jueves, 4 de marzo de 2010

Ceremonial

La Corona británica se ha preocupado por acentuar el aspecto sagrado y grandioso de sus representantes reales multiplicando las ceremonias oficiales que a menudo transfiguran esa familia inglesa “tradicional”. Por ello, el menor acontecimiento familiar toma, sobre el escenario de Buckingham, suntuosas connotaciones teatrales. Bautismos, bodas o funerales representan las grandes horas de la dinastía reinante. Y el interés que despiertan estas ceremonias se mantiene incólume. Según sea el lugar en el balcón o en torno de la mesa nupcial, según el asiento asignado en la abadía de Westminster o en la carroza que desfila hacia el Royal Ascot, así se miden las diferencias y rivalidades que constituyen el cimiento de las mejores familias.


La monarquía siempre ha manejado su imagen con un arte consumado: la pompa de los funerales, el esplendor de las bodas, la magnificencia de las coronaciones y el fasto de la apertura del Parlamento, con sus procesiones de carrozas, sus regimientos de caballería en tenida de gala y sus cortejos de pares del Reino envueltos en capas de armiño, todo parece salido directamente del pasado pero atrae irresistiblemente a las masas.


Tradicional desfile por el Mall para la apertura del Parlamento


Espectáculo grandioso si los hay es una boda real en Gran Bretaña. A la fastuosidad habitual en el desfile de carruajes y la ceremonia nupcial se suma el número de invitados reales ya que, cuando se casa uno de sus pares, la Europa de las monarquías siempre dice presente. El corazón de la vieja Inglaterra vibra cuando el arzobispo de Canterbury dice: “Nos encontramos aquí reunidos, bajo la mirada de Dios, para la unión de este hombre y esta mujer”.


Hoy como ayer, todos los miembros de la familia real deben presentar una petición oficial ante el soberano reinante antes de casarse desde que George III, en 1772, hizo promulgar una ley en tal sentido. Hoy como ayer el novio debe inclinarse y la novia hacer una reverencia a la soberana una vez finalizado el servicio religioso que los convierte en marido y mujer.



6 de mayo de 1960: boda de la Princesa Margaret y Lord Snowdon


Pese a los cañonazos en Hyde Park y las campanadas en la abadía de Westminster, los bautismos reales constituyen, hoy, ceremonias muy privadas y teñidas de simplicidad, tal como lo señala el ceremonial de la corte. Algunas decenas de invitados, a lo más, en torno a la pila bautismal de plata dorada instalada en el salón de música; una recepción que no es sino una reunión de familia pero con detalles enternecedores, como la famosa ropa de bautizo que data del reinado de Victoria: se ha escrito que la misma llevaba tal cantidad de puntillas de Holanda que podría vestir a todo el cuerpo de baile de “El Lago de los Cisnes”.


1982: Bautismo del primogénito de los Príncipes de Gales

La coronación del 2 de junio de 1953 marcó la presentación de la televisión en las ceremonias reales. Y con Edward VII en 1901 la coronación se había convertido en el emocionante espectáculo que se conoce en la actualidad. Aunque es justo destacar que la ceremonia de Elizabeth II sobrepasó en pompa y magnificencia a todas las precedentes. Además de la televisión hubo otras manifestaciones del progreso tecnológico: la carroza recubierta de oro que data de 1761 fue modernizada con iluminación interior y un micrófono que permite hablar con el cochero; los 43 kilómetros que recorrería el cortejo estaban bordeados por tribunas y gradas, así como arcos de triunfo en algunos puntos y gigantescos proyectores. Estas ocasiones representan una oportunidad única de anclar la imagen sagrada del soberano en la memoria colectiva de su pueblo.

1953: La flamante Reina de Inglaterra saluda en el balcón luego de ser coronada


El día de la apertura de la nueva sesión del Parlamento da lugar a un solemne rito secular. La reina llega en la carroza del Estado irlandés, acompañada por el príncipe Felipe y precedida por la Household Cavalry. La corona imperial, la capa y la espada han partido en la carroza de la reina Alejandra hacia el Parlamento antes que la soberana. El gran mariscal de Inglaterra la recibe con el gran chambelán, guardián hereditario del palacio real de Westminster. Resuenan las trompetas, después Isabel se coloca la corona creada por la reina Victoria en 1838 y viste su capa. Entra entonces en la Casa de los Lores y pone su mano izquierda sobre la derecha del duque de Edimburgo. Precedidos por el lord chambelán y del mariscal de la corte, avanzan lentamente hacia el trono.


Cuando la reina dice “Lores, sentaos”, la sesión todavía no comienza: falta aún ir a buscar a algunos de los miembros de los Comunes. A través de un impresionante ritual, el ujier recorre cincuenta metros de pasillo y se da la nariz contra la puerta, según una tradición que se remonta a Charles I, el único rey que osó penetrar en esta asamblea con sus soldados para arrestar a cinco diputados y donde sufrió un enérgico rechazo. Después, los diputados son invitados a escuchar el discurso de la reina, que Isabel lee con sus gafas puestas, con voz grácil y modulada.


El discurso de la Reina en el Parlamento


Vivir un ceremonial de esta naturaleza para el común de los mortales significaría una sensación de asfixia. No obstante, siempre circulan falsas ideas sobre la etiqueta victoriana de la corte. Victoria no era ninguna esclava de la etiqueta; su marido, por el contrario, se mostraba en exceso puntilloso. El príncipe Alberto tuvo como preocupación primordial aumentar el orden de la corte. No permitía, por ejemplo, que se sentaran en su presencia. Una anécdota cuenta que estando una dama noble invitada a palacio poco tiempo después de dar a luz mostraba signos de cansancio: la reina le dijo entonces al oído que tomara asiento, pero colocando delante de ella a otra invitada para que el príncipe no se diera cuenta de ese quebrantamiento de la etiqueta…


Victoria decidió en 1851 aligerar durante las recepciones la etiqueta impuesta varias decenas de años antes por el príncipe consorte, a fin de que “las pobres damas que hubieran sido parte inocente en las causales de divorcio” pudieran ser admitidas en la corte. También anunció a su primer ministro de entonces, el marqués de Salisbury, su intención de levantar la interdicción que pesaba sobre las divorciadas extranjeras que no tuvieran ninguna culpa.


17 de junio de 1856: Baile en Buckingham Palace


La ascensión al trono de George V marcó una renovación en la etiqueta. Su esposa, la reina Mary, otorgó una dimensión casi sagrada a ese frágil y pomposo edificio que era la Corona. No obstante ser alemana, se preocupaba porque la familia fuera profundamente inglesa; desarrolló el culto de la realeza combinando el esplendor del ceremonial con las virtudes familiares del deber y el saber vivir y se dedicó a mantener la dignidad real de la corte y de su entorno cotidiano.

En sus días como reina consorte, el lujo hablaba por sí mismo. Cuando la familia partía para Balmoral en tren, seis vagones con todas las comodidades esperaban en la estación Paddington. El palacio de Buckingham era servido por un personal permanente de cien empleados domésticos principales y cuatrocientos servidores subalternos. Los primeros tenían derecho a una comida diaria de cuatro platos bien regados de vino blanco y jerez. Mientras tanto, el rey y su esposa cenaban frugalmente vestidos de soirée, él ornado con la orden de la Jarretera y ella con valioso peto de diamantes, antes de acostarse puntualmente a las once y quince. La gula y las extravagancias desaparecieron del palacio y las divorciadas se vieron impedidas de residir en la corte tanto como acceder al palco real en el hipódromo de Ascot.


26 de abril de 1923: Boda del Príncipe George (futuro George VI) y Lady Elizabeth Bowes-Lyon. Obsérvese la diferencia de atuendo entre la Reina Mary y la Condesa de Strathmore.


Los personajes sobrevivientes de la alta sociedad eduardiana podían burlarse de la moralidad burguesa que tanto respetaba la corte y los aristócratas libertinos deplorar el hastío que pesaba sobre el palacio: era lo que la reina Mary deseaba y nada había que decir.


Cuando Elizabeth II fue coronada en 1952, muchos esperaban que la nueva monarquía barriese con el antiguo protocolo afincado en la realeza. Pero nada de eso se produjo y la reina, en el seno familiar, ha conservado sus caballos, su círculo íntimo de aristócratas y sus obligaciones cotidianas de jefe de Estado. El duque de Edimburgo, príncipe consorte, que no rey, siempre ha intentado no atentar contra el prestigio de la monarquía, pese a sus meteduras de pata con la prensa. Cuando el protocolo le aburre, lo considera como un mal necesario. Ha aprendido a conciliar su gusto por la modernidad con su atracción por el orden, la firmeza y las viejas tradiciones.


2004: La Reina y el Duque de Edimburgo hacen su entrada en el Royal Ascot


Los valets ya no llevan más pelucas y los niños reales no hacen más reverencias ante sus padres, pero los principios básicos quedan. La familia real siempre llama por sus apellidos a los policías, pajes, chóferes y viejos servidores; a los lacayos y los valets, por sus nombres de pila. Según la reina, “vivimos en una época en la que las buenas maneras son cada vez más raras. El protocolo es una barrera muy eficaz contra toda clase de agresiones engendradas por el desenfado, la familiaridad y la mala educación”.


Nunca se toca a la reina, bajo ningún pretexto. En oportunidad de su visita a Francia en 1972, Georges Pompidou trastocó de manera gigantesca al protocolo al tomar del brazo a Su Majestad para conducirla al Trianon a través del dédalo de presentaciones: salvo para librarla de un peligro inmediato jamás se toma del brazo a la reina. Tampoco se le dirige la palabra en primera persona y se evita hacerle preguntas directas. Para saludarla, los hombres se inclinan y las mujeres hacen la reverencia. Aunque todo ello necesita un poco de práctica, acerca de lo cual Peter Townsend nos da la receta: “Haced recaer el peso sobre el pie que se encuentra adelantado, el busto derecho, mirando directamente a los ojos, preferentemente sonriendo. No inclinarse demasiado, sobre todo cuando se está un poco excedido de peso”. El antiguo palafrenero de George VI recuerda haber visto una dama de generosas proporciones curvarse delante de soberano y no poder levantarse: Su Majestad debió apoyarse sobre sus talones para que pudiera mantenerse erguida. Los parientes no cosanguíneos de la reina deben hacer una reverencia, besarle la mejilla izquierda, después la derecha y luego la mano. Para dirigirse a ella deben llamarla “señora” (Ma’am).


La Princesa de Hannover (nacida Princesa de Mónaco) hace una genuflexión a la Reina


Los interlocutores de la soberana siempre se muestran intimidados. El título de reina de Gran Bretaña impresiona y el embarazo de la gente reduce en mucho las posibilidades de un contacto humano, ya bastante restringido por el protocolo. La puntualidad, por ejemplo, se torna endémica en ocasión de una presentación ante la realeza. Todos los invitados se dirigen a Windsor con media hora de anticipación y aguardan el momento exacto bajo los árboles con los conejos. Pero, ¿quién se arriesgaría a llegar tarde a una cita con Su Majestad? La reina misma es, más o menos, siempre puntual. La última vez que se mostró un tanto retrasada en una ceremonia de investidura se remonta a la fecha del nacimiento de su primer nieto Peter, en noviembre de 1977 y ¡todavía se acuerda de ello!


Con todo, el protocolo ha debido modificarse con la desmitificación parcial de la monarquía, a la que la televisión y la prensa en general han hecho acercar un poco al nivel de la calle. Pero, al renunciar al misterio posando para los fotógrafos y apareciendo en la pequeña pantalla, la familia real no ha destruido por ello la admiración que inspira, sino que esa admiración ha cambiado de naturaleza.


La Reina, el Príncipe Andrew y el Príncipe Edward (1964)


En Buckingham no existe jefe de protocolo. De acuerdo con las características de la ocasión, es el secretario privado o el palafrenero de la soberana quienes se ocupan de que todo se desarrolle correctamente. Aunque, si hay un protocolo, este concierne antes al ámbito ceremonial que a la vida cotidiana. Y sus elementales reglas son aceptadas por todos. Después de la era victoriana, Inglaterra, cualquiera haya sido la evolución de su régimen político, considera el ceremonial como una fuente irreemplazable de respetabilidad: el país asocia más la libertad con las jerarquías que con la igualdad.



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