sábado, 21 de agosto de 2010

Grace, Princesa Consorte de Mónaco


La ceremonia matrimonial de Grace Kelly con el príncipe Rainiero de Mónaco tuvo lugar el 19 de abril de 1956. Esa fecha marcó un antes y un después en la vida de la glamorosa estrella hollywoodense nacida en Filadelfia.

La actriz-princesa cuya vida de novela se aderezaba con un halo de elegancia natural, rodeada siempre por los representantes más exclusivos del beau monde, sigue dictando a los creadores cómo conferir a la mujer una femineidad delicada y elegante sin perder la sofisticación del glamour. En ella se mezclaban la practicidad estadounidense del american way of life, país que la vio nacer, crecer y triunfar, con el chic de la Europa decadente, donde la bellísima, diva del cine primero y miembro de la realeza después, creó su familia y fue una excepcional consorte. Su peculiar manera de vestir, mezclando lo clásico con lo vanguardista, consiguió convertirla en una verdadera musa atemporal de la moda, un icono que traspasó las décadas.


Edith Head, modista de la Paramount Pictures, creó el sugerente vestido de satén verde perla con el que Kelly recogió su único Oscar en 1954 por The Country Girl (“La angustia de vivir”), cuando tenía sólo 25 años. La legendaria diseñadora de vestuario que logró el Oscar en ocho ocasiones se tomó muy mal que Grace Kelly no le encargara su vestido de novia y tenía su punto de razón: la actriz nunca apareció más esplendorosa que en Rear Window (“La ventana indiscreta”) y To Catch a Thief, (“Para atrapar a un ladrón”), ambas dirigidas por Hitchcock, con el espectacular vestuario elaborado en el taller de Head.

Luego del anuncio del compromiso, el 5 de enero de 1956, aunque Rainiero dijo que Grace no volvería a actuar, la actriz se reincorporó a la filmación de High society (“Alta Sociedad”) y, al concluir, pidió un año libre a Metro Goldwyn Mayer, los estudios fílmicos con los cuales le quedaban cuatro años de contrato por cumplir. MGM quería mantener a su famosa actriz, lo cual explica que le regalara los vestidos que vistió en la película, y también el traje de novia. Helen Rose —la principal diseñadora de vestuario de MGM— fue la responsable del traje que lució Grace y que fue considerado el más caro salido nunca de los estudios de la Metro.


La filmación de High Society mantuvo muy ocupadas tanto a la futura novia como a la diseñadora; por lo que usaron como punto de partida una idea concebida para el vestuario de esa película. Grace pidió que le incorporara una cola; la parte superior fue hecha con un delicado encaje francés rosa pálido de un siglo de antigüedad y la amplia falda unida por un fajín. Tan pronto aprobó el diseño, 35 artesanos —modistas, bordadoras, especialistas en color— dedicaron 6 semanas a elaborarlo. Al encaje se añadieron veinticinco metros de tafetán y cien metros de tisú de seda. La tradición de llevar la novia algo azul, la cumplió con el detalle de adornar las tres enaguas superpuestas con lazos azules. Y el velo llevaba bordados miles de diminutas perlas.


Para empacarlo construyeron una caja de aluminio de 2,10 x 1,2 metros, donde iba el vestido (relleno de almohadillas y papel de seda), el velo, el devocionario y el traje para la ceremonia civil junto a un negligee e incontables motas de algodón empapadas de perfume para ‘que cuando lo abriera recibiera el aroma de miles de flores’. Grace ensayó a vestirse varias veces antes de la mañana del 19 de abril, cuando llena de solemnidad se desplazó por el pasillo de la catedral de San Nicolás para convertirse en Su Alteza Serenísima y detentar la lista de títulos más larga de la nobleza, aunque todos ellos fueran de menor entidad, ínfima la mayor parte de las veces.

No era la primera mujer de su país que accedía como consorte al trono del principado, ya que le había precedido Alice Heine, de Nueva Orléans, quien casó con Alberto I de Mónaco, pero sí fue la más admirada, la más querida, la más criticada cuando perdió su silueta de cisne y la más llorada el día de su entierro. Y también la menos conocida en su dimensión humana, para ceder el lugar a un escenario de opereta y un personaje de “princesa de cuento de hadas”, como diría la prensa. Sin tener sangre real en sus venas, Grace Kelly supo mantenerse en su puesto con una elegancia y discreción dignas de la mejor cuna. Desde el momento en que contrajo matrimonio con Rainiero nadie pudo poner el más mínimo reparo a su comportamiento y llegó incluso a controlar la calificación moral de las películas exhibidas en su principado.



En poco tiempo, la que había sido famosa estrella de cine, estilizada modelo y portada de las más prestigiosas revistas especializadas, se había convertido en lo que sería su imagen fiel hasta su muerte: la marca de fábrica de la dama de alta sociedad solitaria y aburrida. Consciente de su destino y de su obligación de vender con dignidad el atractivo turístico y el refugio financiero que daba Mónaco, Grace había decidido dar a su público lo que le pedía. Su rubia melena de diario y sus moños, chignons o complicados postizos en las recepciones serían invariables, incluso en el catafalco. Ni un asomo de cardado, de mechas, ni un cambio en esa forma de peinarse que la definiría.


Una sonrisa digna, de perlados dientes. Gafas negras en sus encuentros al aire libre con la prensa. Zapatos de medio tacón, para no destacar ante la talla de su marido y superarle. Foulards blancos al cuello de los discretos trajes de chaqueta. En la mano derecha, bolso de Chanel o de Roberta di Camerino y unos impolutos guantes claros de cabritilla, como los que usaba la reina Isabel de Inglaterra, la soberana que la consideraba una advenediza. No hubo congreso, festival de televisión o concierto que no contara, aunque solo fuera por breves minutos, con la presencia de la nueva princesa. Una presencia que costaba una fortuna, pero que hacía de Montecarlo el punto más exquisito y elegante de la Costa Azul.


Prematuramente madura, con unos cuantos años más de su edad real a causa de los clásicos modelos con que se vestía y embebida de sus sueños tradicionales, la norteamericana intentó llevar hasta el fin sus ideas. La fidelidad matrimonial, una profunda religiosidad y la defensa de imponer una educación tradicional a sus futuros hijos, fueron desde
el primer día sus objetivos.
El ingreso de Kelly en el mundo de la realeza transmutó aquel estilo clásico de los cincuenta en un gusto por la alta costura que tuvo en Dior, Balenciaga, Givenchy y Saint Laurent sus grandes favoritos. Fue un vestido de gasa azul de Christian Dior el que permitió a la princesa proclamar desde la portada de Paris Match, en 1956, que las mujeres embarazadas podían seguir transmitiendo un chic innato. Utilizó un elegante traje verde de Givenchy para una visita oficial a la Casa Blanca en 1961, donde fue recibida por JFK y su esposa, Jacqueline. En 1981 eligió un fabuloso vestido morado de Yves Saint Laurent para una gala benéfica en el Royal Opera House, de Londres, donde coincidió con lady Diana Spencer, futura princesa de Gales.

Por el día elegía pañuelos de Hermès con todos los motivos y temas de la historia universal: abstractos, con motivos art-decó, de animales, selvas u otros lugares geográficos. Los maravillosos carrés de seda de la maison francesa de maletas y complementos servían a la princesa para proteger sus cabellos del sol, cuidar su garganta del frío o para ser anudados como simple adorno de sus bolsos, cinturones o vestidos.

Otro de los básicos de Grace Kelly eran las gafas de sol -que elegía enormes-, los vestidos tipo túnica, tan de moda en los ’70 y los grandes bolsos con herrajes de inspiración joya. No por nada la casa de alta costura favorita de la dama, Hermès, bautizó a uno de sus bolsos estrella, que hoy sigue editando con diferentes materiales, con el nombre de la princesa, el Kelly bag. Grace había puesto de moda ese modelo al ser fotografiada varias veces con él. En cuanto a los bolsos de noche, usaba pequeños clutches cuajados de brillantes. Las pamelas o grandes sombreros le encantaban, así como los lazos anudados a la cintura.

La ropa de ballet fue otra de sus grandes fuentes de inspiración: tules, sedas, organdí, el color rosa casi blanco de las bailarinas enamoraba a la princesa, que en repetidas ocasiones pidió a los modistos esta clase de diseños para la noche. Los vestidos vaporosos ceñidos al talle en colores pastel llenaban sus armarios. Avanzada su vida de princesa se decantó por sinuosos vestidos de noche muy ceñidos, en satén, raso, organza y seda. Su color favorito para las grandes ocasiones era el negro, seguido del rosa claro y el azul. Chanel era su modista ideal para los trajes sastre, que adoraba confeccionados en tela de tweed.


Grace daba rienda suelta a su fantasía cuando iba a un baile de disfraces. Para aumentar los fondos de la Cruz Roja organizó un baile anual de beneficencia a favor de la institución, que resultó el acontecimiento social más esplendoroso del año en la Costa Azul y uno de los más selectos del mundo. En el curso de los años asistieron al evento algunos de los personajes más conocidos del orbe, todos ataviados con trajes espectaculares. Pero los disfraces más fantásticos los lucía Grace, que un año tuvo que trasladarse a la gala en una furgoneta, porque su tocado, compuesto por largas agujas doradas, no cabía en el coche real. “Parecía radio Montecarlo”, bromeó la princesa. Esta gala fue siempre su diversión favorita, porque le daba la oportunidad de ver a sus antiguos amigos, vestirse de manera extravagante y conseguir gran cantidad de dinero para una causa con la que se había comprometido de corazón.

Pero en ella siempre estaba presente la contradicción. La princesa, tan comprometida y ocupada, era capaz de olvidarse, en ciertos momentos, de todas sus responsabilidades, de una manera casi infantil. Una de sus damas de honor recuerda que una vez fue a buscar a Grace a palacio para que asistiese a una asamblea de la Cruz Roja y olió que algo se quemaba. Rápidamente abrió la puerta de la biblioteca. Grace estaba allí jugando con un sello que Rainiero le había regalado con el escudo de armas de su familia. Estaba calentando diversas ceras de colores para ver cuál de ellas iba mejor. “Cuando me vio –escribió la joven- dio un salto pequeño como una niña cogida en falta. Por toda la estancia había cera fundida; la mesa redonda y la alfombra estaban llenas de cerillas y de sobres arrugados. Grace continuó jugando hasta que, de pronto, vio la hora que era y comprendió que ya no podía acudir a la asamblea”.

Cuando no tenía algún asunto serio entre manos, o ninguna diversión, la princesa sucumbía al aburrimiento sin intentar llenar aquellos espacios de libertad. Aquel decaimiento le impedía actuar correctamente en algunas ocasiones y cumplir con sus responsabilidades cuando éstas coincidían con ese estado anímico, lo que era bastante frecuente. Grace trataba de aliviarlo como podía. Era, según un amigo, “infantil” respecto a las fiestas y le excitaba mucho ver a sus amistades. Era infatigable en las reuniones, a veces se resistía a volver a palacio y se quedaba bebiendo champaña hasta altas horas de la madrugada. Esto sucedía también cuando recibía a sus amistades, con quienes jugaba. Y recordaba tiempos pasados hasta el amanecer.



Grace tardó varios años en sentirse a gusto entre los monegascos. Su falta de confianza en el buen desempeño de su papel le resultaba, a veces, un verdadero obstáculo. Su dificultad con el idioma, su falta de familiaridad con el protocolo, su temor a dejar en mal lugar a su esposo, incluso su miopía, la mantenían dentro de una “burbuja de plástico” durante sus apariciones en público. Y el resultado era que, una mujer que sus amigos conocían como cálida y llena de vida, no sólo estaba aislada de sus súbditos, sino que se distanciaba de relaciones sociales que hubiesen podido proporcionarle nuevas amistades para salir de su soledad.

Según la gente ajena a Mónaco, se había integrado perfectamente y con elegancia en los ambientes de la realeza. Su belleza deslumbraba al más indiferente de los jefes de Estado y su reserva, aunque hija del miedo, era considerada como una prueba de su rango. En la década del sesenta, la princesa Grace era considerada una de las mujeres más admiradas, celebradas e imitadas del mundo entero, hecho que confundió a algunos observadores. Maurice Zolotow, al dar el perfil de Grace en 1961, empezaba su artículo:

Una de las cuestiones más curiosas de la opinión pública es por qué todos continúan estando pendientes de cierta rubia alta y esbelta, de treinta y dos años de edad, que se casó y tiene dos hijos y que, durante seis años, no ha contribuido en nada, absolutamente, al desarrollo artístico, político, económico o social del mundo, para justificar la gran atención que consigue… Es una de las siete mujeres más populares de la pasada década en la prensa internacional, siendo sus rivales la princesa Margarita, Marilyn Monroe, Brigitte Bardot, Elizabeth Taylor, Jacqueline Kennedy y la reina Isabel II de Inglaterra. Se ha publicado mucho más acerca de la princesa Grace hoy en día, en las revistas y los periódicos de Europa y América, que en 1954, cuando se hallaba en el pináculo de la fama como una de las mejores estrellas de Hollywood…”


La mística de estrella de cine convertida en princesa le sirvió de mucho, pero también le ayudó la particularidad de ser la esposa de un jefe de Estado. Pocas personalidades políticas resultaban tan bellas, tan elegantes, tan encantadoras en las entrevistas personales como la princesa consorte de Mónaco. Las mismas atractivas cualidades que separaban a Jacqueline Kennedy de las otras esposas de presidentes eran las que distinguían a Grace.

El nacimiento de sus hijos, más que cualquier otra cosa, cimentó la unión de Grace con el príncipe y con el principado. Estaba decidida a ser la mejor de las esposas para su marido, la mejor de las madres para sus hijos y también la mejor princesa de Mónaco. William F. Buckley dijo de Grace que “si hubiese decidido ser monja en lugar de princesa, no habría existido la menor diferencia en la fidelidad de su vocación”.


La segunda mitad de la década de los sesenta fue el período más feliz de la vida conyugal de Grace. Casi todas las pruebas con las que había tenido que enfrentarse en sus primeros diez años como princesa habían quedado atrás; había superado correctamente su período de aprendizaje. Había aceptado el protocolo real y familiar y lo había integrado a su vida. Comprendía las costumbres y la idiosincrasia de los monegascos y les había demostrado su carácter por medio de sus actos y su ejemplo, con lo que había logrado su afecto y admiración.


Hasta los setenta Grace había demostrado una imperturbable apariencia de decoro. En público se mostraba como un compendio de reserva y compostura. En las entrevistas mantenía invariablemente su dignidad y sólo decía lo que se esperaba de ella, sin apenas revelar nada acerca de sí misma. Sonreía fríamente y dejaba sin respuestas aquellas preguntas que consideraba impertinentes. Ciertos reporteros la describieron como “repetitiva” y “rígida”, con una sonrisa “plástica” y “helada” y sus respuestas eran consideradas “aburridas”.

La proximidad de sus 40 años produjo en ella un cambio de actitud. Silenciosa y constante, en lugar de reducir sus actividades y obligaciones, Grace se imponía más. Prefería tener mucho trabajo y acabar exhausta, que disponer de excesivo tiempo libre, lo que la llevaría a aburrirse, a inquietarse y a sentir nostalgia de sus amigos. Se ocupaba además de proyectos propios, de empresas que satisfacían su creatividad y que la mantenían un poco al margen de sus problemas y responsabilidades: primero diseñó cuadros con flores disecadas, lo que resultaba sedante para ella, luego se dedicó a la lectura de poesía, que la llevó a hablar en público por toda Norteamérica y Europa. El escritor y director John Carroll dijo que “la princesa Grace posee un gran sentido del ritmo, el sentido de la perfección. Posee una voz suave, muy grata, con una maravillosa gama de tonos. Y posee, asimismo, un gran sentido del humor”.

Sus experiencias durante la segunda mitad de la década de los ’70 supusieron una dolorosa sucesión de problemas: rumores de infidelidades del príncipe, distanciamiento en la pareja, disgustos con sus hijos. Sus estados de nervios la llevaron a refugiarse en el alcohol. El resultado fue que no pudo controlar su peso y el último año de su vida engordó en exceso, aspecto que resultaba bastante extraño en una mujer que siempre había sido delgada. En 1982 un accidente de auto le quitó la vida, en la misma carretera de Mónaco en la que ella y Cary Grant hacen un picnic en la película To Catch a Thief.

La princesa Gracia Patricia de Mónaco sigue siendo un referente de la moda, su belleza y elegancia quedaron grabadas en la memoria colectiva y se transformó en todo un icono. Jean d’Ormesson, de la Academia Francesa, dijo de ella al momento de su muerte: “Era uno de esos escasos seres de leyenda que dan su gracia al mundo. Por una casualidad demasiado notable como para ser sólo una obra del azar, unía con belleza y encanto dos sueños de nuestra época, el uno dirigido al porvenir y el otro al pasado: los estudios de cine y los bailes de la corte, los reflectores y los palacios, el cine y el trono. La última pastora de corazones de nuestro tiempo había sido actriz antes que princesa. Había interpretado ese mundo antes que vivirlo y, en sus dos vidas sucesivas, había conocido la gloria y encarnado la felicidad para los millones de espectadores de su fulgurante carrera”.


2 comentarios:

  1. Soy un gran fans de Grace Kelly.
    Me ha gustado desde que era un adolescente y tu entrada sobre ella me parece perfecta.
    Enhorabuena.

    Un saludo,

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  2. Mil gracias, estimado amigo, compartimos entonces la atracción por esta gran mujer.

    Te deseo lo mejor para este 2012.

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