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sábado, 30 de abril de 2011

Aristócrata y poeta: la Princesa Bibesco

Marthe Bibesco (versión francesa de Marta Bibescu), nacida Marta Lucia o Marthe Lucie Lahovary o Lahovari, fue una célebre escritora y socialite rumano-francesa.


Era la tercera hija de Ioan Lahovary y Emma, princesa Mavrocordat, y pasó su infancia en las tierras de la familia en Baloteşti y en el balneario de moda de la costa francesa, Biarritz. En su presentación en sociedad, en 1900, conoció al príncipe Ferdinand de Rumania, heredero aparente del trono rumano, pero después de un compromiso secreto de un año, Marthe casó a los 17 con el príncipe George III Valentin Bibescu, vástago de una de las familias aristocráticas de mayor prestigio, cuyo territorio principal se hallaba en Strehaia.
George III Valentin Bibescu era sobrino de Gheorghe Bibescu de Basaran, hospodar (o príncipe) de Valaquia entre 1843 y 1848. La jefatura de éste había coincidido con la marea revolucionaria que culminó en 1a revolución d
e 1848. Nacido en Craiova como primer hijo de Dimitrie Bibescu -miembro de una familia de boyardos-, Gheorghe había estudiado Derecho en París y se casó con Zoe Brâncoveanu, la última de esta familia, por lo cual heredó todos sus títulos y riqueza. El matrimonio no resultó, pues Zoe se volvió mentalmente inestable. Bibescu entró en conflicto con la Iglesia Ortodoxa cuando intentó divorciarse pero lo logró en 1845. En septiembre de ese mismo año se casó otra vez, con Maria Văcărescu. El patrimonio Brâncoveanu pasó al hijo de Zoe y Gheorghe Bibescu, el príncipe Grégoire Bibesco-Bassaraba (padre de Anna de Noailles, la célebre escritora francesa, primera mujer nombrada Comandante de la Légion d'honneur).


Bibescu tuvo un interés temprano en la aviación: voló un globo al que nombró “Rumania” y que obtuvo en Francia en 1905. Más tarde intentó aprender a volar un aeroplano Voisin, también traído de Francia, pero sin éxito. Luego del vuelo demostrativo de Louis Blériot en Bucarest, el 18 de octubre de 1909, fue a París y se enroló en la escuela de Blériot en Pau. El 23 de enero de 1910 obtuvo la Licencia Internacional de Piloto nº 20. El príncipe fue co-fundador del Automóvil Club Rumano (1901) y del Comité Olímpico de su país (1914). Rumania estaba entre los primeros seis países del mundo en organizar carreras de automóviles. En 1904 Bibescu ganó la carrera Bucharest-Giurgiu-Bucharest, con una velocidad promedio de 66 km/h.

Fluida en francés desde temprana edad (incluso antes de poder hablar rumano), Marthe pasó los primeros años de su matrimonio bajo la tutela de su suegra, la princesa Valentina (nacida condesa Riquet de Caraman-Chimay), quien notó la extensa educación en literatura e historia europea de Marthe. Una vieja campesina, Baba Uţa [Outza], vio que también era versada en cuentos y tradiciones folklóricas de Rumania. Mientras tanto, su esposo George perseguía automóviles de carrera y otras mujeres pero aumentaba la fortuna familiar al mis
mo tiempo.


A pesar del nacimiento de su hija, Valentina, en 1903, a pesar del amplio círculo de amistades, Marthe se aburría. Cuando George fue enviado por el rey Carol I en una misión diplomática a Mozzafar-al-Din en Irán, hacia 1905, ella impacientemente se embarcó en el viaje, registrando sus observaciones en un diario. Los príncipes iban acompañados por Leon Leonida y Mihai Ferekide, Maria, esposa de éste, y Claude Anet. Era el primer viaje en automóvil a Persia, partiendo desde Galaţi y recalando en Ispahan. El viaje fue descripto por el escritor francés Claude Anet en su libro como "La Perse en automobile à travers la Russie et le Caucase (Les Roses d'Ispahan)". Durante el camino, se detuvieron en Yalta, donde Marthe encontró al escritor exiliado Maxim Gorki. Fue en 1908, por sugerencia de Maurice Barrès, que la princesa terminó sus impresiones sobre el viaje a Persia y las publicó.


Los críticos y periodistas franceses fueron entusiastas en sus declaraciones. Las memorias del viaje, Les Huit Paradises ("The Eight Paradises"), la introdujeron en una carrera vitalicia como exitosa escritora. Se introdujo en la crema de la Belle Epoque parisiense, moviéndose fácilmente entre las élites literarias, aristocráticas y políticas del momento. Fue premiada con el trofeo de l’Academie Française y conoció a Marcel Proust, quien le envió una carta alabando su libro: “Usted no es sólo una espléndida escritora, princesa, sino una escultora de palabras, una música, una proveedora de aromas, una poeta.”


De vuelta en Bucarest, en 1908, Marthe fue presentada al príncipe heredero alemán, Wilhelm, quien, pese a que Marthe se refería a él como “el III”, nunca sucedió a Wilhelm II. El Kronprinz era casado, pero durante los siguientes quince años le escribió cálidas y afectuosas cartas a Marthe. Ella y su esposo fueron invitados en Alemania, durante el otoño de aquel mismo año, como invitados personales de Wilhelm, a visitar Berlín, Postdam, Weimar y tomar parte en la regata imperial a Kiel. Marthe obtuvo el supremo honor de acompañar a Wilhelm en la limousine, mientras pasaban a través de la Puerta de Brandenburgo, ocasión reservada sólo a miembros de la familia imperial. Él trató de envolver a Marthe en las relaciones internacionales de la Europa de pre-guerra, intentando que fuera la mediadora oculta entre Francia y Alemania en el conflicto de Alsacia-Lorena.


Entre la nobleza europea, el divorcio era la muerte social, pero el flirteo definitivamente no. Mientras Marthe y George continuaban lo que actualmente se conoce como relación de mutua supervivencia, ambos continuaron con sus propios intereses. El príncipe francés Charles-Louis de Beauvau-Craon, enamorado de Marthe, sostuvo con ella un affaire que duró una década.


Cansada de sus desilusiones sentimentales, Marthe se retiró a Argelia, en aquel entonces parte del imperio colonial francés, con una tía de su esposo (Jeanne Bibesco), pensando en divorciarse de George y casarse con el príncipe de Beauvau-Craon. Pero sintió que no debía hacerlo. George probaría ser sorprendentemente generoso y comprensivo, obsequiándole con el palacio Mogoşoaia en 1912.


Un par de meses antes de la Primera Guerra Mundial, Marthe visitó España, siguiendo los pasos de Chateaubriand, su escritor francés favorito. En mayo, estaba de vuelta en su país para recibir al zar Nicolás II y su familia mientras visitaban Rumania por invitación de la princesa María, esposa del príncipe Fernando.


Cuando Rumania entró en la guerra del lado de los Aliados, en 1916, Marthe trabajó en un hospital en Bucarest hasta que el ejército alemán incendió su hogar en Posada, en los Alpes transilvanos. Abandonó el país para encontrarse con su madre y hermana en Ginebra, después de un exilio impuesto por el invasor alemán en Austria-Hungría (como invitada de la familia de los príncipes Thurn-und-Taxis en Latchen). Allí continuó escribiendo y sólo sus diarios llenaron 65 volúmenes.


En Suiza comenzó a trabajar en Isvor, Pays des saules ("Isvor, Tierra de Sauces"). Fue la obra maestra de la Marthe rumana, donde brillantemente convergió el día a día y las costumbres de su pueblo, extraordinaria mezcla de superstición, profunda filosofía, resignación y esperanza y la lucha interminable entre las viejas creencias paganas y la fe cristiana. La tragedia que sacudió su vida, cuando madre y hermana se suicidan en 1918 y 1920, respectivamente, no cambiarían a Marthe.

Para los Bibesco la vida después de la guerra fue más cosmopolita que rumana. Marthe frecuentaba a Jean Cocteau, Paul Valéry, Rainer Maria Rilke, François Mauriac, Max Jacob, y Francis Jammes. En 1919 fue invitada a la boda londinense del primo hermano de su esposo, el príncipe Antoine Bibesco, con Elizabeth Asquith. Antoine Bibesco (en rumano, Anton Bibescu) era abogado, diplomático y escritor, sería Ministro de la Legación Rumana en Washington, D.C. (1920-1926) y luego en Madrid (1927-1931). Su esposa Elizabeth Charlotte Lucy era la primera hija de Herbert Henry Asquith (Primer Ministro Británico en 1908). Marthe ocuparía por muchos años un apartamento en la casa de Antoine en el Quai Bourbon, donde mantuvo un salón político y literario.



Durante la posguerra reconstruyó Posada, su hogar en la montaña, y comenzó a restaurar la otra propiedad familiar, Mogoşoaia, con su palacio de estilo bizantino. De vuelta en Londres en 1920, conoció a Winston Churchill, comenzando una cálida amistad que duró hasta su muerte en 1965. Cuando su hija Valentina casó con el príncipe rumano Dimitrie Ghika-Comăneşti (en octubre de 1925) en una deslumbrante y tradicional ceremonia, tres reinas asistieron, creando un rompecabezas en el protocolo (la Reina madre Sophia de Grecia, la Princesa consorte Aspasia Manos de Grecia y la Reina María de Yugoslavia).


Moviéndose alrededor de Europa, aclamada cada vez que aparecía un nuevo libro, Marthe gravitó hacia el poder político más que ninguna otra cosa. Sin olvidar el anterior Kronprinz, Marthe sostuvo un corto affaire con Alfonso XIII de España y otro con el representante socialista francés Henri de Jouvenel. En este último caso, las diferencias de clase trastornaron la relación, algo que Marthe usó como base para su novela Egalité ("Equality", 1936). El Primer Ministro británico, Ramsay MacDonald, la encontró fascinante. Ella lo visitó bastante seguido en Londres y fue su invitada en Chequers. El premier le escribía tiernas misivas, en una amistad que finalizó sólo con la muerte de él.


Acompañando a George, a quien le gustaba pilotar rápidos aviones, Marthe volaba a todas partes: el Reino Unido (contaba entre sus amigos al duque de Devonshire, al duque de Sutherland, Vita Sackville-West, Philip Sassoon, Enid Bagnold, Violet Trefusis, Lady Leslie y miembros de la familia Rothschild), Bélgica, Italia, (donde conoció a Benito Mussolini in 1936), la colonia italiana en Libia, Estambul, los Estados Unidos (en 1934, como invitados de Franklin D. Roosevelt y su esposa Eleanor), Dubrovnik, Belgrado y Atenas.




Con la Duquesa de Windsor en la Embajada norteamericana en París

Donde escribiera era un éxito de crítica y por lo tanto sus libros se vendían muy bien. Pero el dinero no era suficiente para cubrir los pesados gastos de su proyecto en Mogoşoaia (donde, por ejemplo, el pavimento del Gran Hall estaba cubierto de oro), por lo que comenzó a escribir romances bajo el seudónimo de Lucile Décaux y artículos para revistas de moda bajo su propio nombre. Mantuvo un largo contrato con The Saturday Evening Post y Paris-Soir.


En los ’20 y ’30 el palacio de Mogoşoaia se convirtió en “la segunda Liga de Naciones”, como le llamó el Ministro francés de Asuntos Extranjeros, Louis Barthou. Allí, anualmente, Marthe hospedaba a la realeza (entre otros, Gustavo V de Suecia y la reina de Grecia), la aristocracia (como los príncipes Faucigny-Lucinge, los príncipes de Ligne, los Churchill, los Cahen d'Anvers), políticos y ministros, diplomáticos y escritores (Paul Morand, Antoine de Saint-Exupéry).


Cuando los vientos de guerra empezaron a soplar nuevamente a través de Europa, la princesa se preparó. Visitó Alemania en 1938 para ver a Wilhelm y fue presentada a Hermann Göring; visitó el Reino Unido en 1939 para encontrarse con George Bernard Shaw. Su nieto Ion Nicolae Ghika-Comăneşti fue enviado a una escuela en Inglaterra aquel mismo año (y no volvería a ver a su tierra por 56 años). Rumania entró en la guerra en 1941, esta vez del lado perdedor.




El príncipe George III Bibesco murió junio de 1941; su relación se reforzó durante su enfermedad, aunque él mantuvo a sus amantes. Después de visitar París ocupada por los nazis y Venecia, hizo una visita secreta a Turquía en 1943 junto a su primo el príncipe Barbu II Ştirbey (Barbo Stirbey), tratando de negociar la retirada de Rumania. Cuando el Ejército Rojo invadió su país, la propiedad de Mogoşoaia fue expropiada en marzo de 1945: en abril, Marthe dio permiso a las nuevas autoridades para declarar al palacio como monumento histórico. Luego partió para no regresar, el 7 de setiembre de 1945.



Irónicamente no fue Marthe sino su prima Elizabeth, la esposa de Antoine, la última de los Bibesco en ser enterrada en los terrenos de Mogoşoaia luego de su muerte en abril de 1945. Ni Marthe ni Antoine retornarían a Rumania. Cuando el gobierno comunista tomó el poder en 1948, todas las propiedades Bibesco fueron confiscadas y el dominio de Mogoşoaia, palacio y parque incluidos, fue nacionalizado. Su hija Valentina y el esposo de ésta, Dimitrie Ghica-Comanesti, que habían heredado el palacio, fueron arrestados y les fue impuesta una residencia obligatoria en Curtea de Arges.



El Palacio de Mogoşoaia


Marthe permaneció en París, primero viviendo en el Ritz entre 1946 y 1948 y luego en su apartamento del 45 Quai de Bourbon. Cuando visitaba Londres recibía a sus amistades en el Savoy, como en el caso del Rey de España, que la visitó bajo un nombre falso. Sus besos apasionados quedaron inmortalizados en los diarios de la escritora: “Nunca olvidaré su beso, tan extrañamente casto, insistente, buscando mis labios y sellándolos con los suyos… un momento que ambos habíamos sentido que demoraba en llegar”.


En 1955 fue aceptada como miembro de la Academia Belga de Lenguaje y Literatura Francesa, en el sitio previamente ocupado por su concuñada Anna de Noailles (nacida princesa Bassaraba de Brancovan). En 1962 fue premiada con la Légion d'honneur.



Ahora una grande dame, disfrutó su última gran amistad con un líder poderoso, Charles de Gaulle, quien la invitó en 1963 al palacio del Elíseo para asistir a una recepción en honor de los soberanos suecos. Cuando visitó Rumania en 1968 De Gaulle llevó con él una copia de Isvor, Pays des Saules para que se lo autografiara y ese mismo año le dijo a Marthe: “…usted, para mí, personifica a Europa”. Marthe tenía 82 años.



Últimos años en París

viernes, 29 de abril de 2011

Reina y poeta: Elisaveta de Rumania

Elisabeth Pauline Ottilie Luise zu Wied nació en Schloss Monrepos, en Neuwied am Rhein, el 29 de diciembre de 1843. Falleció siendo Elisabeta, reina de Rumania, en Bucarest, el 2 de marzo de 1916. Era hija del príncipe alemán Guillermo Carlos de Wied y su esposa, la princesa Marie de Nassau (hermana del Gran Duque Adolfo de Luxemburgo).





Firma de Elisabeta


Pudo haber sido princesa de Gales y luego reina de Gran Bretaña, ya que figuró en la lista de eventuales novias para Edward –Bertie-, el hijo mayor de la reina Victoria. También pudo haber sido princesa de Gran Bretaña e Irlanda y duquesa de Edimburgo, para convertirse más tarde en duquesa de Coburgo, ya que fue una de las posibles esposas para Alfred –Affie-, el segundo hijo varón de Victoria.

Pero acabó casándose con un príncipe germano, Karl de Hohenzollern-Sigmaringen, que había sido designado príncipe soberano de una recientemente independizada Rumania. Con el tiempo, Karl se transformó en el rey Carol I, fundador de la dinastía de los Hohenzollern en Rumania. Y Elisabeth, en la reina consorte Elisabeta.

Demostró que un espíritu artístico y una notoria tendencia a mostrarse extravagante pueden combinarse con una concienzuda representación del papel de reina en un país extraño. A diferencia de su gran amiga, la emperatriz Sissi, Elisabeta de Rumania se tomaba muy en serio su posición, cumpliendo con el máximo esmero sus deberes protocolares y participando activamente en la vida rumana. Incluso su talento literario lo puso, en gran medida, al servicio de su patria adoptiva. No se limitó a crear aforismos o románticas novelas, sino que también realizó una gran labor de recopilación y difusión de las leyendas que se habían transmitido de generación en generación entre los rumanos. Así, contribuía a darle una sugestiva presencia a aquel país entre las demás naciones de Europa.

El Príncipe Herman von Wied


Nació siendo una princesa de las muchas dinastías germánicas, sólidamente arraigadas pero sin un lustre extraordinario. Hermann de Wied, el padre, había completado sus estudios en la célebre universidad de Göttingen, había viajado a lo largo y ancho de Alemania, había adquirido el necesario barniz de refinamiento social y cultural en Francia; todo eso para servir en un regimiento de la guardia en Berlín antes de hacerse cargo de la administración de sus estados hereditarios, no demasiado extensos. A su debido tiempo, contrajo matrimonio con Marie de Nassau, quien había nacido en Briebich, en el ducado de Nassau, gobernado por su padre, el duque Wilhelm. Un matrimonio bastante ventajoso, sin lugar a dudas.

Para una princesa perteneciente a una dinastía de moderado prestigio, las conexiones constituyen un asunto crucial. En su caso, vendrían por vía materna, a través de Marie de Nassau. Dos de los hermanos mayores de ésta realizaron bodas espléndidas: Therese se casó con Peter de Oldenburg, cuya madre había sido la Gran Duquesa rusa Ekaterina -Katia- Pavlovna (hija del zar Pavel I, hermana de los zares Alexander I y Nikolai I) y su padre el Gran Duque de Oldenburg. Adolph de Nassau contrajo nupcias con la Gran Duquesa Elisabeta Mikhailovna, hija del Gran Duque Mikhail Pavlovich -un hermano menor de la citada Katia- y de la princesa Helena de Württemberg.


Marie von Nassau-Weilburg, Princesa de Wied


Cuando Marie, reciente esposa de Hermann de Wied, dio a luz a su primogénita, enseguida se decidió llamarla Elisabeth, nombre que hacía honor a sus dos madrinas de bautismo: Elisabeth Ludovika, princesa de Baviera, por matrimonio reina de Prusia, y la encantadora Gran Duquesa Elisabeth Mikhailovna de Rusia, a la sazón todavía prometida con Adolph de Nassau. De esa manera, ya se estaba estableciendo un eje de conexiones Berlín-San Petersburgo en torno a la criatura.

La infancia de Elisabeth discurrió en un entorno de notable placidez, pese a las preocupaciones por la severa minusvalía de su hermano menor, Otto, y la salud delicada del padre. Otto falleció a los doce años, llevándose consigo los recuerdos de un reciente viaje con sus padres y hermanos por el norte de Italia. Pero la familia quedó consternada. Asimismo, Hermann de Wied falleció en marzo de 1864. Y una vez más, Elisabeth dio rienda suelta a una amarga desolación.


A pesar de ser una princesa de menor categoría, la joven, merced al entramado de relaciones familiares, había hecho numerosos viajes por toda Europa y había recibido una esmerada educación, con particular énfasis en los idiomas. Dado que era por naturaleza muy artística, se le había animado a leer y escribir, pero también se le habían facilitado los mejores maestros para que aprendiese a tocar diversos instrumentos. Elisabeth mostró una singular atracción por la música. Mientras desarrollaba la técnica, mostraba un singular talento para tocar el violín (un instrumento que, en general, no se consideraba femenino: lo ideal era que las princesas, aristócratas y muchachas de buena familia aprendiesen a desenvolverse ante un piano, porque quedaba más decorativo en las veladas musicales en boga).


Schloss Monrepos


En general, era una joven encantadora, que ansiaba aprender, que estudiaba con ahínco, que evolucionaba favorablemente no sólo en las materias de tipo creativo-artístico que tan bien cuadraban con su carácter romántico. Sin embargo, no podía catalogarse de belleza, ni mucho menos; no poseía un encanto peculiar que supliese la falta de hermosura; era demasiado llamativa y un poco estridente. Sus facciones carecían de la delicadeza que sí poseían los rasgos de su madre, Marie de Nassau-Weilburg. Elisabeth, además, carecía de elegancia innata o adquirida. Por resumirlo, era una de esas chicas "de interiores", no "cara el exterior".


Los proyectos de boda inglesa no prosperaron (Edward, el Príncipe de Gales, acabaría casándose con Alexandra de Dinamarca, una de las grandes beldades de la época, suave, sentimental, no demasiado brillante en el plano intelectual y nada inclinada a veleidades artísticas). En 1861, desvanecida cualquier esperanza de boda con Bertie, Elisabeth acompañó a su madre a la corte de Prusia. Una versión indica que, hallándose ambas damas en un baile en palacio, la cola del magnífico vestido de gala de la joven se enredó entre sus piernas. Elisabeth trastabilló, perdió por completo el equilibrio y estuvo a punto de caerse por las escaleras. En el último momento, un caballero se acercó, raudo, a sostenerla para evitar que protagonizase, bien a su pesar, tan bochornosa escena pública.

El caballero era el príncipe Karl Eitel von Hohenzollern-Sigmaringen. Era hijo de Karl Anton, príncipe de Hohenzollern-Sigmaringen, y la esposa de éste, Josephine de Baden, emparentada a través de su madre, Stephanie de Beauharnais, con la emperatriz Josephine. Karl había recibido formación militar en la prestigiosa Escuela de Artillería de Berlín, de dónde salió con rango de oficial para incorporarse al ejército prusiano.


El Príncipe Karl


El episodio de la escalera entre Karl Eitel y Elisabeth podía haberse quedado en nada. De hecho, la princesa retornó a Neuwied con su madre sin que se hubiese avanzado por el camino del romance con el guapo oficial que la había salvado de una caída aparatosa. Poco después, se presentaría el príncipe Alfred de Gran Bretaña en Neuwied y Elisabeth, a instancias de su madre, hizo lo que pudo por gustarle al segundo hijo varón de la reina Victoria. Si a Affie le hubiese seducido el concierto de violín en la arboleda clareada por la luz de la luna, la suerte de Elisabeth habría estado echada. Pero Affie salió corriendo, despavorido. Y Elisabeth permanecía soltera.


Karl Eitel, en cambio, se había quedado muy impresionado con Elisabeth. En 1866, una nación que acababa de conseguir su independencia, Rumania, que englobaba los territorios de la antigua Valaquia y de Moldavia, le llamó para que se convirtiese en su príncipe soberano, lo que en rumano se denominaba "Domnitor". Karl, cuyo nombre se vertió al rumano en la forma Carol, se estableció en Bucarest, capital de la flamante Rumania. Ya tenía claro que no podría permanecer soltero más tiempo. La constitución otorgada para los rumanos incluía un artículo que él mismo había introducido, prohibiendo a los príncipes rumanos de la actualidad o del futuro contraer matrimonio con una súbdita: era una forma de dejar claro que ningún poderoso clan de aquella nación podría aspirar a colocar a sus hijas en el trono en calidad de consortes para acrecentar influencias. Así que Carol, evidentemente, se planteó la necesidad de efectuar una gira por los principados germánicos en busca de una mujer con personalidad, lo bastante osada para acompañarle en la aventura balcánica.


En su mente persistía la imagen de Elisabeth von Wied-Neuwied haciéndose un lío con la cola del traje de baile. El tiempo había proporcionado al episodio un considerable encanto. Carol no era un hombre particularmente sensible ni romántico; tenía una cabeza firmemente asentada encima de los hombros. Sabía que necesitaba una esposa con el linaje y el rango adecuados, pero, más aún, necesitaba una esposa lo bastante intrépida para estar dispuesta a crear una nueva dinastía en un país balcánico que estaba emergiendo. Cuando vio a Elisabeth por primera vez en Berlín, seguramente evaluó con cuidado a la joven princesa de Wied. Luego, años después, habló con sus padres para que éstos cursasen una invitación a la princesa Marie y a su hija.

Pero esa reunión auspiciada por los Hohenzollern-Sigmaringen selló el destino de Elisabeth. Se le propuso un matrimonio con Carol...y aceptó, lo que para ella resultó lo más natural del mundo. Los confines de Neuwied se le hacían demasiado estrechos; necesitaba un cambio en aquel estilo de vida pausado, absolutamente monótono, previsible y aburrido.

Lo que el serio y concienzudo Carol le proponía era lo que ella más podía apreciar: un desafío de grandes dimensiones. Rumania podía ser una nación de nuevo cuño, pero los territorios que la integraban ejercían el poderoso encanto de las zonas tradicionalmente cerradas en sí mismas, aisladas, cargadas de misterio. Al hablar con Elisabeth, Carol se mostró muy franco: tenía la intención de trabajar a destajo para arrastrar de su secular atraso a esas regiones sombreadas por el macizo carpático. Quería crear un país en permanente progreso, moderno, pero sin perder la esencia, la tradición, pues él, un extranjero, no podía permitirse la soberbia de mirar por encima del hombro a sus recientes súbditos por aferrarse éstos a sus costumbres y su folklore. Un rasgo fundamental en Elisabeth era su imaginación. Se visualizó a sí misma ejerciendo el papel de una princesa gentil y magnánima, pero, a la vez, absorbiendo todo el hechizo de aquellas tierras que la atraían porque no tenían nada que ver con lo que ella conocía.



Lo de menos, en esa tesitura, era la evidente diferencia de caracteres e inclinaciones en Carol y Elisabeth. En los apaños dinásticos, detalles de esa índole nunca recibían la menor consideración. Pero, en un plano más humano, al menos se percibía que Carol mostraba atracción hacia Elisabeth. En esa atracción estaba, quizá, la clave de una posterior satisfacción de ambos respecto a su matrimonio. Mientras fundaban juntos una dinastía balcánica, podían surgir el afecto perdurable y una buena compenetración. La seriedad y la sobriedad de él se compensarían con la fantasía y el gusto por lo colorido de ella, teniendo en cuenta, además, que ella, por muy despegada del suelo que pudiese parecer a priori, tenía el declarado propósito de cumplir a rajatabla los deberes inherentes a su rango.

La boda de Carol y Elisabeth, a la que los rumanos llamarían Elisabeta, se celebró el 15 de noviembre de 1869. Luego, los recién casados apenas pudieron permitirse una breve luna de miel en Monrepos. Ya el 18 de noviembre salieron de Neuwied para dirigirse por tren hasta Budapest, la capital húngara, dónde se reunieron con el emperador Franz Joseph. Un buque austríaco que debía su nombre al emperador les estaba esperando en Bazins, explicó éste, para llevarles, remontando el curso del Danubio hasta ese punto en el que el gran río confluye con otro de menor caudal, el Czerna. Era una frontera natural entre el imperio austro-húngaro y el país rumano.

La ciudad fronteriza de Verzerova fue el primer rincón de Rumania que pudieron contemplar los ojos de Elisabeta. Luego, seguirían navegando el Czerna hasta alcanzar la ciudad de Turnu Severin. Allí se produjo el desembarco de Carol y Elisabetta, clamorosamente recibidos el 22 de noviembre. Por supuesto, tras la escala en Turnu Severin, continuaron la ruta hasta Giurgevo. De Giurgevo a Bucarest les esperaba un viaje en tren, cruzando la Wallachia. El 25 de noviembre de 1869 se produjo la entrada en Bucarest.


Los primeros meses no fueron fáciles para Elisabeta. Bucarest, recién llegada, le produjo una triste impresión: era una ciudad bastante destartalada, desangelada, que transmitía una imagen de pobreza. Poco a poco, iría descubriendo parajes de gran hermosura en su nuevo país, pero, de entrada, Bucarest resultaba decepcionante. Además, se encontraba con la inevitable barrera del idioma. Elisabeta dominaba varias lenguas, por lo que estaba convencida de poder aprender rumano en un razonable plazo de tiempo. Pero, al principio, el rumano le era incomprensible y ajeno. Evidentemente, podía manejarse en francés dentro de la corte o al mezclarse con las más distinguidas familias del país; sin embargo, fuera de esa élite, no existía forma de comunicación excepto las miradas, las sonrisas y los signos.

A la inevitable añoranza de su tierra natal, su familia y su entorno de siempre, se añadían las lógicas dificultades de adaptación al medio. Llevaba un mes casada cuando se embarazó. Para Carol, fue la mejor noticia: ambos ofrecían la esperanza de continuidad hacia el futuro de la rama Hohenzollern-Sigmarigen trasplantada en
Bucarest. Elisabeta también estaba encantada en relación con su inminente maternidad, pero no podía evitar las inquietudes, las aprensiones y el lógico nerviosismo de una primeriza. Aún no había nadie, a su alrededor, en quien pudiese confiar plenamente. Se encontraba librada a su suerte, teniendo que depender en exclusiva de la comprensión y el apoyo emocional que le brindase Carol. Y Carol era un tipo básicamente honrado y fiable, pero no un hombre particularmente expansivo ni cariñoso.

En cualquier caso, Elisabeta sacó a relucir su voluntad y su tesón. Estudiaba con ahínco, leía con afán cualquier obra que tratase aspectos históricos relacionados con su patria adoptiva y preparaba con interés los aposentos que albergarían a su bebé, sin olvidarse de intercambiar una copiosa correspondencia con su madre en la cual se reflejaban sus sentimientos mientras discurrían los meses.


El 8 de septiembre de 1870 nació una niña a la que se daría el nombre de Marie, aunque se la conoció por la cariñosa versión rumana Marioara. Desde el mismo instante en que recibió a la criatura en sus brazos, Elisabeta se notó inundada por una gran oleada de amor maternal. Carol estaba evidentemente complacido con la niña, pues parecía ser la primera de una prole abundante. Pero Elisabeta estaba literalmente transida de amor hacia la niña. Pensaba ser una madre cercana, siempre accesible y atenta en lo que concernía a la princesa. Habría amas de leche, niñeras, ayas, preceptores. Pero ella era la madre y pensaba ejercer como madre, sin descuidar por ello su papel de representación oficial.

A esas alturas, Elisabeta se había hecho querer por los rumanos. Con su facilidad para los idiomas, había asimilado un rumano ciertamente fluido y, a causa de su natural predisposición a aprender, había tratado de conocer en detalle la tradición oral de su nuevo país. Le parecía que los rumanos habían tenido la grandeza de mantener el legado de sus antepasados en forma de un riquísimo folklore transmitido de padres a hijos mediante la palabra hablada. A Elisabeta le entusiasmaba imaginar que todo aquello podía recopilarse, trasladarse al papel y servir de base a un sentimiento de orgullo patrio. Por otro lado, le gustaba dedicarse a favorecer las instituciones educativas y sanitarias, para mejorar las condiciones de vida de los menos favorecidos. En especial, ponía énfasis en dirigirse a las mujeres; ellas serían las más interesadas y las más beneficiadas por una implantación de hábitos más higiénicos, un mejor acceso a los cuidados médicos y un paulatino desarrollo de la educación infantil.

La pequeña Marioara


La energía de Elisabetta sólo cedía cuando le flaqueaba la salud: era propensa a desarrollar una actividad incesante que la consumía y la dejaba a merced de ataques de fiebre, quizá de origen nervioso. Por supuesto, a eso también contribuían las dificultades de su matrimonio con Carol -las diferencias de carácter estaban pasándoles factura- y las presiones para concebir un heredero varón.

Y esa niña tan querida iba a partir demasiado pronto. El 9 de abril de 1874, Jueves Santo, cuando le faltaban cinco meses para cumplir cuatro años de edad, una fiebre escarlatina le causó la muerte. Se había producido una epidemia de escarlatina que no había respetado a la pequeña domnita de Rumania, la primera princesa Hohenzollern nacida en Bucarest.

Carol quedó sinceramente afectado por la pérdida, pero a Elisabeta poco le faltó para volverse loca de dolor. A esa mujer de casi treinta y un años, se le hacía imposible asumir la idea de enterrar a la única criatura que había logrado en su matrimonio. Su salud declinó rápidamente, llegando al extremo de que, en el verano de 1874, los médicos la urgieron a marcharse para una cura de aguas en Franzensbad. Allí, Elisabeta se dedicó a escribir de modo compulsivo; era el único consuelo que hallaba en esa época aciaga.

Los dolidos padres en la tumba de su hija (junto a Leopold, hermano de Carol), 1874


La desaparición de Marioara tuvo efectos irreversibles en Elisabeta. Quizá hubiera podido reponerse en parte si se le hubiese concedido otro hijo en quien volcar su afecto. Pero, en los años posteriores, cada embarazo de Elisabeta concluía en un penoso aborto. Aquello abriría una brecha en el matrimonio. Ante la pérdida de un hijo, los padres pueden reaccionar compartiendo el duelo de tal forma que su relación sale reforzada o bien distanciándose irremisiblemente el uno del otro. En el caso de Carol y Elisabeta, la muerte de Mariora, sumada a la incapacidad de ella por proporcionar más hijos, acabó creando una fuerte tensión entre los dos.


Carol no podía evitar que la decepción se reflejase en su mirada y Elisabeta se sentía doblemente castigada por el destino. Su sentimiento de profunda desolación se veía acentuado por el hecho de que tenía plena conciencia de que la falta de hijos implicaba la falta de herederos. No habría una dinastía, con lo que el sueño de su marido se había roto en pedazos. Paulatinamente, Carol y Elisabeta empezaron a girar en órbitas distintas.

Es difícil establecer hasta qué punto el fallecimiento de Mariora causó un desequilibrio emocional profundo y duradero en Elisabeta. Evidentemente, el efecto traumático de la pérdida explica muchas de sus reacciones en la etapa posterior. Poco a poco, a medida que abandonaba cualquier esperanza de ser madre de nuevo, Elisabeta experimentó una gran transformación.

En buena parte, derivó todo el amor que hubiera podido entregar a sus hijos hacia Rumania. La forma en que "absorbió" en su alma los rasgos esenciales de su país adoptivo es sorprendente. No se convirtió en una princesa volcada únicamente en proyectos sociales que contribuían al progreso de la colectividad. Durante la guerra ruso-turca de los años 1877 y 1878, desplegó una sorprendente energía para crear hospitales para los heridos evacuados desde el frente, pero, en su caso, no se trataba de una reacción puntual en un momento crítico. Se involucró por entero, en los años siguientes, en un amplio abanico de organizaciones benéficas y educativas. Le interesaba en particular crear centros educativos especiales para niños ciegos o con otras minusvalías (una especie de tributo personal a su hermano Otto, que había muerto a los doce años). Sobre todo quería que las niñas tuviesen acceso a una educación pues se daba cuenta de la importancia de erradicar el analfabetismo entre el género femenino: así se lograría una generación de mujeres más capacitada en todos los aspe
ctos, incluyendo la crianza de sus descendientes.


La intensidad con la que Elisabeta se dedicó a tareas eminentemente sociales se complementó con un creciente interés por darle a Rumania una imagen favorable en toda Europa e incluso más allá de los confines del viejo continente. Se había distinguido como escritora desde chiquilla, cuando solía buscar la soledad para plasmar sus pensamientos e impresiones acerca de su entorno. Pero a partir de la muerte de Marioara, esa necesidad se acentuó considerablemente. Empezó a desarrollar una vocación literaria de gran envergadura que la llevaría muy lejos, pues acabaría publicando novelas y colecciones de aforismos compuestos en rumano, alemán, francés e inglés. Paralelamente, Elisabeta comprendió la importancia que podía tener fotografiarse con trajes típicos rumanos, pero también recoger la riquísima tradición etnográfica del país y plasmarla en buenas obras. Todavía hoy, las compilaciones de leyenda y folklore popular realizados por Elisabeta, generalmente en colaboración con otros autores de la época, constituyen un material valioso para los interesados en la materia.

Bajo el pseudónimo de "Carmen Sylva" se convertiría en una figura señera de la literatura de su tiempo, pero también patrocinaría complejos e interesantes trabajos de investigación etnográfica, de recuperación de historias que se habían transmitido por vía oral de generación en generación.
En 1880 publicó un volumen de Poesías Rumanas, con traducciones de obras muy inspiradas y originales de su propia producción. Al año siguiente publicó Mis ocios, una crónica de palacio en la que se incluía una balada por cada mes del año y una sentencia o un soneto por cada día.

Elisabeta se trazó su camino. Un camino que no siempre discurría paralelamente al de Carol, pues la falta de hijos comunes suponía que habían fallado en el proyecto de fundar una dinastía, lo que, para él, resultaba bastante amargo. Poco a poco, Carol entendió que necesitaría "prohijar" a uno de sus sobrinos carnales para tener un heredero de su linaje, de su sangre. No resultó fácil asumir esa idea. Para Elisabetta tampoco, naturalmente. Quizá incluso para ella fue todavía más penoso encajar esa pieza del mosaico en su mente y en su corazón.

En 1881 se convirtió oficialmente en reina consorte. Carol, en su momento, había sido llamado para reemplazar a su predecesor Alexandru Ioan Cuza, que había ostentado el título de Domnitor, el mismo que se aplicó al príncipe Hohenzollern llegado a Bucarest. Elisabeta, al casarse con Carol, se convirtió en Domnita Elisaveta. La plena legitimización de Rumania como nación provino del desarrollo de la guerra turco-rusa que tuvo lugar entre los años 1877 y 1878. Y un acta del Parlamento de Bucarest convirtió Rumania en un reino el día 24 de marzo de 1881. Karl llega a ser el rey Carol I a fines de marzo de 1881; consecuentemente, su esposa deja de ser la Domnita Elisaveta para transformarse en la regina Elisaveta.


Carol I, su sobrino Fernando y el hijo de éste, futuro Carol II


Para un país que acaba de dar ese paso de reafirmación nacional después de una época tremendamente incierta y azarosa, es obvio que una ceremonia de coronación adquiere una enorme significación. En países de antigua data, firmemente establecidos y reconocidos internacionalmente, una coronación suele ser el reconocimiento solemne de que se ha producido un relevo en la ocupación del trono. En cambio, los rumanos, en la primavera de 1881, se disponían a festejar que habían dejado de ser un principado balcánico bastante endeble y de futuro cuestionable para transformarse en reino, con una dinastía hereditaria, con vocación de perdurabilidad. Elisabeta tuvo que vivir el 22 de mayo de 1881 con un regusto agridulce. En vísperas de la ceremonia de coronación, llegaron a Bucarest el hermano mayor de Carol, Leopold de Hohenzollern-Sigmaringen y los dos hijos varones que éste había tenido en su matrimonio con Antonia de Portugal: Ferdinand y Karl. Esta presencia obedecía no sólo al natural deseo de participar en el momento más glorioso de la trayectoria de Carol, sino a una necesidad de hacer visible la dinastía. Porque en los doce años del matrimonio ella había concebido varias veces, pero cada embarazo se había malogrado, excepto aquél del que había nacido Marioara.

En aquel momento Elisabeta contaba casi 38 años. Si desde los 26 sólo había tenido una hija que había muerto en la infancia, era absolutamente improbable que, rondando los 40, fuese a dar a luz un surtido de hijos para la rama rumana de los Hohenzollern-Sigmaringen. Eventualmente, los rumanos debían ver que Carol tenía un hermano varón, Leopold, que a su vez tenía hijos varones, en ese caso Ferdinand y Karl. La sucesión, por esa vía colateral, estaba garantizada. Pero para Elisabeta, que jamás dejó de sufrir por su incapacidad para crear una extensa familia, la presencia de su cuñado y de sus dos jóvenes sobrinos políticos tuvo que representar, por fuerza, un recordatorio doloroso de ese trauma íntimo.

El Castillo de Peles


El día señalado, un carruaje tirado por ocho caballos negros llevó a Elisabeta, ya perfectamente ataviada, del bonito palacio de Cotroceni a Bucarest. La escoltaban su cuñado Leopold y los jóvenes hijos de éste. Ya reunidos con Carol, vieron sucederse los acontecimientos en ese día, en un ritual cuidadosamente elaborado para la ocasión a instancias del primer ministro, Demeter Bratianu. Después del banquete de gran gala, al atardecer, los flamantes reyes salieron a un balcón de su palacio para observar cómo se iluminaba la ciudad de Bucarest. La luz eléctrica suponía algo nuevo, algo enteramente misterioso e incluso pura magia a ojos de los miles de rumanos que se habían congregado en la capital; muchos se quedaron absolutamente conmocionados al constatar que "se hacía día en plena noche". Un paseo en carruaje, precedido por una tradicional procesión de antorchas, puso fin a una jornada agotadora, máxime para una mujer como Elisabeta, cuyo organismo acusaba recibo, invariablemente, de la tensión acumulada.

La primera imagen que uno se hace de una reina balcánica que viste trajes folk o se pone toca y túnica amplia en su ancianidad, tras haber publicado un alto número de obras literarias bajo un seudónimo, es automáticamente la de una extravagante. La realidad era que, con su hipersensibilidad y fantasía, Elisabeta buscaba cumplir con su papel histórico y su compromiso con Rumania. Cuando se hacía fotografiar luciendo los trajes típicos rumanos, lo hacía para dar visibilidad a Rumania. Cuando se dedicaba, con la colaboración de diversas personas, a compilar leyendas tradicionales de los Cárpatos, lo hacía para dar valor a la cultura rumana. Intentaba ubicar en un justo lugar a Rumania una nación reciente, un reino que acababa de constituirse. Elisabeta no se cansaba nunca; sólo cuando se encontraba verdaderamente enferma, se concedía períodos de descanso. Pero desarrolló una intensa actividad social.


Enviudó de su esposo, con quien no había mantenido una buena relación durante los últimos años, en 1914, a poco de estallar la Primera Guerra Mundial. Al final de sus días se retiró al Castillo de Pelesh, donde se rodeó de personajes del mundo de la literatura y la cultura en general. Murió durante la ocupación alemana de Rumania y su muerte se atribuyó en un primer momento al suicidio, aunque más tarde se desmintió esta teoría. Elisabeta de Rumania había surcado con valentía el camino propio que se había trazado. No le había resultado fácil, pero pudo grabar su nombre en la historia de Europa de forma indeleble.

domingo, 24 de abril de 2011

Sinsabores de Yugoslavia

Yugoslavia empezó llamándose “Reino Unido de los Serbios, Croatas y Eslovenos”, sin citar a los montenegrinos, que también estaban incluidos, al igual que otras minorías étnicas que formaban más de un diez por ciento de la población: alemanes, húngaros, rumanos, italianos, albaneses y turcos. Este “Reino Unido” fue proclamado oficialmente el 4 de diciembre de 1918, después de que el príncipe Alexander de Serbia aceptase la regencia de la nueva nación. El 26 de noviembre una Asamblea manipulada por los serbios había depuesto al rey de Montenegro, Nikola I, que se oponía a la unión de su país a ese conglomerado (por lo que su nombre ni siquiera figuró en el pomposo título del reino).

Desde el siglo XIX había existido entre la intelectualidad de las comunidades eslavas de los Balcanes, sobre todo entre la croata, una corriente partidaria de unificar a sus miembros en un Estado o región única dentro de las naciones existentes.


En el período anterior a la Primera Guerra Mundial hubo proyectos de modificar la estructura dual del Imperio austrohúngaro para agrupar a los eslavos del sur en una nueva unidad dentro del Imperio, pero nunca llegaron a fructificar, principalmente por la hostilidad magiar a desprenderse de parte de su territorio y la falta de apoyo de la corona a las iniciativas.


Insignia naval del Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos, más tarde Reino de Yugoslavia (1922-1941)


Durante la guerra se desarrolló una complicada serie de maniobras políticas y de propaganda entre el gobierno serbio, habitualmente más interesado en la expansión territorial de su país que en la unificación de los eslavos meridionales; el Comité Yugoslavo formado por algunos políticos eslavos exiliados de Austria-Hungría y los políticos eslavos que habían permanecido en el Imperio. El apoyo de la Triple Entente a la expansión de Serbia o la formación de un nuevo Estado yugoslavo era intermitente y variaba generalmente con la suerte en el frente, cambiando además de unos países a otros.


Croacia


Los historiadores no están de acuerdo sobre si los serbios, los croatas y los eslovenos eran un solo pueblo que bajó de los territorios eslavos y, cruzando los Cárpatos, se asentó en el sur de los Balcanes. A partir del siglo VII unas tribus se separaron de otras, concentrándose en núcleos que asimilaron a los restos de los pueblos autóctonos. Las que fueron hacia el oeste encontraron comarcas ricas y la cercanía del mar, formando el estado de Croacia. Las que se instalaron en el sudeste, solo pudieron ocupar zonas montañosas y pobres, apartadas del litoral, por lo que no pudieron constituir una nación serbia hasta los siglos X u XI.

Llegada de los croatas al Adriático


Las dos ramas principales, croatas y serbios (los eslovenos siempre estuvieron muy unidos a los croatas) fueron separándose cada vez más, incluso sosteniendo frecuentes luchas entre ellos. Los croatas quedaron bajo la influencia de Roma, se hicieron católicos y adoptaron el alfabeto latino. Por el contrario, los serbios, bajo el dominio de Bizancio, se hicieron ortodoxos, adoptaron relativamente su cultura y, con ella, el alfabeto cirílico.


Desde el 924, en que Tomislav fundó el reino, aceptando la corona que le ofreció el papa, hasta 1918, en que la Dieta proclamó la independencia del “virreinato de Croacia”, fue dominada por otros pueblos. A fines del siglo XIX los croatas habían estado a favor de un paneslavismo del sur, tendiente a esa Yugoslavia que después se creó. Sin dejar por ello que los serbios los empujasen a la magiarización y de que los magiares los tratasen como ciudadanos de segunda clase. El 4 de diciembre de 1918 se unieron a Serbia.

Serbia


Serbia era el alma mater de Yugoslavia. Pero, al principio, los serbios también estaban divididos entre ellos en tribus y clanes, aunque se hallaban bajo la fuerte soberanía bizantina.

Miloš Obrenović I, Príncipe de Serbia (1824)


En el siglo XIV sube al trono Esteban Urosh IV, llamado Dushan el Fuerte, quien se proclamó “Emperador de los serbios, griegos, búlgaros y albaneses”. Invadió Bosnia, pero no pudo completar su conquista. Murió sin haber logrado añadir “y de los bosnios” a su tratamiento imperial. En 1376, Tvrtko I, señor de Bosnia, se proclamó “rey de Serbia, de Bosnia, de Croacia y del Litoral” luego de haber conquistado gran parte de Serbia y de la costa adriática. Convirtió a su país en el más poderoso de todos los estados eslavos de los Balcanes. Era otro intento de unificar a los eslavos del sur.


Pero los turcos, cada vez más fuertes, ya habían entrado en Macedonia. En 1389 la nobleza serbia fue aniquilada en la batalla de Kosovo Plie y el país pasó a ser vasallo de los otomanos. Esta situación durará casi tres siglos y medio.


A principios del siglo XIX, con las guerrillas comandadas por un comerciante porcino de Topola, George Petrovich, empieza la liberación de Serbia. La ferocidad salvaje de estas acciones llevaron a que los otomanos llamaran al líder “el Negro” (Kara), no por el color de la piel, sino en el sentido de “el malvado”. Él lo aceptará de buen grado y se apropiará del apodo: Kara-George (“el Negro Jorge”). Sus hijos y descendientes serán los Karageorgevich.

Karađorđe Petrović


En 1808 Kara-George se proclama hospodar (príncipe) y hace hereditario ese título en su familia, al igual que el mando supremo de Serbia. Pero en 1812 Rusia, que había pertrechado el ejército de Kara-George, retira todas sus unidades de Serbia para la guerra contra Napoleón y cesa su envío de armas. La Sublime Puerta aprovecha el momento e invade el país que, teóricamente, aún le pertenece. El colosal ataque hace huir a los serbios y, a partir de entonces, los otomanos ejercerán un régimen férreo sobre el país.


Para 1815 comienzan las sublevaciones de Miloch Obrenovich, curiosamente también antiguo comerciante porcino que había sido lugarteniente de Kara-George. Más astuto que su predecesor, en lugar de presentar batalla a los otomanos –que habían incrementado sus fuerzas en Serbia-, envía emisarios al gobierno de Constantinopla. Primero obtiene el bajalato de Belgrado (no de toda Serbia) y el título de príncipe de Serbia, a cambio de finalizar con las insurrecciones. Se convierte en “fiel” funcionario del sultán pero, por medio del soborno, progresivamente va adquiriendo poderes. En 1829, el tratado de Adrianópolis garantiza la autonomía de toda Serbia y, en 1830, el sultán reconoce a Obrenovich como príncipe hereditario, creador de su propia dinastía.


A partir de entonces se produce una pugna entre los descendientes de los dos dinastas y empezarán a sucederse y repetirse sus príncipes hasta quedar fijado el trono en el rey Petar I Karageorgevich (1903-1921), nieto directo del célebre Kara-George.

El Rey Pedro I luego de su coronación, el 21 de septiembre de 1904, en el desfile por la calle Knez Mihajlova, la principal de Belgrado.

La formación del Estado


Con la derrota de los Imperios centrales en la Gran Guerra de 1914, se creó con el beneplácito del emperador Carlos I de Austria una junta nacional con sede en Zagreb que agrupó a los políticos yugoslavos de la monarquía, mientras el Comité Yugoslavo continuaba sus conversaciones en el extranjero con el gobierno serbio, encabezado por el veterano político Nikola Pašić, generalmente de ideología panserbia.


Los políticos austrohúngaros veían en Serbia un protector frente a las ambiciones territoriales italianas en el Adriático pero no deseaban convertirse en una simple extensión del Reino de Serbia. Mientras, el gobierno serbio mantenía una escasa simpatía por sus planes federalistas, que sólo aumentó con las derrotas militares y la pérdida del apoyo de la Rusia zarista a causa de la Revolución de Febrero.


A pesar de los intentos del emperador de evitar la desintegración del Imperio, el 29 de octubre de 1918 la junta de Zagreb proclamaba la independencia de los territorios eslavos sureños. El 18 de noviembre la nueva asamblea revolucionaria de Montenegro declaraba la unión del reino con el Reino de Serbia.

La Princesa Ljubica Petrović-Njegoš (Zorka) de Montenegro, consorte del futuro rey Pedro de Serbia y madre del futuro rey Alejandro I de Yugoslavia

Finalmente, el 1 de diciembre una delegación de la junta nacional de Zagreb viajaba a Belgrado y ofrecía la jefatura del Estado al príncipe regente serbio, Alejandro I (segundo hijo de Pedro I con la princesa Zorka de Montenegro), quien proclamó la creación del nuevo Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos. La incapacidad de la Junta de Zagreb de formar unas fuerzas armadas suficientes para controlar los disturbios sociales y el temor a los ejércitos austriaco e italiano hicieron que la élite de los territorios austrohúngaros se precipitase a solicitar la ayuda serbia, sin establecer condiciones. Sólo el político croata Stjepan Radić se opuso en vano a la unión sin garantías de que Serbia formaría una federación o se concedería autonomía a los territorios.


El Estado tardó en recibir el reconocimiento de la Entente. La unión no fue sencilla y ya el 5 de diciembre de 1918 se producían choques entre la población de Zagreb y las tropas serbias. En 1919 el descontento en los territorios croatas había crecido lo suficiente como para que Radić hubiese podido recoger 167.667 firmas a favor de la independencia.


Armas de la Casa de Karađorđević, luego Casa Real de Yugoslavia

Los territorios componentes


El nuevo reino se formó a partir de los antiguos estados monárquicos independientes del Reino de Serbia y del Reino de Montenegro, así como también una cantidad sustancial de territorio que antiguamente formaba parte del Imperio austrohúngaro. Las tierras de Austria-Hungría que pasaron al nuevo estado incluían: Croacia, Eslavonia y Voivodina de la parte húngara del imperio; Carniola, parte de Estiria y la mayor parte de Dalmacia del lado austríaco, además de la provincia imperial de Bosnia-Herzegovina.


Un plebiscito se llevó a cabo en la provincia de Carintia, que optó por seguir en Austria. La frontera italo-yugoslava quedó fijada en el Tratado de Rapallo (12 de noviembre de 1920). Pero se iniciaron tensiones, con los italianos reclamando más áreas de la costa dálmata y Yugoslavia reclamando por su parte la península de Istria, parte de la antigua provincia costera austríaca que había sido anexada a Italia, pero que contenía una población considerable de croatas y eslovenos.

“Alejandro I, rey de los Serbios, Croatas y Eslovenos”, reza esta moneda de dos dinares de 1925


En total el nuevo país ocupaba una superficie de 247.542 kilómetros cuadrados. El 16 de agosto de 1921 Alejandro I fue proclamado rey y gobernó queriendo consolidar ese reino formado como un mosaico. Para él, aunque liberal, todo eso de “los serbios, los croatas y los eslovenos” significaba únicamente la Gran Serbia.

Un nuevo reino


Las tensiones entre el nacionalismo serbio (envalentonado por el carácter centralista del estado) y el croata, acostumbrado a la política obstruccionista de oposición, habían estallado con el asesinato en el parlamento del líder del Partido Campesino Croata por parte de un diputado montenegrino. Ello llevó al rey Alejandro a clausurar el parlamento y asumir el gobierno del país de una manera dictatorial. Sin embargo, ello solo reavivó las tensiones. Además del grave problema político la dictadura heredó del anterior periodo de gobierno parlamentario un creciente problema de superpoblación rural, debido al rápido aumento de la población y la falta de empleo fuera de la agricultura para absorberlo.

Alejandro I de Yugoslavia


El 6 de enero de 1929 el rey abolió la Constitución de Vidovdan y todos los derechos que contenía. Luego tomó para sí los poderes del Estado, nombrando un nuevo gobierno que sólo era responsable ante él, acabando así el periodo de gobierno parlamentario. El monarca indicó, sin embargo, que la dictadura sería temporal y sólo la había implantado por la crisis del país. La proclamación de la dictadura y la abolición de la constitución centralista fueron recibidas al comienzo con alivio y satisfacción por la población.


El primer ministro elegido por el monarca fue el jefe de la guardia real, el general Petar Živković. La maniobra no fue mal recibida en el extranjero, donde se deseaba acabar con la inestabilidad en el país ni al principio por la oposición, que se alegró de la abolición de la odiada constitución de Vidovdan y de las promesas del soberano de comenzar un nuevo proceso político.

Corona real de la dinastía Karađorđević


El 3 de octubre de 1929 el país pasó a llamarse oficialmente Yugoslavia. El Reino de Yugoslavia comprendía el área de las provincias de Eslovenia, Bosnia y Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia, Croacia y Eslavonia. En realidad, el nombre del nuevo Estado era común ya antes de su institución oficial, siendo poco usado fuera del ámbito oficial. Provenía del serbocroata Jug (sur) y Slavia (territorio eslavo), término por el que se designaba desde el siglo XIX a los eslavos del sur, aunque normalmente sin incluir a los búlgaros. Era un nombre menos ambiguo y mucho más digno de un reino europeo del siglo XX y, al menos sobre el papel, parecía suprimir las viejas divisiones históricas.


Se cambió la ordenación territorial, creándose nueve nuevas provincias (las banovinas), que sustituyeron a las 33 unidades administrativas vigentes desde 1924, de inspiración francesa. Las unidades tenían su base en motivos económicos y políticos -el intento de aniquilación de los regionalismos-. Fue entonces cuando Vladko Maček, dirigente del Partido Campesino Croata, pasó a oponerse a la dictadura real.


En 1931, aunque Alejandro I anunció ostentosamente el “fin de la dictadura”, solo hizo un simulacro de cambio: la ley electoral de la nueva Constitución no permitía que los partidos locales (como el croata) pudieran ganar escaños. El gobierno obtuvo entonces la mayoría en el Parlamento.

Alejandro I de Yugoslavia con Mustafa Kemal Atatürk, fundador y primer presidente de la República de Turquía (1933).


El 9 de octubre de 1934 el rey es asesinado en Marsella, tras desembarcar en ese puerto para realizar una visita oficial a Francia. La reina María (hermana del rey Carol II de Rumania) se salva porque, a causa de que se marea en el mar, había efectuado el viaje en tren. Inmediatamente es proclamado rey su hijo Pedro II, pero como sólo tiene once años de edad, se nombra una regencia presidida por el príncipe Pablo (primo de Alejandro I).


El regente restableció la democracia en Yugoslavia en agosto de 1939: el Estado se organizará federalmente, con gran autonomía para Croacia; en el gobierno entrarán seis ministros croatas… Realmente era lo que el pueblo deseaba. Pero, el 1º de septiembre de ese mismo año, Hitler invade Polonia e inmediatamente después comienza la Segunda Guerra Mundial. Consecuencias: el desmembramiento del reino por sus vencedores y, el 29 de noviembre de 1945, la proclamación de la República Popular Federal de Yugoslavia. En 1953, Josip Broz Tito fue electo presidente y posteriormente, en 1963, fue declarado Presidente de por vida. Finalmente ese mismo año el país adoptó el nombre de República Federativa Socialista de Yugoslavia (RFSY), a la postre el de mayor longevidad y el de mayor publicidad.



Enseña naval de la RFSY


El antiguo territorio de Yugoslavia actualmente está distribuido entre 6 estados soberanos:


* Bosnia y Herzegovina
* Croacia
* Eslovenia
* República de Macedonia
* Montenegro
* Serbia


- Kosovo: territorio en disputa entre Serbia y la autodenominada República de Kosovo

jueves, 21 de abril de 2011

Las vicisitudes de Zogú y Geraldina de Albania

Por los avatares del destino, Ahmed Zogú, que fue elegido presidente de la República de Albania en 1925, fue quien convirtió el país en monarquía constitucional. Pero no fue por pura vanidad, sino que tenía sus motivos: estaba modernizando una atrasadísima Albania y necesitaba no sólo los fuertes poderes que ya tenía, sino también una autoridad moral mucho más consistente para poder terminar su actuación. Transformando a Albania en reino, la ponía en condiciones de igualdad con las grandes potencias europeas, que en 1928 eran mayormente monárquicas (incluyendo a sus vecinos más próximos: Italia, Yugoslavia y Grecia).


Los albaneses, al ser conscientes de que el novel rey estaba dándole un salto al progreso, deseaban que esa monarquía arraigara más todavía, que se perpetuara. Pero Zogú era soltero. Albania necesitaba una reina y, después, un heredero al trono.


Muchas presiones llegaban hasta Zogú sugiriendo nombres de bellas jóvenes. Tres corrientes las presentaban: los miembros de eminentes familias albanesas, el Imperio turco y Roma. Esta dos últimas proposiciones las dejó de lado diplomáticamente. Su hermana Senija ya estaba casada con un hijo del sultán Abdul Hamid. Por ese lado, Turquía ya estaba relacionada con la familia real albanesa. Hacer reina a una otomana sería demasiado protagonismo para quienes fueron invasores de su pueblo durante siglos y que aún eran recordados desfavorablemente.






La firma del rey


Por otro lado, Italia también había invadido sus territorios en varias ocasiones; incluso la nombró “protectorado” suyo y todavía sostenía tener derechos sobre algunas partes de Albania. Tampoco era conveniente una reina italiana. ¿Una albanesa? Impensable. No “daría el tono”. Entre las grandes familias del país, ni una sola de ellas poseía un árbol genealógico presentable. Él mismo no pertenecía a ninguna dinastía. Era Zogú quien creaba la suya propia, así que era indudable que necesitaba una aristócrata de fuera de las fronteras.


El rey estudiaba estas circunstancias tanto en vistas a una buena acogida de sus compatriotas como a la de formalizar el enraizamiento de su monarquía entre los demás reinos de Europa. Sin embargo, estaba firmemente dedicado a los asuntos de Estado, por lo que no tenía tiempo para realizar viajes al extranjero y visitar los palacios reales, el método más normal en aquella época para formalizar noviazgos en el ámbito de la realeza.


El hallazgo de la consorte ideal fue una mezcla de, por parte de Zogú, “flechazo” a distancia, casi como una compra por catálogo y, de parte de la elegida, amor a la aventura y a la literatura infantil.



En una revista ilustrada húngara, Zogú vio el retrato de una joven cuya belleza lo atrajo enormemente. Al pie se leía: Condesa Geraldina Apponyi. Durante varios días se lo llevaba a la alcoba para observarlo antes de dormirse y soñar con ella. Cada día más se sentía encandilado por la hermosura de aquel rostro de mujer. Se había enamorado y, con la tenacidad y eficacia de que hacía gala, ordenó indagar sobre ella.


Geraldina tenía 22 años (veinte años menos que él). No era un problema. ¿Era soltera? Sí. ¿De familia aristocrática, puesto que era condesa? Una de las más consideradas de Hungría, cuyo origen databa del siglo XIII. Su padre, el Conde Gyula Apponyi de Nagy-Apony, había sido chambelán en la corte de Viena durante el gran Imperio austro-húngaro. Su madre, Gladys Virginia Stewart, era norteamericana, hija de un cónsul de Estados Unidos. (“Mejor, también interesa estar a bien con ese gran país… Y ¿por qué no?, sangre occidental”). Tras la muerte del conde Apponyi se había vuelto a casar con un coronel francés (“Otra nación más a favor”).




La sangre americana de la condesa Geraldina le hizo emanciparse, en parte, de la rutinaria vida social húngara. Sin renunciar a su lugar privilegiado entre las grandes damas de la aristocracia, trabajaba (¡en aquellos tiempos!) como secretaria en un museo de Budapest. Esto aún la calificó mejor a los ojos de Zogú.


Una vez convencido, el rey envió a su ayudante de campo a que expusiese su pretensión al Conde Carlos Apponyi, un tío segundo de la joven que se encargaba de administrar su educación y su vasta herencia. Como iniciación al posible noviazgo, invitaba a Geraldina y a sus eventuales acompañantes al baile de fin de año que el rey Zogú ofrecía anualmente en su palacio de Tirana.
El conde Apponyi reunió al consejo de familia y en él se decidió algo que era obvio: la propia Geraldina debía tomar la determinación. Y la sangre americana de la condesa (la de los cuentos infantiles y el amor a la aventura) la llevó a embarcar hacia Albania, acompañada solo de una amiga y del ayudante de campo del rey. El 30 de diciembre de 1937 anclaban en Durrës. El chambelán de la corte esperaba en el muelle para escoltar a Geraldina y su amiga a un palacete que Zogú ponía a su disposición.



El compromiso


La noche siguiente, la joven condesa húngara y el rey de Albania se veían por primera vez. Pero no estaban solos: los rodeaban los dos mil invitados al baile. Zogú quedó deslumbrado, pues Geraldina era mucho más hermosa al natural que en la fotografía. Ella, por su parte, agregaba a su sueño americano la amabilidad, el buen porte y el savoir faire de su enamorado. Así que el día 1º de enero de 1938 ella aceptó a la proposición de matrimonio.


El 30 del mismo mes, el Parlamento albanés dio su aprobación a la boda. El rey quería que se respetasen totalmente los trámites legales. La ceremonia se celebró el 23 de abril, con asistencia de la madre de Geraldina y varios miembros de su aristocrática familia húngara. Zogú había avisado que la solemne ceremonia pública sólo se haría ante el juez. Quería dar el ejemplo a su pueblo con respecto a la separación entre la Iglesia y el Estado y a la tolerancia que debía existir en la institución del matrimonio (él era musulmán y ella católica). Entre los muchos invitados representantes de varias naciones destacaban los dos que Italia había enviado: el duque de Bérgamo (primo de Víctor Manuel III) y el conde Ciano (yerno de Mussolini y Ministro de Asuntos Exteriores).



La boda


Un año después, Mussolini (que contaba con sus fuerzas militares y el apoyo de Hitler) solicitó al rey Zogú la cesión de bases militares en Albania, además de que su ejército y su marina se pusiesen bajo el control de Italia. El pretexto era la protección de tan estratégica puerta del Adriático. Zogú se negó rotundamente a acceder a esas pretensiones.


El 5 de abril de 1939, la reina Geraldina daba a luz a un príncipe heredero. ¡La dinastía tendría continuidad! Se le llamó Leka (Alejandro), en recuerdo de Skanderberg.


Al día siguiente, jueves santo, todo el cuerpo diplomático acreditado en Tirana fue a presentar sus cumplidos y parabienes a Zogú y Geraldina. El embajador de Italia, Francesco Giacomini di San Savino, comunicó al rey, además, el ultimátum del Duce: si en dos horas no se aceptaban sus propuestas, Italia invadiría su país. Esta vez Zogú tuvo que dudar algo, pero volvió a declinar la “protección”, aún sabiendo que su minúsculo ejército y su escasa flota de guerra no podrían enfrentarse a las poderosas fuerzas armadas italianas. Pero no podía admitir un Anschluss como el que había hecho Hitler un año atrás comiéndose Austria, ni las condiciones en que vivían los checoslovacos desde hacía menos de un mes. Quizá el pueblo albanés, consciente de su nacionalidad y de que volvía a jugarse su independencia, podría retardar la caída a base de guerrillas hasta que estallase la guerra mundial ya latente y que llegara ayuda de parte de las potencias enemigas del Eje Berlín-Roma.




Mussolini empezó el ataque inmediatamente vencido el plazo de dos horas. En el ínterin, el rey había enviado a toda su familia camino a Grecia mientras se dirigía a las montañas a organizar las guerrillas.


El traslado de la familia real a la frontera griega fue dramático. Llovía y hacía un frío atroz. Los caminos rústicos que tomaban los automóviles para evitar las carreteras amenazadas hacían dificultosa la marcha. La reina tenía fiebre y sufrió una hemorragia. Por fin arribaron a Grecia entrada la noche.


En cuanto el rey Jorge de Grecia se enteró de la presencia de la reina Geraldina en su país, le envió médicos y un tren especial para que se desplazase a Atenas. Ella no quiso moverse de la frontera. Allí se le reunió, dos días después, el rey Zogú con el gobierno en pleno, muchos diputados y la mayoría de los jefes del ejército. La avalancha italiana había sido tan aplastante que comprendieron que no había forma alguna de resistir.


Con su Zogú, Geraldina sí aceptó instalarse en Atenas.



La reina Geraldina con el traje nacional albanés



Una vez pasadas las muestras de condolencia y simpatía convencionales por parte de Grecia, la política hizo su aparición: el gobierno heleno le tenía miedo a Italia. Si Alemania se había apoderado tranquilamente de Austria y, no mucho después, de Checoslovaquia, ¿quién podía asegurar que Italia, tras Albania, no pensase en su vecina Grecia?... Por lo menos, no darles un motivo: la presencia allí de Zogú era inconveniente.


Aunque se le insinuó con extremada cortesía y en absoluto secreto, la noticia se hizo pública rápidamente. De inmediato, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia expresaron a Zogú que él y toda su real familia serían bien acogidos en sus respectivas naciones. Ya se preveía que el mundo occidental se dividiría en dos bandos.


Geraldina escogió París: allí encontraría a su madre, su padrastro y sus hermanos, nacidos del segundo matrimonio. Por su parte, Zogú también tenía en la capital francesa a su hermana Senije, pues estaba casada con el encargado de la legación de Albania. Para evitar pasar por Italia y Alemania, tuvieron que seguir la ruta Rumania-Polonia-Suecia-Noruega-Bélgica, con sus correspondientes embarques entre Polonia y Suecia y entre Noruega y Bélgica. ¡Enorme vuelta para una época en la que se podía viajar directamente de Atenas a París sin cambiar de tren!



Los reyes albaneses en Suecia


Una vez en Francia, la familia real fue alojada en el castillo de La May, cerca de Versailles. Después se trasladaron al de Pontoise. Pero cuando estalló la guerra, en setiembre, el avance de las tropas alemanas los hizo huir, como a tantos millones de franceses, hacia el sur y hacia el oeste. Y, al igual que ellos, muchas noches tuvieron que dormir en el automóvil al borde de la carretera.


Al arribar a Burdeos, totalmente ocupado por refugiados, el alcalde pudo instalarlos en un convento. Pero como las tropas alemanas seguían avanzando, Zogú y los suyos debían salir de allí como fuese. No podían caer en manos de los aliados de Italia: el conde Ciano, en abril de 1939, había conseguido reunir una Asamblea que declarase traidor y destronado a Zogú. La corona se ofrecía al rey de Italia. A Ciano le había costado mucho encontrar quienes se aviniesen a esa decisión. Víctor Manuel III tuvo que aceptar esa nueva soberanía. Su representante en Tirana, una especie de virrey, sería el embajador Giacomini di San Savino. Zogú y su familia se convertían, pues, en unos malhechores prófugos para las autoridades italianas.





En Burdeos, Zogú envía un desesperado telegrama al rey Jorge VI de Gran Bretaña. Éste responde el mismo día, dando orden a su cónsul para que embarque al rey albanés y a su familia hacia Inglaterra. Siendo imposible hacerlo desde Burdeos, el cónsul consigue llevarlos a San Juan de Luz. Desde allí, un barco británico destinado a la familia real albanesa es asaltado por cientos de personas que huyen también de los alemanes. Zogú no les niega ayuda hasta que el capitán ordena que se impida la subida a más gente pues puede peligrar la estabilidad de la pequeña nave. El rey, la reina, el príncipe heredero y las dos princesas hermanas del rey comparten los apretones con franceses, judíos, polacos, checos y otros antifascistas, tan desafortunados como ellos en esos momentos.


En Londres, Zogú establece contactos con los demás reyes y gobernantes en el exilio. Soporta los bombardeos como un londinense más. Y lee, con tristeza, en los periódicos, que los albaneses enrolados en el ejército italiano participan contentos en la invasión de Grecia. El Foreign Office le ofrece, un día, la opción de trasladarse a Grecia para organizar un cuerpo de voluntarios albaneses. El rey acepta con prontitud, pero llegada la hora de partir le avisan de Atenas que el gobierno griego no permite la estancia de la familia real albanesa en su tierra. Al día siguiente, Zogú se entera que el avión donde tenía que haber viajado él se había estrellado, en ruta, y todos sus pasajeros resultaron muertos. Había salvado su vida, pero también había perdido, quizá, la última oportunidad de salvar a su pueblo.



Zogú y su familia (1942)


En 1943, Italia pedía el armisticio. Las tropas alemanas reemplazaron a las italianas en Albania. Después de la evacuación alemana, en 1944, tocó el turno a los soviéticos. A fines de aquel año, Enver Hodja (un intelectual que había sido co-fundador del Partido Comunista Albanés y elegido secretario general provisional) ya controlaba casi toda Albania. Ayudado por las tropas soviéticas, Hodja se hizo con la totalidad del país y, en enero de 1946, Albania se constituía en “República Popular”.


Entonces Zogú y Geraldina, acompañados de su hijo, de las hermanas del rey y de los hijos de éstas, continuaron su exilio embarcando hacia Egipto. El rey Faruk había dado órdenes de que su invitado fuera tratado como soberano reinante. Cuando la familia real albanesa desembarcó en Port Said, el jefe del gobierno egipcio y sus ministros se hallaban en el muelle, esperándoles. Un destacamento militar les rindió honores.


Desde Alejandría, donde se instalaron, Zogú intentó establecer lazos con los pocos albaneses exiliados, pero le resultaba difícil porque estaban dispersos por todas partes del mundo. Expresaba en público su posición política: “Yo represento la legitimidad… La monarquía que yo regía era muy distinta del sistema opresivo de origen extranjero impuesto ahora al pueblo albanés”. Incluso se instaló en El Cairo una legación de “Albania libre”.





Pero sus cuitas no habían terminado. En 1952, el general Naguib derrocó a Faruk de Egipto y poco a poco fueron desapareciendo las amabilidades que acunaban a Zogú. Se le cerró la legación de “Albania libre” y con ella la asistencia pecuniaria que figuraba en las listas del Ministerio de Asuntos Exteriores, se le prohibió hacer manifestaciones políticas… y hasta se le difamó en la prensa, acusándole falsamente de haber realizado estafas y negocios sucios con el extranjero a través de la valija diplomática (privilegio que le había concedido Faruk y del que, prácticamente, no había hecho casi uso). Era un prisionero, aunque no entre rejas.


En el verano de 1955 se le permitió salir de Egipto. La familia se instaló en Cannes, Francia, donde el rey, aquejado de varias dolencias, se dedicó a escribir sus memorias. En 1961, encontrándose en la región parisina, se vio atacado de una fuerte crisis y el 9 de abril murió en el hospital Foch, en Suresnes, donde había sido trasladado. La reina Geraldina y el príncipe Leka se fueron a vivir a Madrid, porque España era el país más barato de la Europa no comunista. Zogú había muerto prácticamente en la miseria y los hermanos de Geraldina también habían sido expropiados por los comunistas húngaros.




Armas reales de Albania


Mucho se habló de que, al huir de Albania en dirección a Grecia, Zogú había sacado grandes cantidades de dinero procedentes del Tesoro nacional. Pero éste no era precisamente muy boyante y Zogú pasó la frontera griega sólo con lo puesto. En cuanto al viaje de Geraldina (cuya salud preocupaba dada su reciente maternidad), la reina no se ocupó de nada, ya que no estaba en condiciones de hacerlo. Su esposo sólo puso en sus maletas, además de ropa, una cantidad respetable de monedas de oro procedente de la venta de unos bosques del propio patrimonio húngaro de Geraldina. Y sus joyas, piezas que se fueron vendiendo, sobre todo en la última etapa egipcia y francesa, cuando no los amparaba nadie. Antes, los gobiernos anfitriones les proporcionaban un razonable medio de vida, sin boato, pero lo suficientemente generoso para mantener a una familia real en el exilio. Eran invitados de esos gobiernos: Grecia, Francia, Inglaterra y el Egipto de Faruk.


En España, para poder vivir, Geraldina vendía sus recuerdos a la prensa rosa. La belleza que, cuando se casó con Zogú, asombró a Europa, aún conservaba su prestancia. Leka se puso a trabajar en una empresa privada española. Lo evidente era que, si a Zogú no se le hubiera interpuesto en su camino uno de los prolegómenos de la Segunda Guerra (la invasión italiana, al mejor estilo alemán), había podido acabar de modernizar el país.


La reina madre Geraldina, con su hijo Leka I, la esposa de éste, Susan y el heredero Leka II