Los grupos de familias carolingias por un lado y la base territorial de su influencia por otro son los elementos esenciales de la estructura social. La aristocracia carolingia y las fuentes de poder (alta administración civil y eclesiástica) eran provistas por las grandes familias que eran francas por nacimiento o adopción.
Clovis I (466-511), primer Rey de los Francos
Serán, por ejemplo, los Pandolfos y Sinocolfos de ascendencia lombarda o los Suniario, Sunifredo, Wilfredo en las marcas pirenaicas. Incluso, pueblos vencidos tras una larga resistencia -caso de los alamanos o sajones- facilitarán en la segunda o tercera generación, fieles vasallos al Estado franco. De entre las grandes familias surgirán, precisamente, algunas de las fuerzas regeneradoras una vez agotado el linaje de los carolingios: el caso de los Capetos, condes de París, o de los otónidas, duques de Sajonia, son los más ilustrativos aunque no los únicos.
Se ha discutido ampliamente si bajo los carolingios -a diferencia del período merovingio- las grandes familias integraron una verdadera nobleza en el sentido actual del término, es decir, nobleza de sangre. Siguiendo distintas pistas puede verificarse la existencia de familias poseedoras de grandes riquezas territoriales que transmiten de generación en generación. A la cabeza figuran, desde luego, los mayordomos de palacio, especialmente los de la dinastía pipínida. Pero se encuentran también otros poderosos linajes: los Welf de Baviera, los Bosón, Unroh, Rorgon, etc.
Hugo Capeto es coronado rey (986)
Los grandes linajes suelen tener una fuerza mayor en algunas zonas: los carolingios en el valle del Mosa, lugar donde se encontraban algunas de las más importantes residencias reales; los duques de Baviera, alrededor de Weingart y Altdorf. A los bienes raíces -en forma de villas, fundamentalmente- se añaden con frecuencia los procedentes de las abadías cuyas rentas percibe con frecuencia un señor (el abad laico) como premio a los servicios prestados a la familia real.
Este poder económico que las grandes familias tienen para servir a la monarquía carolingia acaba volviéndose contra ella. En efecto, por concesión real, el gran propietario dispone con frecuencia de un medio para sustraerse a la actuación del poder central: la inmunidad. Por ella se prohibía a los agentes de la autoridad real entrar en tierras inmunes a recaudar impuestos o a ejercer funciones coactivas. De hecho, el señor provisto de privilegio de inmunidad ejerce sobre sus tierras las funciones asignadas al conde en su distrito y aunque se comprometiera a guardar fidelidad al rey éste acaba siendo un poder demasiado lejano y, desde la disolución del Imperio carolingio, extremadamente debilitado como para imponer su autoridad a la multitud de poderes locales.
La fortuna territorial era la base del poder de los grandes linajes
El trasiego de miembros de la aristocracia carolingia entre las distintas zonas del imperio a fin de ejercer funciones de gobierno facilitó el contacto entre las grandes familias y su franquización. Personas de la alta aristocracia regional entroncaron con la familia real: Hildegarda, descendiente de los duques nacionales de los alamanes casó con Carlomagno; Judith, de la familia de los Welf de Baviera, con Luis el Piadoso.
Pero los enlaces familiares no eran el único medio de potenciar la solidaridad de las capas aristocráticas. Contaban -o al menos se pretendía que contaran- los lazos de fidelidad vasallática.
Se acostumbra a responsabilizar a Carlos Martel de la multiplicación del número de vasallos en la Galia Franca. Al distribuirles tierras -procedentes muchas veces de bienes eclesiásticos- el Mayordomo de Palacio pretendía garantizar su fidelidad y, a su vez, proveerles de medios para que se dotaran de un equipo de guerra completo. Esta política de reparto de beneficios entre los vasallos se prosiguió bajo los monarcas carolingios haciéndose más intensa a medida que avanzaba el siglo IX.
Judith de Baviera (805-843), 2ª esposa de Luis el Piadoso, Sacro Emperador Romano y Rey de los Francos
En las filas del vasallaje se fueron integrando tanto los agentes de la autoridad real (condes, duques, marqueses) como gran número de hombres libres que, ante la inseguridad de los tiempos, encontraron, como mejor solución el subordinarse al monarca o a un gran señor. Entrar en la casta de los guerreros acaba convirtiéndose en el objetivo de muchos. El propio Carlomagno potenció una clase especial, la de los vasallos reales (vassi dominici) a fin de tener un amortiguante entre el poder central y los grandes señores.
A lo largo de los siglos IX y X los vasallos reales apoyaron a los reyes contra los potentados locales aunque también fueron en más de una ocasión neutralizados por éstos. Desde los tiempos de Luis el Piadoso, en efecto, las grandes familias, a imitación de los monarcas, aspiran a crear sus propios sistemas de vasallaje. A fines del siglo IX nos encontramos, así, con una pluralidad y multiplicidad de compromisos vasalláticos que tejen sobre Europa una tupida y a veces contradictoria red de fidelidades.
El emperador Carlomagno (742-814). Sobre su cabeza aparece el águila alemana y la flor de lis francesa
El juramento de fidelidad y los mecanismos vasalláticos fueron utilizados por Carlomagno como medios para suplir la debilidad del aparato administrativo. Demostraron a la postre su insuficiencia para contener la desintegración del Estado franco legado por el restaurador del Imperio. En el 877, por un capitular promulgado por Carlos el Calvo en Quierzy-sur-Oise, se daba conformidad cuasi-oficial a una costumbre ya muy extendida: el carácter hereditario que los vasallos daban a sus beneficios.
Los lazos de vasallaje reforzaron la solidaridad entre los miembros de las capas dirigentes frente a los no privilegiados que quedaban fuera de sus mecanismos y, pese al carácter anárquico que en ocasiones podían adquirir, sirvieron en más de una ocasión para impedir que el Estado se disolviera por completo.
esta guapo hostia
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