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jueves, 16 de agosto de 2012

La Medialuna de Kapurthala


El 28 de enero de 1908 una española de 17 años, sentada a lomo de un elefante lujosamente enjaezado, hace su entrada en una ciudad del norte de la India. El pueblo entero está en la calle rindiendo un cálido homenaje a la nueva princesa de tez tan blanca como las nieves del Himalaya. Así fue la boda de la andaluza Anita Delgado con el riquísimo Maharajá de Kaphurtala y así empezó una gran historia de amor y ambición alrededor de una joya.

Que un personaje tan poderoso económicamente y de tanta influencia como Jagatjit Singh se enamorara de una casi analfabeta bailarina de danza española, como lo era Anita Delgado, es un hecho increíble y bien podría tratarse de un cuento de hadas a no ser porque los acontecimientos históricos así lo reflejan. Existen uniones como la de Rainiero de Mónaco con la actriz Grace Kelly o la de Felipe de Borbón con la periodista Letizia Ortiz, que pueden servir de ejemplos contemporáneos -ellos príncipes y ellas de procederes tan distintos como las artes escénicas o el periodismo-, pero no se pueden comparar dada la formación cultural de Grace o Letizia; en cambio, Anita se hizo reina solo por su gracia andaluza y su belleza según los cánones de la época (los rasgos agitanados, el cuerpo rellenito y el cabello negro, al igual que su tez morena, eran ingredientes más que suficientes para el gusto de un hindú, que aún sin ser de su raza sí la acercaba, eso sí, con un toque exótico).



En los días históricos en que el rey Alfonso XIII se casaba con Victoria Eugenia de Battenberg y la nobleza de todo el mundo se daba cita en Madrid, uno de los personajes invitados quedó prendado de la joven bailarina malagueña. El Maharajá de Kapurthala, de 34 años, aunque le doblaba la edad, quiso conocerla, pero cuentan que ella no sólo lo rechazó sino que lo hizo con la vehemencia andaluza. Los acontecimientos se precipitaron y los invitados abandonaron aprisa la capital española debido al atentado terrorista sufrido contra los reyes en la calle Mayor. Jagatjit Singh no se quedó conforme con la respuesta y desde París insistió, pidiéndole en una carta que se casara con él. La joven andaluza viajó entonces a París y de ahí a la India, donde se casó.

La pareja se convirtió en unas de las más admiradas de la época, sus constantes viajes eran un imán para los reporteros gráficos, quienes los perseguían por todas partes. Y entre los exquisitos regalos con los que la agasajaba su marido, se encontraban las mejores joyas.



El culto a las joyas

Creyéndose "divinos", los maharajás de la India hacían gala de una demostración extravagante de tesoros y posesiones que les hacía vivir en un mundo aparte. Todo, desde la pastilla de jabón más pequeña hasta los grandiosos palacios de mármol, todo era "hecho para el maharajá". Vivían de la tierra y de las inmensas fortunas familiares amasadas durante generaciones a costa de sus súbditos.



En la época del Raj británico, estos príncipes construyeron algunos de los palacios más espectaculares de la India, decorándolos con lo mejor de cada lugar. Los edificios atesoraban carísimas alfombras, delicada porcelana, piezas de jade verde transparente y ámbar rojo y cantidades de marfil. Cartier para las joyas, Louis Vuitton para los artículos de piel y Rolls Royce para los coches, se convirtieron en los proveedores reales favoritos. Sólo comían en vajillas de porcelana de Royal Worcester o Minton y bebían únicamente en cristalerías de Lalique o Baccarat.

Los maharajás fueron también famosos por la ostentación de sus joyas. Les rendían verdadero culto, que era en ellos de naturaleza casi religiosa, pues atribuían a las piedras preciosas una esencia mística provista de inmensos poderes. Algunas de esas piezas databan de la época de los mogoles, quienes las habían regalado a sus favoritas. Otras eran encargadas a las casas más importantes como Cartier, Boucheron, Van Cleef & Arpels y Harry Winston.



El Maharajá de Kapurthala era un hombre culto que hablaba seis lenguas y a quien entusiasmaba la historia. También era un francófilo declarado que sentía fascinación por todo lo francés, desde la literatura hasta el arte, la comida, la moda, las mujeres y la arquitectura. De alguna manera intentó imbuir a Kapurthala de la joie de vivre parisina. Por ejemplo, contrató a algunos de los mejores arquitectos franceses para que construyeran una réplica de Versailles -incluso el personal debía vestir con uniformes franceses del siglo XVII- y encargó a Cartier piezas de joyería que hoy son legendarias.

Digna de una reina

En 1909, Anita acudió con su esposo al palacio de las mujeres, en el centro de la ciudad, para asistir a la puja del cumpleaños, una de las ceremonias consideradas íntimas por la familia. Esa nueva imposición del rajá hizo que la guerra fuera abierta entre el peso de la tradición, que reclamaban sus mujeres, y la voluntad del soberano. La maharaní caminaba erguida, el porte altivo, vestida con un sari que le ocultaba parte del rostro y adornada con las joyas que le había ido regalando el rajá. Llevaba en la frente una espléndida esmeralda en forma de medialuna.



Como todo se pega con la convivencia, a mí se me contagió la afición que tenía mi marido por esas chucherías y poco a poco me iba haciendo con un joyero de bonitas piezas”, escribiría en su diario. La esmeralda ha sido el último de los regalos, un capricho de Anita, que intuía que las joyas eran su única seguridad. Esta piedra su utilizaba para adornar al elefante más viejo de la cuadra de palacio, a modo de talismán protector, hasta que Anita, al asistir a su primer desfile, se fijó en ella. Iba cosida a un arnés de seda a la altura de los ojos y estaba rodeada de perlas.  “Era una pena que un elefante luciese una esmeralda tan hermosa, así que se la pedí al rajá”.



Pero él pensaba que era demasiado grande y tosca para un adorno de mujer.  Como quiera que Anita insistió tanto que el maharajá decidió regalársela el día que ella pudiese hablar bien el urdu. La joven se aplicó tanto que pasaba las tardes enteras estudiando en su alcoba. El día de su decimonoveno cumpleaños, el príncipe apareció en las habitaciones de la maharani muy temprano, seguido del viejo tesorero de palacio que portaba una gran bandeja de plata con un paquete. Dentro estaba la codiciada esmeralda.



La magnífica piedra era enorme y con los bordes engarzados en un fino marco de oro: tenía en las esquinas dos pequeños orificios. Con sumo cuidado, Anita le había hecho un boquetito y deslizado un hilillo dorado entre el engarce y la gema, a la altura de los dos ángulos de la luna. De ese modo, una vez peinada y oculto el hilo entre el cabello, la esmeralda resplandecería colgada sobre la frente como si verdaderamente fuese un tocado oriental hecho ex profeso. “Ya puedes decir que has conseguido la luna –le dijo el rajá-, aunque me ha costado trabajo dártela”.



Y es verdad, no había sido fácil. Quitarle la joya al elefante para dársela a Anita había supuesto un desafío a la tradición, un gesto que seguramente provocara cascadas de rumores. Pero lo había hecho adrede, para apoyar a su mujer, a sabiendas de que todo lo que hacía se escudriñaba y comentaba detalladamente en la corte. “¡El rajá le ha regalado la luna del elefante!”. La noticia no había tardado en extenderse. El mensaje subrepticio que conllevaba su decisión quería dejar bien sentado que era capaz de cualquier cosa por su mujer. Más que un regalo, había sido un acto político.

Anita, discreta y presente a la vez, le siguió el juego. Para la puja del cumpleaños había cuidado su atuendo y su maquillaje con esmero. Quería estar resplandeciente, porque inconscientemente sabía que ése era su mejor argumento.



El final

La rani malagueña que fue bailarina y vivió durante años en la India dejando atrás su pasado humilde, terminó separándose de su maharajá, quien le prohibió volver su país de adopción y la separó de su hijo. Anita se instaló en París, donde residió en su lujoso apartamento de la Avenida Víctor Hugo y su vida se tornó díscola, viviendo en una sucesión continua de festejos. Años más tarde fue fotografiada con su amante y amigo Ginés Rodríguez, su secretario durante su estancia en la India. Luego de la guerra civil regresó a Madrid, donde fijó su residencia hasta que falleció el 7 de julio de 1962.

Cuarenta y cinco años después, en 2007, ocho magníficas piezas de joyería de estilo art-déco que habían pertenecido a la quinta esposa de Jagatjit Singh, Maharajá de Kapurthala, fueron subastadas en Christie’s. Según palabras de Amin Jaffer, director de Arte Asiático de la célebre casa de subastas, las piezas "unen el espléndido patrocinio indio con la mejor artesanía y diseño europeos".  Lo que olvidó aclarar es que la medialuna de esmeralda que se encontraba entre ellas guardaba dentro de sí una triste historia de amor y ambición.








jueves, 28 de junio de 2012

Las bodas reales más caras de la época contemporánea


Una boda real es asunto serio. Porque además de la infinidad de detalles sobre organización y planificación, uno de los ítems más importantes –sino, el más importante- es el de la inversión monetaria. Cuando se casa un hijo de rey, la inversión puede llegar a ser astronómica, pero cuando se trata del primogénito y heredero, la suma alcanza en ciertos casos niveles increíbles. Esto último, dado el carácter público del acontecimiento y la ubicación de los involucrados en la vida política de la nación, despierta habitualmente oleadas de críticas y divide al país.

A lo largo de la historia se han registrado casos inscriptos con letras de molde. Carlos el Temerario, Duque de Borgoña, con Margarita de York en 1468, Arturo, Príncipe de Gales, con Catalina de Aragón en 1501 y Luis, Delfín de Francia, con la Archiduquesa María Antonieta de Habsburgo en 1770 son claros ejemplos de bodas costosas. Porque no se trataba solo de la ceremonia nupcial propiamente dicha, sino de una sucesión de celebraciones que duraban días y hasta semanas: justas, torneos, banquetes, muestras de fuegos de artificio, bailes de disfraces, desfiles, festejos populares… Los agraciados novios, la familia real y la corte, así como los invitados extranjeros, gastaban enormemente en su vestuario, para lucir con toda suntuosidad telas ricas y joyas. Todo eso sumaba y sumaba, dinero que mayormente se obtenía del erario público.

La boda del Delfín de Francia y la Archiduquesa de Austria, Luis y María Antonieta, en mayo de 1770.


A continuación detallamos las siete bodas reales más caras de la época contemporánea.

Boda de Mohammed bin Zayed bin Sultan Al-Nayan, Príncipe Heredero de Abu Dhabi y la Princesa Salamah (mayo de 1981)

100 millones

El Emir de Abu Dhabi no es hombre que crea en la simplicidad. Para la boda del Príncipe heredero entonces –hoy el gobernante- invirtió 45 millones de dólares (hoy 100 millones) en una serie de celebraciones que duraron siete días. Para ello la familia emiral construyó un nuevo estadio con capacidad para 20.000 personas. Embajadores, príncipes europeos y otros miembros de la realeza y del gobierno de naciones árabes y africanas fueron trasladados en 34 jets privados. Los regalos de boda llegaron al palacio de la novia a lomo de 20 camellos enjoyados. Cincuenta compañías de canto y danza oriental mostraron sus espectáculos ante los invitados. La anécdota es que la novia no pudo disfrutar de esta fiesta porque según la tradición tuvo que permanecer en su habitación encerrada durante los siete días de celebración.



Boda del Príncipe William de Gales y Miss Catherine Middleton (29 de abril de 2011)

34 millones

El enlace real del siglo XXI ha supuesto un desembolso de 22,9 millones de euros para las arcas inglesas, de los cuales el mayor porcentaje se destinó a preservar la seguridad de los 2.000 invitados. Los gastos que siguieron en importancia fueron el vestido de novia firmado por Sarah Burton para Alexander McQueen, que costó entre 400.000 y 500.000 dólares, el pastel de bodas 80.000 y 63.000 por limpiar las calles de Westminster el día previo.

Tabloides británicos como el Daily Mail calcularon que el operativo de seguridad durante la boda real insumió 32 millones, una cifra más alta que la estimada debido a que debió pagarse extra a los efectivos durante los días feriados. La revista Ok! Magazine reveló que 800.000 dólares se gastaron en flores y decoraciones para la Abadía de Westminster. Durante la recepción nupcial los invitados degustaron tartas de de fruta y otras delikatessen que supusieron un desembolso de 150.000 dólares, mientras que el exclusivo champagne Bollinger costó 60.000. Por otra parte, sólo el Hotel Goring, que alojó a los miembros de la familia Middleton por dos días completos, costó unos 157.000 dólares.



Boda del Príncipe Pablo de Grecia y Marie-Chantal Miller (1º de Julio de 1995)

7 millones

Una de las ceremonias más lujosas que Londres haya visto nunca tuvo lugar en julio de 1995 en la Catedral de Santa Sofía en Bayswater entre el primogénito de los Reyes de Grecia y la heredera americana Marie-Chantal Miller. La boda, organizada por el padre de la novia, el multimillonario Robert Warren Miller, tuvo un costo total entre 5 millones y 8 millones de la época –que equivale a una suma entre 7 y 11 millones de 2011-  y contó con la presencia de 1.400 invitados de prestigio, entre ellos la Reina Elizabeth, Reina Madre. No se escatimaron gastos, con el florista personal de la familia real danesa y seis asistentes encargados de la decoración de la catedral con 30.000 flores de color rosa. El vestido de la novia era un diseño de Valentino en seda color marfil con incrustaciones de perlas y 12 tipos de encaje, con una cola de 4,5 metros y que costó 225.000 dólares. 

La noche antes de las nupcias tuvo lugar una cena y recepción para los más de 1.000 invitados en gigantescas tiendas construidas al estilo del Partenón, con decoración de 100.000 flores traídas de Ecuador y miles de luces que debieron ser aprobadas por el Aeropuerto de Heathrow. La recepción posterior a la ceremonia incluyó 300 tartas, además del pastel de bodas de ocho pisos.



Boda del Príncipe Felipe de Asturias y Letizia Ortiz (22 de mayo de 2004)

Entre 5 y 25 millones

Más de 1.500 dignatarios asistieron a la ceremonia en la Catedral de la Almudena de Madrid que unió en matrimonio al Príncipe heredero de la Corona española con la antigua periodista –y divorciada- Letizia Ortiz. La falta de información oficial y el secretismo de la Casa Real hicieron que las especulaciones sobre los gastos variaran entre cantidades tan extremas como los 5 y los 25 millones de dólares, repartidos entre una fiesta pre-boda ofrecida por los Reyes Juan Carlos y Sofía y la recepción nupcial que incluyó más de 1.000 botellas de champagne.

Entre los gastos más cuantiosos están los 8 millones de dólares en retransmisión televisiva, 437.000 por el alojamiento de invitados, 450.000 por el banquete nupcial y 1.500.000 en seguridad. El vestido de novia de Manuel Pertegaz fue la inversión menor, en contrapartida, ya que “apenas” costó 7.500 dólares.



Boda del Príncipe Al-Muhtadee Billah de Brunei y Sarah Salleh Pengiran (9 de septiembre de 2004)

Casi 6 millones

En 2004, el príncipe Al-Muhtadee Billah, heredero del sultán de Brunei, se casó con la joven de 17 años, Sarah Salleh Pengiran en el Palacio Nurul Iman, en una elaborada ceremonia. La boda, que costó unos 4.370.000 dólares, fue extravagancia pura, con un sinfín de ceremonias que "mostraron siglos de tradición bruneiana". Dos mil invitados que incluían miembros de la realeza y líderes de todo el mundo acudieron a la cita. Alrededor de 20.000 personas en las áreas circundantes pudieron disfrutar de una muestra de 15 minutos de fuegos artificiales. Luego de la ceremonia, la nueva pareja fue honrada con un desfile de cinco millas de largo, en el cual más de 100 limusinas estaban reservadas para los miembros de la familia real.



Boda de Carlos, Príncipe de Gales y Lady Diana Spencer (29 de julio de 1981)

Casi 5 millones

Cuando los padres del príncipe William se casaron en la Catedral de San Pablo en Londres hace 30 años, la lujosa boda atrajo a una audiencia mundial de unos 750 millones de personas. El costo del evento no ha sido revelado pero fue indudablemente una aventura extravagante, en su momento calificada como “la más cara de la historia”. Sin embargo, en total los costos nupciales fueron de unos 2 millones de la época (4.7 millones, ajustados por la inflación). El gasto más importante fue el de la seguridad, que fue de 600.000 dólares, el mismo precio pagado por las dos semanas de luna de miel a bordo del yate real Britannia. Otros de los ítems más caros fueron los 40.000 dólares por el pastel de bodas de cinco pisos, 100.000 por las flores, 100.000 por la recepción pre-boda y 10.000 por los vestidos de las cinco damas de honor.

El anillo de compromiso de Diana, hoy usado por la Duquesa de Cambridge, costó alrededor de £ 30,000 entonces, eso es alrededor de 1.326,000 dólares en dinero de hoy. Y los tres minutos y medio de caminata hacia el altar le dieron a todos la oportunidad de ver su inolvidable vestido diseñado por Emmanuel, en tafetán y encaje antiguo color marfil, con su cola de siete metros, que costó £ 9.000 entonces, alrededor de 1.404,000 dólares hoy.



Boda de la Princesa Victoria de Suecia y Daniel Westling (19 de junio de 2010)

2.5 millones

Cuando la Princesa heredera de Suecia, Victoria, se casó con su ex entrenador personal Daniel Westling en junio de 2010, el proyecto superó los 20 millones de coronas suecas, unos 3 millones de dólares, que fue pagado a medias entre el Rey Carlos XVI Gustavo, padre de Victoria, y el Estado sueco. Alrededor de 250.000 personas, incluyendo un estimado de 150.000 turistas, salieron a las calles de Estocolmo para ver la procesión nupcial y la ceremonia de cuento de hadas que tuvo lugar frente a 1.000 dignatarios de todo el mundo. El anillo de pedida fue un clásico de diamante de tres quilates, diseñado por el orfebre W.A. Bolin, con valor aproximado de 122,000 dólares. En el otro extremo estaba el viaje de luna de miel, un crucero de lujo por la Polinesia francesa, cuyo costo ascendió a 1.250,000 dólares.



miércoles, 21 de septiembre de 2011

Centros de poder: el ceremonial de la Reina Católica

Era muger muy cerimoniosa en los vestidos e arreos, e en sus estrados e asientos, e en el servicio de su persona; e quería ser servida de omes grandes e nobles, e con grande acatamiento e humiliación. No se lee de ningún rey de los pasados que tan grandes omes toviese por oficiales. E como quiera que por esta condiçión le era inputado algúnd vicio, diziendo ser pompa demasiada, pero entendemos que ninguna cerimonia en esta vida se puede hazer tan por estremo a los reyes, que mucho más no requiera el estado real; el qual así como es uno e superior en los reynos, así deve mucho estremarse e resplandesçer sobre todos los otros estados, pues tiene autoridad divina en las tierras... Fernando del PULGAR, Crónica de los Reyes Católicos.

Fernando del Pulgar en este texto intenta justificar a la reina y defenderla de las críticas vertidas contra su excesivo gusto por la pompa diciendo que, cuando se trata de reyes, nunca sobra el lujo y la ceremonia, pues para eso son reyes, superiores al común de los mortales y casi divinos.


La mayoría de los historiadores que han estudiado la vida y reinado de Isabel la Católica han minusvalorado o tratado de forma equivocada la cuestión de las ceremonias de la monarquía. Los argumentos expresados sobre las solemnidades y sobre la vida de la corte fluctúan entre considerarlas como algo accesorio, secundario o, tal y como opinaba el Marqués de Lozoya, «deslumbrante y vana apariencia», y considerarlas como acciones pecaminosas e inmorales, impropias de una católica reina como Isabel. pecaminosas e inmorales, impropias de una católica reina como Isabel.


La imagen tópica sobre la política ceremonial de la corte de Isabel I se dibuja sobre una profunda fractura entre el reinado de su hermano Enrique IV y el suyo propio. Diego Clemencín, por ejemplo, escribió que en la corte de Enrique IV se «derramaba oro a manos llenas», pero, sin embargo:


El reinado de doña Isabel Interrumpió este orden o, por mejor decir, este desorden de cosas: y si sus crónicas hablan de fiestas hechas con decorosa ostentación, en ocasiones de regocijo público, como nacimientos y bodas de sus hijos, o de etiqueta, como la llegada de embajadores, en que era forzoso conformarse con los usos del siglo y los de otras cortes, no se cuentan los excesos y demasías que de los reinados anteriores. Cesaron en tiempo de Doña Isabel los peligros de las corridas de toros; cesaron los torneos y juegos feroces […]. En el reinado de Doña Isabel la magnificencia y los gastos se encaminaron a otros objetos, a la construcción de obras públicas de piedad, utilidad o beneficencia, iglesias, hospitales, consistorios, pesos, carriles, puentes, plazas y adornos de los pueblos. Las fiestas palacianas se redujeron a lo necesario y a lo decente : los trajes y atavíos de la Reina y de sus hijos fueron y no más, lo que exigía la alta calidad de sus personas : los de sus damas forzoso fue que se arreglasen a ejemplo tan autorizado : los gastos de las mesas se modelaron por las reglas de la razón, y todo cuanto se veía en el palacio y alrededor de Doña Isabel predicaba moderación, cordura y dignidad verdadera, la cual está reñida con toda suerte de afectación y de esfuerzos. Las fiestas de su corte no tuvieron por objeto la vana ostentación del poder y de la opulencia, sino el cumplimiento de lo que en coyunturas de prosperidad deben los príncipes al júbilo común de sus pueblos, de lo que exigía la dignidad real, y de lo que requiere el honor que es justo tributar a otros potentados en las personas de sus embajadores.
Diego LEMENCÍN, Elogio de la Reina Católica Doña Isabel, al que siguen varias ilustraciones sobre (...)





Decorosa ostentación frente a derroche, gasto justificado frente a gasto irracional, ésta es la conclusión que el erudito extrajo de la lectura de las crónicas de ambos reinados. Cómo casaba la ostentación moderada con la dignidad real y dónde se situaba el límite del derroche, es algo que Clemencín no explica. Una lectura más atenta le hubiera llevado a reconocer que la reina gastaba en su adorno y lujo personal de forma igualmente «inmoderada».


Y para comprobarlo no hay más que leer el relato de las fiestas para la boda de la infanta Isabel, en las que la Reina salió vestida de «paño de oro»: no de paño «bordado de oro y plata», como salieron los continos de su casa, ni de «paño de oro y seda», como se vistieron los caballeros e hidalgos que asistieron a las fiestas, ni tampoco de «paños brocados», como las damas de la reina… El vestido de Isabel estaba confeccionado única y enteramente con paño de hilo de puro y finísimo oro.


El decoro y la austeridad también podría haberse atribuido (y con más razón) a la persona de Enrique IV, quien, de creer a sus cronistas, vestía de forma impropia para un rey, transmitiendo la repetida imagen de una figura desaliñada que ha sido aceptada sin más por sus biógrafos modernos. El desaliño del rey Enrique IV ha generado otro de los tópicos más frecuentes respecto a la etiqueta y usos ceremoniales de su reinado, la idea de que el rey no gustaba de ceremonias, huía de ellas, así como de las fiestas cortesanas, refugiándose en los bosques segovianos, con personas «feroces», dice Alfonso de Palencia.


Las crónicas del reinado de Enrique IV son «elocuentes a la hora de inscribir la vida festiva de su corte, pero muy parcas en referencias explícitas a la participación del rey en ellas. Aunque la tendencia ceremonial se mantuvo en Castilla, Enrique IV se mantuvo al margen, abriendo una “fractura” que los Reyes Católicos intentaron cerrar».




Los acontecimientos ceremoniales preferidos por los cronistas son, sobre todo, fiestas que implican lujo, brillo, magnificencia, efectos sensoriales que suelen acompañarlas: justas y ejercicios caballerescos, banquetes y bailes en palacio, recepciones y celebraciones en honor a los embajadores extranjeros, estas últimas porque dan pie para relatar los pormenores de la política internacional.


Pero el abanico de las ceremonias públicas es más amplio y no siempre lo más rico y espectacular es lo más efectivo a los fines políticos que persigue la monarquía. La exaltación de la realeza es una de las finalidades del ceremonial, la tendencia a representar el poder absoluto del monarca, pero en otras ocasiones, el protagonismo en esas mismas ceremonias se cede al reino para reflejar una imagen integradora de la comunidad, la necesaria concordia del rey y del reino fruto de un pacto implícito que puede hacerse explícito de un modo ritual.


Todo esto lo sabían los monarcas de la Casa de Trastámara y lo ponen en práctica con su política ceremonial. Lo encontramos en la documentación de cada uno de los reinados, incluido el de Enrique IV. Lo tenía en cuenta, por supuesto, Isabel. Si hay un mayor acento en lo ceremonial en la época de Isabel I debe achacarse a una mayor necesidad legitimadora y propagandística y a las circunstancias de la monarquía dual, puesto que en Castilla hay dos reyes gobernando un reino (hay que recordar que la reina no era la mujer del rey, la reina era el rey). Esto tiene de por sí una fuerza simbólica multiplicadora, y la política de representación resulta, obviamente, más cara y evidente. Otro factor que hay que considerar es el mayor volumen de documentación que se conserva del último tercio del siglo XV, documentación que proporciona una mayor base para trazar la realidad histórica.




Las crónicas de la imagen ceremonial


Resulta evidente que las crónicas han transmitido un discurso ceremonial que ha contribuido a perfilar la imagen de Isabel. Aunque no encontraremos descripciones satisfactorias ni de las exequias reales, ni de la ceremonia de proclamación real, ni del alzamiento de pendones en las ciudades, ni de la ceremonia de obediencia, ni de las entradas reales, ni de la jura del heredero, etc.


Las ceremonias son relatadas en las crónicas con mayor o menor extensión, desde la mera alusión a la descripción pormenorizada. El autor de la Crónica incompleta, por ejemplo, describe la justa y las fiestas ofrecidas a los reyes en Valladolid, en marzo de 1475, por el duque de Alba. De esta justa y fiestas disponemos también de un relato bastante detallado en el Cronicón de Valladolid, escrito por un médico de la reina conocido con el nombre de Toledo. El autor de la Incompleta parece que estuvo presente aquellos días en la corte, pues sus apreciaciones parecen ser las de un espectador, sin embargo, no parece que la reina Isabel despierte un interés mayor para él que el resto de nobles y caballeros. Entre estos, el duque de Alba parece despertar en él un interés especial.


Pero se le escapa un detalle fundamental que hubiera resaltado el perfil ceremonial de la figura de Isabel como reina de Castilla, detalle que el autor del Cronicón sí escogió entre los detalles posibles para plasmar en su relación: el uso de la corona real por parte de Isabel los días que presenció las justas. La reina portó una corona y sus damas llevaban también tocados a modo de corona. Aquí se nos sugiere la idea de que la elección del vestido y el tocado de las damas parece iniciativa de Isabel: es como si la reina hubiera querido conseguir con el tocado de sus damas un efecto simbólico multiplicador. Iban, además, vestidas de brocado verde y de terciopelo pardillo, precisamente los colores que ostentaba la divisa personal de Isabel, la divisa de las flechas.




Otra crónica de las escritas al inicio del reinado, la Divina retribución, por el Bachiller Palma, relata pormenorizadamente tres episodios ceremoniales: la despedida al rey Fernando en Valladolid antes de partir con la hueste hacia el asedio de Toro, en la primavera de 1475; la primera entrada del rey en Toledo y la ceremonia de triunfo por la victoria en Toro, ambas ocurridas en 1477. A tenor de esta selección, en principio, parece que el cronista mostrase una preferencia mayor por la figura de Fernando que por la de Isabel, según se desprende de la primera y de la segunda de las ceremonias descritas por el Bachiller Palma. Pero esta primera observación puede matizarse si nos fijamos en los detalles.


El protagonismo del rey queda compensado por el hecho de que Isabel también aparece acompañando a su marido, pues ambos acudían a Toledo a celebrar la victoria sobre su adversario portugués, que por esas fechas se consideraba prácticamente asegurada. La reina envió al concejo una carta, en la cual también anunciaba la finalidad litúrgica de la visita: dar gracias a san Alfonso, patrón de la ciudad, por la victoria alcanzada.


Se trata de una reina preocupada por la política simbólica y propagandística. No le importa que sea Fernando, su marido, el que resulte más honrado en el recibimiento, puesto que se trataba de un momento especialmente crítico de la guerra sucesoria, un momento en el que interesaba ensalzar el valor militar del rey. En este mismo sentido hay que entender un gesto de cortesía de la reina, de esos que gustan reflejar los cronistas en atención a los usos sociales que practicaba la élite: la soberana, en la entrada real, cedió su derecha al rey, el lugar de la precedencia, después de una breve porfía cortés entre ambos.



Hay que tener en cuenta que el lugar de la precedencia regia era la mano derecha, lugar que, en tanto que reina propietaria, correspondía protocolariamente a Isabel, y no a su marido, a pesar de las prerrogativas que este poseía. Es una circunstancia que llamaba la atención de algún extranjero, como Nicolás Popielovo, que visitaba la corte en 1484 y presenció la procesión de la fiesta de San Clemente en Sevilla. Le llamó especialmente la atención el hecho de que la reina cabalgara en la procesión a la derecha del rey. El viajero extranjero percibe como un «contrasentido», una anormalidad, la situación castellana, en la que la reina es el rey y el rey es su servidor. Así pues, el gesto de la reina en la ceremonia toledana es suficientemente revelador de la intención de la reina de halagar a su marido, y los lectores y oyentes de la crónica sabrían darse cuenta de ello.


Las crónicas escritas en períodos posteriores no se extendieron tan pormenorizadamente en ceremonias, salvo la Crónica de los Reyes Católicos de Diego de Valera, que recoge otra relación de sucesos, la escrita con motivo de la captura de Boabdil por el Conde de Cabra y el Alcaide de los donceles en la batalla de Lucena, en 1483, y las consiguientes fiestas con que les honraron los reyes, primero el rey, en Córdoba, y después Isabel, que se encontraba en Vitoria cuando acaeció la hazaña. Hay también en este relato un deseo de agradar a la reina. En él se alaba su generosidad y su buena disposición a premiar los buenos servicios de la nobleza y las hazañas caballerescas, empleando para ello los códigos cortesanos desplegados en el banquete palaciego que organizó para honrar a sus nobles. Pero este discurso ceremonial no sólo beneficiaba a la reina Isabel. Al resaltar una faceta de la autoridad regia, el ejercicio de la gracia real, y al incluir la relación de sucesos en su narración, Valera parece querer ensalzar, tanto o más, los valores de la aristocracia guerrera.




En las Memorias del Cura de los Palacios, Andrés Bernáldez, escritas al poco de morir la reina, se describe con detenimiento el bautizo del príncipe Juan, su presentación en el templo y la “misa de parida”, a la que acudió Isabel con gran pompa y solemnidad. Lo más interesante de este relato pormenorizado, desde el punto de vista de la imagen ceremonial de Isabel, es otro gesto que aparece destacado. La reina Isabel, cuando acude a la iglesia, se nos muestra a caballo y franqueada por cuatro nobles, el condestable y el conde de Benavente (padrinos del príncipe), que sujetaban el caballo por la brida a ambos lados, y el adelantado de Andalucía y Alfonso Fonseca, señor de Alaejos, junto a los estribos. Estos nobles van todos a pie, lo que expresa simbólicamente la obediencia y reverencia de la nobleza hacia la reina. Es una imagen ceremonial distinta la que transmite el relato del clérigo que la que proyectó el caballero Diego de Valera cuando describió la ceremonia con participación de la nobleza a la que acabamos de referirnos, la recepción de los caballeros vencedores de Lucena. En el relato del clérigo, la nobleza aparece sumisa y obediente a la monarquía, en el del noble, honrada y halagada en los valores que le son propios.


Un procedimiento del discurso ceremonial que encontramos en las crónicas isabelinas consiste en limitarse a referir una simple anécdota o un hecho singular de determinada ceremonia o solemnidad objeto de interés por parte del cronista. En vez de describir una ceremonia completa, el autor nos cuenta sólo un detalle, pues considera que ese detalle resalta una virtud especial de la reina. Son gestos ceremoniales de Isabel que ejemplifican cualidades morales. Por ejemplo, su buena disposición a «guardar su honra» al resto de los poderosos de su reino, los prelados y grandes nobles. Esta virtud política supone respetar las otras políticas de representación del poder desplegadas por prelados y nobles.


En la crónica de Pulgar se menciona una ocasión en la que la reina honró al cardenal y arzobispo Pedro González de Mendoza. El suceso revela las ventajas que conllevaba para Isabel la práctica de esta virtud, ya que, finalmente, fue la reina la que terminó siendo honrada por su prelado. Se disponían a entrar ambos en Toledo, la reina y el cardenal, en 1484, pero como era la primera vez que el prelado entraba en su sede arzobispal, la clerecía le recordó que debían tributarle un recibimiento solemne, con participación de los nobles y caballeros. Para realizar este primer recibimiento arzobispal, el Cardenal debía entrar él solo en la ciudad. La reina impulsó esta iniciativa, proponiendo posponer para el día siguiente su propia entrada. De este modo, Isabel cedía su preeminencia, honrando a Pedro González de Mendoza con un gesto de cortesía. No obstante, el Cardenal no se lo permitió. De esta manera se destaca el respeto de la reina hacia otros poderes, tales como el poder del arzobispo, su voluntad de honrarles, y se salvaguarda al mismo tiempo la preeminencia de las ceremonias de la monarquía sobre cualquier otra protagonizada por esos otros poderes.




Otro gesto ceremonial que ejemplifica alguna de las virtudes de Isabel alabadas por los cronistas aparece de nuevo en Fernando del Pulgar. Cuenta este cronista que la reina, conocida la noticia de la toma de Loja, ordenó una procesión en la que fueron ella, sus hijas y todas sus damas. El gesto significativo que da un sentido ejemplar a todo el relato es que todas ellas fueron a pie, rebajando así la imagen preeminente del rango real. La devoción y la humildad de la reina quedaban así especialmente resaltadas.


En otro orden, el maestro del recurso de manipular la narración para reflejar una imagen conflictiva de la ceremonia fue Alfonso de Palencia. Es el único cronista que tiende a polemizar en torno a las ceremonias, quizá porque, habiendo visitado Italia, conocía bien el uso político que los príncipes italianos daban a todo tipo de solemnidad pública. Las críticas a la intencionalidad de las ceremonias que esparce por su crónica se refieren, precisamente, a sucesos de la política italiana. No ahorra sus críticas contra la «hinchadísima pompa» de la corte papal de Sixto IV y cómo el papa y otros príncipes se afanaban en desplegar una «extraordinaria magnificencia en banquetes, espectáculos, cantos, danzas y diversidad de representaciones escénicas, todo a gran costa, como si la ostentación de tales vanidades constituyese el fundamento de perpetua dominación».


Palencia distingue entre el poder y sus apariencias. Es uno de los causantes de la fabricación de la imagen anti-ceremonial de Enrique IV. Algunos usos cortesanos, tales como la moda del momento, son atribuidos por este cronista a la inmoralidad de su mujer, la reina Juana de Portugal. Cuando el rey Enrique organiza una ceremonia pública según los usos de la corte, el cronista anota que se trata de una excepción. Es el caso la recepción de la embajada francesa encabezada por el cardenal de Albi, en la que, «contra su costumbre permitió se celebrasen las correspondientes ceremonias y regocijos».




En su relato del reinado de Isabel y Fernando, Palencia no podía dejar de utilizar el discurso ceremonial y ritual como un hecho conflictivo, un canalizador de sus simpatías por Fernando y de su antipatía por la reina. Revela determinados momentos de conflicto en ceremonias protagonizadas por Isabel. Hay dos menciones a entradas reales en las que vuelve a manifestarse un conflicto de precedencia entre los dos monarcas. En su relato del viaje a Sevilla en 1477, manifiesta el cronista que él personalmente había aconsejado al rey Fernando acudir antes que la reina a Sevilla, a fin de recoger con su entrada en la ciudad los frutos de todo el fervor que supuestamente tributaban los sevillanos a los reyes. Pero, como la reina acudió antes, y su entrada en solitario había sido solemne y perfecta en su ejecución, el recibimiento al rey resultó menos brillante en cuanto a concurso popular, puesto que la reina había logrado acaparar para sí la expectación de los sevillanos. Palencia se apresura a culpar de la supuesta fría acogida al rey a las maniobras de astutos oficiales engañadores, ávidos de mantener el ambiente de corrupción que se vivía en la ciudad. Dice Palencia que convencieron al rey para que entrase en la ciudad y visitase la catedral en plena hora de la siesta, ocultándole la circunstancia de que, a esa hora, el calor sería insufrible y los sevillanos preferirían retirarse a sus casas, amodorrados por el bochorno.


Los sevillanos acusaban al rey de estar supeditado a su mujer y a la voluntad de sus consejeros. Esta queja recrea la voz de la opinión pública, destinataria de las ceremonias reales que se solemnizan en las ciudades. Pero, obviamente, lo que se esconde tras esta aparente opinión común, es la opinión del propio Palencia, cuyo partidismo es sobradamente conocido. A estas alturas de su crónica muestra así su desilusión por el papel que Fernando ocupaba en Castilla y, el escaso premio que había obtenido él mismo por su leal adhesión. Tanto es así que repite el procedimiento a propósito de otra entrada real que hicieron Isabel y Fernando ese año, la entrada en Jerez. De nuevo aparece reflejado el conflicto, a pesar de que, esta vez, los dos monarcas entraron juntos. Nuevas críticas al rey suplantan la voz de la opinión pública:


Tampoco se recataban (los jerezanos) para despreciar la anterior creencia en el auxilio del rey, a quien especialmente echaban en cara el no haber remediado nada por su iniciativa, el que en todo se prefiriese a la reina y siempre se invocase su nombre a la cabeza de las cartas y provisiones. Había entre los jerezanos algunos que disculpaban estos cargos porque, en su presencia, decían, al entrar por la puerta de Santiago D. Fernando y Doña Isabel, el rey había recibido mal las aclamaciones del pueblo y los “Vivan los Reyes”, y volviéndose hacia la reina le había dicho cuán molestas les eran a todos semejantes aclamaciones, a lo que Doña Isabel había contestado que con razón, porque también a ella la desagradaban.





Palencia muestra en este relato la incomodidad que la pareja real sentía por tener que compartir su preeminencia. Aunque la veracidad del relato es relativa, hay una evidencia del conflicto. La figura de la reina Isabel, una reina que es el rey, la existencia de esta monarquía bicéfala gobernando Castilla, sólo concebible si existe esta división de sexos, se tradujo simbólicamente, no sólo en la realidad histórica, mediante la ejecución efectiva de las ceremonias regias, sino también mediante procedimientos intelectuales que trataban de interpretar esa función ceremonial.


El valor de estos testimonios radica en que la mayoría de sus autores supieron ver en la imagen ceremonial de Isabel, no a la reina “en femenino”, sino al poder soberano mismo; supieron elevarse por encima de la figura de Isabel como mujer, al margen de su género y al margen también de otras reinas que, en mayor o menor medida habían gobernado antes en Castilla, o de las grandes señoras que solían también gobernar sus estados. Nunca antes hasta este momento las formas empleadas para representar simbólicamente o de un modo ceremonial a una reina habían conseguido representar en Castilla, no sólo a una reina, sino a la monarquía misma.

lunes, 19 de septiembre de 2011

La corte mora de la Alhambra

La Alhambra (Al-Hamra, literalmente "la roja"), cuya forma completa es Calat Alhambra (Al-Qal'at al-Hamra, "la fortaleza roja"), es una fortaleza que se fue transformando en espléndido complejo palaciego construido durante el siglo XIV por los gobernantes moros del emirato de Granada en Al-Andalus.

Durante casi tres siglos, el reino de Granada sobrevivió como el último Estado islámico en la Península. Los sultanes nazaríes instalaron su corte en la Alhambra, cuyos salones y jardines contemplaron los fastos de la vida oficial y privada de los monarcas, pero también las conspiraciones sangrientas de la familia real y la nobleza. Sin embargo, son escasas las fuentes documentales que hablan de la vida de los sultanes. Los espléndidos recintos situados en la Sabika (Colina Roja) acogieron, entre los siglos XIII y XV, la vida diaria de los reyes de Granada, con sus esposas y familiares, sus ministros y sus díscolos nobles.

Los palacios árabes de la Alhambra fueron construidos para los últimos emires musulmanes de la dinastía nazarí en España y su corte. Después de la Reconquista por los Reyes Católicos en 1492, algunas partes fueron utilizadas por los gobernantes cristianos. El Palacio de Carlos V, construido por el emperador del Sacro Imperio en 1527, fue insertado en la Alhambra dentro de las fortificaciones nazaríes. Después de ser dejado caer en mal estado por centurias, la Alhambra fue "descubierta" en el siglo XIX por estudiosos y viajeros europeos, comenzando con las restauraciones. Hoy es una de las principales atracciones turísticas de España, que exhibe la más importante y conocida arquitectura islámica del país, junto con la construcción cristiana posterior y las intervenciones de jardín.

Poetas moros la describieron como "una perla en medio de esmeraldas", en alusión al color de sus edificios y los bosques que les rodean. El complejo del palacio fue diseñado con el sitio montañoso en mente y fueron consideradas muchas formas de tecnología. El parque (Alameda de la Alhambra), que está cubierto de flores silvestres y césped en primavera, fue plantado por los moros con rosas, naranjales y arrayanes y su rasgo más característico, sin embargo, es el denso bosque de olmos ingleses traídos por el Duque de Wellington en 1812. El parque cuenta con multitud de ruiseñores y generalmente se llena con el sonido del agua de varias fuentes y cascadas. Esta es suministrada a través de un conducto de 8 km (5 millas) de largo, que está conectado con el Darro en el Monasterio de Jesús del Valle, por encima de Granada.

A pesar del largo abandono, el vandalismo deliberado y, a veces la restauración imprudente que la Alhambra ha sufrido, sigue siendo un ejemplo atípico de arte musulmán en su fase final europea, poco influenciada por la arquitectura bizantina encontrada en la Mezquita de Córdoba. La mayoría de los edificios del palacio son cuadrangulares en el plan, con todas las habitaciones abiertas a un patio central. El conjunto alcanzó su tamaño actual simplemente por la adición gradual de nuevos cuadrángulos, diseñados en el mismo principio, aunque variando en dimensiones y conectados entre sí por pequeñas salas y pasillos. La Alhambra fue ampliada por los diferentes gobernantes musulmanes que vivieron en el complejo. Sin embargo, cada nueva sección añadida siguió el tema recurrente de "paraíso en la tierra". Soportales de columnas, fuentes con agua corriente y espejos de agua fueron utilizados para aumentar la complejidad estética y funcional. En todos los casos, el exterior fue dejado claro y austero. El sol y el viento fueron admitidos libremente. Azul, rojo y un amarillo dorado, todo un poco desteñido por el tiempo transcurrido y la exposición, son los principales colores empleados.

Armas de la dinastía nazarí


La decoración consiste, por regla general, en follaje rígido, convencional, inscripciones en árabe y patrones geométricos forjados en arabescos. Los azulejos son ampliamente utilizados como revestimiento de las paredes. El complejo del palacio está diseñado en el estilo mudéjar, estilo que es característica de elementos occidentales reinterpretados en forma islámica y popular ampliamente durante la reconquista de la Península Ibérica a los musulmanes por los reinos cristianos.

La Alhambra no tiene un plan maestro para el diseño total, por lo que su disposición general no es ortogonal u organizada. Como resultado de las fases de construcción: a partir de la original ciudadela del siglo IX, a través de los palacios musulmanes del siglo XIV, al palacio del siglo XVI de Carlos V, algunos edificios se encuentran en posición extraña con respecto al otro. La característica más occidental de la Alhambra es la alcazaba (ciudadela), una posición fuertemente fortificada. El resto de la meseta comprende una serie de palacios árabes, rodeado por una muralla, con trece torres, algunas defensivas y algunas para proporcionar vistas a los habitantes.

Historia

Completado hacia el final de la dominación musulmana de España por Yusuf I (1333-1353) y Muhammad V, sultán de Granada (1353-1391), la Alhambra es un reflejo de la cultura de los últimos siglos del imperio moro de Al Andalus, reducido al emirato nazarí de Granada. Es un lugar donde los artistas y los intelectuales encontraron refugio en la Reconquista, cuando los cristianos españoles obtuvieron victorias sobre Al Andalus. La Alhambra integra cualidades naturales del sitio con estructuras construidas y jardines y es un testimonio de la cultura árabe en España y las habilidades de los artesanos musulmanes, judíos y cristianos y los constructores de su época.

La traducción literal de la Alhambra, "fortaleza roja", refleja el color de la arcilla roja de los alrededores con la cual el fuerte fue construido. Los edificios de la Alhambra fueron originalmente blancos, sin embargo, los edificios actuales son de color rojizo.

Ibn Nasr, el fundador de la dinastía nazarí, se vio obligado a huir a Jaén para evitar la persecución del rey Fernando III de Castilla y los partidarios de la Reconquista que bogaban para poner fin a la dominación musulmana de España. Después de retirarse a Granada, Ibn-Nasr se instaló en el Palacio de Badis en la Alhambra. Unos meses más tarde, se embarcó en la construcción de una nueva Alhambra adecuada para la residencia de un sultán.

El diseño incluía planes para seis palacios, cinco de los cuales se agruparon en el cuadrante noreste de la formación de un barrio real, dos torres y numerosos baños. Durante el reinado de la dinastía nazarí, la Alhambra se transformó en una ciudad palatina, con un sistema de riego compuesto por acequias para los jardines del Generalife situados fuera de la fortaleza. Anteriormente, la vieja estructura de la Alhambra había sido dependiente del agua de lluvia recogida en una cisterna y de la que podría ser llevada desde el Albaicín. La creación del Canal del Sultán consolidó la identidad de la Alhambra como una ciudad-palacio en lugar de una estructura defensiva y ascética.

La Alhambra se asemeja a muchas fortalezas medievales cristianas en su triple acuerdo como un castillo, un palacio y un anexo de viviendas para los subordinados. La alcazaba o ciudadela, su parte más antigua, está construida en el aislado y escarpado promontorio que termina la meseta en el noroeste. Eso es todo lo masivo de las paredes exteriores, torres y murallas que quedan. En su torre de vigilancia, la Torre de la Vela, la bandera de Fernando y de Isabel fue izada por primera vez, en señal de la conquista española de Granada el 2 de enero de 1492. Una torre que contiene una gran campana fue añadida en el siglo XVIII y restaurada después de haber sido dañada por un rayo en 1881. Más allá de la alcazaba se encuentra el palacio de los gobernantes árabes, o de la Alhambra propiamente dicha, y más allá de esto, de nuevo, es la Alhambra Alta, originalmente habitada por los funcionarios y cortesanos.


El Complejo Real se compone de tres partes principales: el Mexuar, el Serrallo y el Harén. El Mexuar o Cuarto Dorado es modesto en la decoración y alberga las áreas funcionales para la realización de negocios y administración. En época árabe servía de sala de audiencia y justicia para casos importantes. Tenía una cámara elevada cerrada por celosías donde se sentaba el sultán a escuchar sin ser visto. No existían las ventanas laterales. Tenía el techo abierto en su parte central. Los techos, pisos y molduras son de madera oscura y están en marcado contraste con las paredes blancas de yeso. El Serrallo, construido durante el reinado de Yusuf I en el siglo XIV, contiene el Patio de los Arrayanes. En los interiores de colores brillantes aparecen paneles de zócalo, yesería, azulejos, cedro y artesonado en los techos. Por último, el harén está también elaboradamente decorado y contiene los aposentos de las esposas y las amantes de los monarcas árabes. Esta área contiene un cuarto de baño con agua corriente (fría y caliente), baños y agua a presión para la ducha.

Los baños son la joya de la casa árabe, pues el baño para el musulmán es una obligación religiosa. Los baños de la Alhambra son copia de las termas romanas. Tienen 3 salas: primero, la Sala de las camas y reposo, donde se desnudaban, pasaban luego al baño y volvían a descansar; a veces les traían aquí la comida mientas disfrutaban de músicos y cantores desde la galería alta. Luego estaba la Sala de refresco o masaje, formada por dos galerías con arcos. Por último, la Sala de vapor, más pequeña, cuyas bóvedas están abiertas con tragaluces en forma de estrella que en su día estaban cubiertos con cristales de colores -pero no herméticos-, de manera que pudiese salir el vapor y entrar el aire fresco.

La luz es uno de los elementos ornamentales sabiamente utilizados. El sorprendente efecto decorativo producido por los mocárabes que adornan las bóvedas y los nichos abiertos en las paredes, es acentuado por el papel de la luz que tenuemente se matiza a través de las celosías de yeso que cubren las ventanas abiertas en las bases de las bóvedas. Además estaba el agua: pocos elementos tienen tanto protagonismo decorativo como el agua que, a pesar de ser un elemento ajeno a la arquitectura, forma una unidad inseparable de los elementos constructivos. Se halla en las fuentes y estanques que a la altura del pavimento discurre susurrante por los canalillos que surcan los patios, las avenidas y el interior de algunas habitaciones, aunque, más que nada, en los jardines exteriores. En el centro de la sala de los Abencerrajes, que fue la alcoba del sultán, una fuentecilla servía para reflejar la cúpula de mocárabes, cuya rica decoración conseguía una luz encantadora y mágica, pues al entrar por la parte superior iba cambiando según las distintas horas del día.

El centro del palacio de la Alhambra se situaba en el salón del trono, donde el sultán celebraba audiencias envuelto en toda la pompa real (los invitados se sentaban en los huecos que se abren en las paredes). En los laterales de este salón hay nueve alcobas, tres por cada uno de los lados, correspondiendo la alcoba central del lado norte al sultán. Algunas concubinas desempeñaron un importante papel, como Zoraya (Fátima Zoraya, “Lucero de la Mañana”), favorita de Muley Hacén, que fue una de las causas de la guerra entre éste y Boabdil, hijo que el monarca tuvo con la poderosa sultana Aixa. El cargo de visir, la más alta dignidad de la corte nazarí, recayó a menudo en renegados cristianos y en antiguos esclavos. La leyenda de la matanza de los Abencerrajes en la Alhambra evoca el papel destacado de este linaje nobiliario en las luchas políticas del reino nazarí en el siglo XV.

La fase de apogeo de esta dinastía, que se sitúa entre 1333 y 1391, trajo la máxima efervescencia edificadora en el complejo palaciego de la Alhambra y en Granada. Esta evolución se acentuó en la segunda mitad del siglo XIV, bajo Muhammad V. La labor diaria de gobierno se combinaba con las grandes celebraciones festivas pero también con las erupciones de violencia; no en vano entre sus muros fueron asesinados nada menos que seis emires. A pesar de los conflictos políticos, la política granadina hizo frente a su vida cotidiana según los usos, costumbres y reglamentos recogidos en parte en la ley islámica. Granada y la Alhambra se convirtieron en meca de viajeros, sabios y expatriados musulmanes hasta que el último rey nazarí la entregó a los Reyes Católicos.

"Tãto mõta" ("tanto monta"), la divisa de Fernando e Isabel inscripta sobre los diseños árabes