Nada ni nadie pudo acabar con su amor. El 11 de Diciembre de 1936 Eduardo VIII del Reino Unido declaró a los medios de comunicación que abdicaba al trono de su país por no permitirle el Parlamento, la prensa y la opinión pública contraer matrimonio con la señora Wallis Simpson. La historia de las amantes de los reyes de Inglaterra es tan larga como la de su régimen parlamentario, pero la intención del flamante rey de contraer matrimonio con una norteamericana dos veces divorciada, le obligó a tomar esa determinación inapelable.
“Ahora somos 27 x 36″ era la frase inscrita en el interior de la alianza de bodas, obra de Cartier, que sostenía una esmeralda de casi 20 quilates. La extraña inscripción hacía evidente la fecha del compromiso: 27 de Octubre de 1936. Años más tarde, con motivo de su 20º aniversario de matrimonio, la Duquesa cambió la creación original montando la piedra en un elaborado diseño de oro y platino. Y como regalo de bodas Wallis recibió de manos del Duque de Windsor un espectacular brazalete de zafiros y brillantes creado por Van Cleef & Arpels, en el que el motivo central de los 45 zafiros está enmarcado por una multitud de diamantes, todos ellos tallados de forma diferente. En el cierre, y antes de la ceremonia, el duque había hecho grabar estas palabras “Por nuestro contrato 18/V/37″, ya que el 18 de Mayo de 1937 fue la fecha en la que la pareja finalizó los complicados trámites previos a la boda. El castillo de Candé, a pocos kilómetros de Tours, fue el escenario donde las vidas de Eduardo y Wallis se unieron para siempre. Para la ocasión la duquesa mandó confeccionar al diseñador Mainbocher un vestido en crepé azul satinado para que resaltase el broche que lució a juego con el brazalete. 
La pareja comenzó entonces un largo peregrinaje que les llevó a las Bahamas durante la Segunda Guerra Mundial, donde Eduardo fue gobernador general, para acabar en París, ciudad en la que vivieron su amor hasta el fallecimiento del duque en 1972. Aunque no hubo ciudad europea por la que los duques de Windsor no quisieran pasar durante sus primeros años de matrimonio. Para recordarlo encargaron a Cartier una pitillera y una polvera de oro con un mapa de Europa en sus tapas en el que las ciudades visitadas iban quedando marcadas con piedras de colores y unidas mediante líneas de esmalte rojas y azules.
Dos de las joyas que llevaba la Duquesa a menudo eran brazaletes, uno de corazones de diamantes en su muñeca izquierda y otro de cruces de diamantes en la derecha. Explicaba que “las cruces correspondían a las que había tenido que soportar. Cada una representaba algún suceso doloroso. Los corazones también tienen su significado…” Algunas de las mejores piezas de Cartier que fueron propiedad de Wallis eran creaciones con motivos felinos y su primer exponente fue el broche Panthére con un zafiro cabochon de 152 quilates. Estas piezas nacieron del estudio parisino de la artista Jeanne Toussaint, en el que la pareja solía reunirse con otros amigos, como Cecil Beaton, que no ahorraba elogios del encuentro: “Una sensibilidad de artista y la pasión de un coleccionista se reúnen aquí para lograr un resultado de alto nivel intelectual”.


Con el Barón Frédéric de Cabrol y su esposa Daisy, en el Moulin de la Tuilerie, 1961
Frente a la Villa Windsor, con la reina de Inglaterra, el Príncipe de Gales y el Duque de Edimburgo, 1972
En su hogar parisino, el palacete del siglo XIX situado en el Nº 4 de la Rue des Champs d’Entraînement, la duquesa se había encargado personalmente de la decoración, todo en aquel azul claro que ya se empezaba a conocer como « azul Windsor » combinado con gris o azul más oscuro. Siempre era una experiencia sensorial ir de una parte a otra de la casa, pues cada sala tenía un aroma distinto gracias a las fragancias que emanaban de los pebeteros de Guerlain dispuestos con disimulo en los rincones.






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