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domingo, 11 de septiembre de 2011

El Gran Vatel


Luis II, 4º príncipe de Condé, vivió entre 1621 y 1686; sesenta y cinco años de fructífera y agitada vida, de los cuales más de veinte estuvo al mando de las tropas francesas. En 1643, a las órdenes del general Enrique de Turena, derrotó a los muy bravos tercios españoles en Rocroi, durante la larga guerra de los Treinta Años y tuvo otras brillantes victorias, como la de Friburgo (1644), Nordilingen (1645) y Lens (1648). La lista de sus méritos militares es larga.

El noble Condé era rico, pero aparentaba más de lo que tenía, teniendo su hogar en el impresionante castillo de Chantilly en el Valle de l’Oise, cerca de París y entre otros detalles, por tener a su servicio al mejor, al más codiciado y fiel de los servidores. Administrador, anfitrión y cocinero: François Vatel.

Fritz Karl Watel era el maestro de ceremonias y festejos en el Castillo de Chantilly, residencia oficial del Gran Condé en Francia. Era reconocido con el sobrenombre de “El Gran Vatel” y repetía que para ser un buen cocinero se requerían condiciones especiales, actitud y devoción, que exigía religiosamente a sus numerosos ayudantes. Llevaba el título de mejor cocinero de Francia con una cierta altivez, luchando en su interior con una fuerte timidez de nacimiento. Le gustaba recibir la admiración del propio rey Luis XIV y de la reina María Teresa, pero la fama le ocasionaba emociones encontradas que guardaba muy en su interior.

En 1653, a la edad de veintidós años, había sido contratado como pinche de cocina en el palacio de Vaux-le-Vicomte, en fase de construcción por el marqués Nicolas Fouquet, que sería nombrado ese mismo año Superintendente de Finanzas por el cardenal Mazarino, regente del todavía menor de edad Luis XIV. Activo y dotado para la organización, Vatel fue rápidamente nombrado «maestro de ceremonias» de Fouquet.


El 17 de agosto de 1661, el Superintendente invita al rey Luis, de veintitrés años de edad, junto a la reina madre Ana de Austria y toda la corte, a celebrar la inauguración de Vaux-le-Vicomte. Vatel, como maestro de ceremonias de su señor, organiza una grandiosa fiesta, seguida de una cena de ochenta platos, treinta mesas de buffet y cinco servicios de faisanes, codornices, perdices… todo servido en una vajilla de oro macizo creada expresamente para la familia real junto a otra de plata para el resto de la corte. Ochenta y cuatro violines interpretaron obras de Jean-Baptiste Lully, compositor favorito del rey, entre las cuales se escenificó Les Fâcheux, una comedia-ballet fruto de la colaboración entre Molière y Lully, compuesta para la ocasión.

El 5 de septiembre de ese mismo año, una supuesta afrenta personal finaliza con el arresto de Fouquet por el teniente mosquetero D'Artagnan por orden del rey tras un consejo en Nantes, acusado de malversación de fondos por su celoso rival Jean-Baptiste Colbert, que ocupará su cargo. La condena de destierro es agravada con reclusión perpetua en la fortaleza de Pignerol.



François Vatel ignora que el rey desea requisar el personal de servicio de Fouquet para su nuevo palacio de Versalles; aun así huye a exiliarse en Inglaterra por temor a ser también detenido. Conoce a Gourville, un amigo de Fouquet con el que se reencuentra en Flandes, donde éste convence al príncipe Luis II de Borbón-Condé, el Gran Condé, de que contrate a Vatel para su castillo de Chantilly.

En 1663, François Vatel es nombrado «contrôleur général de la Bouche» del Gran Condé, es decir, es el encargado de la organización, de las compras, del abastecimiento y de todo aquello que corresponde a «la boca» de palacio. El 21 de abril de 1671, tras muchos años de espera y de importantes trabajos de renovación de su palacio, el Príncipe de Condé, caído en desgracia después de haber participado en la rebelión nobiliaria de la Fronda contra Luis XIV y al borde de la ruina, invita al rey y a toda su corte de Versalles.

La cumbre de su carrera profesional sería alcanzada durante esa publicitada fiesta, para tres mil convidados. Una gran fiesta de tres días y tres noches, de la noche del jueves a la del sábado, incluyendo sus respectivos banquetes. Encargo más complicado y difícil... ¡Imposible!

El Gran Condé


Y sobre todo porque el príncipe de Condé pensaba conseguir gran provecho de su inversión, en lo político y en lo económico, para lo cual tenía que seducir al rey –al igual que hizo Fouquet- y escenificar esta reconciliación estratégica con toda la corte. Esta recepción, que el mismo monarca había sugerido y que llegaría a costar 50.000 escudos reales, debería marcar por completo el retorno en gracia y el perdón de Luis XIV para poder ofrecerle su ejército personal, el más temido del reino, en la guerra contra Holanda y así colmar sus arcas. El destino de la Casa de Condé dependía en gran parte del éxito que alcanzaran los festejos, por lo que recae toda su responsabilidad sobre su ingenioso maestro de ceremonias, quien tan sólo tiene quince días para preparar los elaborados menús y sus grandiosas puestas en escena.

Para la minuciosa organización de ese colosal y frívolo espectáculo en Chantilly se empleó un ejército de profesionales, todos al mando del Gran Vatel. Estricto programa de actividades, planos de ubicación en los salones, distribución de las habitaciones según el rango y sobre todo para la conveniencia sensual de los cientos de amantes que desearían cercanía y discreción. Un menú diferente para cada uno de los cinco servicios diarios. La adecuación de las cocinas y los almacenes, la coordinación con los proveedores, el entrenamiento a los servidores, planificación, administración, control, es decir, de 18 a 20 horas diarias, jornada a jornada y Vatel llegaba a la estricta concentración para su único objetivo: el éxito absoluto.


La obsesión inundaba los ambientes y crecía, cada día, cada hora, con la multiplicación de problemas por resolver, pequeños, medianos, imposibles y a medida que avanzaba el calendario, Vatel iba perdiendo peso, pues literalmente no tenía tiempo ni para comer. A esta montaña de presión se sumaban los pedidos del príncipe de Condé, primero amables, casi suplicantes y que luego se fueron convirtiendo en veladas amenazas, luego directas y violentas.


Por otro lado llegaba un caudal inacabable de caprichos reales, misivas-órdenes de todo tipo, directamente desde Versalles, indicando “detalles extravagantes” sobre sabores, colores, flores, surtouts (centros de mesa), perfumes, vinos, juegos temáticos, espectáculos teatrales: esto sí y lo otro no y lo de más allá tampoco. El Rey Sol era una máquina de pedidos diarios, contradictorios, absurdos, es decir, de todo para hacer picadillo el hígado del personaje de la más santa paciencia.

El Príncipe de Condé cedería sus aposentos al Rey, se habilitarían salas en el château para alojar a los principales miembros de la Corte y sería necesario preparar adecuadamente las mansiones del pueblo de Chantilly para albergar al resto de invitados. Todos los preparativos correrían económicamente a cargo del príncipe, por lo que Vatel debía hacer lo imposible para surtir el castillo de las viandas necesarias, cristalería, vajilla, cubertería y todos los elementos para satisfacer a la refinada corte francesa.

Días antes del magno evento llegó al efervescente Chantilly una comitiva real, formada por nobles de Versalles, para verificar y sugerir detalles de último momento, y en el centro de esa delegación brillaba como el lucero del alba la futura favorita del rey, Françoise Athénaïs de Rochechouart de Mortemart, marquesa de Montespan, más conocida como Madame de Montespan. Nacida en una de las más antiguas familias nobles de Francia -la Casa de Rochechouart-, Madame de Montespan sería llamada la verdadera Reina de Francia durante su relación romántica con Luis XIV, debido a la persuasión de su influencia en la corte.



Ese poder de persuasión y sus mil ardides diferentes para seducir cogieron al interesante, profundo y extraño hombre encargado de la organización que apenas había reparado en ella con las defensas bajas por el cansancio y la preocupación. En menos de lo que canta un gallo estaba rendido ante los encantos de tan singular dama.

La inmensa carga de trabajo, los problemas por resolver, las palpitantes preocupaciones, dudas, temores y angustias quedaron atrás frente a la pura pasión de esa noche de verano. Cuando Vatel despertó de ese torbellino maravilloso estaba feliz y exhausto. Los mil relojes del castillo de Chantilly lo devolvieron a la realidad: al día siguiente comenzaba la fiesta. Saltó del tibio lecho de rosas de la bella como un resorte y ya estaba dando órdenes a discreción, sin parar y a una velocidad creciente, todo debía quedar a la perfección. De vez en cuando sentía en la comisura de sus labios restos de ambrosía, que lo mareaba. Hacía una pausa, recobraba el aliento y seguía en su febril actividad.


No había tenido tiempo de evaluar sus actos, su debut como seductor. ¡Nadie lo hubiera imaginado! Por supuesto, ni siquiera se le ocurrió pensar que su atormentada y plebeya cabeza correría peligro de quedar en su sitio si alguno de los Luises de su entorno o el poderoso ministro Lauzun se enteraban de aquella loca pero deliciosa aventura.

Fanfarrias de trompetas, serpentinas, desfiles de comparsas. Nunca la alfombra roja estuvo tan transitada con la llegada de un rey y su bulliciosa corte. De esta manera se inició el largo programa de actividades, los juegos, las comidas, los amoríos... todo discurría como un torrente, más o menos organizado, previsible, controlable. El gran Vatel, siempre ocupado, presuroso, nervioso, apenas tenía tiempo para intercambiar una mirada lejana con la Montespan. El chef añorante reclamaba con urgencia un pronto y nuevo encuentro amoroso, sentía que necesitaba ese néctar de vida para frenar ese corazón desbocado que amenazaba con estallar de pasión.

Pero la cruda realidad golpea la vida de un plebeyo enamorado de una aristócrata. El pretexto histórico fue la demora del proveedor en la entrega del pescado, plato principal del tercer día de la fiesta inolvidable, pero este hecho que reseña el mito realmente fue solo el guijarro que se suelta de la cima de una montaña, casi por descuido, involuntario, y que poco a poco va tomando fuerza y velocidad en su caída cuesta abajo, llamando a gritos a otros compañeros de infortunio, de triste realidad. Ecos sordos de incomprensión de los azares del destino inundaron el ambiente, de pronto ya nada tenía sentido y del fondo de su alma brotó una luz muy intensa. Por primera vez en su vida lo veía todo claro, transparente, nítido.





Era un gran estúpido al pensar siquiera por un momento que esa estrella fugaz fuera una posibilidad para él. Era un absurdo imaginar que el gran Vatel pudiera competir en amoríos nada menos que con el Rey Sol. Se sintió decepcionado, pequeño, ridículo, corriendo de aquí para allá para satisfacer todo tipo de pedidos. Se le retorció el alma, ya nada tenía sentido y tras una voluta de desesperanza y en medio de una desolación absoluta desapareció. Era la tarde del sábado 25 de abril de 1671.

Recién ahora, a las luces de la ciencia y con amplio conocimiento sobre los extraños comportamientos causados por el estrés y la depresión, comprendemos qué llevó al gran Vatel a ir pausadamente a sus aposentos, coger su afilada espada y partirse el corazón. Podría haber escogido un buen veneno o clavar la resplandeciente hoja en su estómago, pero como respetuoso amante de los placeres gastronómicos, jamás consideró estas opciones. De acuerdo con algunas versiones de la historia, su cuerpo fue encontrado por un ayudante que fue a avisarle que el pescado había llegado.

El príncipe de Condé lo maldijo diciendo que lo “mataría” por esa insensatez de abandonarlo en el último día de la fiesta. Al final, los rodaballos, muy apreciados por la alta sociedad francesa de la época, llegaron y fue Gourville, Intendente del Príncipe de Condé quien ocupó el lugar del Gran Vatel. Para el rey y sus cortesanos, el suicidio de Vatel fue una anécdota más en la larga lista de temas de sobremesa.




Es probable que él no hubiese inventado la crema batida para esta ocasión y que fuese conocida tiempo antes del banquete, pero el drama y la subsecuente descripción de la comida por parte de los comensales ayudaron a popularizar la crema batida para el uso de los postres.


Vatel para la posteridad

Aunque haya pasado a la posteridad por ser el creador de la Crême Chantilly -de la Mantequilla Colbert (mantequilla maître d'hotel con glace de carne), del Arroz Condé (pastel de arroz moldeado) y del Puré Condé (puré de frijoles rojos)-, el ingenio de Vatel como maître es indiscutible en la historia de la gastronomía francesa.

Ejerció en el periodo que sigue a la publicación en 1650 de El cocinero francés, por François Pierre de La Varenne, libro que marca los inicios de la alta cocina francesa. A lo largo de los veinte años siguientes, Vatel sentó las bases de un protocolo gastronómico que estuviese a la altura de tan refinado arte culinario. No sólo elegía los menús, organizaba el avituallamiento y vigilaba la elaboración de los platos, también decidía la disposición y la decoración de las mesas y de los salones, orquestaba las tareas del personal de servicio y escogía los divertimientos para los comensales. Su fuerte era la creatividad estética, mediante asombrosas presentaciones con fuego, agua o hielo compitiendo con refinados sabores, aromas y colores. Vatel fue, ante todo, un maestro de ceremonias innovador en el arte de agasajar.


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