viernes, 6 de agosto de 2010

La Marquesa de Pompadour

Madame de Pompadour, la favorita de Luis XV de Francia, fue una de las mujeres más extraordinarias, cultas e influyentes del siglo XVIII. Sus contemporáneos estuvieron de acuerdo en cuanto a la contribución que ella hizo a las artes francesas y el control que ejerció con encanto y delicadeza sobre ese estrato social tan difícil. Se transformó en árbitro del buen gusto en la moda y en muchas otras cosas –una sonrisa o un gesto de disgusto de su parte podía hacer triunfar o fracasar una pieza teatral, una obra musical, una pintura o una escultura-. Su interés en el arte era intenso, dedicado y estimulante. La mayoría de las creaciones que encargaba pasaban a manos de la Corona y, de no ser por la Revolución, hubiesen permanecido en Francia.

Jeanne-Antoinette Poisson deslumbraba desde los 17 años a los círculos más exclusivos de París. Había sido educada como una cortesana de gran clase: canto, clavicordio, danza, declamación, pintura y dibujo, recibió además lecciones de cómo moverse con gracia, cómo contar una historia y cómo sostener una conversación ingeniosa. Aprendió a montar con elegancia y a vestir a la perfección luciendo sus ropas con garbo. En 1741 se casó con Charles Guillaume Le Normant d’Etioles, señor del encantador castillo d’Etioles, situado en el Valle del Sena.

Rica y culta, Madame d’Etioles estaba en la posición ideal para frecuentar los salones intelectuales parisienses, como el de Madame Geoffrin, en cuyas selectas tertulias de los miércoles reunía a los más prestigiosos académicos y hombres de talento. Era una de las pocas mujeres admitidas allí.



En verdad, se considera a la futura marquesa de Pompadour como una de las damas más completas de la época (y de todas las épocas). Los filósofos destacaban su inteligencia y sus modales elegantes. En realidad, ella nunca desarrolló conocimientos profundos en materia de filosofía, arte o religión. Su principal habilidad radicaba en su sutileza, su buen gusto y su habilidad para captar lo esencial e introducir en cualquier conversación un toque de ingenio. La combinación de su belleza, su aspecto delicado, su deseo de complacer y sus dotes sociales daban como resultado una joven formidable.

No resulta pues, sorprendente, que la lista de conocidos y admiradores de Jeanne-Antoinette creciese a diario, hasta llegar a círculos aristocráticos y finalmente a la Corte. El rey, sin embargo, ya había identificado a la encantadora castellana de Etioles.

La propiedad de Etioles era una de las que bordeaban el bosque real del Sénart, donde el rey y su corte iban a cazar en agosto de cada año. Allí los árboles se habían talado creando amplios caminos que conformaban estrellas, con el fin de procurar la comodidad y el placer de los cazadores. Los invitados del rey solían reunirse con estos últimos en el centro de esas estrellas, en cuyos claros daban magníficas comidas. La burguesía estaba completamente excluida, pero era tradición dar a los señores de las propiedades vecinas las llaves de las puertas del bosque, para que pudiesen seguir al rey en sus carruajes. Durante cuatro temporadas, Madame d’Etioles había usufructuado este privilegio y era así como conocía cada sendero del lugar.

El monarca gozaba practicando la caza y participando de los banquetes campestres. Había incentivado a sus cortesanos a crear atuendos acordes para esas ocasiones, en las que jinetes y monturas rodeados de perros de caza y estandartes flameando conformaban un grandioso espectáculo. En aquella ocasión memorable de 1744, Madame d’Etioles, luciendo exquisito atavío de satén color de rosa, seguía la cacería real conduciendo un faetón azul cielo. Sus amplias faldas casi cubrían las ruedas rosadas y se tocaba con un tricornio color coral con un velo también rosa. Agitando un pequeño látigo con cintas azules, manejaba con destreza los ponies, tratando de tener siempre a la vista al rey. Llevaba junto a ella una cesta con gardenias y, detrás, sosteniendo una sombrilla de seda color coral, estaba su sirviente negro. Era imposible que el rey y la corte ignorasen aquella imagen en rosa y azul, siempre admirada. Algunos veían en ella la posibilidad de destronar a la favorita del momento y no faltó quien murmurase que la pequeña d’Etioles era un sabroso manjar con que se podía tentar al rey. Luis no tenía esos pensamientos, pero tanto en Choisy, donde se hospedaba, como en el castillo d’Etioles, notaron que el monarca le enviaba obsequios más selectos que al resto de las damas vecinas.

Era el comienzo. La dame en rose, nombre con que se conocía a Jeanne-Antoinette en el círculo del rey, pertenecía a la burguesía, por lo que era imposible presentarla al monarca, pero los bailes de Carnaval proporcionaron el marco apropiado. A la etapa previa al carnaval de 1745 se agregaba el aliciente de las celebraciones por la boda del Delfín de Francia con la Infanta María Teresa de España, a cuyas mascaradas el rey podía acudir de incógnito. La ceremonia religiosa formal tuvo lugar el 23 de febrero. La noche siguiente se celebró en Versailles un multitudinario baile de disfraces con una esplendidez memorable.

Luis XV, disfrazado de tejo, con gran sombrero de tafeta verde con hojas, flirteó esa noche con una bella disfrazada de Diana con un traje de dominó rojo cereza y que apuntaba una flecha de plata hacia su corazón. Se trataba de la gentil cazadora de los bosques del Sénart y Luis no tenía ojos más que para ella.


Ese mismo año se decretó la separación de Monsieur y Madame d’Etioles y el día 7 de julio Jeanne-Antoinette recibió la primera carta de Luis dirigida a “madame la marquise de Pompadour” y sellada con el lema Discret et Fidèle. El soberano había decidido revivir el antiguo pero recientemente extinguido título para honrar y enaltecer a la mujer que amaba. Junto con el escudo de armas (tres torres de plata en campo de azur) había comprado la propiedad de Pompadour al príncipe de Conti. Casi inmediatamente fue instalada discretamente en el palacio de Versailles y desde entonces hasta su muerte, acaecida veinte años después, la marquise –como siempre la llamó el rey- tuvo el reinado supremo sobre el corazón del rey y sobre la corte.

Para que Madame de Pompadour fuese aceptada como amante oficial de Luis XV, se le diese el título de maîtresse en titre y tuviese un lugar de importancia en la corte, era necesario que fuese presentada públicamente al rey, la reina, el delfín y las princesas. Esta tradición había existido durante siglos y, por embarazosa que fuese, no era posible evitarla. Más aún, ella tendría que parecer aceptable a toda la familia real ante la presencia de la corte entera. Debió ser intimidante para ella. Acompañada por su prima, madame d’Estrades, y otra dama, Jeanne-Antoinette lucía espléndida en su traje de muselina blanca y falda de satén ricamente bordada.

Cuando una sola profunda reverencia constituía una auténtica proeza para una mujer vestida para ir a la corte, el protocolo requería que ella realizara tres. Y una vez que el rey la hubiera dejado ir se esperaba que se retirara caminando hacia atrás, requerimiento no completamente irrazonable de no ser por la larga cola del vestido, un elemento que entonces exigía la moda cortesana y que debía apartar de su camino mientras retrocedía. Milagrosamente, la Pompadour ejecutó esas difíciles maniobras con una gracia tan completa que causó admiración.



Ante la mirada de la corte, las tres damas atravesaron de una a otra galería atestada desde la cámara del consejo del rey hasta las habitaciones de la reina. Los cortesanos tenían aún más curiosidad por ver la reacción de María Leczinska ante la nueva rival y se agolparon en la Galería de los Espejos. Era tradicional que se expresase la falta de aprobación haciendo un par de comentarios acerca del vestido de una dama. Ni la vestimenta ni los modales de la marquesa de Pompadour podían ser criticados, así que la corte atónita escuchó cómo María Leczinska hacía una amable referencia a una amiga en común, la única aristócrata que los Poisson conocían. Jeanne-Antoinette esperaba cualquier cosa menos esto. Ruborizada y confusa, le presentó su más profundo respeto. A diferencia de su madre, el remilgado delfín despreció a madame de Pompadour con una observación sobre su vestido. Los bandos se habían formado.

Una vez superada la temida presentación, la marquise se instaló a vivir en Versailles, en una suite de seis habitaciones medianas en el Attique du Nord, que daban a una terraza-jardín. Aquel era el verdadero oasis del rey. Estaba llena de plantas y flores, de animales domésticos como gatos, palomas, pájaros exóticos y los perritos falderos de Jeanne-Antoinette que aparecen a menudo en sus retratos. Las habitaciones contenían muchos pequeños muebles y todo tipo de chucherías. En su estudio de laca roja lleno de libros con su escudo impreso en la tapa, objetos de arte y flores recibía interminable cantidad de gente que iba a presentarle sus respetos. En medio de ellos, con su perro en la falda, se sentaba madame de Pompadour en la única silla, lo cual significaba que, por importante que fuese el visitante, debía permanecer de pie. “Señora del rey y del universo”, escribió el marqués de Valfons, “estaba rodeada como una reina en su toilette”. Para completar el cuadro, los atuendos de la Pompadour estaban diseñados para combinar con los colores de los ambientes.

Antes de su llegada a Versailles, la vida de Jeanne-Antoinette había estado dedicada al estudio y la búsqueda de la calidad y la belleza. Había aprendido mucho, y en el delicioso edén de su terraza, la amante de Luis XV podía crear un mundo en miniatura de encanto y paz. Voltaire la homenajeó con exageración diciendo: “Vous réunissez tous les arts, tous les goûts, tous les talents de plaire” (“En ti todas las artes, todo el gusto y la habilidad de complacer están verdaderamente unidas”).

Madame de Pompadour comenzó a adoptar el clásico molde de una amante real. Con la ayuda del arquitecto del rey, Jacques-Ange Gabriel, empezó a reformar las muchas casas del soberano, una a una, con su gusto exquisito, pero lo hizo sutilmente, sin que se hiciese evidente una revolución en el estilo. Sus apartamentos privados en todos los palacios estaban conectados con los de Luis y, dentro de su territorio, tenía asegurada la privacidad.

Durante el transcurso de su vida, madame de Pompadour adquirió suficientes obras de arte, muebles, pinturas, esculturas, jarrones bibelots y otros objetos como para llenar varios museos. La suya fue una de las colecciones más grandes que jamás pudiese reunir una persona. Además, comenzó a adquirir, construir y reconstruir casas y apartamentos. El castillo de Crécy fue la primera de sus muchas hermosas residencias; luego vino el célebre castillo de Bellevue –este monumento a la perfección del gusto reunió a los más brillantes artesanos de Francia- y después Brimborian, su casa de verano, el castillo de Menars en el Loire, el Hermitage en Compiègne, el elegante pequeño Hermitage en Versailles (otro refugio donde podía estar a solas con el rey), el Hôtel des Reservoirs en Versailles (utilizado más que nada como una casa extra para invitados y personal) y el uso, durante tres años, del castillo de Champs. En París era dueña del Hôtel d’Evreux (hoy el Palacio del Elíseo) y un apartamento en el Convento de los Capuchinos. Por otro lado, tenía apartamentos a su disposición en casi todos los palacios reales: Versailles, Fontainebleau, Choisy, Trianon, Saint-Hubert, Compiègne, Marly. El rey encargó a Gabriel que construyese para ella el Petit Trianon pero la marquesa murió antes que estuviese terminado.




El enorme torbellino de obras y adquisiciones, que costaría a la nación treinta y seis millones de libras, alimentó su manía de acumular cosas bellas y mantuvo entusiasmado al rey. Debido a que las casas de la marquesa y sus contenidos sobrevivieron a la Revolución y llegaron a ser parte de la herencia nacional de Francia, los grandes gastos valieron la pena, ya que ningún patrono francés del siglo XVIII tuvo un ojo más agudo para discernir la calidad y ningún lugar más que Francia podía permitirse un presupuesto ilimitado.

Posiblemente madame de Pompadour amaba más la porcelana que cualquier otra forma de arte. Ella patrocinó las tres fábricas reales de Francia: Saint-Cloud, Chantilly y Vincennes y sugirió al rey que comprase esta última, trasladándola a la ciudad de Sèvres, cerca de Bellevue. Bajo su ojo vigilante, para 1756 los productos de Sèvres rivalizaban con los de Meissen de Dresden. Se producían nuevas formas con los colores más bellos: lapislázuli, celeste turquesa, verde claro y el famoso rosa Pompadour, del cual se creía erróneamente que era su favorito (La marquesa dejó después de su muerte más de trescientas piezas de porcelana en todas sus casas y sólo aparecen diez de este color; la mayor parte eran de diferentes tonos de azul). La simplicidad de los primeros productos, especialmente las figuras en biscuit blanco con esmalte blanco, era un reflejo del gusto exquisito de la favorita.

Siempre se ha asociado al rococó como el estilo de la Pompadour. Sobre todo los retratos de Boucher resumen la deliciosa frivolidad de su estilo innatamente francés. Las imágenes características de la época eran decorados con volados y pliegues, ramos de rosas, cintas y moños, querubines y cupidos en las cortinas de seda y el retrato de una niña vestida de rosa en un columpio con el fondo de un paisaje verde de fantasía. El énfasis estaba en la naturaleza y en los diseños asimétricos y no se originaba, como podía pensarse, en la corte versallesca sino, tal como Jeanne-Antoinette Poisson, en la burguesía parisina.



Es verdad que madame de Pompadour amaba el rococó, pero en realidad ella siempre adoptaba lo que estaba de moda. Al enviar a su hermano, el marqués de Marigny, a estudiar a Italia, seguramente estaba reconociendo el gradual cambio hacia el clasicismo. Los retratos de Boucher que datan de 1756 a 1759 y los de Drouais de 1763 y 1764 la muestran posando junto a un mobiliario que incorpora motivos clásicos. Durante su tiempo, la inclinación hacia el neo-clasicismo en todas las artes incluyó estas formas y motivos con tanta libertad y calidez en los colores, que el efecto fue más romántico antes que después de la Revolución.

Desde el momento en que la Pompadour llegó a Versailles como maîtresse en titre de Luis XV, tomó para sí el papel de patrona suprema de las artes y cultivó la compañía de los artistas. Además de buen gusto, ella poseía una comprensión innata del temperamento artístico y alentaba, guiaba, halagaba y, lo que es más importante, pagaba a quienes hacía encargos y lo hacía rápido y bien. Aunque no tenía límites para alentar a artistas y escritores, sí los tenía, y muchos, respecto de su propia curiosidad artística. Durante su vida vendió casas y joyas, pero nunca obras ni objetos de arte, de modo que el inventario de las posesiones que tenía al morir es un verdadero documento de sus preferencias.

En realidad madame de Pompadour contribuyó más a las artes decorativas que con las bellas artes de su tiempo, sobre todo en lo relacionado con porcelanas, muebles y objetos. Era fanática de la decoración de interiores y continuamente embellecía sus casas y apartamentos. Inspiraba y creaba nuevos diseños para telas y papeles para revestimientos y sugería nuevas formas para sillas y mesas, que mandaba construir en maderas exóticas importadas. Ya a mediados del siglo XVIII mandó hacer muebles à-la-grecque, que anunciaban el estilo que luego sería conocido como Luis XVI. Todos sus muebles, sus alfombras, gobelinos y porcelanas eran de la mejor calidad, cosa que garantizaba un estricto juicio efectuado anualmente por los distintos gremios antes de la revolución.

A partir de los treinta y seis años la belleza de Jeanne-Antoinette se fue desvaneciendo, sobre todo por su frágil salud minada por infinidad de circunstancias, pero la pérdida de intimidad entre los amantes no hizo que disminuyese el poder de la marquesa. De ahí hasta su muerte, acaecida catorce años más tarde, madame de Pompadour ayudó a dirigir los destinos de Francia y mostró gran dedicación como consejera, asesora política y amiga constante de Luis XV. En el ínterin recibió nuevos sellos de honor y respetabilidad: obtuvo el título de duquesa, que le daba el privilegio de llevar armas ducales, el uso de la librea escarlata y el derecho de sentarse en un banquillo en presencia de Su Majestad; y fue nombrada dama de honor supernumeraria de la reina, jerarquía reservada solamente a las damas más encumbradas de Francia.

Su celebridad quedó pasmada en telas, en mármol y en escritos y su imagen, como verdadera reina del rococó, permanece por siempre fresca, delicada y sensible. Como era bella y decorativa y llevó las frivolidades casi al rango de las artes, los detractores de la Pompadour muchas veces no reconocieron su clara visión política. Siempre quedará como un debate abierto si su influencia política fue positiva para Francia. La tragedia de ese país fue que un intelecto, una sensibilidad y un coraje tan grandes como el de esta mujer, totalmente dedicados a Luis XV, no apareciesen con más frecuencia en estadistas y generales. De haber sido así, la historia de Francia en la segunda mitad del siglo XVIII hubiese sido completamente diferente.

5 comentarios:

  1. Fidelissimus, una entrada excelente como siempre.

    PS: en mi blog tiene un premio-condecoración para usted, enhorabuena.

    ResponderEliminar
  2. Qué mujer! quiero una así, no sabes dónde las fabrican? jajaja

    Buenísima entrada, Princeps Gustavo. Felicitaciones por el Toisón.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. Sire, difícil es encontrarlas en estos tiempos que corren. Pero no pierda la esperanza...

    Retribuyo felicitaciones y abrazo

    ResponderEliminar
  4. Princeps Fidelissimus
    maravilloso lo vuestro hermoso
    el blog excelentísimo acorde
    con las historias que abarca
    saluda
    Carro de Triunfo
    Argentina

    ResponderEliminar
  5. Es un gran aliciente recibir su beneplácito, madame.

    Gracias mil

    ResponderEliminar