- Estimada Nadejda Filaretovna, mi muy querida amiga, es una alegría recibirla. Póngase cómoda, por favor.
Le ofreció un sillón, la invitó a sentarse, ordenó té, agitándose solícito. La riquísima viuda von Meck era una benefactora de la música y él esperaba mucho de ella, así que, como tal, merecía las mayores atenciones. Con más razón, justamente, porque tenía un joven músico que recomendarle. La señora von Meck sonrió tomando su taza de té. Adoraba ese lugar.
A los cuarenta y cinco años, Nadezhda Filaretovna Frolovskaya acababa de enviudar y se sentía bastante aliviada por ello. No porque su difunto esposo fuese un mal hombre, todo lo contrario: Karl von Meck había sido un marido fiel y un gran trabajador. Cuando se casó con él a los 16 años, era un ingeniero doce años mayor perteneciente a una familia del Báltico alemán. Impulsado por su mujer y gracias a su talento como ingeniero, von Meck había hecho fortuna en los transportes ferroviarios (en 1860 había sólo 100 kilómetros de vías férreas establecidas en Rusia, veinte años más tarde había más de 15.000 y gran parte de esta explosión se debió a Karl). Después de años de pobreza, habían logrado una enorme opulencia.
Sin embargo, aunque tenía hermosa apostura, Nadejda no había conocido con él las emociones del amor. Las noches eran un verdadero castigo, tanto más penosas pues él sí se mostraba muy enamorado de su mujer. Juntos tuvieron 18 hijos, de los cuales 11 sobrevivieron hasta la edad adulta. Helada por abrazos decepcionantes, agotada por las numerosas maternidades, aspiraba a una vida apartada de los asuntos de la carne y consagrada a impulsos más sublimes.
Karl murió repentinamente en 1873. En su testamento le dio el control Nadejda sobre sus enormes participaciones financieras, lo que incluía dos redes ferroviarias, grandes propiedades y varios millones de rublos. Con siete de sus 11 hijos todavía en casa, se concentró en asuntos de sus negocios y en la educación de los niños que aún dependían de ella. Al quedar viuda, von Meck se alejó de toda la vida social. Se retiró a un aislamiento casi total. Incluso se negó a reunirse con los familiares de aquellos con quienes sus hijos iban a casarse. En todo sentido era imperiosa por naturaleza y presidía su casa como un déspota.
Ese día, el director del Conservatorio le expuso:
- ¿Cómo se llama? –inquirió al director.
La rica viuda estaba convencida. La perspectiva de una composición musical escrita especialmente para ella la entusiasmaba. Rubinstein continuó:
- ¿Puedo invitarla al próximo concierto? Escuchará una obra de ese joven y podrá juzgar.
- Con gusto.
Ella se impresionó verdaderamente con su poema sinfónico La tempestad y, tal vez urgida por el violinista Iosif Kotek, uno de los músicos que apoyaba y que, a su vez, era antiguo alumno y amigo de Tchaikovsky, Nadejda escribió al compositor. Se presentó como una ferviente admiradora y le encargó una pieza para violín y piano que pudiera tocar en su finca. Tchaikovsky, tal vez ya conocedor de la reputación de ella como mecenas, respondió rápidamente, poniendo manos a la obra.
El arreglo estuvo terminado para el 30 de diciembre y a Nadejda se le ocurrió escucharlo para empezar el año 1877. Finalmente le agradeció, escribiéndole: “su música me hace la vida más fácil y agradable”. Él le retribuyó diciéndole cuánto le había complacido ejecutar ese encargo. Se inició así una correspondencia entre ambos: Peter Ilich revelaba sus ambiciones musicales, Nadejda lo alentaba.
Por una suerte de acuerdo tácito, ella no reclamó conocerlo ni él expresó tampoco el deseo de hacerlo. Nadejda no buscaba una aventura ni una relación, sino un entendimiento intelectual. Por su parte, a Peter Ilich no le gustaban las mujeres, que lo asustaban, y vivía con dificultad su inclinación por los hombres, que ocultaba celosamente. Temía pues a una protectora que deseara una vinculación pasional.
Poco a poco las cartas se hicieron más familiares. A principios de la primavera, Tchaikovsky cayó, como le ocurría a menudo, en una melancolía depresiva. Confiaba sus estados de ánimo a Nadejda, que le aseguraba su apoyo y su deseo de ser su amiga y confidente. A su pedido, él le envió una foto. Ella le respondió con entusiasmo y le envió la suya. A partir de entonces se inundaron de fotografías.
Von Meck le encargó una segunda pieza para violín y piano. Peter Ilich, nada tonto, comprendió que se trataba de una forma de caridad; no obstante la aceptó con alegría, confesando sus problemas económicos. A medida que su relación se desarrolló, Nadejda le proporcionó una asignación financiera lo suficientemente grande (6.000 rublos al año) que le permitió dejar su cátedra en el Conservatorio de Moscú para centrarse en el trabajo creativo a tiempo completo (esto era una pequeña fortuna; un funcionario del gobierno de menor importancia en aquellos días tenía que mantener a su familia con 300 a 400 rublos al año).
Nadejda, transportada de alegría cuando él le comunicó su proyecto, se sentía una mecenas. Al no saber componer por sí misma, de esa manera estaría en el proceso de creación de una ópera. Estaba segura que el talento de Tchaikovsky crearía una obra potente sobre el personaje de Pushkin y lo alentó vivamente a trabajar. Eugenio Oneguin ocupó muchas de sus cartas. Peter Ilich exponía sus ideas, sus progresos; Nadejda le decía lo que pensaba.
Peter Ilich y su esposa Antonina Miliukova (1877)
En una carta a Nadejda, se lo anunció como al descuido, después de varios párrafos dedicados a su ópera y a la sinfonía que pensaba terminar antes. Se hubiera dicho que esa boda era un hecho sin importancia.
Sin embargo, continuaron escribiendo incluso cuando el matrimonio de él siguió su breve aunque tortuoso curso. Y las cartas de ella iban cargadas de dinero. Dejar de hacerlo habría sido una bajeza.
Su relación, por propia definición, satisfizo las necesidades más profundas de von Meck. La viuda concebía el erotismo en términos sentimentales más que físicos. Su visión negativa del matrimonio llevaba consigo un pragmático, inclusive puritano enfoque sobre la sexualidad. Esto probablemente dio lugar en su mente a la incandescencia de la pasión platónica que caracterizaba su actitud hacia Tchaikovsky. Por lo tanto, podría permitir que sus emociones crecieran libremente hacia él, excluyendo lo que ella consideraba desagradable, vulgar, vergonzoso y humillante asociado con el amor sexual. Finalmente había encontrado ese amor espiritual apartado de la carne; un amor de almas que colmaba su exaltación eslava.
Von Meck conservó hasta el final de su relación, al menos sobre el papel, su imagen exaltada de Tchaikovsky como su "amado amigo". Con los años, sus cartas revelaban las numerosas deficiencias personales de las dos partes implicadas. Ambos eran neuróticos y propensos a la depresión, que ellos llamaban "misantropía".Ambos eran excéntricos y caprichosos. Peter Ilich era a veces casi transparentemente falso. Nadejda era a menudo molesta e inconsistente. Sin embargo, ambos trascendieron estos rasgos menores. A pesar de su alejamiento final, su devoción mutua, por el alto nivel alcanzado, podría ser considerada un modelo de relaciones entre dos personas espiritualmente complejas.