“Tome una colección de cualquiera de los diseñadores europeos (no importa si es francés o italiano) y separe sus diversos componentes. Seguramente encontrará dos o tres vestidos para la galería; ya sabe, modelos horribles destinados a los periódicos, que los publican al día siguiente de la presentación. Luego aparece el núcleo comercial de la colección; y finalmente se observan unos elementos llamativos que se incluyen en la segunda mitad del desfile, por lo general entre los trajes de cóctel y de noche, cuya principal característica es que parecen desvaríos del diseñador. Piezas muy llamativas, con demasiados abalorios, vulgares. Uno se pregunta en qué debía de estar pensando Scherrer, o Per Spook, o Cardin cuando los estaba haciendo. Y luego te olvidas de aquellos vestidos, porque ves otros que sí te gustan. Y al final te das cuenta que no pretendían que aquellas llamativas prendas te gustaran, no habían sido diseñadas para ti. Nunca aparecerán en un lugar donde puedas volver a verlas, porque han sido destinadas al mercado árabe.”
Las palabras de este comprador auxiliar de Bonwitt Teller dan a entender que, además de las veinticinco variantes formadas por New York, París, Milán, Londres y Tokio, el Golfo constituye un destino igualmente significativo para las prendas de diseñador. Nueve ciudades de Oriente Medio mantienen suficiente tráfico con el oeste como para constituir la sexta terminal de la moda: Riyadh, Jeddah, Kuwait, Amman, Dubai, Shahjah, Ajman (de los Emiratos Árabes Unidos), Bahrain y Abu Dhabi. En términos de volumen de exportación, el Golfo es un mercado más restringido que, por ejemplo, Tokio, pero esto se debe a los especiales hábitos de compra de las mujeres árabes ricas. Son más móviles que sus homónimas de las capitales básicas de la moda: viajan más, poseen propiedades en el extranjero (o en última instancia pueden recurrir a sus primas que se hallan en Occidente) y una gran parte de su gasto se efectúa fuera del Golfo.
A partir de fines de los ‘70, el gusto islámico alcanzó la alta costura occidental y luego, de la forma más sorprendente, la modificó y afectó en cierto sentido. “Yo estaba en Valentino cuando compraron casi toda una boutique para una boda. Ciento cincuenta pares de zapatos. Compraban sin cesar, de la misma forma que usted podría adquirir semillas para el jardín –explica André Leon Talley de House and Garden-. Me llevaron a una habitación y todo estaba repleto de ropas para enviar a Kuwait. Las estaban embalando. Había montañas de papel de seda. Valentino y Scherrer acapararon el mercado árabe durante ocho o nuevee años. Scherrer vestía a toda la realeza kuwaití y su corte.” “En Scherrer vendían trajes de novia por cien mil dólares –cuenta el diseñador británico Alistair Blair-. En realidad, aquel precio nunca se especificaba por escrito, pero pude averiguarlo por medio de las casas de bordados. Cuando empecé a trabajar en Dior y Givenchy, el Oriente Medio era el cliente más importante y gran parte de los diseños estaban destinados a aquel mercado.”
Cabría imaginar, en este avanzado estadio del siglo XV islámico, que los petroriyales deberían implicar el mismo prestigio que los petrodólares norteamericanos, pero no es así en la realidad. Los modistas franceses explican que los árabes exigen discreción, pero eso es sólo una verdad a medias. Valentino, en Roma, en raras ocasiones menciona a sus clientes árabes, aunque reconoce la importancia de las ventas a la OPEP. Una cliente norteamericana opina: “se trata de una mezcla clásica de esnobismo francés y de xenofobia. Pero la verdad es que cuando acudo a las salas de exhibiciones, las encuentro llenas de princesas sauditas que, además, ofrecen un aspecto muy chic, con sus guardaespaldas que las aguardan en la acera”.
“Hace dos o tres temporadas –dice Suzy Menkes, directora de modas del International Herald Tribune-, estaba yo sentada junto a Bernardine Morris en Saint Laurent y, delante, estaba la habitual hilera de Rothschild. Luego vimos a dos mujeres que se cubrían el rostro hasta los ojos con los programas. La habitación estaba muy caldeada y al principio creímos que se estaban abanicando. Pero después comprendimos que eran princesas sauditas que utilizaban los programas a modo de yashmaks. Aquélla fue la primera ocasión en que vi sauditas en un desfile para la prensa. Por lo general, acuden a los desfiles para los clientes privados o se ofrecen desfiles especiales para ellas”.
El dinero árabe llegó a la alta costura a mediados de la década de los ’70. Las primeras clientes en llegar a París fueron las kuwaitíes, centradas en Nina Ricci y Jean-Louis Scherrer; les siguieron las procedentes de Emiratos Arabes Unidos, en especial Dubai y Shajah, y luego de Bahrain. Finalmente, en los ’80, las sauditas se convirtieron en una seria perspectiva. Y las casas de alta costura se convirtieron en depredadores.
Llamar a las puertas del desierto se convirtió en el eufemismo para referirse a la obtención de pedidos en el Golfo. Fueron días vertiginosos en los que era aún demasiado pronto para estimar el tamaño potencial del mercado árabe. Los modistas enviaban agentes al Golfo para conseguir clientes. La mayoría regresaron, frustados y confusos después de haber gastado seis inútiles semanas en la cafetería del Kuwait Hilton mientras las escurridizas clientas esquiaban en Saint Moritz. A principios de los ’80 la mayoría de árabes que deseaban vestir haute couture habían elegido ya sus talleres y el mercado había demostrado ser inconstante e impulsivo –con mujeres que compraban masivamente durante algunas temporadas y luego dejaban de hacerlo durante otras- en lugar de constituir una corriente regular como ocurre con los encargos procedentes de Norteamérica.
Erik Mortensen, modista de la Casa Balmain, contaba que “una vez recibimos el encargo de un vestido de novia de cuatrocientos cincuenta mil francos (cuarenta y cinco mil libras). Pero hemos hecho otros más caros, por encima de los seiscientos mil francos. Además, están las damas de honor de la novia. Éstas pueden tener de diez a doce años y sus vestidos cuestan etnre ciento veinticinco mil y ciento setenta y cinco mil francos, dependiendo de la cantidad de bordados que lleven y de si están ribeteados o no de armiño blanco. Sí, árabes. Y es lo que yo pregunto, ¿por qué en Francia despreciamos esos petrodólares? Deberíamos dar gracias por recibirlos. Porque si no tuviésemos esos clientes, todas las grandes casas deberían reducir el tamaño de los talleres y el número de plantilla a una cuarta parte…”
“Por supuesto, tenemos a todas esas princesas árabes. Incluso vestimos a sus hijas que sólo tienen tres años. Les hacemos los mismos vestidos que a sus madres. Un día le mostré un ejemplo a Liliane de Rothschild, porque pienso que es divertido. Al principio se mostró horrorizada… Pero es tan inteligente y perspicaz que luego me dijo: ‘sabe, esto es exactamente igual que en la corte de España, en la época de Velázquez, cuando las niñas pequeñas lucían vestidos bordados con perlas, idénticos a los de sus madres”.
Concentrado en apenas quince años de compras internacionales, el gusto islámico tiene dos niveles distintos de conocimiento de la moda occidental. Las más ricas sauditas y kuwaitíes –que pasan menos de tres meses al año en sus hogares en el Golfo- están hoy ya tan completamente aclimatadas a las marcas de los diseñadores, que su instinto ostentoso se ha suavizado. Se trata de un grupo bastante reducido que se arracima en torno a Ralph Lauren o los más avasalladores diseñadores italianos, como Armani o Prada. El segundo tipo es que de las ricas esposas de los importadores y exportadores, o de los contratistas de los nuevos puertos del Golfo. Son sobre todo ellas, como clientes, las que han conseguido que los talleres de París se transformaran por el progresivo aumento del poder islámico. “Ellas compran las cosas tal como las han visto en los desfiles –dice André Leon Talley-. Una mujer culta no compra la alta costura tal como aparece, cambia el color o los zapatos. Pero esas mujeres árabes acuden a Valentino, señalan lo que les gusta y ordenan que se los manden.”
Hay dos explicaciones para esa rigidez en el gusto. Una es la ignorancia de la perspectiva de la moda occidental, la otra reside en las singulares ocasiones en que se ponen los modelos. Las mujeres árabes, especialmente las sauditas, se visten sobre todo para impresionarse entre ellas. Dado que se considera inmoral llevar un vestido sin espalda de Nina Ricci en presencia de un hombre que no sea su marido, el uso de los modelos está restringida. Las mujeres sauditas conscientes no visten estos trajes en almuerzos de trabajo, sino en tés con video. Estas reuniones tienen lugar entre el mediodía y las cuatro de la tarde, cuando varias docenas de esposas se congregan en las dependencias femeninas de algún jeque para comer dátiles y kulwushkur, piñones acaramelados y pastelillos de anacardo. Luego, vuelven a contemplar algún video, elemento importante en el éxito de los diseñadores, que cuentan con instrucciones en árabe sobre cómo efectuar los encargos por teléfono. El ayudante de un modista describe una de esas llamadas.
“A veces recibimos encargos –dice- de seis o más mujeres al mismo tiempo. Se ponen al teléfono una tras otra, en la misma casa, bromeando y riendo como escolares y divirtiéndose de lo lindo. Las sauditas se muestran siempre muy amables, pero siento cierta lástima por ellas. Es un poco triste, pienso, poseer vestidos tan bonitos y no tener oportunidad de llevarlos. Pero no nos quejamos, se trata de un factor beneficioso para la costura.”
Al igual que los occidentales que llegan a una ciudad extranjera y se dirigen directamente al hotel de una cadena norteamericana para conseguir un cierto orden dentro del caos, las clientes árabes son leales a los diseñadores que conocen. Los nuevos nombres de la moda, por lo general, no han tenido suerte al intentar abrirse camino en Oriente Medio. El esnobismo respecto a las marcas es muy fuerte. A las mujeres árabes les importa la calidad. “Ciertamente, tienen que demostrar su poder adquisitivo mediante la minuciosidad del trabajo –observa el modista inglés Bruce Oldfield-. Están muy enteradas de las hechuras en las distintas capitales de la moda. Han mirado por todas partes y han visto lo mejor –no en términos de diseño, sino de calidad- y desean esa calidad y esa riqueza.”
En general resulta muy difícil señalar quién es la mujer árabe mejor vestida, ya que una gran parte de sus compras se efectúan colectivamente: madres que compran para sus hijas o primas que adquieren dos docenas de modelos en su última tarde en París para regalar a la familia en Shajah. De todas maneras, aproximadamente una docena de nombres aparecen una temporada tras otra en las prendas que están a la espera de embarcarse desde París: Al Nuaimi, la familia que gobierna Ajman; Al-Bahr y Al-Marzuoq, familias de comerciantes kuwaitíes; Al-Shaikh, la familia del ministro de Justicia de Arabia Saudita; Abdul Aziz, la familia del rey Abdullah y el puñado de primeras damas quienes, dotadas de una elegancia innata, se caracterizan por su gusto al escoger prendas sobrias e impecables que conjuntan con los complementos más actuales. Son Noor y Rania de Jordania, Salma de Marruecos y Mozah de Qatar –y últimamente la Princesa Ameerah Al-Taweel, esposa del Príncipe Al-Waleed bin Talal, sobrino del rey de Arabia Saudita- que encabezan actualmente la lista de las mujeres más elegantes y con más estilo del mundo árabe, relegando a estrellas de Hollywood de la talla de Nicole Kidman.
El futuro del gusto árabe por las ropas occidentales es más una cuestión de política y religión que de dinero. Ya ahora, según informan algunos modistas, se discierne un nuevo conservadurismo. El fundamentalismo islámico influye en el gusto por vestidos más recatados, menos cargados de adorno. Las propias primeras damas en cada una de sus apariciones en público acaparan todas las miradas por su porte y su buen gusto en el vestir. Les vuelve locas el lujo occidental y suelen combinar sus exquisitas prendas tradicionales con los diseños más vanguardistas de los diseñadores internacionales. Por lo general, no suelen acudir a los desfiles, sino que reciben en sus residencias al equipo de estilistas de las grandes firmas. Apuestan por el pret-a-pôrter de lujo como Fendi, Prada o Gucci para sus modelos de día y Elie Saab, Ungaro, Dior, Chanel, Yves Saint Laurent, Balmain o Versace para sus trajes de noche. Suelen completar su atuendo con zapatos y bolsos de primeras firmas como Manolo Blahnik o Prada. Otra de sus grandes pasiones son las joyas, pero huyen de la ostentación, saben que su labor social y humana es muy importante y no arriesgan su imagen haciendo alarde de un lujo ostentoso ni vulgar.
Ameerah y Al-Waleed de Arabia Saudita en la boda de los Duques de Cambridge
* con fragmentos extraídos de The Fashion Conspiracy, de Nicholas Coleridge
Millones gastados en trapos para unas mujeres que viven presas de esos hombres machistas, cosas que muchas veces ni saben quien las lleva por que tienen el rostro tapado, esos miles de millones deberían ser enviados a orfanatos, albergues para animales y paises sin comida, pero no, la maldad, crueldad y egoismo del hombre es infinito.
ResponderEliminar