Doña María Eugenia Ignacia Augustina de Palafox de Guzmán Portocarrero y Kirkpatrick, 18ª Marquesa de Ardales, 18ª Marquesa de Moya, 19ª Condesa de Teba, 10ª Condesa de Montijo y Condesa de Ablitas, se convirtió por su matrimonio con Napoleón III Bonaparte en Eugénie, Emperatriz de los Franceses, 475ª Dama de la Real Orden española de María Luisa.
Hasta su propio matrimonio en 1853, Eugenia usaba los títulos de condesa de Teba (19º en su nombre, heredado luego de la muerte de su padre) o condesa de Montijo, pero algunos títulos familiares heredados legalmente por su hermana mayor, “Paca”, pasaron luego de su matrimonio a la Casa de Alba. Eugenia utilizó frecuentemente como apellido el de Guzmán, en lugar de los de Palafox Portocarrero y Kirkpatrick, por ser titular del mayorazgo fundado en 1463 por doña Inés de Guzmán sobre el señorío de Teba, elevado a condado en 1522 por Carlos V. Sus sobrinos, hijos de su hermana Francisca y del duque de Alba, utilizaron como segundo apellido el de Portocarrero.
Eugenia fue educada en París en el convento católico del Sacré Coeur. Cuando Luis Napoleón se convirtió en presidente de la Segunda República, ella aparecía junto a su madre en los bailes que daba el príncipe-presidente en el Palacio del Elíseo; allí conocería a su futuro esposo. Y debió ocurrir un flechazo, un coup de foudre, como se hubiera dicho en su lengua. Luis Napoleón quedó hechizado ante la joven aristócrata granadina, aunque, de acuerdo a los cánones actuales, su belleza era corriente, lo insuperable era su gracia y elegancia.
Madame Carette, quien más tarde será su lectora, describe el vivo reflejo de su seducción: “Era más bien alta, sus rasgos eran regulares y la línea delicadísima del perfil tenía la perfección de una medalla antigua, con un encanto muy personal, un poco extraño incluso, que hacía que no pudiera comparársela con ninguna otra mujer. La frente, alta y recta, se estrechaba hacia las sienes; los párpados, que ella bajaba con frecuencia, seguían la línea de las cejas, velando así sus ojos bastante cercanos uno de otro, lo que constituía un rasgo particular de la fisonomía de la emperatriz: dos bellos ojos de un azul vivo y profundo rodeados de sombra, llenos de alma, de energía y de dulzura (…) Los hombros, el pecho y los brazos recordaban a las más bellas estatuas. La cintura era pequeña y redondeada; las manos, delgadas; los pies, diminutos. Nobleza y mucha gracia en el porte, una distinción nata, un andar ligero y suave (…)”.
Eugenia interesa, luego cautiva, luego maravilla al príncipe. Su vivacidad intelectual, el delicioso rubor que enciende sus mejillas en el calor de la conversación, esa libertad muy española, tan alejada de la púdica y aburrida reserva de las jóvenes francesas de la época, terminan por encantar al amo de Francia.
Dos años duró el cortejo entre Luis Napoleón y Eugenia. Y se cuenta que el futuro emperador tuvo que ser frenado en sus ansias carnales por la joven andaluza, lo que corresponde plenamente con el comportamiento y moral de cada uno. Luis Napoleón, tras su matrimonio, mantuvo públicas infidelidades con diversas amantes, mientras que Eugenia, rabiosamente conservadora y católica, mantenía estrechas relaciones con Roma y protegía económicamente a comunidades religiosas.
En el otoño de 1852 una partida de caza en el castillo de Fontainebleau va a precipitar los acontecimientos. Para ella, la caza es una de sus actividades predilectas. Cuando se presenta, orgullosamente montada sobre su alazán, el busto graciosamente erguido y la cintura grácil en un traje de montar Luis XV, su espléndida cabellera color caoba acentuada por un pequeño tricornio negro, Napoleón queda maravillado. A lo largo de todo el día la joven entusiasta hace caracolear su caballo a la cabeza de los cazadores, franqueando obstáculos cómodamente, ofreciendo a todos el espectáculo de una Diana cazadora irresistible. Por supuesto que cuando llega el momento de rendir los honores, a la luz de los candelabros, es ella quien los recibe y la sonrisa que ilumina el rostro de Eugenia es significativa.
En 1853 tendría lugar la boda y algunas cortes europeas, como en la conservadora Gran Bretaña, vieron con sorna tan desigual unión. Los periódicos ingleses lanzaron comentarios sarcásticos: una aristócrata española de 26 años, de título legítimo y antiguo linaje, no era considerada lo suficientemente buena para la Casa Bonaparte (surgida desde hacía apenas dos generaciones de la oscuridad de Córcega). Napoleón III tuvo que justificar ante el Senado francés su proyectado enlace matrimonial con Eugenia de Montijo, ya que, aunque esta era de noble estirpe, no llevaba sangre real en sus venas. Su argumento principal fue que, de esta forma, se rompía la tradición de los matrimonios por conveniencias dinásticas.
El domingo 29 de enero se viste de satén rosa y se toca de jazmines para el casamiento civil en las Tullerías. A la mañana siguiente, de blanco, va a Notre Dame. Al descender del carruaje delante del pórtico, tiene una idea brillante: volviéndose hacia la multitud le hace una reverencia, esa famosa reverencia tan “gran siglo” cuyo secreto posee. En un instante, los parisienses pasan de la indiferencia gentil al entusiasmo y las aclamaciones estallan por doquier. Esa calurosa acogida se repite cuando sale al balcón de las Tullerías luego de ser consagrado su matrimonio religioso, luciendo un vestido de terciopelo color rubí que le sienta de maravillas. Para visitar Versailles durante su luna de miel elige terciopelo azul bordado con arabescos de seda y cubre sus hombros con un gran mantón de cachemira blanco.
Gracias a su elegancia y charme, Eugenia contribuyó de forma destacada al brillo del régimen imperial. Su forma de vestir era alabada e imitada en toda Europa. Cuando usó las nuevas crinolinas en 1855, la moda europea siguió su ejemplo y cuando ella abandonó las vastas faldas al final de los ’60, estimulada por su legendario couturier, Charles Worth, la silueta de los vestidos femeninos siguió su dirección nuevamente. El esplendor de sus trajes y sus joyas legendarias están representadas en innumerables pinturas, especialmente las de su retratista favorito, Winterhalter. Su interés por la vida de la reina María Antonieta expandió la moda por el mobiliario y los interiores en estilo neoclásico, tan popular durante el reinado de Luis XVI.
Los primeros tiempos de su matrimonio los repartía entre salidas oficiales, bailes, recepciones y obras de caridad. Quiso consagrar una parte de sus actividades a la beneficencia, a la que había dedicado una parte de sus regalos de boda. De ahí en más, vestida de la manera más sencilla y con un par de anteojos negros, partía, acompañada de una sola dama de honor, a visitar hospicios y hospitales. Al actuar así, obedecía no solamente a su generosidad natural, sino además al deseo de conquistar a ese pueblo francés tan versátil en el amor. Y logró su objetivo, ya que si bien sus visitas se desarrollaban bajo la máscara del incógnito, la prensa anunciaba a tambor batiente la fama para festejar “la bondad de Su Majestad”. No había día en que no se magnificara de ese modo algún rasgo de la nueva soberana.
La oposición, en cambio, veía con malos ojos a la emperatriz, tal como había visto al emperador. Legitimistas, orleanistas y republicanos se pusieron de acuerdo para aplastar con su ironía a la consorte. El futuro presiden del Consejo de Napoleón III, Emile Ollivier, no se mostraba tierno con Eugenia, como tampoco lo iba a ser cuando llegara al poder: “Ayer, en el Gimnasio, vi a Napoleón y a su Montijo. ¡Cuánto embellece el poder! Esperaba ver a una maravilla ante la cual me quedaría embelesado: he visto a una mujer linda, como tantas otras. Hay en esa fisonomía algo mate y opaco. Ninguna claridad. No se siente el destello de ninguna lámpara interior. Puede que sea una mujer inteligente para la mayoría de las personas. No es, a las claras, una mujer superior que podría, llegado el caso, sostener con su mano un imperio que está al borde del precipicio.”
En aquella primera época, no habiendo sido atacada aún por el virus de la política, se contentaba con ser nada más que un ornamento de la Corona. Era pleno período autoritario del Imperio. Las actividades inherentes a su cargo se repartían esencialmente entre manifestaciones oficiales y visitas de caridad; sus actividades personales eran casi enteramente absorbidas por la compra de vestidos, sombreros, joyas y chucherías diversas. Una de sus preocupaciones era mostrarse a la altura de su cargo pues el emperador estaba muy apegado a la etiqueta y, en este terreno, Eugenia trataba de no decepcionarlo.
Insensiblemente la señorita de Montijo cederá el lugar a la emperatriz de los franceses. En Las Tullerías su departamento privado se componía, en primer lugar, de tres salones: el salón verde, reservado a las damas de honor, el salón rosa o salón de espera y el salón azul, donde tenían lugar las audiencias. El gabinete de trabajo que seguía a estos salones era el preferido de la emperatriz. Allí vivía a la española, reclinada, la mayoría de las veces, sobre un pequeño canapé, después de haber reemplazado sus elegantes vestidos por una falda y una blusa de seda. Al lado estaba su alcoba, ricamente decorada, que se abría a un pequeño balcón. El cuarto de baño contiguo era luminoso y espacioso y tenía como principales adornos una bañera de metal… y un pequeño oratorio en el que Eugenia rezaba cada mañana.
La emperatriz tenía la preocupación del orden y la manía de que todo estuviera en su sitio: inspeccionaba constantemente sus armarios, verificaba su imponente guardarropa, controlaba que no faltaran ni una cinta ni una puntilla. Cada vez que compraba un vestido nuevo éste quedaba catalogado en un fichero especial, al igual que todos los documentos, cartas e informes, que conservaba cuidadosamente. El cuarto de baño se comunicaba a través de un montacargas disimulado en un rosetón del techo con el piso superior, donde estaba ubicado su guardarropa, y por él descendía cada día el vestido que había decidido ponerse. Así se evitaba que pudiera arrugarse. Sobre la fiel Pepa, su camarera española, recaía la tarea –nadie sabía cuán delicada- de custodiar el guardarropa de su ama. Un verdadero ceremonial guiaba la operación cuando la emperatriz decidía mostrarse con uno de sus “vestidos políticos”, como llamaba a los fastuosos trajes que lucía en público –en cuanto se quedaba sola, se apresuraba a ponerse esos vestidos sencillos que tanto le gustaban-.
Esos vestidos, tratados con tanta precaución, eran siempre escotados, como en los tiempos en que la joven condesa de Teba dejaba admirar sus hombros. Cuando había una recepción, la emperatriz lucía todas sus joyas, bastante numerosas, y este alarde, destinado también a fines políticos, le valdrá la reputación de dilapidar los fondos del Estado. Toda su vida, o por lo menos, hasta el momento de su exilio, gastaba mucho dinero en sus prendas y cuando las usaba dos o tres veces las regalaba a sus camareras, quienes las revendían en América. Allí eran recibidas como verdaderas reliquias.
A propósito de su apariencia, cuando Eugenia tuvo su primer contacto con el exterior como emperatriz, en Inglaterra, supo aprovechar su capacidad para salir adelante ante un apuro. En el castillo de Windsor todos se preparaban para la gran cena de bienvenida que la reina Victoria daría a sus huéspedes, cuando un cataclismo se abatió sobre Eugenia. El Pétrel, barco que seguía al de la emperatriz, atracó con retraso a causa de la niebla. Ahora bien, era la nave que transportaba sus maletas, sus joyas y… a Félix, su peluquero. Eugenia debió arreglárselas sola: como no tenía a mano ni vestido ni joyas, pidió prestado a una de sus damas de honor un vestido azul, que fue inmediatamente ajustado a su talle, y suplió la falta de joyas con nomeolvides, con los que adornó su cabellera y su vestido. Así ataviada cautivará a todos los invitados, impresión que se confirmará durante toda la visita, incluso a la propia soberana inglesa, quien hasta su muerte mantendrá con ella una perdurable amistad.
Además de las Tullerías y de Saint-Cloud, la pareja imperial poseía otras dos residencias: Fontainebleau y Compiègne. Esta última desempeñará, con el correr de los años, un papel cada vez más importante en el programa de actividades de la corte. Eugenia se trasladaba de un castillo a otro, esforzándose por animar cada uno de ellos, lo cual no era poca tarea. El General du Barail, que un día de junio cena en las Tullerías, cuenta que la atmósfera reinante allí es de lo más campechana. Después de cenar, alguien arroja una pelota en el salón de Apolo, que rueda hasta los pies de la emperatriz. Esta se pone de pie y “en una chiquillada verdaderamente encantadora”, le da un vigoroso puntapié. La pelota se eleva hasta una araña y apaga una vela. No hace falta más para que se desate un partido de pelota tan poco protocolar como inesperado en semejante sitio, al cual se pliega el emperador, que abandona así su actitud eternamente pensativa.
En el fondo, en medio de sus cuatro palacios y su nube de cortesanos todavía más solícitos que en el ancien régime, Napoleón y Eugenia llevaban una existencia de burgueses. Cuando el emperador estaba con su esposa utilizaba, aún en público, el tuteo, y todo el mundo se divertía cuando la llamaba a su modo: Ugenia. Más ceremoniosa, Eugenia lo trataba de “Señor” o de “Su Majestad”; sólo cuando estaban solos se permitía llamarlo Luis, que era el verdadero nombre de Napoleón. Un poco más adelante, cuando conoció sus infortunios conyugales, le haría escenas violentas, acompañadas de rotura de objetos diversos, como cualquier otra esposa engañada. Los primeros tiempos de vida conyugal Eugenia manifestaba cambios de humor frecuentes y en el transcurso de un mismo día podía ofrecer a sus visitantes dos rostros completamente disímiles.
La emperatriz adoraba pasar sus vacaciones en Biarritz, donde se sentía como en casa, pues tenía a España al alcance de su vista. En un acantilado que daba sobre el mar, Napoleón había hecho construir una amplia residencia que recibió el nombre de “Mansión Eugenia”. Desde la mañana, la joven realizaba grandes caminatas solo en compañía de su hermana, de visita, o de una de sus damas de honor, sustituyendo sus suntuosos atavíos por sencillos vestidos de percal y protegiendo su tez de leche de los ardores del sol con una sombrilla amarilla. Con el tiempo, tuvo la idea práctica de suprimir en el campo los vestidos que se arrastraban, lo que, por otra parte, hizo decir en el barrio de Saint Germain que había inventado la moda de pasear con falda corta “como las bailarinas de la Opera”. La sacrosanta etiqueta de las Tullerías también estaba de vacaciones.
En aquel escenario, la princesa Paulina de Metternich, esposa del embajador austríaco, había quedado impresionada por el atractivo físico de Eugenia y en sus “Memorias” ofrecía detalles sobre los artificios con lo que la andaluza cultivaba su belleza: “Lo que me sorprendió fue que la emperatriz subraya sus cejas y el contorno de sus ojos –y de modo muy evidente- con gruesos trazos de lápiz negro. Más tarde supe, y de sus propios labios, que había adquirido esa costumbre porque tenía horror a las cejas y pestañas blancas que, según decía, ‘¡daban un aspecto tonto e insignificante!’”.
En el otoño se producía otra tradición inamovible para la corte de Napoleón III: las “series de Compiègne”, un evento al que había que asistir cada año si quería preservar su rango dentro de la sociedad. La invitación se hacía en general por ocho días, eventualmente renovables si uno era aceptado o si formaba parte de los altos dignatarios del régimen. Al cabo de una semana, la primera tanda se de invitados se despedía para dejar su lugar a un segundo grupo. El emperador ponía un tren especial a disposición de sus huéspedes, quienes lo colmaban con maletas y criados. Eran una sucesión de cenas (verdaderos concursos de ostentación entre las damas), representaciones teatrales, conciertos, partidas de caza o tardes de té. Las veladas de Compiègne eran particularmente exitosas o, como escribió Stéphanie Tascher de La Pagerie: “¡Eran enloquecedoras de placer!”.
El 16 de marzo de 1856, Eugenia dio a luz a su único hijo, Eugène, que recibió el título de Príncipe Imperial. Como era una mujer educada e inteligente, después del nacimiento de su hijo decidió tomar parte activa en la política del Segundo Imperio. Ferviente católica, se opuso a la política de su marido en lo tocante a Italia y defendió allí los poderes y prerrogativas del Papa. Desempeñó la regencia del imperio en tres ocasiones: durante las campañas de Italia en 1859; durante una visita de su marido a Argelia en 1865 y en los últimos momentos del Segundo Imperio, ya en 1870. Poseedora de un carácter bastante enérgico -otros dicen que desagradable y engreído, ya que humillaba constantemente a los que estaban a su alrededor- ejerció una poderosa influencia sobre el emperador.
La emperatriz, entre otros errores políticos que cometió, apoyó la desafortunada expedición que intentó situar a Maximiliano de Austria en el trono de México y, en 1869, condujo a Napoleón III a la guerra contra Prusia, donde el emperador cayó prisionero y Francia perdió Alsacia y Lorena. Eugenia tuvo que abandonar precipitadamente París, junto con su único hijo, buscando refugio en Inglaterra y estableciéndose en Chislehurst, Kent, donde el emperador se le reunió tras haber sido destituido por la Asamblea.
A la muerte de Luis Napoleón en 1873, Eugenia mantuvo su residencia en Inglaterra aunque realizaba frecuentes viajes al continente. Su vida adquirió tintes de tragedia novelesca cuando su único hijo pereció en Sudáfrica en 1879, en una escaramuza en la guerra contra los zulúes, tras desobedecer una orden dada por sus superiores. Cuando en 1880 regresó a Inglaterra luego de haber visitado los lugares del martirio de su hijo, todavía le quedaban cuarenta años por vivir. Nacida durante el reinado del hermano de Luis XVI, mientras el Antiguo Régimen pretendía en un último intento gobernar aún sobre el principio del derecho divino, Eugenia conocerá la formidable revolución política, económica e industrial del siglo XX y la llegada de esos inventos que conmocionarán el universo, desde la aviación hasta la telegrafía sin hilos.
A la muerte de Luis Napoleón en 1873, Eugenia mantuvo su residencia en Inglaterra aunque realizaba frecuentes viajes al continente. Su vida adquirió tintes de tragedia novelesca cuando su único hijo pereció en Sudáfrica en 1879, en una escaramuza en la guerra contra los zulúes, tras desobedecer una orden dada por sus superiores. Cuando en 1880 regresó a Inglaterra luego de haber visitado los lugares del martirio de su hijo, todavía le quedaban cuarenta años por vivir. Nacida durante el reinado del hermano de Luis XVI, mientras el Antiguo Régimen pretendía en un último intento gobernar aún sobre el principio del derecho divino, Eugenia conocerá la formidable revolución política, económica e industrial del siglo XX y la llegada de esos inventos que conmocionarán el universo, desde la aviación hasta la telegrafía sin hilos.
En 1885 se mudó a Farnborough, Hampshire, y alternaba su residencia allí con estadías en su villa “Cyrnos” (el antiguo nombre griego de Córcega), que se había hecho construir en Biarritz, cerca de Cannes. Allí vivía en retiro, absteniéndose de toda interferencia en la política de Francia, pero su salud comenzó a deteriorarse. Su médico recomendaba para ella estadías en Bournemouth, lugar que era, en tiempos victorianos, famoso como resort. Durante una de sus visitas un jardinero encendió cientos de pequeñas velas en los parques de Bournemouth para iluminar la senda que Eugenia seguía rumbo al mar durante la noche. Este evento todavía se conmemora anualmente con el encendido de velas en aquellos jardines cada verano.
La antigua emperatriz murió en julio de 1920, a la avanzada edad de 94 años, durante una visita a los duques de Alba en su nativa España. Fue enterrada en la cripta imperial de Saint Michael's Abbey, en Farnborough, con su esposo y su hijo. Así, los restos mortales de la controvertida aristócrata nacida en Granada, que llegó a emperatriz de los franceses, reposan para siempre en Inglaterra.
Fidelissimus, una de las españolas más influyentes e importantes de toda la historia y, sin embargo, a mi modo de ver, no lo suficientemente conocida en España a parte algún nombre de calle o plaza...
ResponderEliminarComo dice, tuvo una vida increíble, conoció la caída del Antiguo Régimen, la Revolución Industrial, Las Revoluciones Sociales, el Imperio, las Guerreas Franco-Prusianas, la vida victoriana, la época de oro de Francia e Inglaterra, e incluso la primera Guerra Mundial...
Me llama la atención que se pusiese en duda su conveniencia para casar con un Bonaparte, cuando los Guzmán eran una de las casas nobiliarias más importantes y de rancio abolengo del continente, Grandes de España, y que habían dado hombres de la talla del Conde-Duque de Olivares a la historia, mientras que los Bonaparte eran una pseudo casa real que se había alzado al poder en tiempos de Napoleón primero desde la nada y que no contaban ni con la mital de laureles que los Guzmán.
Reales saludos.