La fría noche del 25 de noviembre de 1916, mientras repicaban las campanas de todas las iglesias de Austria-Hungría, doscientos militares a caballo recorrían las calles de Viena precediendo la procesión fúnebre del último representante del antiguo estilo Habsburgo: el emperador Francisco José I. Seis caballos negros con crespones del mismo color tiraban de la carroza, también negra, que portaba el féretro.
Llegados a la iglesia e los Capuchinos, introdujeron el ataúd hasta encontrar una gran puerta cerrada. Siguiendo la ceremonia, que venía repitiéndose desde decenios atrás, un miembro de la comitiva se adelantó y golpeó el portalón para que le abriesen.
- ¿Quién quiere entrar? –preguntó, desde el interior, el padre guardián.
- Su Majestad Imperial Francisco José I, emperador de Austria, rey apostólico de Hungría, rey de Bohemia…- y el portavoz continuó enumerando una cincuentena de títulos reales, ducales, condales y señoriales.
- No le conocemos –fue la lacónica respuesta del capuchino.
Volvió a llamar el acompañante.
- ¿Quién quiere entrar? –insistieron desde el otro lado.
- Francisco José I, emperador de Austria y rey de Hungría –abrevió, esta vez, el portavoz imperial.
- No le conocemos.
Al tercer bastonazo y tras la misma pregunta, el que encabezaba la comitiva contestó:
- Francisco José, un pobre pecador.
Y entonces se abrió el enorme portalón.
El ceremonial cargado de tradiciones regía la vida de la corte de los Hasburgo. Durante el siglo XVIII, la etiqueta fijaba el empleo de toda la vida cotidiana. En la época de Carlos VI, los embajadores (incluyendo el Nuncio del Papa) permanecían de pie alrededor de la mesa en que el monarca celebraba sus comidas y no se retiraban sino hasta que Su Majestad hubiera llevado un vaso a sus labios. Durante las representaciones teatrales, dos pajes arrodillados abanicaban los augustos rostros de los soberanos.
Bajo María-Teresa, que amaba el lujo, las fiestas eran desmesuradas y la etiqueta también estricta. Las caballerizas de la emperatriz albergaban dos mil quinientos caballos. Se daban en palacio bailes para seis mil invitados. José II el Reformador sustituyó el orden a las malversaciones y la economía a los gastos dispendiosos. Leopoldo II, su hermano y sucesor, se dio prisa en suprimir hasta los últimos vestigios de la reforma de José II y volvió a las antiguas costumbres. Su hijo, Francisco II, respetó las tradiciones y el protocolo.
La etiqueta española –introducida en Viena por Rodolfo II- reinaba en la Hofburg durante los primeros años del reinado de Francisco José, aunque bastante aligerada desde el siglo XVII. En tiempos de Felipe II el ceremonial lo prescribía todo minuciosamente, incluso cómo debía comportarse el rey cuando deseaba hacer acto de esposo: vestido con un traje ceñido y un mantelete, el sombrero de plumas en la cabeza, la espada al cinto, el vellón de oro al cuello, llevando una garrafa de agua, Su Majestad se dirigía a los departamentos de la reina. Lo precedían el gran maestro de ceremonias, alabarderos y lacayos portadores de velas. La esposa, ataviada con vestiduras negras, llevando una antorcha encendida en la mano, entraba al salón con su séquito por la entrada opuesta. Una vez solos y habiéndose despojado de la espada y de su sombrero de plumas, el rey podía retozar con su esposa sobre el lecho. Cuando todo estaba cumplido, llamaban a sus séquitos, que los acompañaban de regreso a sus habitaciones con el mismo ceremonial.
A mediados del siglo XIX, en los días de Francisco José y Sissi, la etiqueta era mucho más estricta en Viena que en Madrid durante la misma época. Primeramente, dividía a los mortales en dos categorías: los que, por su nacimiento, eran hoffahig (dignos de figurar en la corte) y los que no lo eran. Quienes tenían su “gran entrada” eran veintitrés familias nobles y doscientas veintinueve damas; pero era preciso distinguir aún entre las damas “admisibles”, que tenían derecho a entrar sin golpear en los departamentos de la emperatriz y las damas “aguardantes”, que debían llamar suavemente a la puerta antes de recibir la autorización para ingresar.
La etiqueta organizaba las ceremonias civiles y religiosas hasta en sus menores detalles. Los días de grandes fiestas católicas, la corte entera participaba en las suntuosas procesiones; Sus Majestades seguían al Santísimo Sacramento acompañados por los archiduques y archiduquesas y todos los grandes dignatarios. El Viernes Santo, el emperador arrodillado lavaba los pies de doce menesterosos, vertiendo sobre ellos un poco de agua. Los archiduques les enjugaban con lienzos (en realidad, los “doce pobres del Emperador” eran doce funcionarios cuidadosamente atendidos por un pedicuro. Sus pies estaban tan inmaculados que el embajador de Rusia dijo a su vecino: “¡Podría confundírseles con los pies del cuerpo de ballet!”).
La implacable etiqueta determinaba cada cosa: los uniformes, la vestimenta, la calidad de la vajilla para ciertas recepciones, las reverencias, los saludos, el ancho de los galones, el largo de los guantes. En la mesa imperial, todo el mundo estaba mudo: nadie tenía el derecho de interrogar a Su Majestad. Si el emperador hacía una pregunta, debía respondérsele en pocas palabras; toda conversación general estaba proscripta. El monarca tragaba sus alimentos en un instante; los jóvenes, hambrientos, servidos en último término al extremo de la mesa, devoraban sus enormes porciones cuando se les daba tiempo.
Después de la cena, los huéspedes pasaban al salón y aguardaban al Emperador, quien formulaba algunas preguntas. Se escuchaban breves respuestas: “¡Si, Sire!..” “¡No, Majestad!...” Esta sesión “alrededor del fuego” no tenía nada de caluroso ni de confortable. Con celoso cuidado, la archiduquesa Sofía, madre del emperador, velaba en la estricta observancia del protocolo sacrosanto.
El Archiduque Francisco Carlos y la Archiduquesa Sofía (nacida princesa de Baviera) con sus hijos: Francisco José, emperador de Austria, con su esposa Sissi (y los hijos de éstos Rodolfo y Gisela), Maximiliano, emperador de México, con su esposa Charlotte y los archiduques Luis Víctor y Carlos Luis (1860).
Un ceremonial en verdad estricto y quizas enticuado para el siglo XIX, sin embargo en lo personal admiro al emperador Francisco Jose por seguir sin titubeos este ceremonial por decadas
ResponderEliminarLe envio un saludo y una felicitación por su extraordinario blog
Monsieur:
ResponderEliminarAgradezco su amable saludo. Y estoy de acuerdo con usted en que es digno de admiración el que una persona respete a rajatabla un ceremonial tan estricto a lo largo de una vida entera. Durante centurias los monarcas y su entorno directo fueron prácticamente esclavos de la etiqueta, pero desde su primera infancia eran educados en tal obediencia y para ellos era una vida normal.
Puntualmente, los Habsburgo tuvieron en Sissi a la más fiel detractora de esa "esclavitud".
Mis respetos