viernes, 6 de abril de 2012

El guardarropa de la Emperatriz Eugenia

Como Emperatriz de los franceses entre 1853 y 1870, Eugenia de Montijo reveló una predilección por la ropa fina, à-la-mode y tomaba su vestuario muy en serio. Para los historiadores, el nombre de Eugenia está indisolublemente unido a la historia de la moda. Con sus hermosos ojos azules, cabello pelirrojo, tez perfecta, y pies pequeños, la andaluza fue un icono de la moda en Francia en la segunda mitad del siglo XIX, al punto que las señoras copiaban sus peinados y hasta se teñían el pelo de rojo.




En 1860, a los treinta y dos años, Eugenia era considerada una de las mujeres más bellas de Europa. George Sand dijo que todos los hombres estaban enamorados de la emperatriz. Pero tal vez uno de los mejores elogios fue escrito por un periodista inglés, George Augustus Sala: "la belleza y la gracia de [Eugenia] parecen reflejar [...] la bondad y la ternura de su corazón". En 1867, la Princesa de Metternich recordó que en un baile de corte que la emperatriz estaba "vestida con un traje blanco con lentejuelas de plata y luciendo sus más bellos diamantes. Había arrojado descuidadamente sobre sus hombros una especie de albornoz de color blanco bordado de oro y los murmullos de admiración la seguían como un reguero de pólvora encendida."


La Condesa de Teba con una mantilla española (1846)


Una revista de modas, The Englishwoman’s Domestic Magazine, de mayo-octubre de 1861, está llena de descripciones de sus vestidos, y en particular el tamaño y la extravagancia de sus faldas y enaguas: “Una falda de seda y satén negro está decorada con strass y los botones llevan el monograma VR, por Victoria Regina, lo que sugiere que la falda le fue dada a la emperatriz por su amiga la reina Victoria”.”Una enagua de acero de tamaño moderado, y una de muselina -con, por supuesto, una lisa sobre ella- hace un vestido de muselina muy bello. La emperatriz por lo general lleva una de estas enaguas de muselina, con una serie de volantes estrechos a la cintura”. “Las enaguas de la emperatriz son muy ligeras, pero se destacan mucho y, siguiendo su ejemplo, todas las damas de París están usando sus faldas muy anchas y amplias, una moda muy agradable para el clima cálido”. “Durante la estancia de la emperatriz en Fontainebleau, ella y algunas de las damas llevaban sus vestidos enrollados a lo largo de las enaguas de seda a rayas de colores muy vivos”.




La evidencia presenta una base sólida sobre la cual basar un análisis de la ropa que llevaba Eugenia. Decadentes y voluminosas capas de tul, seda y encaje llenan las descripciones en publicaciones periódicas de 1857 a 1862, todo lo cual sirve para afirmar la percepción ampliamente proliferada de la emperatriz Eugenia como amante del lujo, así como los numerosos informes de los contemporáneos, incluyendo la reina Victoria. Disponible en combinación con estas pruebas son una variedad de fuentes pictóricas que ilustran cómo Eugenia eligió la presentación de su propia "formal" (y por lo tanto, imperial) personalidad. Las representaciones de Winterhalter reflejan en todos los sentidos las largas descripciones en la Ladies ' Magazine y otros textos.


Así como se apasiona por la caza, siempre conservó el interés por la ropa. Hacía frecuentes visitas a la tienda de Charles Worth (primer couturier de Eugenia a partir de 1860), en el nº 7 de la Rue de la Paix, en compañía de su amiga, la Princesa de Metternich. Se demoraba otro tanto en casa del joyero Mellerio o de la modista Caroline Reboux. En cuanto aparecía alguna novedad, Eugenia no dudaba en adoptarlo desde el momento en que le gustaba, así se tratara de sombreros de plumas de garza o de aves del paraíso, pañoletas, chales de Cachemira, albornoces e incluso audaces escotes. Gracias a ella, la Rue de la Paix partirá a la conquista del mundo. Por supuesto, la oposición liberal no omitía denunciar los despilfarros de la soberana. Y es cierto que gastaba mucho dinero, aunque tal vez menos de lo que pretendían sus adversarios. Además, ¿acaso el lujo no formaba parte de su oficio?.

Eugenia podía abanicarse con opulento lujo gracias a este regalo de las mujeres judías de Argel (1860)

Más tarde, en 1894, Eugenia confiará a Lucien Daudet, que “me han acusado de frívola y de amar demasiado la ropa, pero es absurdo; eso equivale a no darse cuenta del papel que debe desempeñar una soberana, que es como el de una actriz ¡aunque aquél es más difícil! ¡La ropa forma parte de ese papel!”. Siempre tenía esa sensación de estar en escena, que unas veces la divertía, otras la irritaba. Según la opinión de numerosos familiares de Las Tullerías y, especialmente una de sus camareras, Marie de Larminat, “cuando la etiqueta no la obligaba a mostrarse en público y a arreglarse como una soberana, vestía con extrema sencillez”. Este vaivén permanente de la etiqueta a la sencillez también era posible encontrarlo en su propio comportamiento, así fuera en las Tullerías, en Saint-Cloud, en Fontainebleau o en Compiègne.

A caballo, 1853


La emperatriz sentía profundamente las restricciones impuestas sobre ella y ciertamente, apreciaba las necesidades de la ropa práctica. Relatos contemporáneos denotan que "las señoras de la casa siempre aparecían en escotados vestidos durante la noche, como lo hacía la emperatriz, y en ocasiones ordinarias llevaban pocas joyas, como era la costumbre habitual de la época. Eugenia, según lo dictado por los rigores de su estación, hacía cambios frecuentes en su ropa durante el transcurso de un día, siendo el resultado una gran demanda de nueva moda sobre una base regular. Hasta cierto punto, es perceptible que su exaltada posición la llevó a sentir que a ella le incumbía promover los negocios de lujo. Pero era un hecho que en Francia y en otros lugares la monarquía tenía la responsabilidad de "dar el ejemplo de lujo", a pesar de la negatividad extrema que a menudo surge con esta notable muestra de la riqueza.

Traje de seda de Lyon


Un ejemplo muy citado de esta responsabilidad política o nacional es un incidente por el cual Charles Worth presentó su primera creación a la emperatriz, un vestido de color beige de seda de Lyon con el diseño tomado de un abanico chino. La emperatriz reaccionó con disgusto: comparar el diseño fuera de moda con una tela de material para cortinas -"No voy a usarlo. Me haría ver como una cortina"- y considerar vestidos posteriores de apariencia similar sus "trajes politiques". Tomando nota de la reacción de Eugenia, Worth hizo un llamamiento a Luis Napoleón, al explicar la importancia económica de la promoción de la seda de Lyon, particularmente cuando una visita a la ciudad era inminente. La decisión del emperador de hacer caso omiso al gusto de Eugenia y apelar a sus deberes políticos sentó un precedente para Worth, quien entonces sintió que estaba en condiciones de acercarse a la emperatriz con cualquier artículo si él pensaba que sería beneficioso para la industria nacional o el comercio.



Fotografía sobre una pintura de Winterhalter, 1854


El primer encuentro de Eugenie y Worth fue un acontecimiento histórico. A pesar de que ella nunca antes se había obsesionado con la moda - "el gusto de la emperatriz por el lujo y la toilette ha sido a menudo objeto de exageración demasiado apasionada", recuerda una de sus damas, y el emperador a menudo se burlaba de sus gustos demasiado simples -, en la nueva era de los medios de comunicación sabía que su posición en la cúspide de la sociedad iba a ser analizada. Por lo que iba a tener que tomar su papel como árbitro de la moda muy en serio. Como resultado de ello se confabuló con su esposo en la creación de su imagen con estilo propio y, por extensión, la del Segundo Imperio. Era una cuestión de necesidad política para afirmar el poder y la magnificencia de la dinastía Bonaparte. Sería erróneo sin embargo, dar a entender que antes de este momento carecía Eugenia de estilo y gusto. Para llegar a su vestidor donde la audiencia iba a tener lugar, Worth tuvo que pasar a través de los tres salones principales del apartamento, respectivamente, decorados en azul, rosa y verde.




Eugenia recibió Worth en su espacioso, pero escasamente amueblado, vestuario, con sus espejos giratorios, su tocador-cubierto de encaje blanco y cintas azules- y un ascensor, ingeniosamente oculto por el cielorraso, a través del cual los vestidos de la emperatriz eran bajados de la sala de almacenamiento encima. También en este caso la conjunto era una prueba clara de una mujer de elegancia. Durante su entrevista, la emperatriz, que se vestía muy sencillamente cuando no tenía funciones públicas, dijo a Worth que inicialmente requería un traje de noche. Y el diseñador inglés tuvo el placer de descubrir que la soberana no estaba en contra de los cambios. Juntos, pensó, ellos revolucionarían el mundo de la moda.

Con un clásico miriñaque y amplia mantilla.

Poco después, Eugenia estaba ordenando todos sus trajes a Worth, desde los vestidos de corte, hasta los elaborados trajes de calle y los disfraces para las mascaradas. Esto representaba una gran cantidad de trabajo para el diseñador, porque Eugenia, mientras estaba de servicio público, cambiaba los vestidos varias veces al día. Y ninguna dama de sustancia iba a aparecer en las funciones de la corte llevando el mismo vestido dos veces. Y las sanciones por violar esta ley no escrita eran muy duras. La biblia americana de la moda, Godey’s Lady’s Book, en abril de 1869, contó cómo la esposa de un banquero americano de Nueva York había sido "notificada por el maestro de ceremonias de la emperatriz Eugenia que el permiso anteriormente concedido a [ella] para aparecer en las recepciones del lunes por la noche de la Emperatriz había sido retirado. La causa: vestido impropio en la última velada en las Tullerías". De hecho, una gran cantidad de ropa de moda era requerida por parte de todos aquellos que deseaban pasar un tiempo en la corte.



A caballo, en Biarrittz, 1855

Con regularidad, el couturier, acompañado por miembros de su equipo, visitaba a Eugenia en el palacio, hablando de nuevos modelos y diseños. No siempre estaban de acuerdo, pero las ideas del diseñador generalmente prevalecían. Ni Eugenia ni Worth gustaban de la crinolina, todavía de moda, pero sabían que no podían desplazarla por el momento. En cambio, Worth se acercó con cambios graduales que, en su mayor parte, la emperatriz abrazó de todo corazón. En 1862, Eugenia fue vista en las carreras, uno de los más elegantes eventos del año, sin un chal, algo inaudito para una dama de sociedad, por no hablar de la emperatriz. Ella no pudo haber sido lo suficientemente valiente para hacer tal movimiento si no hubiera sido por la Princesa de Metternich, quien sentía que era una verdadera lástima que una de las elegantes creaciones de Worth estuviera oculta bajo un chal o una capa. Su llegada causó sensación. El mundo de la moda rápidamente siguió su ejemplo y las calles de París pronto fueron un hervidero de señoras sin chales.

Estudio para el “Bautismo del Príncipe Imperial”, de Thomas Couture (1856)


En 1867, durante una visita de Estado a Salzburgo, la emperatriz audazmente usó un vestido (especialmente diseñado por Worth para la ocasión) que no cubría totalmente sus pies. Al día siguiente, la prensa austríaca estaba llena de comentarios sobre el nuevo estilo introducido por la emperatriz de los franceses. Pronto, las principales revistas de moda de París detallaban el último movimiento de Eugenia, llegando las noticias hasta los Estados Unidos. En su columna "Chitchat on Fashions", el Godey’s Lady’s Book reportaba cada novedad que la emperatriz introducía, si se trataba de un nuevo color, como el "azul Emperatriz" o un nuevo peinado "à l'Imperatrice". Los retratos de Eugenia se encontraban en exhibición en escaparates de tiendas en toda Europa y en América del Norte, como si fuera su mecenas.


Con espléndida corona de esmeraldas y escote plisado.

En 1868, Worth y Eugenia decidieron que la crinolina ya había tenido su tiempo y juntos acordaron un nuevo diseño que iba a cambiar la silueta de la mujer para la siguiente década. El nuevo vestido iba a ser recto y estrecho en el frente, pegado a la figura, con una falda saliente en la parte posterior para formar un polisón. La emperatriz y la princesa de Metternich llevaron tal diseño en un baile. El éxito fue instantáneo.

Dos de sus trajes de baile con polisón.

Worth recibió un pedido de más de cien vestidos para la emperatriz en 1869 cuando ella y un gran séquito iban a viajar a Egipto para la inauguración oficial del Canal de Suez. La visita era de importancia diplomática primaria y Eugenia estaba decidida a lucir lo mejor posible para representar la gloria de Francia y el régimen imperial en una época de creciente inestabilidad política en el país. El modisto se puso a trabajar y los vestidos fueron entregados al palacio a tiempo para que la emperatriz saliera hacia Medio Oriente. Eugenia se mostró encantada, su modisto favorito había superado a sí mismo, usando oro y plata entretejida con seda y tul para diseñar trajes impresionantes, incluyendo una soberbia "toilette de ville de seda color paja cubierto de encaje blanco". Desde hacía años, Eugenia había utilizado sus apariciones públicas para promover su diseñador favorito. Los grandes bailes de Estado, las recepciones más íntimas en las Tullerías, las carreras de Longchamp tenían la misma función que las pasarelas de los desfiles de modas de hoy. El París del Segundo Imperio atraía a muchos extranjeros ricos que serían testigos de primera mano e informarían sobre la evolución en el arte de corte y confección. Muchos de ellos encontraron su camino a las Tullerías, multiplicando los efectos de la influencia de Eugenia.



Con este traje blanco para navegar, de fabricación británica, Eugenia llegó a Egipto en 1869


Capitalizando la nostalgia nacional por el Primer Imperio, Luis Napoleón optó por emular el protocolo empleado en la corte de Napoleón I. Como resultado de ello, las ocasiones oficiales veían a la mujer en el clásico blanco y los hombres en calzón corto. Luis Napoleón llegó a prohibir el uso de un vestido más de una vez; una constricción que se extendía en gran medida a los recursos de los cortesanos. Tales rigores parecen haber impactado más evidentemente en la propia Eugenia, aunque se ha sugerido que esta prohibición se aplicaba a los conjuntos oficiales y no a los vestidos de todos los días, algo que indicaría la posibilidad de que un gran número de vestidos ceremoniales, en la actualidad sin relación con la Emperatriz, todavía exista. Esto es particularmente probable a la luz del hecho de que sus vestidos se vendían a menudo en París a los norteamericanos, la costumbre era pasar un viejo traje a una de las damas quien, a su vez, los vendería más adelante, no siendo socialmente aceptable usarlos públicamente.


Esta política de mono-uso (y la rotación tan alta) también podría explicar las prolíficas donaciones caritativas de la emperatriz, que en los últimos años consistía en muchas cosas, incluyendo grandes cantidades de sus menudos zapatos. Eugenia tenía interés, además, en dar a conocer su filantropía y se destacó en particular por su apoyo a los niños y las mujeres jóvenes. En la época temprana de su reinado mostró una preferencia por donar tela o prendas de ropa con fines benéficos; esta tendencia también se puede ver durante el período de su exilio. Habiendo sido criada por su padre en un ambiente de austeridad, es probable que Eugenia le diera más importancia a la propiedad de los artículos textiles finos de lo que podría haber hecho si hubiera sido criada rodeada de cosas maravillosas.

Reclinada, con un traje folklórico.


Entendiendo qué motivó a la exiliada emperatriz a donar finos recuerdos textiles de su reinado para ser convertidos en vestiduras, es clave para entender su procedencia. Mientras que Eugenia era, por supuesto, conocida por su piedad y benevolencia, lo cual sería motivo suficiente para la donación, otro factor importante habría sido su necesidad real de estos elementos y su adopción a largo plazo de vestidos de luto. Hay indicios de que Eugenia comenzó su camino a la austeridad en el vestir durante los últimos días del Imperio, lo que afirmaría que el duelo podría ser adoptado como una "expresión de nacionalismo” o de conformidad familiar.

Con un traje de montar, en compañía del Príncipe Imperial.


Se sabe que Eugenia adoptó formalmente el luto de la muerte de su marido, según lo dictado por la etiqueta contemporánea. Se despidió del negro después del plazo prescripto a fin de no oscurecer demasiado la juventud de su hijo, para quien en ese momento todavía tenía expectativas brillantes. En 1879, Eugenia había perdido a su esposo e hijo y después de que el período formal de luto había terminado continuó llevando sus atavíos de viuda. Todas las fotografías de ella de esta época la muestran en colores muy oscuros; relatos orales afirman que estas prendas eran negras.


Durante su estancia en Inglaterra, Eugenia claramente tenía consigo muchos de sus vestidos franceses. Cuando la reina Victoria visitó la casa de la antigua emperatriz en Farnborough Hill, en 1884, vio "un pequeño sofá cubierto de satén color violeta claro con un diseño de flores el cual, la Emperatriz me dijo, fue hecho del último vestido que usó en las Tullerías". Además se cree por los monjes de la abadía de Farnborough, St Michael’s, que la tela usada en sus vestiduras eclesiásticas fue tomada del vestido de boda de Eugenia: cuidadosamente descosida y reutilizada. Al menos una casulla fue hecha por una de las damas de la emperatriz: “El vestido de boda de Su Majestad fue convertido en vestiduras blancas que son utilizadas en las grandes fiestas de la iglesia. La duquesa de Mouchy hizo una de las casullas”. Las partidas que componen el conjunto de boda son una casulla, una túnica, una dalmática, tres estolas y un velo de cáliz. El cuerpo principal de cada elemento está compuesto de seda o terciopelo épinglé color marfil o blanco estriado, muy cosidas entre sí.


A partir de los numerosos informes sobre el ajuar nupcial de la Emperatriz, se obtiene una imagen clara de las prendas en cuestión. Eugenia recurrió a Palmyre y Vignon y ordenó cincuenta y dos vestidos para su trousseau. Todos los fabricantes de textiles franceses habían sido requeridos para producir sus materiales más bellos, tafetanes y antiguas sedas moiré. El Illustrated London News obsequió a sus lectores con una extensa descripción del ajuar en su edición del 5 de marzo de 1853, señalando que aparentemente contenía numerosos vestidos lujosamente decorados de diversas maneras con “abejas y violetas en relieve de oro y plata”, "volantes y frunces dorados”, “redecillas salpicadas con ramos de violetas mezclados con oro y plata” entre profusión de encajes y tul.


El vestido de novia usado el 30 de enero de 1853, según la mayoría de los registros, tenía muchos volantes. De hecho, los volantes eran tan extensos que la única palabra alemana econtrada para la creación era "duft". El Illustrated London News informaba a sus lectores que "el vestido para el matrimonio religioso fue hecho por la señora Vignon, es en terciopelo épinglé, con una cola y cubierto con punto d'Angleterre; un ramillete en el corsage, adornado con diamantes. Punto d'Angleterre fue elegido para este vestido, a causa del velo, que no se pudo obtener en punto d’Alençon". Se presume que después de las festividades el vestido de la boda en cuestión estaba empacado a buen recaudo dentro de los apartamentos de vestuario de la emperatriz y, por tanto presente cuando el Conde D'Hérisson, oficial de Estado Mayor en el ejército francés, hizo su salvaje salvamento en nombre de Eugenia y, posteriormente, se encontró en uno de los quince baúles que llegaron a Inglaterra.



El 6 de septiembre de 1870, el gobierno republicano de la Defensa Nacional había secuestrado bienes de Luis Napoleón y ordenado su liquidación. Informes posteriores indican que los artículos personales de vestir no se encontraban en los efectos imperiales subastados por el Estado en 1871. Si este fuera el caso, y D’Hérisson no hubiera “… metido a empujones en las cajas, tal y como estaban, la totalidad de las pertenencias femeninas…”, la implicación hubiera sido que los restos del espléndido guardarropa de Eugenia podrían haberse quemado en el incendio de las Tullerías, perdiéndose así un testimonio imborrable de la historia de Francia.


miércoles, 4 de abril de 2012

El guardarropa de la Zarina Isabel

Elizaveta Petrovna fue zarina de Rusia entre 1741 y 1762. También llamada La Clemente, fue la segunda hija de Pedro I y Catalina I. Subió al trono tras la revuelta militar que derribó al zar Iván VI de Rusia.





Monograma imperial



A mediados del siglo XVIII, el corte de la ropa imitaba diseños extravagantes del estilo rococó. La moda era de hombros estrechos, cinturas diminutas y faldas resplandecientes sobre guardainfantes de ballena. En Suecia primero, luego en Francia, Dinamarca y Rusia comenzó a usarse, para el vestuario ceremonial del monarca, brocado liso suave sobre el cual se desplegaban bordados con hilos de plata, un material decorativo exquisito. En Rusia este tipo de tela –el brocado de seda- era llamado “glace” (como en francés) y los vestidos de coronación de brocado de seda brillante daban la impresión de tener relieves de plata preciosa.


1741


Para su ceremonia de coronación en abril de 1741, Isabel ordenó la compra de telas solo de producción textil rusa. Además había decidido usar un vestido ejecutado en brocado suavemente bordado probablemente por mano de obra rusa. La cola era tan larga que se necesitaron veinte pajes –cuyo atuendo era blanco guarnecido con trencilla de oro- para llevarla. Desde entonces todos los vestidos de coronación en Rusia han sido confeccionados de brocado plateado liso cubierto con borlas y trencillas de plata u oro; desde finales del siglo XVIII la tela era tejida con plata y acabada con lentejuelas de plata.


El vestido de coronación de Elizaveta Petrovna era de brocado de seda bordada con encaje de oro. Los delicados bordados armonizan con una capa de encaje de plata hecha a mano, de cinco metros de largo.



Bajo el reinado de Isabel, la corte rusa fue una de las más espléndidas de toda Europa. Los extranjeros se sorprendían del gran lujo de los bailes y las mascaradas. La Corte rusa había aumentado constantemente en importancia en todo el siglo XVIII y llegó a tener más importancia cultural que muchos de sus homólogos occidentales por su carácter incluyente. Como la mayoría de las cortes imperiales, era considerada un reflejo del gobernante que constituía su centro y se decía que Isabel era "la más perezosa, la más extravagante y la más amorosa de las soberanas". Isabel era inteligente, pero carecía de la disciplina y la educación necesarias para florecer como una intelectual; consideraba que la lectura de literatura secular era "nociva para la salud".


1740



Ella odiaba el derramamiento de sangre y el conflicto y se esforzó mucho para alterar el sistema ruso de la pena, incluso prohibiendo la pena de muerte. En la corte, este espíritu conciliador también se hizo evidente. Según el historiador Robert Nisbet Bain, fue una de las "principales glorias de Isabel que, tan lejos como pudo, puso fin a esa afirmación maliciosa de ambiciones rivales en la corte, las cuales habían traído desgracia a los reinados de Pedro II, Ana e Iván VI". También era profundamente religiosa, autorizando varias piezas de legislación que deshicieran mucho del trabajo de su padre para limitar el poder de la Iglesia. Sin embargo, de todas sus diversas características que se manifiestan en la estructura de la vida cortesana, las más evidentes eran su extravagancia, su vanidad y su alegría y su naturaleza juguetona.


1743


La notoria extravagancia de Isabel llegó a definir la corte en muchos aspectos. La emperatriz creó un mundo en el que reinaba suprema la estética, produciendo una Corte en la que una competición entendible existía entre los cortesanos para ver quién podía verse mejor, cediendo el primer lugar solamente a Su Majestad. Como el historiador Mijail Shcherbatov declaró, su Corte estaba "vestida de brocado de oro, sus nobles satisfechos sólo con las prendas más lujosas, los alimentos más caros, las bebidas más raras, el mayor número de criados y ellos aplicaban esta norma de fastuosidad también a su vestimenta". La ropa de pronto se convirtió en el medio elegido en la Corte para mostrar riqueza y posición social. Es conocido que la emperatriz poseía miles de vestidos, a cual más exquisitamente bordado, otros miles de pares de zapatos y un número aparentemente ilimitado de medias y otros accesorios.


"Russian elegance"


Como se cambiaba tres veces de vestido en el transcurso de un baile, pues bailar la hacía sudar copiosamente, y no usaba un modelo dos veces, no perdía ocasión de aumentar su vestuario. En cuanto le comunicaban la llegada de un barco francés al puerto de San Petersburgo, ordenaba inspeccionar la carga y exigía que le llevaran las últimas novedades de los costureros de París, a fin de que ninguna de sus súbditas las viera antes que ella. Sentía una pasión desenfrenada por la ropa, las joyas y los accesorios que llevaran el sello parisiense y en diseño sus preferencias se inclinaban hacia los colores subidos, las telas sedosas, brillantes y los bordados en oro o plata.


1748



Cambiaba su atuendo de dos a seis veces al día y, desde que la emperatriz hacía esto, sus cortesanos lo hacían también. Para asegurarse de que nadie llevaba un vestido más de una vez en cualquier baile o evento formal, la emperatriz hacía que sus guardias mancharan cada vestido con una tinta especial. Los hombres de la corte eran conocidos por usar botones de diamantes, cajas de tabaco enjoyadas y con sus sirvientes embutidos en uniformes de tela de oro. Fue también durante su reinado que un gran número objetos de plata y oro fueron producidos, la mayor cantidad que el país había visto hasta el momento en su historia.


1750



La vanidad de Isabel y la atención a su aspecto personal también tenía ramificaciones imborrables en la vida cortesana. La zarina era una mujer increíblemente atractiva y, a su vez, ella deseaba ser la más atractiva en cualquier compañía en todo momento. Tremendamente celosa de sus congéneres, no toleraba ninguna competencia en materia de acicalamiento y tocado. Con el fin de asegurar que este fuera el caso, Isabel hizo publicar varios decretos indicando qué era aceptable de sus cortesanos en lo que refería a la apariencia en relación con ella misma. Estos edictos incluían una ley contra el uso del mismo peinado, vestido o accesorio que la emperatriz.




1756



En una ocasión decidió ir a un baile con una rosa en los cabellos y descubrió, indignada, que Natalya Lopukhina, famosa por sus éxitos en sociedad, también lucía una en lo alto de su peinado. Isabel lo interpretó como una flagrante ofensa al honor imperial. Así que, tras interrumpir a la orquesta en medio de un minué, obligó a la Lopukhina a arrodillarse, pidió unas tijeras, cortó con rabia la flor responsable junto con los mechones artísticamente rizados que rodeaban el tallo, abofeteó a la desdichada en ambas mejillas, hizo una seña a los músicos y siguió bailando. La Lopukhina se desmayó de vergüenza, pero la emperatriz, después de esta venganza femenina ante la corte atónita, recobró su serenidad habitual.


1760



Una famosa historia que ejemplifica la vanidad de la emperatriz es que una vez Isabel tenía un poco de polvo en el pelo y no podía quitárselo. Se vio obligada, por tanto, a cortarse el pelo para librarse de la mancha e hizo que todas las damas de la corte hicieran lo mismo, lo que hicieron "con lágrimas en los ojos". Esta vanidad agresiva se convirtió en uno de los principios de la corte de Isabel a lo largo de la totalidad de su reinado, especialmente cuando se hizo mayor. Como se ha dicho por la historiadora Tamara Talbot Rice: "Más adelante en la vida, sus arrebatos de ira eran dirigidos tanto contra la gente que creía tener la seguridad de Rusia en peligro de extinción o contra las mujeres cuya belleza rivalizaba con la suya".





1760


A pesar de la volatilidad de Isabel, las reacciones a menudo violentas en lo que refería a su apariencia, la emperatriz era exaltada en la mayoría de otros asuntos, en particular, cuando organizaba entretenimientos cortesanos. Era renombrada en toda Rusia y en el extranjero por los bailes que daba y su fuerte compromiso con las artes, especialmente la música, el teatro y la arquitectura. Isabel organizaba dos bailes a la semana. Una de ellos sería un gran acontecimiento con un promedio de 800 invitados, la mayoría de los cuales eran los comerciantes más importantes del país, miembros de la nobleza inferior y guardias apostados en los alrededores de la ciudad del evento. El otro baile era mucho más pequeño, reservado para los amigos más cercanos de Isabel, así como miembros de las más altas esferas de la nobleza. Estas reuniones más selectas comenzaron como bailes de máscaras, pero se convirtieron en los célebres bailes Metamorfosis de 1744.


A caballo, 1743


Como, a su entender, con ropas masculinas superaba a todas sus invitadas habituales, instituyó estos bailes de disfraces a los que, por orden suya, las mujeres asistían con traje y calzón a la francesa y los hombres con falda y miriñaque. Su Majestad a menudo participaba disfrazada de atamán cosaco o carpintero en honor de su padre, pero también como mosquetero de Luis XIII o marino holandés. Los trajes no permitidos en el evento eran los de peregrinos y arlequines, que la emperatriz consideraba profanos e indecentes, respectivamente. A la mayoría de los miembros de la corte no les gustaban, en el fondo, estos bailes, ya que les parecían ridículos, pero Isabel los adoraba. Como afirmó el Príncipe Potemkin, asesor de Catalina la Grande, esta adoración se debía al hecho de que ella era "la única mujer que se parecía realmente bien, y por completo, a un hombre... Como era alta y fuerte, la ropa de hombre le convenía". A la emperatriz le gustaba sorprender a su entorno por el delicado perfil de sus pantorrillas y la finura de sus tobillos.


A caballo, 1755



No contenta con organizar reuniones “nuevo estilo” en sus numerosas residencias, Isabel obligaba a las familias más prestigiosas del Imperio a dar bailes de máscaras bajo el propio techo. El maestro francés Landet había enseñado a toda la corte los pasos del minué. Los miembros de ese mundillo se reunían en las casa particulares a las seis de la tarde; bailaban y jugaban a las cartas hasta las diez; luego, la emperatriz, rodeada de algunos personajes privilegiados, se sentaba a la mesa para cenar. Los demás invitados comían de pie, codo con codo, esforzándose en no ensuciar sus atavíos. Una vez que Su Majestad daba el último bocado, se reanudaba el baile, que duraba hasta las dos de la madrugada. Para complacer a la protagonista de la fiesta, el menú era abundante a la vez que refinado. Pero la alimentación excesivamente nutritiva y su afición al alcohol se tradujeron en la emperatriz en una gordura prematura y una antiestética cuperosis en las mejillas.


1757



Tras la muerte de Isabel Petrovna, La Clemente, a los cincuenta y tres años, sus allegados hacen el inventario de sus armarios y baúles, en los que encuentran quince mil vestidos, algunos de los cuales Su Majestad no se puso nunca, salvo quizá ciertas noches de soledad para contemplarse ante un espejo.


De negro


martes, 3 de abril de 2012

El guardarropa de la Reina Virgen

Comenzamos en este mes de abril, mes de cambio de estación –primavera en el Hemisferio Norte, otoño en el Hemisferio Sur-, una serie atractiva para todos aquellos que gustan de la moda y el estilo. Hurgaremos en los armarios de las royals célebres, reinas y princesas desde el siglo XVI al XXI y hasta una invitada especial sin sangre azul, pero la que más se aproxima al concepto de realeza para Norteamérica: la mítica Jackie O.


Isabel I de Inglaterra, a menudo conocida como La Reina Virgen, Gloriana o La Buena Reina Bess, fue reina de Inglaterra e Irlanda desde el 17 de noviembre de 1558 hasta el día de su muerte, el 24 de marzo de 1603. Isabel fue la quinta y última monarca de la dinastía Tudor. Hija de Enrique VIII, nació como princesa, pero su madre, Ana Bolena, fue ejecutada cuando ella tenía tres años, con lo que Isabel fue declarada hija ilegítima. Sin embargo, tras la muerte de sus medio hermanos Eduardo VI y María I, Isabel asumió el trono.

Isabel con vestiduras de coronación: el manto de tela de oro está sembrado con las rosas Tudor y forrado de armiño


La reina Isabel tenía una extraña habilidad para usar cualquier situación para su beneficio político y su imagen no fue una excepción. Era muy consciente de su apariencia personal y sabía que sus actos y su imagen juntos formaban su identidad, lo cual en conjunto se convertiría en un símbolo para la empresa completa de Inglaterra. Su imagen estaba cuidadosamente trabajada para impresionar y transmitir riqueza, autoridad y poder, tanto en su tierra como en el extranjero. A medida que su reinado avanzaba, también debía vestirse para la parte de diosa virginal en que se había convertido y transmitir confianza para el crecimiento de la nación. Su guardarropa estaba lleno de vestidos de rica fabricación adornados con joyas y elaborados detalles, lo cual era francamente imponente y hablaba enormemente acerca de su riqueza y su estatus.



1560: Isabel usa la “bolsa” de su capucha francesa sobre la frente como un bongrace o sombra.


El vasto vestuario de Isabel I es legendario: en su propia época algunos de los vestidos ricamente bordados eran mostrados con otros tesoros para deslumbrar a los visitantes extranjeros de la Torre de Londres. La cantidad de ropa registrada en los inventarios tomados en el año 1600 parece sugerir pura vanidad, pero una encuesta de la labor llevada a cabo en Wardrobe of Robes durante todo el reinado muestra una imagen diferente. Es una cuidada organización y economía.



1563


La auto-elaboración de la imagen de la reina implicó, literalmente, el uso de la "moda". Ella vestía para ser vista; sus ricas vestiduras y joyas hacían una declaración acerca de su poder como gobernante femenino y sobre la estabilidad y la fuerza de su nación. Su impacto era notado especialmente por los visitantes extranjeros en la corte. Los alemanes hablaban de su "túnica roja entretejida con hilos de oro" y su vestido "de satén blanco puro, bordado en oro". Un francés reportó sobre "una cadena de rubíes y perlas alrededor de su cuello" y sus brazaletes de perlas, "seis o siete filas de ellos."



1570


Isabel también exigía un sentido del estilo a todos aquellos que la rodeaban y sus cortesanos gastaban grandes sumas de dinero en su vestuario con el fin de atraer la atención de la soberana e impresionarla. El vestido era un medio de mostrar la jerarquía social e Isabel creía que la vestimenta debía adecuarse, pero no exceder, el rango de una persona. Era así que la reina debía vestir de manera más magnífica que todos los demás. A nadie se le permitía competir con la apariencia de la soberana y una dama de honor desafortunada fue reprendida por usar un vestido que era demasiado suntuoso para ella. Las camareras estaban destinadas a complementar la apariencia de la reina, no a eclipsarla.


Isabel de blanco

En los últimos años del reinado, las damas de la reina llevaban vestidos de colores lisos, como blanco o plateado. La reina, en cambio, tenía los vestidos de todos los colores, pero blanco y negro fueron sus colores favoritos, ya que simbolizaban la virginidad y la pureza, por lo que más a menudo llevaba un vestido de esos colores. Los vestidos de la reina estaban magníficamente bordados a mano con todo tipo de hilos de colores y decorados con diamantes, rubíes, zafiros y todo tipo de joyas.


Isabel de blanco y negro

La apariencia de Isabel hacía hincapié en su rango como jefe de Estado y de la Iglesia y el uso de vestidos ricos, pieles de marta, bordados de oro o perlas y todo tipo de oropeles estaba marcado por restricciones legales. Las llamadas “Leyes Suntuarias” habían sido publicadas originalmente por Enrique VIII y continuaron bajo Isabel I hasta 1600. Fueron promulgadas para imponer el orden y la obediencia a la Corona y para permitir la evaluación del status de un vistazo.



1575

Al igual que todas las mujeres aristocráticas isabelinas, la reina normalmente usaría una camisa, un corsé rígido con madera o hierro, una enagua, un guardainfante, medias, una toga, mangas y gorgueras en cuello y muñeca. Con el descubrimiento del almidón, las gorgueras se hicieron aún más elaboradas. Para completar su apariencia, la reina llevaría accesorios tales como un abanico, un pomo para evitar malos olores, aretes, un collar de diamantes o perlas, un broche y un reloj. Robert Dudley le regaló un reloj encastrado en un brazalete, el primer reloj de pulsera conocido en Inglaterra. Al igual que otras mujeres, ella también solía llevar un Libro de Plegarias en miniatura adjunto a su cinturón.


Para el aire libre, Isabel usaba ricas capas de terciopelo, guantes de tela o cuero y, en un clima cálido, protegía su pálido rostro del sol con sombreros de todas clases. Para cabalgar o cazar se ponía trajes de montar especiales que le dieran facilitad de movimientos y botas hasta la rodilla.


1580


Como el amor de Isabel por la ropa y la joyería se convirtió en conocimiento público, se incrementaron los regalos que recibía en Año Nuevo en este sentido. Por ejemplo, el 1º de enero de 1587, la reina recibió más de 80 piezas de joyería, incluso magníficas joyas de parte de sus muchos pretendientes. Del inventario compilado por Mrs. Blanche Parry, en su retiro en 1587 como dama de cámara de Isabel, sabemos que la reina tenía en ese momento 628 piezas de joyería.


1583


Esta entrega de regalos ayudó con los gastos de mantenimiento de su espléndido vestuario, al igual que la práctica de alterar prendas con nuevas mangas, corpiños o collares para actualizarlos. Poco del vestuario total de Isabel ha sobrevivido: vestidos y accesorios fueron reciclados, reutilizados, dados como regalos o usados como pago a las damas de su servicio. Sin embargo, cuentas detalladas del Guardarropa Real fueron mantenidas, detallando el tipo, la cantidad y los costos de la tela comprada, los proveedores utilizados y el tipo de prenda producida. A su muerte, más de 2000 trajes se registraron en guardarropa de Isabel. Estas cuentas y retratos de la época han proporcionado gran parte de la información disponible hoy sobre el vestuario isabelino.


1585


Como la mujer más poderosa de la nación, el gusto de Isabel establecía el ‘look’ del momento, sobre todo para la aristocracia. Este estilo se desarrolló a lo largo de su reinado, desde las elegantes y sobrias líneas de moda en su juventud hasta las cinturas estrechas, mangas hinchadas, gran engolado y amplio vuelo de faldas de sus últimos años. La influencia de Isabel se extendió más allá de la ropa femenina. En su reinado temprano, la moda masculina era muy similar a la que había sido bajo su padre y su hermano, favoreciendo una silueta ancha y cuadrada con capas de ropa hechas de ricas telas. Como el vestuario de Isabel se convirtió en más opulento y elaborado, con una silueta más y más exagerada, pasó lo mismo con sus cortesanos. Los hombres usaban corsés para tener una cintura ceñida y rellenaban los dobletes, lo que les hacía un vientre en punta, como un guisante en una vaina.


1587: las vestiduras de terciopelo rojo y el manto forrado de armiño constituyen el atuendo del Parlamento.

El ideal isabelino de la belleza era el pelo rubio, la tez pálida, ojos brillantes y labios rojos. Isabel era alta y llamativa, con la piel pálida y cabello rojo-dorado. Ella exageraba estas características, especialmente cuando envejecía, y otras mujeres trataban de emularla. Un cutis de alabastro simbolizaba riqueza y nobleza (indicando que uno no tenía que trabajar bajo el sol) y las mujeres se esforzaban mucho para lograr este look. La base blanca más popular, llamada albayalde, era hecha de plomo blanco y vinagre. Eran utilizados brebajes para blanquear las pecas y tratar manchas con ingredientes que incluían azufre, trementina y mercurio. Estos ingredientes tóxicos se hicieron sentir con el uso, dejando la piel “gris y arrugada”, como señaló un comentarista contemporáneo. Para combatir esto, la piel era glaseada con clara de huevo cruda para producir una superficie lisa y dura como el mármol.

Venas falsas eran pintadas con frecuencia sobre la piel para resaltar su “transparencia” y el bermellón (sulfuro de mercurio) era la opción más popular para colorear de rojo los labios. Altas y estrechas cejas arqueadas y una alta línea capilar requería mucho punteo y los ojos se iluminaban con gotas de jugo de belladona y delineaban con kohl (antimonio en polvo).


1588


La reina nunca estaba completamente vestida sin su maquillaje. En los primeros años de su vida usaba poco, pero después de su ataque de viruela en 1562, se pondría bastante para ocultar las cicatrices en su rostro. Seguía la moda: se pintaba la cara con albayalde, se ponía bermellón en los labios y cubría sus mejillas con colorante rojo y clara de huevo. Este maquillaje era muy malo para su salud, en particular el blanco de plomo, que lentamente envenenaba el cuerpo.



1589

El cabello rizado y rojo de Isabel presentaba otro desafío, con muchas recetas de tintura y blanqueo aportadas por mujeres que trataban de obtener el mismo look. Las pelucas rojas se convirtieron en la alternativa popular, que Isabel también tuvo que usar. Cuando Isabel envejeció, su legendario gusto por los dulces le tendió una trampa, provocando que sus dientes decayeran hacia las caries. Mientras que los isabelinos trataban de cuidar sus dientes y sabían que para mantenerlos limpios había que mantenerlos sanos, no tenían cuidado dental muy sofisticado y los dientes se pudrían. Como consecuencia de ello, Isabel tuvo que eliminar varios dientes a medida que fue madurando y para prevenir la aparición de las mejillas hundidas, metía trapos en su boca. Su influencia en aquel momento era tan omnipresente que algunas mujeres incluso fueron tan lejos hasta ensombrecer sus dientes para imitar su apariencia!.



1590


1592



1592


1600