El 28 de enero de 1908 una española de 17 años, sentada a
lomo de un elefante lujosamente enjaezado, hace su entrada en una ciudad del
norte de la India. El pueblo entero está en la calle rindiendo un cálido
homenaje a la nueva princesa de tez tan blanca como las nieves del Himalaya.
Así fue la boda de la andaluza Anita Delgado con el riquísimo Maharajá de
Kaphurtala y así empezó una gran historia de amor y ambición alrededor de una
joya.
Que un personaje tan poderoso económicamente y de tanta
influencia como Jagatjit Singh se enamorara de una casi analfabeta bailarina de
danza española, como lo era Anita Delgado, es un hecho increíble y bien podría
tratarse de un cuento de hadas a no ser porque los acontecimientos históricos
así lo reflejan. Existen uniones como la de Rainiero de Mónaco con la actriz
Grace Kelly o la de Felipe de Borbón con la periodista Letizia Ortiz, que pueden
servir de ejemplos contemporáneos -ellos príncipes y ellas de procederes tan
distintos como las artes escénicas o el periodismo-, pero no se pueden comparar
dada la formación cultural de Grace o Letizia; en cambio, Anita se hizo reina solo
por su gracia andaluza y su belleza según los cánones de la época (los rasgos
agitanados, el cuerpo rellenito y el cabello negro, al igual que su tez morena,
eran ingredientes más que suficientes para el gusto de un hindú, que aún sin
ser de su raza sí la acercaba, eso sí, con un toque exótico).
En los días históricos en que el rey Alfonso XIII se casaba
con Victoria Eugenia de Battenberg y la nobleza de todo el mundo se daba cita
en Madrid, uno de los personajes invitados quedó prendado de la joven bailarina
malagueña. El Maharajá de Kapurthala, de 34 años, aunque le doblaba la edad,
quiso conocerla, pero cuentan que ella no sólo lo rechazó sino que lo hizo con la
vehemencia andaluza. Los acontecimientos se precipitaron y los invitados
abandonaron aprisa la capital española debido al atentado terrorista sufrido
contra los reyes en la calle Mayor. Jagatjit Singh no se quedó conforme con la
respuesta y desde París insistió, pidiéndole en una carta que se casara con él.
La joven andaluza viajó entonces a París y de ahí a la India, donde se casó.
La pareja se convirtió en unas de las más admiradas de la
época, sus constantes viajes eran un imán para los reporteros gráficos, quienes
los perseguían por todas partes. Y entre los exquisitos regalos con los que la
agasajaba su marido, se encontraban las mejores joyas.
El
culto a las joyas
Creyéndose
"divinos", los
maharajás de la India hacían gala de una demostración
extravagante de tesoros y posesiones que les hacía vivir en un mundo aparte.
Todo, desde la pastilla de jabón más pequeña hasta los grandiosos palacios de
mármol, todo era "hecho para el
maharajá". Vivían de la tierra y de las inmensas fortunas familiares
amasadas durante generaciones a costa de sus súbditos.
En
la época del Raj británico, estos príncipes construyeron algunos de los
palacios más espectaculares de la India, decorándolos con lo mejor de cada
lugar. Los edificios atesoraban carísimas
alfombras, delicada porcelana, piezas de jade verde transparente y ámbar rojo y
cantidades de marfil. Cartier para las joyas, Louis Vuitton para los
artículos de piel y Rolls Royce para los coches, se convirtieron en los
proveedores reales favoritos. Sólo comían en vajillas de porcelana de Royal
Worcester o Minton y bebían únicamente en cristalerías de Lalique o
Baccarat.
Los maharajás fueron también famosos por la ostentación de sus
joyas. Les rendían verdadero culto, que era en ellos de naturaleza casi
religiosa, pues atribuían a las piedras preciosas una esencia mística provista
de inmensos poderes. Algunas de esas piezas databan de la época de los mogoles,
quienes las habían regalado a sus favoritas. Otras eran encargadas a las casas
más importantes como Cartier, Boucheron, Van Cleef & Arpels y Harry
Winston.
El Maharajá de Kapurthala era un hombre culto que hablaba
seis lenguas y a quien entusiasmaba la historia. También era un francófilo
declarado que sentía fascinación por todo lo francés, desde la literatura hasta
el arte, la comida, la moda, las mujeres y la arquitectura. De alguna manera
intentó imbuir a Kapurthala de la joie de vivre parisina. Por ejemplo, contrató a
algunos de los mejores arquitectos franceses para que construyeran una réplica
de Versailles -incluso el personal debía vestir con uniformes franceses del
siglo XVII- y encargó a Cartier piezas de joyería que hoy son legendarias.
Digna
de una reina
En 1909,
Anita acudió con su esposo al palacio de las mujeres, en el centro de la
ciudad, para asistir a la puja del
cumpleaños, una de las ceremonias consideradas íntimas por la familia. Esa nueva
imposición del rajá hizo que la guerra fuera abierta entre el peso de la
tradición, que reclamaban sus mujeres, y la voluntad del soberano. La maharaní
caminaba erguida, el porte altivo, vestida con un sari que le ocultaba parte
del rostro y adornada con las joyas que le había ido regalando el rajá. Llevaba
en la frente una espléndida esmeralda en forma de medialuna.
“Como todo se
pega con la convivencia, a mí se me contagió la afición que tenía mi marido por
esas chucherías y poco a poco me iba haciendo con un joyero de bonitas piezas”,
escribiría en su diario. La esmeralda ha sido el último de los regalos, un
capricho de Anita, que intuía que las joyas eran su única seguridad. Esta
piedra su utilizaba para adornar al elefante más viejo de la cuadra de palacio,
a modo de talismán protector, hasta que Anita, al asistir a su primer desfile,
se fijó en ella. Iba cosida a un arnés de seda a la altura de los ojos y estaba
rodeada de perlas. “Era una pena que un
elefante luciese una esmeralda tan hermosa, así que se la pedí al rajá”.
Pero él
pensaba que era demasiado grande y tosca para un adorno de mujer. Como quiera que Anita insistió tanto que el
maharajá decidió regalársela el día que ella pudiese hablar bien el urdu. La
joven se aplicó tanto que pasaba las tardes enteras estudiando en su alcoba. El
día de su decimonoveno cumpleaños, el príncipe apareció en las habitaciones de
la maharani muy temprano, seguido del viejo tesorero de palacio que portaba una
gran bandeja de plata con un paquete. Dentro estaba la codiciada esmeralda.
La magnífica
piedra era enorme y con los bordes engarzados en un fino marco de oro: tenía en
las esquinas dos pequeños orificios. Con sumo cuidado, Anita le había hecho un
boquetito y deslizado un hilillo dorado entre el engarce y la gema, a la altura
de los dos ángulos de la luna. De ese modo, una vez peinada y oculto el hilo
entre el cabello, la esmeralda resplandecería colgada sobre la frente como si
verdaderamente fuese un tocado oriental hecho ex profeso. “Ya puedes decir que
has conseguido la luna –le dijo el rajá-, aunque me ha costado trabajo
dártela”.
Y es verdad,
no había sido fácil. Quitarle la joya al elefante para dársela a Anita había
supuesto un desafío a la tradición, un gesto que seguramente provocara cascadas
de rumores. Pero lo había hecho adrede, para apoyar a su mujer, a sabiendas de
que todo lo que hacía se escudriñaba y comentaba detalladamente en la corte.
“¡El rajá le ha regalado la luna del elefante!”. La noticia no había tardado en
extenderse. El mensaje subrepticio que conllevaba su decisión quería dejar bien
sentado que era capaz de cualquier cosa por su mujer. Más que un regalo, había
sido un acto político.
Anita,
discreta y presente a la vez, le siguió el juego. Para la puja del cumpleaños había cuidado su atuendo y su maquillaje con
esmero. Quería estar resplandeciente, porque inconscientemente sabía que ése
era su mejor argumento.
El final
La rani malagueña que fue bailarina y vivió durante años en
la India dejando atrás su pasado humilde, terminó separándose de su maharajá,
quien le prohibió volver su país de adopción y la separó de su hijo. Anita se
instaló en París, donde residió en su lujoso apartamento de la Avenida Víctor
Hugo y su vida se tornó díscola, viviendo en una sucesión continua de festejos.
Años más tarde fue fotografiada con su amante y amigo Ginés Rodríguez, su
secretario durante su estancia en la India. Luego de la guerra civil regresó a
Madrid, donde fijó su residencia hasta que falleció el 7 de julio de 1962.
Cuarenta y
cinco años después, en 2007, ocho magníficas piezas de joyería de estilo
art-déco que habían pertenecido a la quinta esposa de Jagatjit Singh, Maharajá
de Kapurthala, fueron subastadas en Christie’s. Según
palabras de Amin Jaffer, director de Arte Asiático de la célebre casa de
subastas, las piezas "unen el
espléndido patrocinio
indio con la mejor artesanía y
diseño europeos". Lo que olvidó
aclarar es que la medialuna de esmeralda que se encontraba entre ellas guardaba
dentro de sí una triste historia de amor y ambición.
Maravillosa historia. Te la publico en Turbulencia Y Omelet: http://flip.it/AbWvT
ResponderEliminarSiempre me ha fascinado esta historia. Actualmente escribo un relato sobre la media luna de Anita y cómo la consiguió. Gracias por tu aportación, me ha servido de mucho.
ResponderEliminarExcelente, que buena reseña, para la bitácor✍️
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