El desafío práctico más general y apremiante para la etiqueta fue la amenaza de desorden e indisciplina siempre presente. Las necesidades diarias del rey y de su familia, de los ministros y oficiales superiores de su casa podían ser atendidas sólo si la enorme corte funcionaba como una máquina. Sin embargo, su sola dimensión hacía que esto fuera casi imposible.
Hacia mediados del siglo XVIII, el rey tenía el enorme palacio nuevo de Madrid; el Buen Retiro, también en la capital; y los reales sitios en Aranjuez, El Pardo, El Escorial y La Granja. Junto a estas grandes residencias había cotos de caza, varias capillas y casas monásticas, y otras instituciones, como la Biblioteca Real -abierta al público por Felipe V-, las cuales dependían más o menos directamente de la corte. También había extensos jardines, parques y vastas reservas de caza, algunas de ellas abiertas también al público, que empleaban a cientos de personas que no se encontraban inscritas en los libros oficiales de la casa. Una enorme dotación de empleados velaba por la familia real y sus posesiones.
El Palacio y los Jardines del Buen Retiro
Una estimación muy cautelosa de 1760, basada en documentos de la casa de Carlos III disponibles en el Archivo General de Palacio de Madrid, cifra la corte en 2.500 o 3.000 personas. Ésta incluye a los alabarderos y a tres compañías de guardias de deberes restringidos exclusivamente a la corte y tiene en cuenta a un modesto número de artistas y artesanos asalariados del rey. El cómputo no incluye, sin embargo, a las sirvientas de las damas de la corte que vivían en el palacio, ni tampoco a los trabajadores del exterior, que coyunturalmente trabajaban en él, que se contaban por cientos. Algunos contemporáneos bien informados sugieren cifras mucho más elevadas. El marqués de la Villa de San Andrés, cortesano y escritor satírico de la vida en la corte, da un total de 6.000, por ejemplo.
Además, durante los siglos XVII y principios del XVIII, el palacio de Madrid se abría al público, quien compraba en los puestos alineados en sus dos grandes patios. A aquéllos que habían sido presentados en la corte -y esto no era un logro inusual para las personas respetables o educadas, como mínimo en el siglo XVIII- se les permitía subir la escalera y pasearse por la residencia del rey como si se tratara de un lugar común de reunión o de un museo gratuito. Esta apertura, así como el gran número de cortesanos y trabajadores que afluían a palacio, hacía difícil imponer un orden en él, pero más amenazador era el desorden de la cultura cortesana en los siglos XVI y XVII.
El palacio real de Madrid (Real Alcázar), principios del siglo XVII La corte era el lugar donde los grandes egos aristocráticos se rozaban entre sí en una época en la cual el código del honor personal era muy respetado. Esa corte estaba dominada por hombres, a menudo jóvenes, cuyas carreras podían depender de eclipsar a sus rivales. Los aristócratas, entre ellos, a menudo se identificaban como guerreros y la mayoría de los hombres en la corte -incluso humildes trabajadores de sus cocinas humildes- parecían haber sido autorizados a llevar espada. Con numerosos jóvenes influyentes y ricas damas cortesanas solteras por los alrededores, se hacían inevitables los desafíos, duelos y ataques entre hombres bien nacidos. El autocontrol no se mantenía mejor en los escalafones más bajos. Por lo tanto, mientras las damas de la reina cometían molestas y venales ofensas de mal gusto, parloteaban ruidosamente y se reían entre ellas o coqueteaban con sus galanteadores, los señores y los trabajadores se ocupaban en derramar la sangre de los demás.
La esposa de Felipe II, Isabel de Valois, se hallaba presente cuando un cortesano fue asesinado por dos sirvientes de palacio, mientras que, en otra ocasión, tres cortesanos de alto rango se pelearon con espadas, otra vez ante la reina. En 1658, estalló una disputa en la cocina del rey entre galopines y algunos soldados de la guardia que acabó con la muerte de cinco o seis hombres, con veinte o más heridos y el encarcelamiento de otros tantos. O la muy solemne ceremonia de juramento del joven Baltasar Carlos como príncipe de Asturias y heredero del trono en 1632 -uno de los más destacados e importantes rituales regidos por los libros de etiqueta, y que tuvo lugar en la iglesia real monástica de San Jerónimo-, donde una confrontación sin precedentes desembocó en dos violentas peleas ante el mismo rey.
Baltasar Carlos, Príncipe de Asturias, con el Conde-Duque de Olivares en las cuadras reales (1636)
Menos violenta pero quizás más perturbadora fue la inacabable dificultad que los oficiales superiores, tanto hombres como mujeres, tenían para hacer cumplir cada día los requisitos que imponían la etiqueta y la moral. Felipe II y sus sucesores Habsburgo, sobre todo Felipe IV, frecuentemente ordenaban a los cortesanos cumplir sus tareas convenientemente, comportarse de una manera menos escandalosa, abandonar conductas rudas y bulliciosas, abstenerse de «la embriaguez, de decir palabrotas y de otros vicios y desórdenes», y parar el constante coqueteo entre los caballeros del rey y las damas de la reina. En esto último parecía que tanto damas como caballeros se resistían a la autoridad. El embajador veneciano, Contarini, informaba a principios del XVII que tanto las damas como las doncellas a menudo se «rebelaban» contra la camarera mayor -la dama de mayor rango en la casa de la reina- y entre ellas.
Los mandatos reales sobre la decencia, el respeto y la disciplina indican la ausencia frecuente de los mismos y el instrumento tan importante que constituían las regulaciones escritas sobre el código borgoñón -particularmente durante el periodo Habsburgo- para asegurar el bienestar y la autoridad del monarca.
Retrato ecuestre de doña Isabel de Borbón, consorte de Felipe IV, realizado para decorar el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro.
No obstante, el propósito fundamental de las elaboradas normas escritas no era práctico. Era como J. H. Elliot, enfatizando hasta qué punto la realeza española «se protegía de la contemplación del público», había escrito, «proteger y aislar la figura sagrada del rey [...] la majestuosidad era sacrosanta y debía permanecer inviolable». Pero al mismo tiempo, y tal y como se ha comentado en otras ocasiones, los reyes españoles no gustaban a los reyes ingleses y franceses, ya que en sus cortes no se experimentaban los grandes ritos de sagrada devoción familiar.
Los reyes españoles, siguiendo las costumbres de sus antepasados, los monarcas castellanos de la baja Edad Media, evitaban los rituales de coronación y de consagración. No pretendieron gobernar por derecho divino, ni utilizaron una corona -excepto con el único fin de ser identificados en las pinturas o en los ataúdes de sus funerales-. No había joyas pertenecientes “a la Corona”, ni prendas de vestir para rituales históricos. Tampoco los reyes españoles tuvieron nunca un gran mausoleo hasta 1654. No obstante, los que visitaban la corte, como el mariscal francés De Gramont en 1659, a menudo quedaban impresionados por «los aires de grandeza y majestuosidad [..] no vistos en lugar alguno».
Proclamación de Felipe II rey (1556) Para conseguir esta atmósfera, los reyes españoles realizaban diariamente rituales y ceremonias especiales que eran abrumadoramente seculares por su naturaleza -tal y como lo fueron los de los monarcas medievales castellanos y los de los duques de Borgoña-. De la misma manera que éstos últimos, los Habsburgo españoles gobernaron tierras diversas y desunificadas, que hablaban lenguas diferentes y que también tenían diferentes costumbres. La corte y su etiqueta -adoptada siempre que fuera posible en las visitas del rey a sus diferentes tierras- eran importantes para unificar las instituciones, tanto cultural como geográficamente.
Los Borbones, aunque confiaron más intensamente en el poder militar y en la eficacia administrativa para reafirmar la unidad de España y su propia autoridad, entendieron la importancia del estilo borgoñón y la propaganda de la cultura cortesana. A la etiqueta, los monarcas añadían una arquitectura palaciega imponente, muebles, sirvientes y guardias uniformados, eventos musicales y teatrales, fuegos artificiales y elaborados y colosales ágapes para manipular la opinión de quien los contemplaba y para revestirse de majestuosidad.
Fernando VII y Bárbara de Braganza rodeados de su séquito De las ceremonias especiales, quizás la más solemne era la del juramento en la cual el monarca, su heredero y los grandes señores, prelados y oficiales de la corte y del reino, se juraban lealtad uno a otro y a la ley. Este ritual tenía lugar normalmente en la iglesia medieval de San Jerónimo de Madrid ante la familia real congregada, enviados extranjeros, todos los grandes oficiales de la Casa Real, el gobierno y la ciudad, y con el primado, el arzobispo de Toledo, oficiando la misa. El juramento, aunque solemne y rodeado de grandes demostraciones de autoridad y esplendor, no era un elemento insoslayable de poder real. Algunos reyes, como Fernando VI (1746-1759), prescindieron de él totalmente, tal vez porque creían, como algunos expertos, que era «relativamente superficial».
Algunas veces el juramento se combinaba con otra ceremonia de gran importancia como lo era la entrada del rey en Madrid. Esta entrada era oficial, pública y solemne. Naturalmente, tenía lugar justo después de la coronación del monarca y se trataba de un destacado ejemplo de la importancia de continuar con los modelos franco-borgoñones. Tal y como lo hicieran los duques de Valois, los reyes españoles incorporaron religión, mitología, historia, ornamentos clásicos y numerosos festejos, tanto cortesanos como populares, en lo que era básicamente una serie de procesiones alrededor de la capital, desde un arco de triunfo (erigido temporalmente) a otro.
Farinelli dando un concierto a Fernando VI
La entrada de Carlos III, por ejemplo, duró unos diez días e incluyó un Te Deum, una corrida de toros, una obra de teatro en el Buen Retiro, fuegos artificiales, misas, luces, encuentros de las Cortes, concesión de títulos y la prestación de juramento. Al décimo día de su entrada, Carlos tuvo que soportar el ritual del besamanos.
Éste se celebraba tanto como ocho veces o más cada año, en los cumpleaños y los santos de los miembros más importantes de la familia real, y con la corte vestida de gala. En el besamanos, Grandes, nobles, oficiales de la Casa Real, del gobierno y de las Cortes, del ejército y la armada, alto clero, «caballeros de gran renombre», damas y esposas de oficiales superiores, formaban una ordenada fila en palacio, uno a uno, para arrodillarse y besar la mano al rey y a otros miembros de la familia real. Esto era, como el diplomático francés Jean François Bourgoing sugirió a finales del siglo XVIII, un acto de «lealtad y homenaje, una renovación del juramento de fidelidad», incluso a los príncipes y princesas más pequeños.
Estandarte Borbón del siglo XVIII
Los Borbones adquirieron esta reminiscencia del pasado, empleándola tal y como lo hicieran sus predecesores Habsburgo, para reafirmar su autoridad como señores y reyes; para manifestar a todos los presentes su única posición; para recordar su poder incluso al más orgulloso de los aristócratas, al colocarlo subordinado, en términos físicos, forzándolo a arrodillarse.
Tales solemnidades, cuidadosamente orquestadas para confirmar la unicidad de la autoridad del rey y el deber de sus súbditos a venerarlo, marcaban únicamente ocasiones especiales. Había pocos rituales diarios que reforzaran completamente la imagen real. Éste era el caso cuando el rey salía fuera, para asistir a un oficio religioso, para cazar o para visitar cualquiera de sus placenteros pabellones -como la Casa de Campo a las afueras de Madrid-. En tales casos, una completa panoplia de caballerizo mayor, capitanes y oficiales de la guardia, gentilhombres de su casa y otros oficiales de diferentes rangos le acompañaban. Sin embargo, dentro del palacio, no había un ceremonial preciso que obligase a la corte a asistir al despertar y al acostarse del rey, como sí lo había en Versalles.
Durante casi todo el día, el rey permanecía completamente aislado de la mayoría de los cortesanos y sirvientes, o pasaba rápida e informalmente por entre pequeños grupos de gente reunida en las salas públicas o exteriores de palacio. Sólo a la hora de la comida y la cena, cuando el rey comía en público, se desplegaba la espléndida pompa borgoñona para imponer respeto a sus súbditos.
Carlos II adorando la Santa Forma en El Escorial Los duques Valois de Borgoña, comenzando con Felipe el Audaz en 1360, como otros potentados medievales, hicieron de las comidas copiosas y elaboradas un rasgo importante de su diplomacia y su política. Cenas, comidas y banquetes especiales habían sido diseñados para impresionar a los espectadores y deleitar a los participantes. A la hora de comer, la etiqueta había sido diseñada para magnificar la grandeza del soberano, y la abundancia, riqueza y ornamentación en la presentación de los platos servidos diseñados para mostrar su riqueza y probar su generosidad.
Como en la corte borgoñona, se trataba de un acto rígidamente ritualista y el porte del rey y sus sirvientes tendía a ser majestuoso en aquel espléndido escenario. Gran número de platos ostentosos y un servicio teatral y solemne eran la norma. Manjares importados, creaciones de mazapán doradas y ornamentadas, fruta escarchada, dispendiosas bebidas y refrigerios sabrosos eran típicos, incluso durante los días de dificultades financieras de las décadas de 1670 y 1680. La etiqueta a la hora de comer, escrita en instrucciones bien detalladas, se copió repetidamente para el uso de los oficiales de la casa, y se mantuvo sin modificaciones significantes desde el siglo XVI hasta el XVIII.
El estilo borgoñón requería tanto al monarca como a su consorte a comer en público, excepto en excepcionales circunstancias, solos y separados. Felipe V, antes que abandonar a su esposa, se reunía con ella en su palacio y seguían una etiqueta más relajada cenando «retirados», una fórmula destinada principalmente a aquellos monarcas que se encontraban indispuestos. Felipe II a finales de su reino también restringió sus comidas públicas, y que Felipe IV, a pesar de su entusiasmo por las reglas de «decencia y de respeto», cenaba públicamente solamente una vez por semana. Carlos III, famoso por su autodisciplina y regularidad de hábitos, fue uno de los pocos reyes que diariamente comía en público -pero incluso él lo hacía tan sólo a mediodía.
Felipe IV en traje de corte
En aquellas ocasiones especiales en que el rey compartía su comida formalmente con otros, la etiqueta aseguraba que su única y superior condición se enfatizara más que nunca. Sólo en tres ocasiones el monarca comía públicamente con sus súbditos: en la boda de una dama de la casa de la reina; con los caballeros del Toisón de Oro, para conmemorar su capítulo anual del día de San Andrés, y con el conde de Ribadeo, quien disfrutaba del antiguo privilegio de comer una vez al año con el monarca. Durante estos eventos, el rey se sentaba en una silla, mientras que sus súbditos lo hacían en bancos; el monarca, y también la reina, durante el banquete de boda de una de sus damas, comían sobre una tarima, bajo un toldo; sus platos -tanto los entrantes como el postre y las viandas- les eran servidos por los oficiales de más alto rango, y de manera diferente; sólo su plato (o el de la reina) se traía cubierto, sólo su comida era traída desde la cocina por caballeros con la cabeza descubierta, sólo su comida y bebida eran catadas de antemano para prevenir un posible envenenamiento.
Los libros de etiqueta estipulaban las tres comidas del día en todas las demás ocasiones. En la comida o cena retirada, el monarca, solo o con su consorte, comían de manera privada y eran servidos por relativamente pocos cortesanos de alto rango mientras que los oficiales y sirvientes de menor grado asistían desde fuera de la cámara real, ya que a éstos no debían ser vistos por el monarca. La comida pública ordinaria era la que tenía lugar con más frecuencia. Duraba, en los días de Carlos III, una hora más o menos -un tiempo sorprendentemente corto dado el grado de ceremonia que comportaba- y era presidida por el semanero, aunque el mayordomo mayor se podía hacer cargo de ella si lo deseaba. El rey debía ser servido por gentilhombres de la boca en funciones de copero, trinchante y panetier, y éstos eran ayudados por una docena o más de ujieres, oficiales de la despensa, de la cocina, de la bodega, guardias, asistentes, otros oficiales y uno de los capellanes del rey -o bien su limosnero mayor-.
Carlos III comiendo ante su corte La comida pública solemne era ofrecida en ocasiones especiales, tales como la Epifanía, cuando el conde de Ribadeo iba a comer con el rey o cuando el rey deseaba impresionar a algún comensal. El mayordomo mayor, acompañado por maceros, supervisaba la presentación de las viandas del rey en la cocina y, con guardias, gentilhombres de la boca, ujieres y otros, las acompañaba al comedor donde eran servidas, consumidas y sus restos retirados con música de trompetas y tambores. La presencia de estos oficiales con espléndidos uniformes y de los cortesanos con ricas vestiduras ofrecía una imagen impresionante.
Hubo otros tiempos, sin embargo, en que los reyes comían de manera mucho más informal de la estipulada por la etiqueta borgoñona. Cuando viajaban o cazaban, sencillamente tomaban comidas o tentempiés u organizaban pequeñas expediciones, como hacía a menudo Carlos II, a un pabellón o al Pardo, llevaban en su séquito al personal y los suministros necesarios para una comida informal. Lo que la etiqueta prescribía para tales excursiones no está nada claro. De vez en cuando, los monarcas llegaban al extremo de cocinar ellos mismos. A María Luisa Gabriela de Saboya, la primera esposa de Felipe V, le gustaba hacerse sopa de cebolla en su palacio. A Carlos IV le gustaba escapar de la rigidez de la corte, por lo que iba a una de sus encantadoras y elegantes casitas y cocinaba él mismo cordero frito, tortillas de ajo y otras exquisiteces similares. Y Carlos III disfrutaba preparando ocasionalmente fiestas para amigos íntimos y familiares durante las cuales él, sus hijos y algunos cortesanos cocinaban diversos platos sencillos para compartirlos con los demás. Sin embargo, Carlos III nunca comía en estos eventos, porque debía volver a su palacio para comer en público.
Carlos IV a caballo Siempre que Carlos III y otros monarcas comían en público, eran servidos por oficiales de alto rango de la Casa Real. De entre el numeroso personal de la cocina, sólo el más importante, el cocinero de la servilleta del rey, tenía el derecho de estar presente -y se requería que estuviera de pie justo al lado de la puerta de la sala en la que su señor comía-. El mayordomo mayor era siempre un Grande; los mayordomos, gentilhombres de la boca e, incluso, el gran limosnero eran normalmente grandes o pertenecientes a familias sólidamente aristocráticas. Probablemente, lo que más impresionaba a cualquier testigo era la posición social que tenían quienes servían al rey y la manera en que lo hacían. Los mayordomos, caballeros y guardias oficiales de alto rango eran hombres, o hijos jóvenes de hombres importantes y con fortuna, los cuales imponían respeto y ejercían poder sobre los súbditos del rey. Sin embargo, cuando le servían la comida prácticamente se humillaban.
En España, como en otras monarquías modernas, la etiqueta y la ceremonia se combinaban con la pintura y la arquitectura, las artes decorativas y la literatura y la música para mantener el absolutismo del Antiguo Régimen. La cultura de la corte española y la etiqueta borgoñona proporcionaban un sistema de poder político y de disciplina diseñados para promover el bienestar del rey, su seguridad y buena salud, así como también una disciplina diaria a sus sirvientes y cortesanos.
El Palacio Real de Madrid, hoy