, según diseños del arquitecto Miqué y preparar la deslumbrante meridienne, donde el azul que le gustaba y que destacaba su belleza, se unía al oro. Eligió los motivos decorativos con el mismo cuidado y el mismo gusto que tenía para elegir sus vestidos: esfinges aladas adosadas a trípodes adornados de rosas, sus iniciales de bronce en los cerrojos y los botones de las puertas, arabescos en los revestimientos de madera. Era allí donde gustaba recibir a su círculo de amigos y a sus proveedores, sus modistas, peinadores y músicos: Gluck y Guétry improvisaban sólo para ella en el clavecín. La célebre Rose Bertin era su modista principal. Con su mundanidad había conquistado a la reina y había comprendido perfectamente que Su Majestad no sólo quería seguir la moda sino adelantarse a ella, con el fin de ser copiada por todas las damas de Francia. A tal punto llegó a ser guía de la elegancia, que entre 1784 y 1786 motivó que las modas de los sombreros cambiaran diecisiete veces. Colmando los deseos de la soberana, la Bertin creaba, sin cesar, nuevos modelos, diseños de una elegancia refinada y una fantasía exquisita. Gracias a su industriosidad, el monto del gasto para el guardarropa real pasó rápidamente de 100.000 a 225.000 libras (en 1780). María Antonieta era incapaz de resistir a la tentación de los vestidos tan imaginativos de Rose Bertin o de unos nuevos brillantes que destacaban contra el rubio ceniza de su cabellera.
Pero su verdadero reino era el Pequeño Trianón, donde vivía varios meses del año, durante el buen tiempo, huyendo de Versailles y la comida pública, los fastidiosos actos de representación, las reverencias y los palcos de gala, la cena de todos los días en lo de Monseñor. Era la casa de campo ideal para vivir una dicha tranquila, un idilio a la manera de Rousseau, falsamente ingenua y pretendidamente campestre. Allí la reina estaba en su casa y la simplicidad relativa, que era la regla, le encantaba. Jugaba a ser una campesina vistiendo adorables vestidos de percal blanco; cubría sus hombros con esos chales que llevaban su nombre o con un fichú de gasa; se tocaba con un sombrero de pastora, de paja entretejida. Sus visitantes no lucían casacas de brocado sino fracs grises o redingotes negros avivados por un cuello escarlata. El ceremonial se olvidaba.
En invierno, después de los almuerzos íntimos en los que reunía a su mesa a las jóvenes de la corte, la reina arrastraba a sus amigos detrás de su trineo y sentía el placer de ver seguirla a cientos de trineos. Las carreras de trineos hacían, una vez más, murmurar a la censura. Y los bailes de disfraz diseñados por decoradores de teatro, en los que las bailarinas, desembarazadas de los pesados miriñaques, parecían ligeras bajo sus dominós de tafetán blanco. Ella aparecía con un vestido de gran miriñaque, de fondo blanco, con aplicaciones de gasa de Italia muy clara, realzado con colgantes de satén azul donde corrían en ramos estampados plumas de pavo real que se reencontraban en forma de gran penacho sobre su cabeza. Y ahí estaba la reina culpable de disfrazarse y de bailar.
La verdadera campaña de desprestigio se monta contra ella desde su acceso al trono, panfletos, acusaciones, desdén de los propios cortesanos. Tras el nacimiento de sus primeros hijos, María Antonieta cambia un poco su forma de vida, pero sigue de cerca la construcción del Hameau en Versailles, una aldea en miniatura en la que la reina cree descubrir la vida campestre, volver a la naturaleza, a la simplicidad. Pero no era para el oficio de pastora que los franceses querían a su reina. La “aldea” solo provocó sus burlas. En julio de 1785 estalla el “caso del collar”, que, lejos de resultar superfluo, supuso un punto de inflexión en el reinado que marcaría una nueva etapa de impopularidad y odio por parte del pueblo. El propio Napoleón aseguraría más tarde que este caso fue detonante de la revolución francesa. María Antonieta toma conciencia, por fin, de su impopularidad y trata de reducir sus gastos, especialmente los de su Casa, lo que provoca nuevas críticas y un gran escándalo en la corte cuando sus favoritos se ven privados de sus cargos. Todo es inútil, ya que las críticas continúan y la Reina se gana el apodo de "Madame Déficit". En 1789 la situación de la Reina es insostenible. En los Estados Generales se denuncia el lujo desenfrenado de la corte. El 20 de junio de 1790 se produce la evasión y la desafortunada expedición a Varennes. La familia real amenazada y en medio de una situación muy violenta es devuelta a París. En 1792 es confinada en la prisión del Temple, donde permanece hasta que Luis XVI es ejecutado (el 21 de enero de 1793) y María Antonieta guillotinada ese mismo año.
Sólo unas horas antes de ser ejecutada, la reina de Francia, pese a la frivolidad y liviandad que guió su vida, escribió una carta sublime, grave y conmovedora, dirigida a su cuñada Madame Isabel, que la princesa real nunca recibirá, pues fue interceptada y entregada a Robespierre y estuvo desaparecida hasta el año 1816, en el que salió a luz con motivo de la restauración borbónica en Francia: "Es a vos, hermana mía, a quien escribo por última vez. Acabo de ser condenada, no a una muerte vergonzosa [...] sino a reunirme con vuestro hermano [...]. Me causa un hondo pesar abandonar a mis pobres hijos: vos sabéis que eran mi única razón de existir [...]. Que mi hijo no olvide nunca las últimas palabras de su padre, que yo le repito expresamente; ¡que nunca intente vengar nuestra muerte! [...]
Debo hablaros de algo doloroso para mi corazón. Sé cuánta pena ha debido causaros este hijo mío. Perdonadle, querida hermana: pensad en su edad y en lo fácil que es hacer decir a un niño lo que se quiere, incluso aquello que no comprende [...]. Pido perdón a todos cuantos he conocido [...]. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho... Os abrazo de todo corazón, así como a mis pobres y queridos hijos. ¡Dios mío, qué desgarrador es dejarlos para siempre! Adiós, adiós, ya no habré de ocuparme sino de mis deberes espirituales [...]".
El estilo de Marie Antoinette, hoy
Fidelissimus, una gran mujer, culmen de la cultura Rococo y tardo-barroca. Hija de otra gran mujer como fue la emperatriz Maria Teresa I. Su matrimonio fue espectacular, la uniòn de las siempre rivales Casas de Borbòn y de Habsburgo.
ResponderEliminarMe llama la atenciòn que en tiempos de Luis XV los usos de su corte, los mismos que los de Luis XIV, ya se considerasen anticuados, cuando en tiempos de Louis Dieudonnè su corte estaba a la vanguardia de Europa frente a la decadente Corte de los Austrias hispanos. Ahora eran los Habsburgo, con Maria Antonieta los que volvìan para reverdecer lureles.
Saludos.
Amigo Carolvs:
ResponderEliminarNo olvidemos que estamos al final del glorioso reinado de los Luises y, bajo la percepción aburguesada del último de ellos (Luis XVIII es un caso aparte), el ceremonial no tenía ya la grandeza de los tiempos de su artífice, el gran Rey Sol, pese a que era el modelo del resto de las cortes europeas. Como lo dije, Luis XVI, hastiado, seguía la etiqueta cortesana de forma mecánica, sin la fuerza de voluntad suficiente para modificar algún detalle. Por eso consideraba anticuado el ceremonial de sus predecesores.
Con su consorte, la gloire y grandeur de las costumbres de Luis XIV se transformaron en una búsqueda hedonista de distracciones que, como todos sabemos, llevó a la decadencia de la monarquía francesa.
Mis respetos.
el petit trianon tengo entendido que fue construido para madame Pompadour y no para madame du barry, aunque esta lo uso y luego maria antonieta.
ResponderEliminarLa verdad que cuando Luis XVI y Maria Antonieta llegaron a reyes la situación de los reyes con el pueblo ya estaba desgastada. En un comienzo el pueblo tenía harta fe en ellos por ser jóvenes, pero con el tiempo se fueron dando cuenta que era más de lo mismo.
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ResponderEliminarEs verdad que el Petit Trianon fue mandado construir por Luis XV para Mme. de Pompadour, pero ésta murió cuatro años antes que la obra fuera terminada, así que consecuentemente la construcción finalizó cuando el rey ya vivía su relación con Mme. du Barry y el palacete fue ocupado inicialmente por ella.
ResponderEliminarLa desconfianza del pueblo francés hacia la monarquía comenzó en el reinado de Luis XV, solo que hubo un renacer de la esperanza ante el advenimiento de un nuevo rey, pronto apagada.
Mis saludos
Que dijo la reina cuando la gente se quejó?
ResponderEliminarElla dijo cualquier cosa que no fuera "que coman pasteles".
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