La Gran Senescala de Normandía, esposa –y luego viuda- de Louis de Brézé, conde de Maulevrier, tenía 31 años cuando el príncipe Enrique, de apenas 11, segundogénito de Francisco I de Francia, se prendó de ella. Podría pensarse en un capricho de adolescente que los psicoanalistas atribuirán sin duda a la necesidad de la figura materna, faltante desde la muerte de la reina Claudia, seis años antes. Sin embargo, la pasión de Enrique de Valois por su bella iba a durar casi tres décadas, hasta la muerte de él, convertido en el rey Enrique II.
Es Diana de Poitiers una de las personalidades más fascinantes de la historia galante de Francia. Su inteligencia anduvo a la par de su legendaria y acreditada belleza. Había sido educada en el entorno de una princesa de Francia, Anne de Beaujeu, Duquesa de Borbón, hija de Luis XI y hermana de Carlos VIII. Su padre le había enseñado a cabalgar y a cazar, el entrenamiento físico más importante para la aristocracia del siglo XVI. A los seis años tenía su propio halcón y en pocos años pudo dominar cualquier animal de las caballerizas de su padre. Como otras damas de su tiempo, al cabalgar Diana llevaba una máscara de terciopelo negro para proteger su rostro y evitar los golpes de las ramas. Llegó a ser una de las damas de Anne y, pese a las interminables recepciones formales y largas lecciones dedicadas a los modales de la corte, se las ingeniaba para tener tiempo para sus desenfrenadas cabalgatas.
Las tres medialunas de Diana de Poitiers
Casarse con el poderoso nieto de Carlos VII y de Agnès Sorel le confirió una posición destacada en la corte de Francisco I: fue dama de honor de la reina Claudia y pasó a ser considerada como una de las tres principales señoras del reino. Su belleza no pasaba inadvertida ante los ojos del rey, pero su reputación moral hizo que el único comentario que el monarca colocara debajo de su retrato en la Galería de Damas de la Corte fuese: Belle a voir, Honnete à hanter (“Bella para mirar, honesta para conocer”).
En una justa de caballería en 1531 durante los festejos por la boda del rey viudo con Eleonora de Portugal, también reina viuda, Diana inflamó el corazón del príncipe Enrique. Estaba sentada en un lugar de honor y su piel traslúcida se destacaba aún más por el pálido verde de su vestido –hasta la muerte del Gran Senescal ella solo vistió de verde-. Su cabello peinado à-l’escoffion estaba sujeto por una red de seda salpicada de perlas y guarnecida por una tira de seda con incrustaciones de pedrería. La amante del rey, Anne d’Etampes, había sido consagrada la más hermosa, pero, según Brantôme, la Grande Sénéchale era “la belle parmi les belles” (“la bella entre las bellas”).
Los jóvenes príncipes –el Delfín y su hermano- debían cabalgar uno tras otro, lentamente, frente a los espectadores. En la tradición de las justas debían inclinar la lanza ante la dama cuyo favor deseaban y cuyos colores iban a usar ese día. Para sorpresa y diversión de todos, Enrique se detuvo frente a la Gran Senescala y se ofreció a honrarla y protegerla si ella le permitía llevar su color verde y blanco. Era un gesto encantador de un muchacho de doce años a una importante dama de treinta y, naturalmente, ella dio su consentimiento. Los príncipes resultaron vencedores y Diana pidió al rey si permitía que Enrique fuese su joven caballero. Era el afianzamiento del principio de la relación entre ambos.
A la muerte de Louis de Brézé, Diana llevó el luto sinceramente y, desde el día de su muerte, como muchas viudas de las grandes familias, sólo vistió de negro, pero le agregó prendas, ribetes o cintas de color blanco. La Grande Sénéchale lucía tan hermosa con su rostro descubierto ornado por los cabellos rojizos y sus vestidos blancos y negros, que a partir de entonces esa combinación se transformó en la moda para las viudas de la aristocracia. Sin proponérselo, Diana se convirtió en la mujer con más influencia en el estilo de la época.
Los primeros tiempos de su viudez permaneció en el castillo de Anet, en Normandía. Durante ese retiro, comenzó a preocuparse por su aspecto ya que, a los treinta y uno, se estaba acercando a lo que en ese entonces se consideraba una edad mediana. Dotada durante toda su vida de gran energía y buena salud, nunca había dejado de ejercitar su mente y su cuerpo, en esto radicaba el secreto de su belleza. En ese momento se concentró en conservar su rostro perfecto. El futuro de Diana estaba en la corte.
Su rutina diaria era sorprendente. En verano e invierno, con cualquier clima, se levantaba al alba y se bañaba con agua helada. Su desayuno consistía solamente en una taza de caldo hecho en casa (más tarde lo describirían como una poción mágica) y enseguida partía en una cabalgata de tres horas por los campos que rodeaban el castillo. Al regreso tomaba una comida muy simple y descansaba hasta el mediodía. Solo entonces comenzaba a atender sus obligaciones de Grande Sénéchale.
En 1533, dos años después de la muerte de su esposo, Diana de Poitiers regresó a la corte por invitación del rey. Había decidido que todos sus contemporáneos la viesen como una viuda en duelo perpetuo por su esposo. Durante el resto de su vida, en todo lo que creó y construyó, así como en su vestimenta, Diana siguió siendo oficialmente una viuda. Brantôme describió lo bien que le sentaba el luto y cómo todos sus vestidos estaban diseñados como para destacar lo más posible su figura. Agregaba que “su estilo expresa más lo mundanal que el luto y, sobre todo, destaca siempre su bellísimo cuello”. Sus prendas estaban siempre confeccionadas en seda pura. El contraste del negro y el blanco destacaba su piel espectacularmente blanca y su cabello dorado sujeto en redecillas de seda blanca salpicadas de perlas. A menudo ella colgaba hileras de perlas de ambos hombros, que se unían en un corsage negro con un escote profundo. Alrededor de su pequeña cintura solía llevar una cadena de plata trabajada. Las mangas eran ajustadas en los brazos y a la altura de los codos estallaban en una delicada y blanquísima muselina que volvía a ajustarse en los puños. Si es que calculaba el efecto, indudablemente lo hacía para agradar.
Fachada de Fontainebleau con las iniciales de los amantes
Se piensa que Diana y Enrique se hicieron amantes en 1538, cuando el príncipe tenía dieciocho años. La sensualidad, la inteligencia y la sabiduría de Diana fueron parte de la magia que encantó al joven príncipe tanto como la belleza física, la fuerza y la salud de su dama. Sus últimos años en la corte habían pulido y mejorado su condición de mujer que respondía a los ideales del Renacimiento: era bien educada, culta y, además, comprendía el mundo de los hombres, conocía de política, de dinero y de poder. Sabía muy bien cómo utilizar sus encantos para complacer a quienes amaba y cómo hacer para alcanzar lo que ambicionaba. Su padre le había enseñado desde temprana edad a consolidar la posición de su casa y de sus bienes y, de ser posible, a acrecentarla. Esto era lo que se esperaba de una dama de su alcurnia y su educación en el siglo XVI.
En su relación amorosa no fue ni vulgar ni desaprensiva y, cuando por los normales imperativos dinásticos su amante real hubo de casarse, recibió a la elegida, Catalina de Médicis, con gran deferencia. Llegó, incluso, a empujar a Enrique a la alcoba de ésta para que cumpliera con sus deberes conyugales. Su familiaridad con los príncipes nacidos de la real pareja era tal que ellos la llamaban “tía”.
La diosa de la caza bajo la imagen de la favorita
Con el acceso al poder de Enrique II, la diosa Venus, símbolo de Francisco, dejó de dominar la escena y fue reemplazada por Diana, diosa de la caza y de la luna. La Grande Sénéchale escogió entonces sus símbolos tomándolos de la mitología: la media luna, el arco y las flechas de la cazadora, la ambigua Delta triangular (la D del alfabeto griego y el real ménage à trois) y el nuevo soberano blasonó con ellos su reino. En su escudo de armas utilizaba el antiguo diseño de los Poitiers, una antorcha flameante invertida con el lema Qui me alit me exinguit (“Sólo el que me enciende puede apagarme”).
A partir de su relación con Diana, Enrique y su entorno se habían vestido con sus colores, blanco y negro o plata. Así vestido iba a los campos de batalla, con un emblema donde aparecía una esfera con una media luna dentro (a veces con dos) y un letrero que rezaba Donec totum impleat orbem (“Su devoción será conocida en todo el mundo”). Cuando fue coronado en Reims en 1547, Enrique II, para asombro de los presentes, usó un manto negro y plata, adornado con medialunas entrelazadas formando un círculo. Por todas partes estaba impreso su monograma personal: dos medialunas uniéndose a los extremos de la “H” de Henri formando una letra “D” de cada lado. Diana estuvo presente en la ceremonia como la Principal Dama de Honor de Catalina de Médicis. En ninguna parte se veían las iniciales de la reina.
Días después, en la entrada oficial del monarca en París, Diana pudo ver su propio emblema bordado con grandes perlas blancas sobre la capa de terciopelo negro del rey. La guardia personal de Enrique también llevaba sus colores blanco y negro y una medialuna plateada en sus libreas, así como las iniciales H y D. Toda la corte estaba vestida de la misma manera.
A Catalina de Médicis le faltaba poder pero le sobraba lujo. Brantôme describe el esplendor de su corte, la opulencia de sus banquetes, la abundancia de oro y objetos de arte. Su séquito llevaba los atavíos más ricos del reino, hechos en pesados terciopelos y brocados de seda de colores brillantes, cubiertos de oro y plata. “En ningún lugar del mundo –afirma- había algo que pudiese igualar este espectáculo”. Y en medio de todo este suntuoso caleidoscopio se erguía una dama alta y esbelta, quien, en blanco y negro, contrastaba con todo lo demás.
Enrique siempre se refería a ella como Ma Dame (Mi dama) y sus súbditos la llamaban Madame, como lo hubiesen hecho con una hermana o una hija del soberano. El rey le restituyó las tierras y las rentas de su esposo en Anet y luego le obsequió el más bello de los castillos de Francisco I, la obra maestra del Renacimiento francés: Chenonceaux, en las orillas del río Cher en Touraine. La nombró Duquesa de Valentinois y le regaló varias magníficas casas en París, granjas y cotos de caza; finalmente la hizo virtualmente señora de Fontainebleau, que podía transformar como mejor le placiera.
Retrato de Diana como cazadora en el Salón de Francisco I en Chenonceaux
Así como el entusiasmo por las cacerías, Enrique y Diana también compartían la pasión por los caballos. Ambos lucían espléndidos cuando montaban y a menudo elegían sus cabalgaduras para hacer juego con sus atavíos. En Anet, Diana ofrecía las mejores jornadas de caza y organizaba excursiones en entornos románticos. Por las noches daba magníficos banquetes en salones especialmente diseñados para resaltar su belleza, con mullidos sofás y sillas tapizadas de terciopelo negro, brocados plateados y aplicaciones de satén en forma de medialunas de oro.
Ella aparecía representada en todas partes dentro de la simetría, la serenidad y la perfección clásica de la arquitectura de Philibert de l’Orme. Su monograma, su emblema o su lema se encuentran en todas las puertas, en los picaportes de bronce y en las repisas. El emblema HD, la medialuna y las D entrelazadas aparecen en el mármol negro de los pisos y están grabadas en grisaille d’Anet, una técnica que inventó allí Jean Cousin para las ventanas. En cada pieza del mobiliario, en los bordados de cada tapiz hay algún símbolo que representa a la favorita como la diosa Diana. En su habitación, la gran cama aun hoy aparece cubierta por estos símbolos. Allí, siempre que Diana estaba sola, dormía con grandes almohadas que la sostenían erguida para evitar que su rostro se arrugase.
Brantôme describió el castillo así: “La bella casa de Anet, que será considerada en todas las épocas como una de las poseedoras de esa exquisita decoración francesa que jamás se verá en otra parte”.
Por supuesto, la duquesa de Valentinois no quiso limitarse a desempeñar su puesto en la vida privada del monarca, sino que intervino activamente en la política del reino. Se apoyaba en el partido católico, liderado por los Guisa, casa a la cual protegió y favoreció cuanto pudo y a la que se hallaba unida por lazos familiares: sus dos hijas se habían casado con sendos príncipes pertenecientes a ella. A partir del momento en que Enrique II accedió al trono, Diana se transformó en la persona más poderosa del reino. Se decía que solamente la reina Isabel de Inglaterra podía rivalizar con ella en cuanto a riquezas y posesiones.
Diana de Poitiers conservó una belleza inverosímil. Cuenta Brantôme, que la visitó poco antes de su muerte, que a los sesenta y cinco años su piel era blanca y diáfana como la de una jovencita y sin necesidad de afeites. La encontró “tan bella que hasta un corazón de piedra se hubiera conmovido”. Hay abundantes historias acerca de sus secretos de belleza: que se bañaba en polvo de oro o en leche de animales preñados, que bebía unos caldos en los que ponía oro potable y ciertas drogas, que utilizaba pociones mágicas. Lo cierto es que se lavaba todos los días, práctica nada habitual para la época y que lo hacía con agua de pozo o de lluvia y en ocasiones con leche de burra, además practicaba siempre sus cabalgatas matinales y prefería frutas y verduras antes que las copiosas comidas renacentistas. Brantôme no era fácilmente impresionable ni dado a exagerar, por lo que la duquesa de Valentinois debía ser efectivamente un prodigio viviente.
Excelente reseña y buena redacción. Muchas gracias por la información.
ResponderEliminarMuy buena información, aunque, ¿alguien tendrá más información acerca de los símbolos?
ResponderEliminarExcelente !!
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