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jueves, 21 de abril de 2011

Las vicisitudes de Zogú y Geraldina de Albania

Por los avatares del destino, Ahmed Zogú, que fue elegido presidente de la República de Albania en 1925, fue quien convirtió el país en monarquía constitucional. Pero no fue por pura vanidad, sino que tenía sus motivos: estaba modernizando una atrasadísima Albania y necesitaba no sólo los fuertes poderes que ya tenía, sino también una autoridad moral mucho más consistente para poder terminar su actuación. Transformando a Albania en reino, la ponía en condiciones de igualdad con las grandes potencias europeas, que en 1928 eran mayormente monárquicas (incluyendo a sus vecinos más próximos: Italia, Yugoslavia y Grecia).


Los albaneses, al ser conscientes de que el novel rey estaba dándole un salto al progreso, deseaban que esa monarquía arraigara más todavía, que se perpetuara. Pero Zogú era soltero. Albania necesitaba una reina y, después, un heredero al trono.


Muchas presiones llegaban hasta Zogú sugiriendo nombres de bellas jóvenes. Tres corrientes las presentaban: los miembros de eminentes familias albanesas, el Imperio turco y Roma. Esta dos últimas proposiciones las dejó de lado diplomáticamente. Su hermana Senija ya estaba casada con un hijo del sultán Abdul Hamid. Por ese lado, Turquía ya estaba relacionada con la familia real albanesa. Hacer reina a una otomana sería demasiado protagonismo para quienes fueron invasores de su pueblo durante siglos y que aún eran recordados desfavorablemente.






La firma del rey


Por otro lado, Italia también había invadido sus territorios en varias ocasiones; incluso la nombró “protectorado” suyo y todavía sostenía tener derechos sobre algunas partes de Albania. Tampoco era conveniente una reina italiana. ¿Una albanesa? Impensable. No “daría el tono”. Entre las grandes familias del país, ni una sola de ellas poseía un árbol genealógico presentable. Él mismo no pertenecía a ninguna dinastía. Era Zogú quien creaba la suya propia, así que era indudable que necesitaba una aristócrata de fuera de las fronteras.


El rey estudiaba estas circunstancias tanto en vistas a una buena acogida de sus compatriotas como a la de formalizar el enraizamiento de su monarquía entre los demás reinos de Europa. Sin embargo, estaba firmemente dedicado a los asuntos de Estado, por lo que no tenía tiempo para realizar viajes al extranjero y visitar los palacios reales, el método más normal en aquella época para formalizar noviazgos en el ámbito de la realeza.


El hallazgo de la consorte ideal fue una mezcla de, por parte de Zogú, “flechazo” a distancia, casi como una compra por catálogo y, de parte de la elegida, amor a la aventura y a la literatura infantil.



En una revista ilustrada húngara, Zogú vio el retrato de una joven cuya belleza lo atrajo enormemente. Al pie se leía: Condesa Geraldina Apponyi. Durante varios días se lo llevaba a la alcoba para observarlo antes de dormirse y soñar con ella. Cada día más se sentía encandilado por la hermosura de aquel rostro de mujer. Se había enamorado y, con la tenacidad y eficacia de que hacía gala, ordenó indagar sobre ella.


Geraldina tenía 22 años (veinte años menos que él). No era un problema. ¿Era soltera? Sí. ¿De familia aristocrática, puesto que era condesa? Una de las más consideradas de Hungría, cuyo origen databa del siglo XIII. Su padre, el Conde Gyula Apponyi de Nagy-Apony, había sido chambelán en la corte de Viena durante el gran Imperio austro-húngaro. Su madre, Gladys Virginia Stewart, era norteamericana, hija de un cónsul de Estados Unidos. (“Mejor, también interesa estar a bien con ese gran país… Y ¿por qué no?, sangre occidental”). Tras la muerte del conde Apponyi se había vuelto a casar con un coronel francés (“Otra nación más a favor”).




La sangre americana de la condesa Geraldina le hizo emanciparse, en parte, de la rutinaria vida social húngara. Sin renunciar a su lugar privilegiado entre las grandes damas de la aristocracia, trabajaba (¡en aquellos tiempos!) como secretaria en un museo de Budapest. Esto aún la calificó mejor a los ojos de Zogú.


Una vez convencido, el rey envió a su ayudante de campo a que expusiese su pretensión al Conde Carlos Apponyi, un tío segundo de la joven que se encargaba de administrar su educación y su vasta herencia. Como iniciación al posible noviazgo, invitaba a Geraldina y a sus eventuales acompañantes al baile de fin de año que el rey Zogú ofrecía anualmente en su palacio de Tirana.
El conde Apponyi reunió al consejo de familia y en él se decidió algo que era obvio: la propia Geraldina debía tomar la determinación. Y la sangre americana de la condesa (la de los cuentos infantiles y el amor a la aventura) la llevó a embarcar hacia Albania, acompañada solo de una amiga y del ayudante de campo del rey. El 30 de diciembre de 1937 anclaban en Durrës. El chambelán de la corte esperaba en el muelle para escoltar a Geraldina y su amiga a un palacete que Zogú ponía a su disposición.



El compromiso


La noche siguiente, la joven condesa húngara y el rey de Albania se veían por primera vez. Pero no estaban solos: los rodeaban los dos mil invitados al baile. Zogú quedó deslumbrado, pues Geraldina era mucho más hermosa al natural que en la fotografía. Ella, por su parte, agregaba a su sueño americano la amabilidad, el buen porte y el savoir faire de su enamorado. Así que el día 1º de enero de 1938 ella aceptó a la proposición de matrimonio.


El 30 del mismo mes, el Parlamento albanés dio su aprobación a la boda. El rey quería que se respetasen totalmente los trámites legales. La ceremonia se celebró el 23 de abril, con asistencia de la madre de Geraldina y varios miembros de su aristocrática familia húngara. Zogú había avisado que la solemne ceremonia pública sólo se haría ante el juez. Quería dar el ejemplo a su pueblo con respecto a la separación entre la Iglesia y el Estado y a la tolerancia que debía existir en la institución del matrimonio (él era musulmán y ella católica). Entre los muchos invitados representantes de varias naciones destacaban los dos que Italia había enviado: el duque de Bérgamo (primo de Víctor Manuel III) y el conde Ciano (yerno de Mussolini y Ministro de Asuntos Exteriores).



La boda


Un año después, Mussolini (que contaba con sus fuerzas militares y el apoyo de Hitler) solicitó al rey Zogú la cesión de bases militares en Albania, además de que su ejército y su marina se pusiesen bajo el control de Italia. El pretexto era la protección de tan estratégica puerta del Adriático. Zogú se negó rotundamente a acceder a esas pretensiones.


El 5 de abril de 1939, la reina Geraldina daba a luz a un príncipe heredero. ¡La dinastía tendría continuidad! Se le llamó Leka (Alejandro), en recuerdo de Skanderberg.


Al día siguiente, jueves santo, todo el cuerpo diplomático acreditado en Tirana fue a presentar sus cumplidos y parabienes a Zogú y Geraldina. El embajador de Italia, Francesco Giacomini di San Savino, comunicó al rey, además, el ultimátum del Duce: si en dos horas no se aceptaban sus propuestas, Italia invadiría su país. Esta vez Zogú tuvo que dudar algo, pero volvió a declinar la “protección”, aún sabiendo que su minúsculo ejército y su escasa flota de guerra no podrían enfrentarse a las poderosas fuerzas armadas italianas. Pero no podía admitir un Anschluss como el que había hecho Hitler un año atrás comiéndose Austria, ni las condiciones en que vivían los checoslovacos desde hacía menos de un mes. Quizá el pueblo albanés, consciente de su nacionalidad y de que volvía a jugarse su independencia, podría retardar la caída a base de guerrillas hasta que estallase la guerra mundial ya latente y que llegara ayuda de parte de las potencias enemigas del Eje Berlín-Roma.




Mussolini empezó el ataque inmediatamente vencido el plazo de dos horas. En el ínterin, el rey había enviado a toda su familia camino a Grecia mientras se dirigía a las montañas a organizar las guerrillas.


El traslado de la familia real a la frontera griega fue dramático. Llovía y hacía un frío atroz. Los caminos rústicos que tomaban los automóviles para evitar las carreteras amenazadas hacían dificultosa la marcha. La reina tenía fiebre y sufrió una hemorragia. Por fin arribaron a Grecia entrada la noche.


En cuanto el rey Jorge de Grecia se enteró de la presencia de la reina Geraldina en su país, le envió médicos y un tren especial para que se desplazase a Atenas. Ella no quiso moverse de la frontera. Allí se le reunió, dos días después, el rey Zogú con el gobierno en pleno, muchos diputados y la mayoría de los jefes del ejército. La avalancha italiana había sido tan aplastante que comprendieron que no había forma alguna de resistir.


Con su Zogú, Geraldina sí aceptó instalarse en Atenas.



La reina Geraldina con el traje nacional albanés



Una vez pasadas las muestras de condolencia y simpatía convencionales por parte de Grecia, la política hizo su aparición: el gobierno heleno le tenía miedo a Italia. Si Alemania se había apoderado tranquilamente de Austria y, no mucho después, de Checoslovaquia, ¿quién podía asegurar que Italia, tras Albania, no pensase en su vecina Grecia?... Por lo menos, no darles un motivo: la presencia allí de Zogú era inconveniente.


Aunque se le insinuó con extremada cortesía y en absoluto secreto, la noticia se hizo pública rápidamente. De inmediato, Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia expresaron a Zogú que él y toda su real familia serían bien acogidos en sus respectivas naciones. Ya se preveía que el mundo occidental se dividiría en dos bandos.


Geraldina escogió París: allí encontraría a su madre, su padrastro y sus hermanos, nacidos del segundo matrimonio. Por su parte, Zogú también tenía en la capital francesa a su hermana Senije, pues estaba casada con el encargado de la legación de Albania. Para evitar pasar por Italia y Alemania, tuvieron que seguir la ruta Rumania-Polonia-Suecia-Noruega-Bélgica, con sus correspondientes embarques entre Polonia y Suecia y entre Noruega y Bélgica. ¡Enorme vuelta para una época en la que se podía viajar directamente de Atenas a París sin cambiar de tren!



Los reyes albaneses en Suecia


Una vez en Francia, la familia real fue alojada en el castillo de La May, cerca de Versailles. Después se trasladaron al de Pontoise. Pero cuando estalló la guerra, en setiembre, el avance de las tropas alemanas los hizo huir, como a tantos millones de franceses, hacia el sur y hacia el oeste. Y, al igual que ellos, muchas noches tuvieron que dormir en el automóvil al borde de la carretera.


Al arribar a Burdeos, totalmente ocupado por refugiados, el alcalde pudo instalarlos en un convento. Pero como las tropas alemanas seguían avanzando, Zogú y los suyos debían salir de allí como fuese. No podían caer en manos de los aliados de Italia: el conde Ciano, en abril de 1939, había conseguido reunir una Asamblea que declarase traidor y destronado a Zogú. La corona se ofrecía al rey de Italia. A Ciano le había costado mucho encontrar quienes se aviniesen a esa decisión. Víctor Manuel III tuvo que aceptar esa nueva soberanía. Su representante en Tirana, una especie de virrey, sería el embajador Giacomini di San Savino. Zogú y su familia se convertían, pues, en unos malhechores prófugos para las autoridades italianas.





En Burdeos, Zogú envía un desesperado telegrama al rey Jorge VI de Gran Bretaña. Éste responde el mismo día, dando orden a su cónsul para que embarque al rey albanés y a su familia hacia Inglaterra. Siendo imposible hacerlo desde Burdeos, el cónsul consigue llevarlos a San Juan de Luz. Desde allí, un barco británico destinado a la familia real albanesa es asaltado por cientos de personas que huyen también de los alemanes. Zogú no les niega ayuda hasta que el capitán ordena que se impida la subida a más gente pues puede peligrar la estabilidad de la pequeña nave. El rey, la reina, el príncipe heredero y las dos princesas hermanas del rey comparten los apretones con franceses, judíos, polacos, checos y otros antifascistas, tan desafortunados como ellos en esos momentos.


En Londres, Zogú establece contactos con los demás reyes y gobernantes en el exilio. Soporta los bombardeos como un londinense más. Y lee, con tristeza, en los periódicos, que los albaneses enrolados en el ejército italiano participan contentos en la invasión de Grecia. El Foreign Office le ofrece, un día, la opción de trasladarse a Grecia para organizar un cuerpo de voluntarios albaneses. El rey acepta con prontitud, pero llegada la hora de partir le avisan de Atenas que el gobierno griego no permite la estancia de la familia real albanesa en su tierra. Al día siguiente, Zogú se entera que el avión donde tenía que haber viajado él se había estrellado, en ruta, y todos sus pasajeros resultaron muertos. Había salvado su vida, pero también había perdido, quizá, la última oportunidad de salvar a su pueblo.



Zogú y su familia (1942)


En 1943, Italia pedía el armisticio. Las tropas alemanas reemplazaron a las italianas en Albania. Después de la evacuación alemana, en 1944, tocó el turno a los soviéticos. A fines de aquel año, Enver Hodja (un intelectual que había sido co-fundador del Partido Comunista Albanés y elegido secretario general provisional) ya controlaba casi toda Albania. Ayudado por las tropas soviéticas, Hodja se hizo con la totalidad del país y, en enero de 1946, Albania se constituía en “República Popular”.


Entonces Zogú y Geraldina, acompañados de su hijo, de las hermanas del rey y de los hijos de éstas, continuaron su exilio embarcando hacia Egipto. El rey Faruk había dado órdenes de que su invitado fuera tratado como soberano reinante. Cuando la familia real albanesa desembarcó en Port Said, el jefe del gobierno egipcio y sus ministros se hallaban en el muelle, esperándoles. Un destacamento militar les rindió honores.


Desde Alejandría, donde se instalaron, Zogú intentó establecer lazos con los pocos albaneses exiliados, pero le resultaba difícil porque estaban dispersos por todas partes del mundo. Expresaba en público su posición política: “Yo represento la legitimidad… La monarquía que yo regía era muy distinta del sistema opresivo de origen extranjero impuesto ahora al pueblo albanés”. Incluso se instaló en El Cairo una legación de “Albania libre”.





Pero sus cuitas no habían terminado. En 1952, el general Naguib derrocó a Faruk de Egipto y poco a poco fueron desapareciendo las amabilidades que acunaban a Zogú. Se le cerró la legación de “Albania libre” y con ella la asistencia pecuniaria que figuraba en las listas del Ministerio de Asuntos Exteriores, se le prohibió hacer manifestaciones políticas… y hasta se le difamó en la prensa, acusándole falsamente de haber realizado estafas y negocios sucios con el extranjero a través de la valija diplomática (privilegio que le había concedido Faruk y del que, prácticamente, no había hecho casi uso). Era un prisionero, aunque no entre rejas.


En el verano de 1955 se le permitió salir de Egipto. La familia se instaló en Cannes, Francia, donde el rey, aquejado de varias dolencias, se dedicó a escribir sus memorias. En 1961, encontrándose en la región parisina, se vio atacado de una fuerte crisis y el 9 de abril murió en el hospital Foch, en Suresnes, donde había sido trasladado. La reina Geraldina y el príncipe Leka se fueron a vivir a Madrid, porque España era el país más barato de la Europa no comunista. Zogú había muerto prácticamente en la miseria y los hermanos de Geraldina también habían sido expropiados por los comunistas húngaros.




Armas reales de Albania


Mucho se habló de que, al huir de Albania en dirección a Grecia, Zogú había sacado grandes cantidades de dinero procedentes del Tesoro nacional. Pero éste no era precisamente muy boyante y Zogú pasó la frontera griega sólo con lo puesto. En cuanto al viaje de Geraldina (cuya salud preocupaba dada su reciente maternidad), la reina no se ocupó de nada, ya que no estaba en condiciones de hacerlo. Su esposo sólo puso en sus maletas, además de ropa, una cantidad respetable de monedas de oro procedente de la venta de unos bosques del propio patrimonio húngaro de Geraldina. Y sus joyas, piezas que se fueron vendiendo, sobre todo en la última etapa egipcia y francesa, cuando no los amparaba nadie. Antes, los gobiernos anfitriones les proporcionaban un razonable medio de vida, sin boato, pero lo suficientemente generoso para mantener a una familia real en el exilio. Eran invitados de esos gobiernos: Grecia, Francia, Inglaterra y el Egipto de Faruk.


En España, para poder vivir, Geraldina vendía sus recuerdos a la prensa rosa. La belleza que, cuando se casó con Zogú, asombró a Europa, aún conservaba su prestancia. Leka se puso a trabajar en una empresa privada española. Lo evidente era que, si a Zogú no se le hubiera interpuesto en su camino uno de los prolegómenos de la Segunda Guerra (la invasión italiana, al mejor estilo alemán), había podido acabar de modernizar el país.


La reina madre Geraldina, con su hijo Leka I, la esposa de éste, Susan y el heredero Leka II

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