Monarquía (del griego μονος, "uno", y αρχειν "gobierno": "gobierno de uno"), es una forma de gobierno de un estado (aunque en muchas ocasiones es definida como forma de Estado en contraposición a la República) en la que la jefatura del estado o cargo supremo es:
personal, y estrictamente unipersonal (en algunos casos históricos se han dado diarquías, triunviratos tetrarquías, y en muchas ocasiones se establecen regencias formales en caso de minoría o incapacidad o valimientos informales por propia voluntad),
vitalicia (en algunos casos históricos existieron magistraturas temporales con funciones similares, como la dictadura romana, y en muchos casos se produce la abdicación voluntaria o el derrocamiento o destronamiento forzoso, que puede o no ir acompañado del regicidio)
y designada según un orden hereditario (monarquía hereditaria), aunque en algunos casos se elige, bien por cooptación del propio monarca, bien por un grupo selecto (monarquía electiva).
Este cargo (monarca) se denomina rey (o reina) en términos generales, aunque este nombre puede variar según la tradición local, la religión o la estructura jurídica o territorial del gobierno (basileus, rex -rei, rey, roi, re, rege-, kuningaz -cyning, king, könig, kung, konge-, malik, califa, sultán, emir, tennō, wang, huangdi, tianzi, mencey, cacique, tlatoani, inca, gran khan, gran mogol, sah, negus, emperador -o emperatriz-, zar, kaiser, etc.). Otros títulos nobiliarios, pueden a veces, según la circunstancia histórica, llevar consigo la consideración de soberanía y equipararse a la realeza (Gran Duque, Archiduque, Príncipe, etc.). Los tratamientos protocolarios de la monarquía suelen incluir distintas variantes del término Majestad, y en algunas ocasiones el de Alteza, aunque este último suele aplicarse a los miembros menores de la familia real.
El estado regido por un monarca también recibe el nombre de monarquía, o reino.
El poder del rey puede identificarse o no con la soberanía; ser absoluto o estar muy limitado (como es usual en la mayoría de los casos de las monarquías actuales, sometidas a regulación constitucional).
La Monarquía en la Civilización Occidental
La Antigüedad clásica, posteriormente a los reyes míticos (Minos, Agamenón, Príamo) que podían corresponder al wánax micénico (o anax homérico), desarrolló la figura del basileus griego. Los rituales orientales, como la proskinesis o inclinación ante el rey, eran extraños tanto al espíritu democrático como al aristocrático de las poleis griegas, donde sólo la ley era rey (nomos basileus) pero fueron adoptados.
La concepción de la ciudad como espacio público, y de la política como la ciencia del gobierno, sujeta a escrutinio y debate público (el ágora), aunque fuera el basileus quien la ejerciera, sí que se mantuvo. La clave era la consideración del ciudadano como hombre libre, mantenido por la reducción de gran parte de la población a la esclavitud.
Por su parte, el rex romano, profundamente desprestigiado por la República, fue siempre tenido como referencia -a evitar- por el emperador romano, de estirpe republicana durante el principado de Augusto, y ya con menos complejos con el dominado de Diocleciano y con la conversión al cristianismo.
En la Península Ibérica, el denominado reino de Tartessos conservó nombres de reyes respaldados por fuentes griegas, unos míticos (Gárgoris y Habis) y otros más verosímiles (Argantonio), aunque el primer nombre identificable con un rico y poderoso personaje situado en las tierras del occidente mediterráneo sería el gigante Gerión, vinculado a los trabajos de Hércules.
En la edad media europea, la descomposición del Imperio Romano llevó el establecimiento de las monarquías germánicas, fundamentadas en la necesidad de un dirigente militar con autoridad en la época de las invasiones. La civilización urbana clásica se vio sometida a un fuerte proceso de ruralización y descentralización y el modo de producción esclavista se sustituyó por el modo de producción feudal.
La posterior descomposición del Imperio Carolingio propició en buena parte de Europa Occidental distintas formas de monarquía feudal, mientras que en otras zonas surgían repúblicas en ciudades libres o estados eclesiásticos.
En Europa Central una serie de dinastías germánicas recreaban sucesivas versiones del Imperio, al tiempo que en Europa Oriental pervivía el Imperio Bizantino, ambos oscilantes entre la teocracia y el cesaropapismo; mientras que el asentamiento de los pueblos eslavos concluyó en la formación de otros reinos.
La civilización islámica comenzó con un poder político y religioso concentrado en el califato que se disgregó espacialmente, originando una pluralidad de estados que buscaron su legitimación en distintas formas de monarquías, con estructuras más o menos tribales, nacionales o imperiales, ligadas o no a una teórica vinculación familiar con el profeta Mahoma, y complicadas por las violentas intrigas del harén y los numerosos candidatos que la poligamia proporcionaba.
Las monarquías cristianas europeas eran dinásticas: el hijo mayor o el descendiente varón más próximo heredaban el trono, aunque la dinámica expansiva y agresiva del feudalismo las hacía enormemente cambiantes por las continuas guerras de conquista.
Obtenían su capacidad militar de los soldados y armas de los señores feudales, con lo que dependían de la lealtad de la nobleza para mantener su poder; y su legitimidad del clero (particularmente la orden de Cluny) encabezado por el Papa. Éste no desaprovechó las ocasiones que se presentaron para propiciar el establecimiento de monarquías independientes eximiéndolas del vasallaje debido al Sacro Imperio Romano Germánico o al reino del que se desgajaran (caso de varios reinos peninsulares, como el reino de Portugal frente al reino de León).
La “patrimonialización” de la monarquía permitía la división del territorio en caso de herencias y su fusión en caso de enlaces matrimoniales (sometidos a especiales codificaciones -Ley Sálica- y escándalos en caso de disolución o matrimonio morganático), con toda la complejidad institucional y territorial que de ello resultaba, así como los conflictos sucesorios que podían suscitarse con cualquier excusa.
Otro resultado trascendente fue el alejamiento de las casas reales de los pueblos sobre los que reinaban: tales extremos alimentaban la idea de la diferencia sustancial entre los reyes y el resto de los mortales y el prestigio de su sangre azul, junto con la exhibición ritual (unción real, establecimiento del protocolo de la corte, uso del plural mayestático, administración arbitraria de la gracia y justicia real, espectáculos multitudinarios como los besamanos, etc.).
En los últimos siglos de la Baja Edad Media, con el declive del feudalismo y la aparición de los Estados nacionales en torno a las monarquías autoritarias, el poder territorial se fue centralizando en la figura del Soberano, que no reconocía poderes superiores como habían sido los poderes universales medievales (Papa y Emperador).
En principio estos gobernantes eran apoyados por la naciente burguesía, que se beneficiaba de la existencia de un gobierno central fuerte que mantuviese el orden y una situación estable para el desarrollo del comercio en el naciente capitalismo; lo que no es contradictorio con que al mismo tiempo garantizaran el predominio social de nobleza y clero, los estamentos privilegiados del Antiguo Régimen.
Entre los siglos XVI y XVII, las monarquías aumentaron sus pretensiones de concentración de poder para convertirse en monarquía absoluta: aumentando la centralización, suprimiendo intermediarios entre monarca y súbditos e intentando el ejercicio de un poder sin limitaciones teóricas, con mayores o menores posibilidades de lograrlo. Modelo histórico de ello fue la monarquía borbónica de Luis XIV de Francia, mientras que la monarquía católica de los Habsburgo españoles quedó como modelo de monarquía autoritaria, con pretensiones más limitadas.
Tanto los abusos de poder como la inadecuación de esas pretensiones a la dinámica económica y social, llevaron a revueltas anti-fiscales, particularismos regionales o bien la insatisfacción creciente de la burguesía. Todo ello contribuyó a la caída de las monarquías absolutas de Europa Occidental tras sucesivos ciclos de revoluciones burguesas o liberales: la Revolución inglesa de 1640-1688 (con un intermedio de Restauración), la Revolución francesa y las guerras de la independencia americana desde fines del XVIII hasta principios del XIX y los ciclos revolucionarios de 1820, 1830 y 1848.
Estos procesos revolucionarios marcaron hitos en la limitación del poder de los reyes, que procuraba revestir al absolutismo de una justificación ideológica que superaba el derecho divino de los reyes mediante lo que se denominó despotismo ilustrado, vinculado a la ilustrada idea de progreso. En cambio, esa misma forma en Europa Oriental coincidía con el momento de mayor concentración del poder en los reyes, simultáneo a un proceso económico y social de refeudalización, que llevó a la autocracia zarista en Rusia y a la expansión del Imperio Austrohúngaro.
La idea moderna de una monarquía limitada constitucionalmente se consolidó con lentitud en la mayor parte de Europa, al tiempo que aparecían las primeras repúblicas europeas modernas. Durante el siglo XIX el poder de los parlamentos crecía al mismo ritmo que disminuía el poder de los monarcas, que se acomodaban a un papel de espejo de virtudes sociales mitad aristocráticas, mitad mesocráticas o burguesas, como el que ejemplificaba la Reina Victoria, incluyendo la doble moral que ha pasado a ser sinónimo de época victoriana. Hubo incluso tronos que se pusieron a subasta y recayeron en el candidato que demostró mayor sensibilidad liberal, como el español durante la revolución de 1868 (en Amadeo de Saboya).
Otros se escindieron pacíficamente, a iniciativa de sus propios súbditos: el reino de Noruega y el reino de Suecia en 1905. Alguna, como la belga, escindida revolucionariamente en 1830 de la holandesa, se definió como monarquía popular. El caso de disolución más clara fue el de la monarquía francesa, cuyos partidarios, enfrentados y escindidos en orleanistas y legitimistas, fueron incapaces de aprovechar su victoria electoral tras la caída del imperialismo bonapartista (1871), lo que consolidó la III República.
Entre tanto, la expansión imperialista de las potencias europeas por África, Asia y el Pacífico, fue haciendo desaparecer (o reduciendo a un papel inoperante) las monarquías tradicionales de esos pueblos. Seculares monarquías europeas, como el Imperio Ruso, el II Imperio Alemán y el Imperio Austrohúngaro, dejaron de existir después de la I Guerra Mundial, cuando el Tratado de Versalles y la Revolución soviética cambiaron la faz de Europa. El fin de la Segunda Guerra Mundial y la caída de los fascismos, con los que se había vinculado la monarquía italiana y -de grado o por fuerza- las balcánicas (Albania, Yugoslavia, Hungría, Rumania y Bulgaria), supuso una nueva y masiva desaparición de tronos.
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