La mayoría de los historiadores que han estudiado la vida y reinado de Isabel la Católica han minusvalorado o tratado de forma equivocada la cuestión de las ceremonias de la monarquía. Los argumentos expresados sobre las solemnidades y sobre la vida de la corte fluctúan entre considerarlas como algo accesorio, secundario o, tal y como opinaba el Marqués de Lozoya, «deslumbrante y vana apariencia», y considerarlas como acciones pecaminosas e inmorales, impropias de una católica reina como Isabel. pecaminosas e inmorales, impropias de una católica reina como Isabel.
La imagen tópica sobre la política ceremonial de la corte de Isabel I se dibuja sobre una profunda fractura entre el reinado de su hermano Enrique IV y el suyo propio. Diego Clemencín, por ejemplo, escribió que en la corte de Enrique IV se «derramaba oro a manos llenas», pero, sin embargo:
El reinado de doña Isabel Interrumpió este orden o, por mejor decir, este desorden de cosas: y si sus crónicas hablan de fiestas hechas con decorosa ostentación, en ocasiones de regocijo público, como nacimientos y bodas de sus hijos, o de etiqueta, como la llegada de embajadores, en que era forzoso conformarse con los usos del siglo y los de otras cortes, no se cuentan los excesos y demasías que de los reinados anteriores. Cesaron en tiempo de Doña Isabel los peligros de las corridas de toros; cesaron los torneos y juegos feroces […]. En el reinado de Doña Isabel la magnificencia y los gastos se encaminaron a otros objetos, a la construcción de obras públicas de piedad, utilidad o beneficencia, iglesias, hospitales, consistorios, pesos, carriles, puentes, plazas y adornos de los pueblos. Las fiestas palacianas se redujeron a lo necesario y a lo decente : los trajes y atavíos de la Reina y de sus hijos fueron y no más, lo que exigía la alta calidad de sus personas : los de sus damas forzoso fue que se arreglasen a ejemplo tan autorizado : los gastos de las mesas se modelaron por las reglas de la razón, y todo cuanto se veía en el palacio y alrededor de Doña Isabel predicaba moderación, cordura y dignidad verdadera, la cual está reñida con toda suerte de afectación y de esfuerzos. Las fiestas de su corte no tuvieron por objeto la vana ostentación del poder y de la opulencia, sino el cumplimiento de lo que en coyunturas de prosperidad deben los príncipes al júbilo común de sus pueblos, de lo que exigía la dignidad real, y de lo que requiere el honor que es justo tributar a otros potentados en las personas de sus embajadores. Diego LEMENCÍN, Elogio de la Reina Católica Doña Isabel, al que siguen varias ilustraciones sobre (...)
Decorosa ostentación frente a derroche, gasto justificado frente a gasto irracional, ésta es la conclusión que el erudito extrajo de la lectura de las crónicas de ambos reinados. Cómo casaba la ostentación moderada con la dignidad real y dónde se situaba el límite del derroche, es algo que Clemencín no explica. Una lectura más atenta le hubiera llevado a reconocer que la reina gastaba en su adorno y lujo personal de forma igualmente «inmoderada».
Y para comprobarlo no hay más que leer el relato de las fiestas para la boda de la infanta Isabel, en las que la Reina salió vestida de «paño de oro»: no de paño «bordado de oro y plata», como salieron los continos de su casa, ni de «paño de oro y seda», como se vistieron los caballeros e hidalgos que asistieron a las fiestas, ni tampoco de «paños brocados», como las damas de la reina… El vestido de Isabel estaba confeccionado única y enteramente con paño de hilo de puro y finísimo oro.
El decoro y la austeridad también podría haberse atribuido (y con más razón) a la persona de Enrique IV, quien, de creer a sus cronistas, vestía de forma impropia para un rey, transmitiendo la repetida imagen de una figura desaliñada que ha sido aceptada sin más por sus biógrafos modernos. El desaliño del rey Enrique IV ha generado otro de los tópicos más frecuentes respecto a la etiqueta y usos ceremoniales de su reinado, la idea de que el rey no gustaba de ceremonias, huía de ellas, así como de las fiestas cortesanas, refugiándose en los bosques segovianos, con personas «feroces», dice Alfonso de Palencia.
Las crónicas del reinado de Enrique IV son «elocuentes a la hora de inscribir la vida festiva de su corte, pero muy parcas en referencias explícitas a la participación del rey en ellas. Aunque la tendencia ceremonial se mantuvo en Castilla, Enrique IV se mantuvo al margen, abriendo una “fractura” que los Reyes Católicos intentaron cerrar».
Los acontecimientos ceremoniales preferidos por los cronistas son, sobre todo, fiestas que implican lujo, brillo, magnificencia, efectos sensoriales que suelen acompañarlas: justas y ejercicios caballerescos, banquetes y bailes en palacio, recepciones y celebraciones en honor a los embajadores extranjeros, estas últimas porque dan pie para relatar los pormenores de la política internacional.
Todo esto lo sabían los monarcas de la Casa de Trastámara y lo ponen en práctica con su política ceremonial. Lo encontramos en la documentación de cada uno de los reinados, incluido el de Enrique IV. Lo tenía en cuenta, por supuesto, Isabel. Si hay un mayor acento en lo ceremonial en la época de Isabel I debe achacarse a una mayor necesidad legitimadora y propagandística y a las circunstancias de la monarquía dual, puesto que en Castilla hay dos reyes gobernando un reino (hay que recordar que la reina no era la mujer del rey, la reina era el rey). Esto tiene de por sí una fuerza simbólica multiplicadora, y la política de representación resulta, obviamente, más cara y evidente. Otro factor que hay que considerar es el mayor volumen de documentación que se conserva del último tercio del siglo XV, documentación que proporciona una mayor base para trazar la realidad histórica.
Las crónicas de la imagen ceremonial
Resulta evidente que las crónicas han transmitido un discurso ceremonial que ha contribuido a perfilar la imagen de Isabel. Aunque no encontraremos descripciones satisfactorias ni de las exequias reales, ni de la ceremonia de proclamación real, ni del alzamiento de pendones en las ciudades, ni de la ceremonia de obediencia, ni de las entradas reales, ni de la jura del heredero, etc.
Las ceremonias son relatadas en las crónicas con mayor o menor extensión, desde la mera alusión a la descripción pormenorizada. El autor de la Crónica incompleta, por ejemplo, describe la justa y las fiestas ofrecidas a los reyes en Valladolid, en marzo de 1475, por el duque de Alba. De esta justa y fiestas disponemos también de un relato bastante detallado en el Cronicón de Valladolid, escrito por un médico de la reina conocido con el nombre de Toledo. El autor de la Incompleta parece que estuvo presente aquellos días en la corte, pues sus apreciaciones parecen ser las de un espectador, sin embargo, no parece que la reina Isabel despierte un interés mayor para él que el resto de nobles y caballeros. Entre estos, el duque de Alba parece despertar en él un interés especial.
Pero se le escapa un detalle fundamental que hubiera resaltado el perfil ceremonial de la figura de Isabel como reina de Castilla, detalle que el autor del Cronicón sí escogió entre los detalles posibles para plasmar en su relación: el uso de la corona real por parte de Isabel los días que presenció las justas. La reina portó una corona y sus damas llevaban también tocados a modo de corona. Aquí se nos sugiere la idea de que la elección del vestido y el tocado de las damas parece iniciativa de Isabel: es como si la reina hubiera querido conseguir con el tocado de sus damas un efecto simbólico multiplicador. Iban, además, vestidas de brocado verde y de terciopelo pardillo, precisamente los colores que ostentaba la divisa personal de Isabel, la divisa de las flechas.
El protagonismo del rey queda compensado por el hecho de que Isabel también aparece acompañando a su marido, pues ambos acudían a Toledo a celebrar la victoria sobre su adversario portugués, que por esas fechas se consideraba prácticamente asegurada. La reina envió al concejo una carta, en la cual también anunciaba la finalidad litúrgica de la visita: dar gracias a san Alfonso, patrón de la ciudad, por la victoria alcanzada.
Se trata de una reina preocupada por la política simbólica y propagandística. No le importa que sea Fernando, su marido, el que resulte más honrado en el recibimiento, puesto que se trataba de un momento especialmente crítico de la guerra sucesoria, un momento en el que interesaba ensalzar el valor militar del rey. En este mismo sentido hay que entender un gesto de cortesía de la reina, de esos que gustan reflejar los cronistas en atención a los usos sociales que practicaba la élite: la soberana, en la entrada real, cedió su derecha al rey, el lugar de la precedencia, después de una breve porfía cortés entre ambos.
Las crónicas escritas en períodos posteriores no se extendieron tan pormenorizadamente en ceremonias, salvo la Crónica de los Reyes Católicos de Diego de Valera, que recoge otra relación de sucesos, la escrita con motivo de la captura de Boabdil por el Conde de Cabra y el Alcaide de los donceles en la batalla de Lucena, en 1483, y las consiguientes fiestas con que les honraron los reyes, primero el rey, en Córdoba, y después Isabel, que se encontraba en Vitoria cuando acaeció la hazaña. Hay también en este relato un deseo de agradar a la reina. En él se alaba su generosidad y su buena disposición a premiar los buenos servicios de la nobleza y las hazañas caballerescas, empleando para ello los códigos cortesanos desplegados en el banquete palaciego que organizó para honrar a sus nobles. Pero este discurso ceremonial no sólo beneficiaba a la reina Isabel. Al resaltar una faceta de la autoridad regia, el ejercicio de la gracia real, y al incluir la relación de sucesos en su narración, Valera parece querer ensalzar, tanto o más, los valores de la aristocracia guerrera.
En las Memorias del Cura de los Palacios, Andrés Bernáldez, escritas al poco de morir la reina, se describe con detenimiento el bautizo del príncipe Juan, su presentación en el templo y la “misa de parida”, a la que acudió Isabel con gran pompa y solemnidad. Lo más interesante de este relato pormenorizado, desde el punto de vista de la imagen ceremonial de Isabel, es otro gesto que aparece destacado. La reina Isabel, cuando acude a la iglesia, se nos muestra a caballo y franqueada por cuatro nobles, el condestable y el conde de Benavente (padrinos del príncipe), que sujetaban el caballo por la brida a ambos lados, y el adelantado de Andalucía y Alfonso Fonseca, señor de Alaejos, junto a los estribos. Estos nobles van todos a pie, lo que expresa simbólicamente la obediencia y reverencia de la nobleza hacia la reina. Es una imagen ceremonial distinta la que transmite el relato del clérigo que la que proyectó el caballero Diego de Valera cuando describió la ceremonia con participación de la nobleza a la que acabamos de referirnos, la recepción de los caballeros vencedores de Lucena. En el relato del clérigo, la nobleza aparece sumisa y obediente a la monarquía, en el del noble, honrada y halagada en los valores que le son propios.
Un procedimiento del discurso ceremonial que encontramos en las crónicas isabelinas consiste en limitarse a referir una simple anécdota o un hecho singular de determinada ceremonia o solemnidad objeto de interés por parte del cronista. En vez de describir una ceremonia completa, el autor nos cuenta sólo un detalle, pues considera que ese detalle resalta una virtud especial de la reina. Son gestos ceremoniales de Isabel que ejemplifican cualidades morales. Por ejemplo, su buena disposición a «guardar su honra» al resto de los poderosos de su reino, los prelados y grandes nobles. Esta virtud política supone respetar las otras políticas de representación del poder desplegadas por prelados y nobles.
En la crónica de Pulgar se menciona una ocasión en la que la reina honró al cardenal y arzobispo Pedro González de Mendoza. El suceso revela las ventajas que conllevaba para Isabel la práctica de esta virtud, ya que, finalmente, fue la reina la que terminó siendo honrada por su prelado. Se disponían a entrar ambos en Toledo, la reina y el cardenal, en 1484, pero como era la primera vez que el prelado entraba en su sede arzobispal, la clerecía le recordó que debían tributarle un recibimiento solemne, con participación de los nobles y caballeros. Para realizar este primer recibimiento arzobispal, el Cardenal debía entrar él solo en la ciudad. La reina impulsó esta iniciativa, proponiendo posponer para el día siguiente su propia entrada. De este modo, Isabel cedía su preeminencia, honrando a Pedro González de Mendoza con un gesto de cortesía. No obstante, el Cardenal no se lo permitió. De esta manera se destaca el respeto de la reina hacia otros poderes, tales como el poder del arzobispo, su voluntad de honrarles, y se salvaguarda al mismo tiempo la preeminencia de las ceremonias de la monarquía sobre cualquier otra protagonizada por esos otros poderes.
En otro orden, el maestro del recurso de manipular la narración para reflejar una imagen conflictiva de la ceremonia fue Alfonso de Palencia. Es el único cronista que tiende a polemizar en torno a las ceremonias, quizá porque, habiendo visitado Italia, conocía bien el uso político que los príncipes italianos daban a todo tipo de solemnidad pública. Las críticas a la intencionalidad de las ceremonias que esparce por su crónica se refieren, precisamente, a sucesos de la política italiana. No ahorra sus críticas contra la «hinchadísima pompa» de la corte papal de Sixto IV y cómo el papa y otros príncipes se afanaban en desplegar una «extraordinaria magnificencia en banquetes, espectáculos, cantos, danzas y diversidad de representaciones escénicas, todo a gran costa, como si la ostentación de tales vanidades constituyese el fundamento de perpetua dominación».
Palencia distingue entre el poder y sus apariencias. Es uno de los causantes de la fabricación de la imagen anti-ceremonial de Enrique IV. Algunos usos cortesanos, tales como la moda del momento, son atribuidos por este cronista a la inmoralidad de su mujer, la reina Juana de Portugal. Cuando el rey Enrique organiza una ceremonia pública según los usos de la corte, el cronista anota que se trata de una excepción. Es el caso la recepción de la embajada francesa encabezada por el cardenal de Albi, en la que, «contra su costumbre permitió se celebrasen las correspondientes ceremonias y regocijos».
Los sevillanos acusaban al rey de estar supeditado a su mujer y a la voluntad de sus consejeros. Esta queja recrea la voz de la opinión pública, destinataria de las ceremonias reales que se solemnizan en las ciudades. Pero, obviamente, lo que se esconde tras esta aparente opinión común, es la opinión del propio Palencia, cuyo partidismo es sobradamente conocido. A estas alturas de su crónica muestra así su desilusión por el papel que Fernando ocupaba en Castilla y, el escaso premio que había obtenido él mismo por su leal adhesión. Tanto es así que repite el procedimiento a propósito de otra entrada real que hicieron Isabel y Fernando ese año, la entrada en Jerez. De nuevo aparece reflejado el conflicto, a pesar de que, esta vez, los dos monarcas entraron juntos. Nuevas críticas al rey suplantan la voz de la opinión pública:
Tampoco se recataban (los jerezanos) para despreciar la anterior creencia en el auxilio del rey, a quien especialmente echaban en cara el no haber remediado nada por su iniciativa, el que en todo se prefiriese a la reina y siempre se invocase su nombre a la cabeza de las cartas y provisiones. Había entre los jerezanos algunos que disculpaban estos cargos porque, en su presencia, decían, al entrar por la puerta de Santiago D. Fernando y Doña Isabel, el rey había recibido mal las aclamaciones del pueblo y los “Vivan los Reyes”, y volviéndose hacia la reina le había dicho cuán molestas les eran a todos semejantes aclamaciones, a lo que Doña Isabel había contestado que con razón, porque también a ella la desagradaban.
Palencia muestra en este relato la incomodidad que la pareja real sentía por tener que compartir su preeminencia. Aunque la veracidad del relato es relativa, hay una evidencia del conflicto. La figura de la reina Isabel, una reina que es el rey, la existencia de esta monarquía bicéfala gobernando Castilla, sólo concebible si existe esta división de sexos, se tradujo simbólicamente, no sólo en la realidad histórica, mediante la ejecución efectiva de las ceremonias regias, sino también mediante procedimientos intelectuales que trataban de interpretar esa función ceremonial.
El valor de estos testimonios radica en que la mayoría de sus autores supieron ver en la imagen ceremonial de Isabel, no a la reina “en femenino”, sino al poder soberano mismo; supieron elevarse por encima de la figura de Isabel como mujer, al margen de su género y al margen también de otras reinas que, en mayor o menor medida habían gobernado antes en Castilla, o de las grandes señoras que solían también gobernar sus estados. Nunca antes hasta este momento las formas empleadas para representar simbólicamente o de un modo ceremonial a una reina habían conseguido representar en Castilla, no sólo a una reina, sino a la monarquía misma.
Buenos días alteza. Muy buena defensa de la austera corte castellana y estudio de la proyección de la Corona más allá de Castilla, un ejemplo de exportación de esa imagen o marca es el templete de Bruneleschi en San Pietro in Montorio, Roma, financiado por los Católicos mientras el "consumo interno" de la Corona era una prolongación del gótico denominado isabelino.Un abrazo.
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