La camarera del palacio de Kensington puede enorgullecerse de haber conocido, como pocos, la vida, intimidad y, principalmente, el gusto de Diana, Princesa de Gales. Su vestuario, controlado por un programa de computadora, tal vez sea el mejor retrato de esa mujer que hizo historia, lanzó modas y definió tendencias en una de las capitales más elegantes del planeta. Diana combinó estilo con comportamiento y fue mudando su ropa a medida que abandonaba el papel de esposa dedicada de los ’80 para transformarse, a fines de los ’90, en militante de causas humanitarias. Impecable pero casual visitó, en agosto de 1997, los campos minados de Bosnia, vistiendo un conjunto básico de pantalones jeans negros y camisa de algodón rosa, firmado por Giorgio Armani. Poco recordaba a la tímida profesora de primaria que a fines de los ’70 llevaba cuellos altos y vestidos llenos de volados.
“Diana fue un fashion-icon y para nosotros, los ingleses, significaba un soplo de glamour, charme y elegancia dentro de una familia real que necesitaba desesperadamente de eso”, analiza Mimi Spencer, columnista londinense especializada en moda y que, británicamente, evita mencionar los vestidos de la Reina y los sombreros de la Reina madre. “Comenzamos a sentir orgullo de una princesa que era admirada, respetada y copiada en Francia, en Estados Unidos y en todo el mundo”.
Más o menos rebuscado, casual o de gala, el estilo Di se volvió casi una religión para millones de mujeres alrededor del planeta. En el Reino Unido, por ejemplo, cualquier cambio en el largo de sus cabellos motivaba una corrida a los estilistas, que rápidamente asimilaban el nuevo estilo como un modelo de buen gusto. No siempre lo era, pero, ¿a quién le importaba? Dueña de un carisma sin medida, Diana siempre robaba la escena. En junio de 1994, mientras el Príncipe Carlos asumía en la televisión que había traicionado a su mujer, ella apareció en una fiesta de la Serpentine Gallery, en Hyde Park, con un impactante vestido corto y escotado de Christina Stambolian, que dejaba sus hombros y piernas al descubierto y era una oda a la sensualidad. Delgada, alta y totalmente magnética frente a las cámaras, la princesa parecía impecable hasta cuando huía de los paparazzi al salir de la academia de gimnasia de Earl’s Court, vistiendo un ajustado short negro marca Nike y un suéter de la Universidad de Harvard. El conjunto, naturalmente, se volvió un modelo de uniforme para las adeptas al aerobismo.
Con una interminable agenda de compromisos oficiales para cumplir, la princesa poseía una de las mayores colecciones de vestidos del mundo; parte de ellos fue disputado, en junio de 1997, en una subasta en Christie’s de Nueva York y sus beneficios fueron destinados a obras de caridad. En los inicios de su vida como princesa de Gales, la inglesa Catherine Walker se convirtió en su diseñadora preferida. Las prendas de noche tenían vuelo, eran vaporosas, en telas ricas en bordados y pedrerías. Los escotes, siempre presentes, se podían definir como bien comportados. El denominador común: imprimir distinción en todo acontecimiento público con una imagen de princesa de cuento de hadas.
En los años ’90, separada del príncipe de Gales, quiso desprenderse de la imagen de mujer recatada que resultó traicionada y cambió volados y pedrería por escotes osados y diseños ajustados al cuerpo que revelaban su sensualidad. Entraron en su guardarropa Valentino, Jacques Azagury y Gina Fratini. El italiano Gianni Versace se convirtió en su amigo y también en proveedor de ropa tanto para cenas de gala como para visitas a hospitales y centros de caridad. Cuando presentó su primera colección para Casa Dior, el talentoso diseñador inglés John Galliano también mereció el privilegio de vestir su silueta elegante. Dior retribuyó su preferencia bautizando una cartera de mano de cuero, de formato cuadrado y asas cortas, con el nombre de “Lady Di”, lo que la transformó en uno de los diseños más codiciados y fila de espera para adquirirla, pese a su elevado precio de 2.000 dólares.
Para las casas de moda y los diseñadores, vestir a la Princesa de Gales fue siempre una certeza de éxito en los negocios antes de las liquidaciones. Ella tenía plena conciencia de ello y, casi con la misma dedicación que dedicó a los proyectos de caridad, dio prestigio a un considerable elenco de diseñadores ingleses: Bruce Oldfield y Catherine Walker, sus preferidos, Víctor Edelstein, Belville Sassoon y los hermanos Emanuel, responsables de su célebre vestido de novia.
Diana fue el primer miembro de la familia real británica en no considerar subconscientemente a sus diseñadores como “comerciantes”. Siempre estaba preparada para dar relieve a la cena de gala ofrecida a los compradores extranjeros en el Fishmonger’s Livery Hall por el Consejo Británico de la Moda, o a la gala en beneficio de Barnardo organizada por Bruce Oldfield en el hotel Grosvenor House. Al mismo tiempo, hizo dos contribuciones menos concretas: sostener la posición de Londres como la cuarta capital de la moda, proporcionando un foco global para la moda británica, con fotografías y explicaciones sobre sus diseñadores que aparecían incesantemente en publicaciones desde Nueva York a Tokio y desde Vancouver a Riyadh; y ayudar a crear un clima de conciencia de la moda en las principales calles británicas.
En los ’70, las noticias sobre la moda aparecían en los periódicos sólo una vez a la semana, en las páginas dedicadas a la mujer. Diana elevó la temperatura del país a tal grado que ningún director de diario podía dormir tranquilo si no publicaba una fotografía a cuatro columnas de su último vestido de noche con profundo escote en la espalda. Y el apoyo de la princesa a determinados diseñadores promovía la venta de vestidos porque, en contraste con Estados Unidos, era la única mujer de Gran Bretaña que vestía un amplio repertorio de prendas.
Se escribió tanto sobre los nuevos vestidos de la princesa y de su romántica transformación, de maestra de jardín de infancia a embajadora de la moda británica, que resultaba fácil olvidarse de las implicaciones comerciales locales. Los periódicos ingleses escrutaban las nuevas prendas de Diana con una fascinación reservada únicamente a la guerra: el nuevo diseñador, héroe del frente; el repentino e inesperado revés en la fortuna de algún modista; la retirada estratégica de la línea del dobladillo. Y, con todo, se preocupaban por los precios de las nuevas prendas. Si se le vendía con descuento un traje de noche (lo que ocurría con frecuencia), entonces se producían muestras de descontento por la desigualdad de oportunidades. Cuando pagaba el total del precio marcado, Inglaterra se sentía perpleja por el costo y se preguntaba angustiada si en realidad necesitaba tantos vestidos.
Cuando se realizó el viaje a Italia del Príncipe y la Princesa de Gales en 1985, el londinense Daily Star lo anticipaba de esta forma: “LA EXCURSIÓN DE CIEN MIL LIBRAS DE DIANA. LA PRINCESA HA ADQUIRIDO SETENTA Y CINCO NUEVOS VESTIDOS PARA DESLUMBRAR A LOS ITALIANOS”. Pero terminaba la nota diciendo: “Bellísima… es la única palabra para describir a la radiante Princesa Diana”.
Pero bellísima no era la palabra que la prensa norteamericana elegía con más frecuencia. La relación entre los periodistas de modas neoyorquinos y el vestuario de Diana era tan compleja que sólo un psicoanalista especializado en el desarrollo de productos podría llegar a desentrañarla. Por un lado alababan sin cesar a la princesa por su buen gusto (“sólo la Princesa Diana podría llevar un sencillo suéter de Edina Ronay y conseguir que la luz de los focos se apartara del príncipe, en el campo de polo, para enfocarla a ella”, Detroit Free Press). Luego la vapuleaban por sus errores, como W, en su suplemento sobre las víctimas de la moda de 1985: “Extrajo a antiguos favoritos, como Emanuel, de la división de prendas olvidadas para hacerlos resurgir como los peores conjuntos del viaje italiano; una tiesa chaqueta de cuadros verde esmeralda con el atractivo de una manta de caballo. La bufonada se completó con el añadido de un amplio y amorfo sombrero esmeralda”.
Los diez años de matrimonio de hecho la princesa permaneció leal a los productos ingleses, al menos en público. En privado vestía algún Ralph Lauren, adquirido en la tienda de New Bond Street y unos pocos jerseys de Armani. Los lugares relativos dentro de los doce favoritos de Diana dependían en grado sumo de los diseñadores rivales. El vestuario real para los viajes a Australia y Canadá en 1984 presentó una diferencia con las tendencias de la princesa de seis años después. El viaje australiano duró el bíblico número de cuarenta días y cuarenta noches. El recorrido por Canadá fue más corto, sólo duró dieciocho días. En conjunto, Diana tuvo actos oficiales durante cuarenta y siete de aquellos días y cuarenta y tres de las noches y vistió un total de ochenta y dos conjuntos.
Después de tres meses de compras y de pruebas con varios de los nombres que eran nuevos para ella, se empaquetaron prendas de diecinueve diseñadores (desde seis piezas de Donald Campbell a una sola de Emanuel, pasando por The Chelsea Design Co., Jacques Azagury, Jasper Conran o Haachi) dentro de los noventa baúles monogramados que se cargaron a bordo del Boeing 707 de la RAF con destino a Woomargarma. Allí había también veintisiete sombreros de John Boyd, un par de blusas de Oscar de la Renta (única prenda de un diseñador extranjero que usó en un viaje oficial), además de zapatos de Blahnik y Rayne. El amplio alcance y el gran número de diseñadores a quienes Diana concedió su confianza eran prueba de su creciente familiaridad con la reducida condición de la moda británica. Aunque hubiera sido más conveniente que se restringiera a tres o cuatro diseñadores (igual que sus mayores en la familia real hacían con Hardy Amies y Norman Hartnell), en lugar de rastrear por todas partes e ir por ahí explicando lo que deseaba.
Cinco años más tarde, la princesa solicitaba menos consejo a los expertos (Anna Harvey, directora del Vogue británico, fue en gran medida quien creó el estilo de la Princesa de Gales). Se sentía a gusto en compañía de los diseñadores y había reducido su repertorio: Edelstein, Oldfield, Jasper Conran, Catherine Walker y Edna Ronay. Según David Sassoon, “al principio, ella revivió el romanticismo, luego optó por una moda más audaz; ahora ha regresado al romanticismo. Ha dado un giro total en seis años”.
Ha lucido desde las faldas anchas hasta las ceñidas, ha experimentado con todos los colores (según la etiqueta, tenía que llevar colores vivos para resaltar en medio de la multitud pero lo hacía con estampados hasta encontrar los tonos enteros que luego la favorecieron), pero sus telas favoritas eran el terciopelo, el tafetán y el satén. Según Victor Edelstein: “La Princesa de Gales ha optado por la silueta Y, que le sienta de maravilla”, dijo refiriéndose a sus trajes de hombros amplios y faldas estructuradas y angostas.
“La belleza y la juventud de la princesa son tan fuertes que no necesita adornos artificiales –concluía el diseñador norteamericano Bill Blass en 1988-. Su imagen nocturna es buena porque tiene la ventaja de poseer grandes joyas y de poder lucir vestidos sin tirantes”. Arnold Scaasi, otro norteamericano, coincidía que “…es muy joven y bonita, pero también posee una cualidad que resulta… muy aristocrática. ¿Es esa la palabra? Creo que Jackie Onassis tenía esa cualidad. Resulta muy bonita, pero hay en ella una cierta elegancia y porte que la hace muy señorial. Esa cualidad es un don.”
Diana adoraba los colores vivos. Usaba el rojo, el rosa oscuro o el azul cielo para descollar en medio de la multitud y eran agradables a la vista. El azul lo utilizaba para dar realce a sus ojos. Los tonos pálidos y el blanco los llevaba a menudo como contraste a su cabello rubio y su cutis de rosa. El negro lo reservaba para la noche y lo acompañaba con brillantes joyas. Para las cenas oficiales lucía los opulentos aderezos que le regalaba la Reina o el príncipe de Gales, pero a veces rompía todos los moldes variando la forma de usarlas. No era raro verla con un diseño de noche y un collar de perlas anudado sobre la espalda desnuda. En otras ocasiones daba vueltas a sus gargantillas y las convertía en brazaletes o colocaba un choker en la frente, a modo de bandana india. Muchos de sus trajes de noche dejaban un hombro al desnudo y eran creados especialmente para ella por el japonés Haachi. Llevaba también muchos trajes de dos tonos para verse menos alta.
Desde 1983 fue integrada en el Hall of Fame de las mujeres más elegantes del mundo. Pero había tanteado paso a paso su camino. En sus dos últimos años, cansada de ser perseguida por la prensa, parecía estar decidida a relajarse. Tuvo una etapa étnica, con trajes de estilo paquistaní. Eligió excepcionales trajes de chaqueta de Versace, Tomasz Starzewksi o Catherine Walker que ceñían su silueta, sutilmente insinuantes y acentuaban su porte distinguido. No perdía oportunidad de exhibir sus bien torneadas piernas o sus magníficos hombros; otra cosa que manejaba a la perfección era el arte de llevar los pequeños bolsos de mano, que elegía en lugar de los bolsos colgados del hombro para no estropear el look de su vestido. Jasper Conran, Lacroix, Chanel y nuevamente Versace elegía para los trajes de noche. Moschino era otro de sus favoritos. Sus reales pies preferían las etiquetas de Charles Jourdan y Manolo Blahnik, a las que solía añadir la de Christian Dior en las medias, que usaba en estudiada armonía (como todo lo demás) con el resto del vestuario. Su imagen, pese a ser cara, había puesto a la corona “en órbita”.
En sus vacaciones de verano en Saint Tropez combinó la alegría con la modernidad, aunque con ropa sofisticada de marca. Se vistió de playa con mallas enterizas bicolores y estrenó un modelo estampado atigrado. Con el pretexto de huir de los paparazzi usó anteojos oscuros de Versace. Paseaba de bermudas blancos, camisa y bolso de mano de Louis Vuitton. Vestía lo básico, pero parecía preparada para protagonizar un reportaje de primera página.
Cedió al asedio de las más célebres revistas de moda, como Vogue, Harper’s Bazaar y Vanity Fair, y posó como una top model real para los fotógrafos Patrick Demarchelier y Mario Testino. “Diana se convirtió en mi modelo preferida. La primera vez que la vi, quedé impresionado con la forma en que ella irradiaba su belleza”, así la elogia Demarchelier, que la vistió de Versace y Catherine Walker. Ya que no podía escaparse de los medios, decidió aprovecharse de ellos para incrementar sus proyectos personales y sociales. En esas fotos de estudio, parece una modelo profesional, cómoda, relajada y sexy. Tampoco economiza sonrisas, una marca registrada suya que, para mala suerte de los ingleses, fue la única característica que no se convirtió en moda en las islas británicas. Sus esfuerzos en el correr de los años para mejorar su persona, su imagen y dejar a su paso una bella estela fue un magnífico ejemplo de esfuerzo y de tenacidad.
Sin duda, una de las grandes personalidades del siglo XX y que marcó para siempre a la sociedad inglesa.
ResponderEliminarUn saludo y excelentes entrada como siempre.
Siempre surgen, una vez cada tanto, personalidades de este cariz, que destacan entre la multitud como iluminadas por un reflector potentísimo. La gente de la calle responde a su carisma y las ubica en un lugar sobresaliente, lo que traspasa las generaciones y llega a la Historia.
ResponderEliminarMis respetos, amigo Carolvs