Una boda real es la ceremonia del matrimonio de un miembro de una familia real. Las bodas de los príncipes –principalmente los herederos del trono- o los de los propios monarcas, son importantes ocasiones de Estado y atraen significativa atención nacional e internacional.
La Princesa Elizabeth y el Duque de Edimburgo en 1947
Cuando una boda es al mismo tiempo una fiesta familiar y un acontecimiento nacional, las monarquías de Europa, del Cercano y Lejano Oriente y de África envían sus representantes, monarquías que todavía perduran porque ayudan a conservar, con su influencia actual, atenuada y anodina, la unidad nacional. Un presidente de la República es encarnación del Estado; un soberano es encarnación del país. La boda del hijo del presidente es un asunto de familia; la boda del hijo del rey, especialmente la del príncipe heredero, es algo que concierne a una nación entera.
Varios príncipes herederos se han casado con plebeyas, diluyendo la sangre azul de la estirpe. La tendencia igualitaria ha incitado a los royals a actuar como burgueses, opacando esa aureola que sobrevivía del tiempo en que las monarquías deslumbraban. El Príncipe de Gales protagonizó la primera de las bodas de los herederos europeos al casarse con la malograda Lady Diana Spencer –por lo demás, la novia real con más sangre noble de todas las que vinieron después-. Puede decirse que, dado el papel que los medios de comunicación jugaron ese 29 de julio de 1981, hubo un antes y un después de la boda de Carlos y Diana. Fue para Gran Bretaña la ocasión de mostrar la fuerza del sistema monárquico. Lo que la familia real inglesa hizo ese día no hubieran podido hacerlo ni un gran jefe de Estado de un régimen presidencial, ni el más conciliador de los presidentes de un régimen parlamentario. Mientras duró esta fiesta deslumbrante, un ballet estudiado a la perfección, fotografiado y filmado para todo el mundo, la Inglaterra de los desocupados y de los manifestantes formó un todo con el país amante de las tradiciones y apegado a los antiguos privilegios.
Sin embargo, el desastre matrimonial de Carlos y Diana cambió el destino del resto de los herederos. Ninguno quiso un matrimonio dentro de las viejas reglas de la monarquía y todos apostaron por su libre albedrío, es decir, casarse por amor sin tener en cuenta el origen de su pareja. Desde Pavlos de Grecia –heredero en el exilio- con Marie-Chantal Miller en 1995, hasta Alberto II de Mónaco con Charlene Wittstock en 2011, las novias reales no pertenecen a la realeza. En 1999, Felipe de Bélgica se casó con la pedagoga Matilde d’Udekorn, quien, por su parte, pertenece a la nobleza no titulada de Bélgica (jonkheer) por vía paterna y su madre es la condesa polaca Anna Maria Komorowska. Por lo tanto la Duquesa De Brabante es actualmente una de las dos princesas herederas consortes de una casa reinante europea con ascendencia noble. La otra es la princesa consorte de Liechtenstein, Sofía, hija del Príncipe Max-Emanuel de Baviera y de la Condesa sueca Elisabeth Christina Douglas. Su padre había añadido en 1973 el tratamiento de Duque en Baviera, por un primo suyo que había hecho lo mismo años antes y desde entonces había sido llamada Duquesa Sofía en Baviera. A partir de su casamiento con Alois de Liechtenstein recibe el tratamiento de Su Alteza Serenísima, La Princesa Heredera de Liechtenstein, Condesa de Rietberg.
Los Duques de Brabante protagonizaron la última boda real del siglo XX
Códigos de vestimenta
En las celebraciones inglesas exigen que las mujeres invitadas a una boda real cubran su cabeza con sombreros, según la tradición de la iglesia griega ortodoxa o la iglesia anglicana. A partir de ello se toman las precauciones necesarias para usar cubrecabezas discretos, pues no es idea convertir la ocasión en un nuevo Royal Ascot. Pero ahora ha nacido un nuevo accesorio que bien puede sustituir al sombrero tradicional; el tocado o fascinator -hechos con plumas, flores o encaje- una tendencia completamente inglesa.
Para una boda de día, las mujeres deben ir de corto (hasta la rodilla o un poco por debajo de ella) y, como se ha dicho, con sombrero o pamela. No es casualidad que las soberanas nunca coincidan en el color de sus trajes; detrás hay una labor entre secretarías. Éstas se encargan de averiguar, discretamente, los tonos elegidos por cada Casa Real para evitar momentos incómodos.
Cuando la ceremonia se celebra de tarde, como es común en las bodas nórdicas (Noruega, Dinamarca, Suecia), es de rigor vestir de alta gala, es decir, con vestido largo, la cabeza descubierta y el pelo retirado del rostro. Generalmente los complementos estrella son las tiaras, deslumbrantes obras de arte que destacan en los tocados femeninos. Los caballeros lucen frac o uniforme militar y guantes blancos. Las bandas y medallas de las órdenes dinásticas se despliegan tanto en damas como en caballeros.
Los vestidos de novia han sido creaciones únicas, oscilando de los más recatados a los escotados, de los de buen gusto a los más fantasiosos. Como corresponde a una boda real, no deben ser strapless ni de excesivo escote. De hecho, algunos pocos han tenido escote tan alto y tan austeros que se parecían más a hábitos monjiles (como el de la Princesa Real Ana de Inglaterra), si no fuera por las fantásticas tiaras que coronaban los conjuntos. Luego hubo un par, como el de Gloria, Princesa von Thurn und Taxis, y el de Clotilde, Princesa de Saboya, cuyos atuendos nupciales fueron diseñados para ocultar sus embarazos (definitivamente, no monjiles).
Habitualmente las princesas consortes recurren patrióticamente a firmas de moda de su propio país para el diseño del traje nupcial. Letizia, Princesa de Austrias, usó un vestido del español Manuel Pertegaz; Mathilde, Duquesa de Brabante, uno del belga Edouard Vermeulen; Masako de Japón, un modelo de Hanae Mori; Mary de Dinamarca, uno del danés Uffe Frank; Mette-Marit de Noruega, uno del noruego Harder Finseth; Victoria de Suecia fue con un vestido del sueco Par Engsheden. Grace Kelly recurrió a la diseñadora de la MGM Helen Rose para el que muchos consideran el más bello de los vestidos de novia. Por su parte, las novias británicas siempre han favorecido a los modistas británicos. La Princesa Elizabeth –luego reina- y su hermana la Princesa Margarita recurrieron a Norman Hartnell. Lady Diana Spencer eligió a David y Elizabeth Emmanuel para su controversial pero icónico traje, mientras que Sarah Ferguson usó un modelo de Lindka Cierach. Catherine Middleton, cuando contrajo matrimonio con el Príncipe William, tercero en línea de sucesión al trono británico, fue con un diseño de Sarah Burton, para Alexander McQueen.
Hay excepciones. El italiano Valentino creó el traje de la Princesa Máxima de los Países Bajos y de Marie-Chantal, Princesa Heredera de los Helenos; el inglés Bruce Oldfield fue el responsable del vestido bordado en oro de Rania de Jordania y el también italiano Giorgio Armani diseñó tanto el modelo como el ramo nupcial de Charlene, Princesa consorte de Mónaco.
Casos reales
Las bodas de miembros de la realeza, con el paso de los años y las circunstancias históricas, han revestido características diferentes, como en estos ejemplos que he recogido.
1895
Greg King, en su libro The Last Empress, relata vívidamente la boda de Alix de Hesse, nieta por vía materna de la Reina Victoria, con el zar Nicolás II de Rusia. La ceremonia tuvo lugar el frío 26 de noviembre de 1895, en el Palacio de Invierno de San Petersburgo, una semana después del funeral del zar Alejandro III.
“Finalmente aparecieron Alejandra y Nicolás. Caminaban tomados del brazo, siguiendo la larga cinta de la alfombra carmesí que pasaba de una sala a otra; atravesando los pisos de parquet, de mármol y de madreperla; bajo los techos de estuco, los cuadros y los dorados; a través de las cámaras con sus columnas de mármol, malaquita y jaspe, de perfume en perfume –rosas en vasos de porcelana, orquídeas y lirios del valle, todo esto enviado a través de la nieve y traído de Crimea en tren-. Formaron una procesión que se extendía a largo de cuatrocientos metros y atravesaba las salas atestadas de oficiales uniformados y damas cubiertas de diamantes. Los soldados de los regimientos de la guardia desenfundaban los sables y saludaban al paso de la procesión: cosacos con chaquetas escarlatas y doradas, húsares vestidos de rojo, lanceros de azul. Detrás de Alejandra y Nicolás marchaban los padrinos de boda, los Grandes Duques Jorge y Miguel, los hermanos del zar; su tío, el Gran Duque Sergio y su primo Cirilo. Venían después las madrinas, con los blancos vestidos de corte, los velos largos y las colas de terciopelo carmesí. La procesión necesitó casi media hora para pasar frente a los tres mil invitados que esperaban en los salones y para llegar a las puertas lustradas de la capilla…”
“... Esperando, con las relucientes estolas de plata y las capas pluviales y mitras salpicadas de diamantes, los ancianos sacerdotes de cabellos blancos esperaban en el umbral (…) Alejandra y Nicolás avanzaron a lo largo de la capilla blanca y dorada, sonriendo a los miembros de la familia y los amigos que ocupaban el lugar. Paso a paso Alejandra se adelantó, la cara casi oculta bajo los velos que descendían de los diamantes distribuidos sobre su cabeza, la cola y los vestidos descendiendo en una sucesión de capas de gasa de plata y brocado, las joyas resplandeciendo con cada movimiento, con cada giro, mientras ella flotaba sobre la alfombra roja y las armonías gloriosas de los coros resonaban en el salón (…) Unos pasos más y ella y Nicolás ya estaban sobre el estrado, bajo la cúpula, flanqueados por enormes canteros de orquídeas y lirios, rodeados por los miembros de la familia, frente al iconostasis, el altar recamado de joyas, que relucía en la semipenumbra de las lámparas votivas.”
“Un sacerdote entregó cirios encendidos a Alejandra y Nicolás y después presentó una bandeja de plata, sobre la cual descansaban las dos alianzas. Lentamente, el anciano metropolitano de San Petersburgo trazó el signo de la cruz sobre ellos y anunció: ‘La servidora de Dios Alejandra se compromete con el servidor de Dios Nicolás’. Los dos prometidos intercambiaron tres veces los anillos, como signo de reconocimiento de la Santa Trinidad, mientras los sacerdotes cantaban y balanceaban los incensarios dorados. Una vez intercambiadas las alianzas, Alejandra y Nicolás se arrodillaron, mientras el coro entonaba el Salmo 77, extraña y sombría elección tratándose de una boda”.
“(…) Tomados de la mano, Alejandra y Nicolás rodearon tres veces el altar y después se arrodillaron a rezar. Cuando se reincorporaron, besaron una cruz de oro y un icono y poco después de la una de la tarde Alejandra se convirtió en Su Majestad Imperial, la Emperatriz Consorte de Rusia”.
1937
En el Castillo de Candé, todo estaba listo. Había grandes floreros con peonías blancas y rosadas a los lados de la mesa nupcial y cuatro sillas delante de ella: para la novia, el novio, Herman Rogers, vocero ante la prensa y el Mayor Edward “Fruity” Metcalfe, el padrino. En otra mesa había más flores y una serie de banderas norteamericanas… una gran chimenea de piedra y una tercera mesa junto a la ventana mostraban otro despliegue de flores… En aquel cuarto inundado por la luz del sol había un total de dieciséis invitados. Sin duda, una extraña boda para un hombre que, sólo seis meses antes, había sido el rey de Inglaterra y emperador de la India, soberano de 500.000 personas que vivían sobre 20.000.000 km2 del mundo.
Primero tuvo lugar la ceremonia civil efectuada por el cohibido alcalde de Monts, quien no dejó de ajustar nerviosamente su fajín rojo, blanco y azul, con sus borlas doradas. Leyó la breve fórmula, informó a la novia que debía obedecer a su marido y dijo al novio que debía mantener a su esposa. Ambos dijeron “Oui” y luego firmaron el Registro de Matrimonios y el correspondiente registro británico. El duque se frotaba el mentón pensativamente, luego cruzaba y descruzaba los dedos a su espalda, con los ojos brillantes de excitación.
Marcel Dupré, el destacado organista francés, ejecutaba piezas de Bach y Schumann y una fuga de la que era autor. Luego inició una marcha del oratorio de Haendel Judas Macabeo y el duque y su padrino se dirigieron al altar. Dos minutos más tarde, Dupré tocó una marcha nupcial que había compuesto y entró Wallis del brazo de Herman Rogers. Resultaba apropiado que fuese él quien entregara a la novia; después de todo, durante largo tiempo había sido el responsable de ella.
El vestido de Wallis rozaba el suelo. Era un Mainbocher de crespón de seda de un color intermedio entre un azul suave y un tono pastel. “Lo llamé el azul Wallis, un tono de color que nunca mostré a nadie”, recordaría el diseñador más tarde. Estaba hecho como un traje de dos piezas, con una falda larga y sencilla. La línea era simple, casi severa, de cuello alto. Su “algo viejo” era un trozo de encaje antiguo cosido a su ropa interior; “algo nuevo” era una moneda de oro acuñada para la coronación del rey Eduardo VIII, con su perfil, colocada en el tacón de su zapato; “algo prestado” era un pañuelo de la tía Bessie y “algo azul”, su traje de novia.
Junto al improvisado altar rodeado de flores, que tenía una sencilla cruz de oro facilitada por una iglesia protestante cercana, había dos cojines blancos sobre los que la pareja se arrodilló. El reverendo Jardine leyó la liturgia con voz fuerte. El duque, con su chaqué y sus pantalones a rayas, parecía sentirse totalmente relajado; se veía muy joven e increíblemente feliz. Llegado el momento, respondió: “Sí, quiero” con una voz tan alta y aguda que perturbó la quietud que reinaba en la habitación. En contraste la voz de Wallis pareció muy baja cuando prometió “obedecer, amar, honrar y servir” al duque. Jardine entonces pidió a los presentes que rezaran al Todopoderoso para que “bendijera a este hombre y esta mujer” y agregó su propia oración: “Que permanezcan siempre juntos en perfecta paz y amor”.
2010
Victoria de Suecia, la única mujer entre los actuales futuros reyes de Europa, contrajo matrimonio en 2010 con el plebeyo Daniel Westling y la ceremonia de su boda tuvo la particularidad, destacada entre el resto de los acontecimientos de ese tipo, que parte de la procesión nupcial se hizo en barca.
La ceremonia religiosa en la Catedral de Estocolmo fue emotiva. Una vez se encontraron los novios ante el altar, en donde reposaban como es tradición dos coronas reales en sendos almohadones de terciopelo azul (a tono con el resto de la tapicería del templo), se tomaron de la mano, que mantuvieron en todo momento entrelazadas y se prodigaron en el transcurso de la ceremonia continuas miradas de complicidad. Las de ella, más relajada y emotiva, acompañadas por una tímida sonrisa; las de él siempre comedidas durante el servicio religioso. El rito del intercambio de los votos y los anillos estuvo a la altura de las más románticas expectativas. A Daniel se le ahogó la voz al pronunciar su promesa de amor eterno a una emocionada Victoria de Suecia y cuando la princesa hizo lo propio y prometió amarle hasta que la muerte les separara, Daniel bajó la guardia de la contención y se enjugó una lágrima. La princesa Victoria besó emocionada la mano de él y bajó rápidamente la mirada para no llorar también. No fueron las únicas lágrimas de la ceremonia.
A la salida de la Catedral no se lanzaron ni confeti ni globos, ni hubo después fuegos artificiales, atendiendo el deseo de los novios y por motivos medioambientales. Tras el beso de rigor a la salida del templo a petición del público, Victoria y Daniel se montaron en su carroza de 1900 y, acompañados por un cortejo de ochenta caballos, hicieron un recorrido de casi siete kilómetros por el centro de Estocolmo, en cuyas calles recibieron el calor de unas 500.000 personas. Más de 6,000 soldados participaron en el desfile en honor de los novios, mientras unos 2,500 policías velaban por la seguridad, aunque no se registraron incidentes. Treinta bandas musicales, diecinueve de las cuales eran militares, amenizaron el trayecto.
Los príncipes se embarcaron entonces en la Vasaorden para hacer la última parte de la procesión. La Barcaza Real Vasaorden ha navegado desde su construcción por fechas claves y acontecimientos señalados de los Bernadotte. Se echó a la mar también el 19 de junio de 1976, siendo testigo del amor de los novios de Suecia de entonces: el rey Carlos Gustavo y su reina consorte, Silvia, se trasladaron en ella desde la isla de Skeppsholmen a Logård Steps en Skeppsbron. Cadetes de la escuela naval remaban la barcaza, mientras buques de guerra suecos y extranjeros atestaban la bahía de Estocolmo ondeando alto sus banderas. Durante la segunda parte del viaje, la Fuerza Aérea sueca tomó parte en las celebraciones con un espectáculo a 400 metros de altura sobre la barcaza entre Skeppsholmen y el Palacio Real. Tres unidades volaron en formación con ocho aviones por unidad, formando un corazón.
Las mismas características tuvo la procesión acuática treinta y cuatro años después. Hasta 18 aviones de combate cruzaron el cielo mientras la Vasaorden se acercaba a su lugar de desembarco en el Palacio Real. En las escaleras los esperaban los invitados al banquete y, detrás de las vallas, miles de suecos y turistas que estallaron en júbilo con la llegada de la pareja, homenajeada luego por un coro formado por 300 voces de nueve agrupaciones. Luego los invitados se dirigieron al interior del palacio, en cuya renovada Sala de Estado dio comienzo el banquete nupcial que se prolongó hasta la medianoche.
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