En el ámbito de la joyería de la realeza existen dos piezas excepcionales, las coronas de Eugenia, Emperatriz de los Franceses y de Fabiola, Reina de los Belgas, que concitan un extraño emparejamiento. De una parte, pertenecieron a dos españolas, nacidas en la aristocracia pero ajenas al círculo de las familias reales, que llegaron a sentarse por derecho de cónyuge en dos tronos de Europa. Por otro lado, ambas coronas tuvieron un acusado parecido formal, ya que la de Eugenia, en su montaje de 1858, seguía un diseño heráldico mezclando elementos de las coronas ducal y marquesal, al igual que ocurría con uno de los montajes que aún en hoy puede adoptar la corona de la Reina Fabiola.
LAS ESMERALDAS DE LA EMPERATRIZ EUGENIA
Como es sabido, la granadina Eugenia de Guzmán Kirkpatrick Palafox y Portocarrero, condesa de Teba (1826-1920), era descendiente de nobles linajes españoles y llegaría a ser, por su matrimonio con Napoleón III en 1853, soberana de los franceses. Lógicamente, además de tener a su disposición las joyas de la Corona de Francia, Eugenia recibió numerosas alhajas a lo largo de su reinado, unas como regalos personales, otras por adquisiciones privadas o por herencia familiar. En 1870, cuando se derrumba el Segundo Imperio a raíz de la derrota de Sedán, la emperatriz gozaba de un fabuloso tesoro con que aparecía resplandeciente en las ceremonias oficiales y así la vemos en múltiples retratos.
Gran amiga de la reina Victoria de Gran Bretaña, Eugenia pensó casar a su hijo Luis Napoleón con la menor de las hijas de la soberana inglesa, la princesa Beatriz, más adelante Princesa de Battenberg por su matrimonio con el Príncipe Enrique. A pesar de que este proyecto se frustró por la prematura muerte del Príncipe Imperial, Eugenia guardó siempre un especial cariño a esta rama de la familia real británica y, especialmente, a la hija de la Princesa Beatriz, “Ena”, quien llegaría a ser reina de España. Eugenia se tomó gran interés en el destino de la bella Princesa de Battenberg, maniobrando activamente para hacer culminar en boda el noviazgo de Ena con Alfonso XIII.
Según Gerard Noel, cuando murió en 1920 la que fuera soberana de los franceses, su sobrino, el duque de Alba, se presentó ante la reina de España portando un estuche que contenía un bonito abanico. Doña Victoria Eugenia, como es bien sabido, era amante de las buenas joyas, pero debía de estar sobrada de abanicos, y no pareció quedar excesivamente satisfecha con la visión del legado imperial. Ante la insinuación del duque de que observase con más profundidad el estuche, la reina descubrió bajo el abanico un impresionante lote de esmeraldas colombianas que Eugenia de Montijo había recibido de Napoleón III y que lució en una impresionante corona realizada en 1858 por el joyero Fontennay.
Esta diadema tenía forma, entonces, de corona heráldica, entre ducal y marquesal, con la particularidad de presentar sólo siete florones en los cuales podía lucir zafiros o esmeraldas, o sustituirlos por perlas en forma de pera. Hay varias fotografías de Eugenia luciendo esta joya, de frente y de perfil, así como la miniatura, original de Pommeyrac, en la que también la muestra, en este caso engastada de zafiros.
Esta corona de Fontenney no debe ser confundida con la que realizó el también joyero Lemonnier y que hoy se conserva en el Louvre. Cuando cayó la monarquía bonapartista en 1870, ambas diademas fueron objeto de una larga discusión entre las autoridades de la Tercera República Francesa y la emperatriz quien, finalmente, recuperó la diadema de Fontenney. Aunque no hay noticia de que la usase durante su larguísimo exilio. Probablemente la haya desmontado, conservando las siete esmeraldas colombianas que legaría a la reina de España a su fallecimiento.
Ena de Battenberg hizo varias combinaciones con estas piedras. En un primer montaje, efectuado inmediatamente después de recibir las esmeraldas por la joyería madrileña Sanz, se lucían en un collar corto de gusto clásico, engastadas en un marco de roleos rococó de brillantes. Curiosamente, en este collar ya aparecen nueve esmeraldas, dos más de las siete que adornaban la diadema de la emperatriz Eugenia.
Una década después, la esposa de Alfonso XIII adaptó las gemas a la moda, imperante en aquellas fechas, de los largos collares en sautoir, para lo cual encargó a la Casa Cartier un nuevo montaje. Esta creación incluiría, además, una fabulosa cruz, tallada en una gran esmeralda de 45,02 kilates y cuatro centímetros de longitud. Curiosamente, esta cruz también está vinculada a la familia real española. Había sido propiedad de Isabel II y Francisco de Asís, de quienes la adquirió la emperatriz Eugenia para legarla años después a la Princesa Beatriz de Battenberg (madre de Ena).
Volvieron así a reunirse estas singulares esmeraldas de la española emperatriz de los franceses y de la reina Isabel II de España en propiedad de otra reina de España, Doña Victoria Eugenia. Con las esmeraldas de la Emperatriz y la cruz, Cartier entregó el 31 de marzo de 1931, pocos días antes de proclamarse la Segunda República, uno de los collares más fastuosos realizados por aquellos años y que se completaba con un par de pendientes a juego, por lo que Victoria Eugenia añadió varias esmeraldas, aunque de calidad claramente inferior a las colombianas originales. El gran fotógrafo Alfonso captó la imagen de la reina adornada con las alhajas en su nueva apariencia, retrato ejecutado en uno de los salones del Palacio Real de Madrid.
Ya en el exilio, Doña Victoria Eugenia vendió la esmeralda tallada en forma de cruz a Cartier quien, tras incluirla en 1937 en un nuevo collar, similar al que hizo en 1931 para la soberana, la vende a Madame Antenor Patiño, de quien la heredó su hija, Isabel Goldsmith.
Años después, quizás al finalizar la Segunda Guerra Mundial, el resto de las esmeraldas fueron objeto de un nuevo montaje, que luce en una espléndida fotografía hasta ahora inédita, datada en 1949, cedida por la joyería Sanz, y con el que la soberana aparecerá retratada, esta vez en colores, en un reportaje publicado en el semanario norteamericano Life, en 1958. En esta ocasión, las piedras originales fueron montadas, nuevamente por la Casa Cartier, de la siguiente manera: una de las esmeraldas (de 16 quilates) se engarzó en una sortija, con dos brillantes en forma de gota y otros seis brillantes tallados en baguette; otra de las esmeraldas (de 18 quilates) en un broche, con cuatro grandes brillantes y ochenta pequeños. Finalmente, el collar ostentaba siete esmeraldas, seguramente las originales de la Emperatriz Eugenia, que sumaban 124 quilates, más cincuenta brillantes y otros 112 más pequeños. A este conjunto añadía Victoria Eugenia la diadema de brillantes de Cartier, cuyas perlas sustituía por esmeraldas cuadradas a juego con este aderezo, y que podrían proceder de alguna de las pulseras que luce en la fotografía de 1949.
En 1961, con objeto de conseguir liquidez económica para afrontar los gastos que se avecinaban con motivo de la próxima celebración de la boda de su nieto, el Príncipe de Asturias, Doña Victoria Eugenia puso en venta el collar, el anillo y el broche antes descritos. Fue comprado por la Casa Cartier y luego adquirido inmediatamente por Reza Pahlavi, Emperador del Irán. Esta joya, como tantas otras, pasó a formar parte del Tesoro Nacional iraní y quedó en Teherán al caer la monarquía de los Pahlavi en 1979, no teniéndose noticia de que haya sido enajenado por las autoridades islámicas de aquella república.
LA CORONA DE LA REINA FABIOLA
Fabiola Mora y Aragón es la esposa –hoy viuda- de Balduino, Rey de los Belgas. Hija del IV marqués de Casa Riera y conde pontificio de Mora, don Gonzalo Mora y Fernández, casó con el soberano belga el 15 de diciembre de 1960. Fabiola pertenecía a la aristocracia madrileña y su figura discreta generaba, en los medios que la trataban, una simpatía que se extendió a toda la sociedad española en cuanto se hizo pública la noticia de su compromiso. El monarca belga era un hombre que despertaba igualmente sentimientos benevolentes, aureolado de un cierto misticismo por rumores que veían en él una vocación al estado religioso.
Cuando se supo que doña Fabiola compartiría el trono con el rey Balduino se prodigaron los homenajes a su persona, muchos ellos en forma de regalos. Sin duda uno de más valiosos que recibió fue una joya de empaque auténticamente regio, que se le presentó en forma de corona marquesal, cuya posesión era ciertamente frecuente entre las casas tituladas de la época, aunque en su mayoría eran de factura decimonónica.
La pieza también puede lucirse como collar y como diadema, contando para ello con las monturas correspondientes. Como era el regalo de la nación española, le fue entregado por la esposa del entonces Jefe del Estado, doña Carmen Polo de Franco, quien se personó en el Palacio de la calle Zurbano y, ante una multitud de periodistas gráficos, entregó la corona en uno de los estuches a la futura reina de los Belgas. Sobre el escritorio rococó situado tras las dos damas quedaba un segundo estuche con la montura que permitía lucir la joya como diadema. Fabiola la escogería como tocado, en su forma de corona, para el baile que se celebró en el Palacio Real de Bruselas la noche anterior a la boda, gala en la que se dieron cita gran número de reyes y príncipes de la vieja Europa.
Aunque toda la prensa se hizo eco de la noticia, ninguna información trascendió del origen del presente. No se sabía la identidad del fabricante ni la identidad de sus anteriores propietarios, caso de que no se hubiese elaborado ex profeso para la ocasión. Años después, el periodista Jaime Peñafiel reveló que este regalo había sido adquirido por el Estado español de una familia titulada que había tenido depositada la corona durante muchos años en un convento para servir de ornato a una imagen de la Virgen. Esta circunstancia había dado oportunidad a las religiosas que custodiaban la joya de ir substituyendo las piedras preciosas que le daban color por vidrios sin ningún valor económico, vendiendo tales gemas para hacer frente a las sucesivas necesidades del convento. Así, los dos juegos de esmeraldas y rubíes, que se podían colocar en los florones de la tiara alternando sus diferentes tonalidades o combinándose como se estimase adecuado en cada ocasión, sirvieron a lo largo de los años para aliviar las penurias de la comunidad y, cuando los joyeros de la Corte belga examinaron la alhaja, quedaron impresionados ante la chocante situación que se detectaba. Según se dice, el Estado español adquirió presuroso un lote completo de esmeraldas y rubíes para renovar la ornamentación falsificada.
Fabiola lleva la corona con aguamarinas en su visita oficial a Brasil en 1965.
La reina de los Belgas usando la corona con rubíes en la visita de Estado de la reina de Inglaterra a Bélgica en 1966.
Se dijo que la Reina Fabiola no volvió a usar la joya después de aquel fastuoso baile de la noche del 14 de diciembre de 1960, pero hay testimonios gráficos que demuestran lo contrario. La soberana belga escogió esta alhaja, como corona, para lucirla en sendas visitas oficiales, junto a la Reina de Inglaterra y a la Emperatriz del Irán, famosas ambas por sus soberbios aderezos. También la escogió para su estancia en Viena y, como diadema, se vio en Dinamarca, en Marruecos, en el Vaticano durante una visita al Papa Pablo VI, y en varias recepciones en Bruselas, junto al Mariscal Tito o los Grandes Duques de Luxemburgo.
Fabiola usando la corona estilo diadema con aguamarinas con un aderezo de aguamarinas brasileñas y diamantes.
Como collar, a guisa de ejemplo, brilló en el Palacio Real de Madrid cuando, en 1978, los monarcas belgas devolvieron a Don Juan Carlos y Doña Sofía su anterior visita de Estado a Bruselas. Para terminar, como diadema, Fabiola también la ha utilizado en un sinfín de oportunidades, como en su visita a la entonces República Federal alemana, en la que aparecieron las aguamarinas que le había regalado el Rey Balduino para, junto a las esmeraldas y los rubíes, combinar piedras de diferentes colores en pieza tan versátil. Ya viuda de Balduino, la diadema ha vuelto a brillar recientemente, con motivo de la visita de los Reyes de Suecia a Bélgica.
La reina de los Belgas usa las flores de la diadema montadas en un collar
La familia española que la tuvo en su propiedad antes de la Reina de los Belgas fue la Casa Ducal de Medinaceli, a la cual se la adquirió el Estado por indicación de Doña Carmen Polo, cuya amistad con tan egregio linaje era conocida en la época del enlace del Rey Balduino. Un retrato que Dubufe pintó de la duquesa Ángela, fechable en torno a la Navidad de 1859, conservado en el Hospital Tavera, de Toledo, nos muestra esta corona, ornada de rubíes.
Carmen Martínez Bordiú, nieta primogénita de la que después sería Señora de Meirás, cuenta en sus memorias cómo recibió, en su lecho de enferma, la visita de su abuela que portaba, como extraño juguete, la corona que se iba a regalar a Fabiola Mora. Textualmente narra: Quizá el acontecimiento que, por una serie de motivos, se me quedó más grabado en mi infancia y comienzo de la adolescencia fue la boda de Balduino y Fabiola. No olvidaré que días antes de que se casaran mi abuela entró en el dormitorio…, se sentó en mi cama y abrió una caja en la que estaba la corona que el Estado español le iba a regalar a Fabiola. Me quedé deslumbrada, porque era grande, llena de brillantes y esmeraldas. Era la primera vez que veía una joya así, tan importante.
María Manuela Kirkpatrick, condesa de Montijo, persiguió con ahínco, y consiguió que su hija Eugenia ciñese una corona imperial. La emperatriz tuvo poder e influencia, que simbolizaban las joyas como la que hemos estudiado detenidamente, pero todo se volatilizó por los avatares de la Historia. Fabiola de Mora, a diferencia de la condesa de Teba, nunca abrigó ningún interés en ocupar puestos destacados ni en ceñir ninguna corona real y fueron argumentos muy ajenos a las pompas cortesanas los que la llevaron a subir al trono belga junto a Balduino I.
Ninguna de las dos dejó descendencia biológica, pero sus trabajos han tenido muy diferente destino: mientras que el Segundo Imperio napoleónico hoy no es más que un recuerdo en la historia de Europa, la monarquía belga, tras violentas sacudidas, parece estabilizada y puede encarar su futuro en la Unión Europea confiadamente, ante la perspectiva de ver en los próximos decenios a los futuros Reyes, Felipe y Matilde, sobre la senda que trazaron, desde los años 60, sus tíos Balduino y Fabiola.
Las esmeraldas que Napoleón III regalara a Eugenia, efímeramente lucidas en la corte de Madrid por Doña Victoria Eugenia, adornaron durante unos años a la Emperatriz Farah, y hoy han quedado semiescondidas en la Banca Nacional de Teherán, con poca utilidad más que la que tenían en las minas colombianas originarias. Por el contrario, la corona que España regaló a Fabiola sigue haciendo sus funciones representativas en la corte de la brumosa Bélgica.
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