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viernes, 29 de abril de 2011

Reina y poeta: Elisaveta de Rumania

Elisabeth Pauline Ottilie Luise zu Wied nació en Schloss Monrepos, en Neuwied am Rhein, el 29 de diciembre de 1843. Falleció siendo Elisabeta, reina de Rumania, en Bucarest, el 2 de marzo de 1916. Era hija del príncipe alemán Guillermo Carlos de Wied y su esposa, la princesa Marie de Nassau (hermana del Gran Duque Adolfo de Luxemburgo).





Firma de Elisabeta


Pudo haber sido princesa de Gales y luego reina de Gran Bretaña, ya que figuró en la lista de eventuales novias para Edward –Bertie-, el hijo mayor de la reina Victoria. También pudo haber sido princesa de Gran Bretaña e Irlanda y duquesa de Edimburgo, para convertirse más tarde en duquesa de Coburgo, ya que fue una de las posibles esposas para Alfred –Affie-, el segundo hijo varón de Victoria.

Pero acabó casándose con un príncipe germano, Karl de Hohenzollern-Sigmaringen, que había sido designado príncipe soberano de una recientemente independizada Rumania. Con el tiempo, Karl se transformó en el rey Carol I, fundador de la dinastía de los Hohenzollern en Rumania. Y Elisabeth, en la reina consorte Elisabeta.

Demostró que un espíritu artístico y una notoria tendencia a mostrarse extravagante pueden combinarse con una concienzuda representación del papel de reina en un país extraño. A diferencia de su gran amiga, la emperatriz Sissi, Elisabeta de Rumania se tomaba muy en serio su posición, cumpliendo con el máximo esmero sus deberes protocolares y participando activamente en la vida rumana. Incluso su talento literario lo puso, en gran medida, al servicio de su patria adoptiva. No se limitó a crear aforismos o románticas novelas, sino que también realizó una gran labor de recopilación y difusión de las leyendas que se habían transmitido de generación en generación entre los rumanos. Así, contribuía a darle una sugestiva presencia a aquel país entre las demás naciones de Europa.

El Príncipe Herman von Wied


Nació siendo una princesa de las muchas dinastías germánicas, sólidamente arraigadas pero sin un lustre extraordinario. Hermann de Wied, el padre, había completado sus estudios en la célebre universidad de Göttingen, había viajado a lo largo y ancho de Alemania, había adquirido el necesario barniz de refinamiento social y cultural en Francia; todo eso para servir en un regimiento de la guardia en Berlín antes de hacerse cargo de la administración de sus estados hereditarios, no demasiado extensos. A su debido tiempo, contrajo matrimonio con Marie de Nassau, quien había nacido en Briebich, en el ducado de Nassau, gobernado por su padre, el duque Wilhelm. Un matrimonio bastante ventajoso, sin lugar a dudas.

Para una princesa perteneciente a una dinastía de moderado prestigio, las conexiones constituyen un asunto crucial. En su caso, vendrían por vía materna, a través de Marie de Nassau. Dos de los hermanos mayores de ésta realizaron bodas espléndidas: Therese se casó con Peter de Oldenburg, cuya madre había sido la Gran Duquesa rusa Ekaterina -Katia- Pavlovna (hija del zar Pavel I, hermana de los zares Alexander I y Nikolai I) y su padre el Gran Duque de Oldenburg. Adolph de Nassau contrajo nupcias con la Gran Duquesa Elisabeta Mikhailovna, hija del Gran Duque Mikhail Pavlovich -un hermano menor de la citada Katia- y de la princesa Helena de Württemberg.


Marie von Nassau-Weilburg, Princesa de Wied


Cuando Marie, reciente esposa de Hermann de Wied, dio a luz a su primogénita, enseguida se decidió llamarla Elisabeth, nombre que hacía honor a sus dos madrinas de bautismo: Elisabeth Ludovika, princesa de Baviera, por matrimonio reina de Prusia, y la encantadora Gran Duquesa Elisabeth Mikhailovna de Rusia, a la sazón todavía prometida con Adolph de Nassau. De esa manera, ya se estaba estableciendo un eje de conexiones Berlín-San Petersburgo en torno a la criatura.

La infancia de Elisabeth discurrió en un entorno de notable placidez, pese a las preocupaciones por la severa minusvalía de su hermano menor, Otto, y la salud delicada del padre. Otto falleció a los doce años, llevándose consigo los recuerdos de un reciente viaje con sus padres y hermanos por el norte de Italia. Pero la familia quedó consternada. Asimismo, Hermann de Wied falleció en marzo de 1864. Y una vez más, Elisabeth dio rienda suelta a una amarga desolación.


A pesar de ser una princesa de menor categoría, la joven, merced al entramado de relaciones familiares, había hecho numerosos viajes por toda Europa y había recibido una esmerada educación, con particular énfasis en los idiomas. Dado que era por naturaleza muy artística, se le había animado a leer y escribir, pero también se le habían facilitado los mejores maestros para que aprendiese a tocar diversos instrumentos. Elisabeth mostró una singular atracción por la música. Mientras desarrollaba la técnica, mostraba un singular talento para tocar el violín (un instrumento que, en general, no se consideraba femenino: lo ideal era que las princesas, aristócratas y muchachas de buena familia aprendiesen a desenvolverse ante un piano, porque quedaba más decorativo en las veladas musicales en boga).


Schloss Monrepos


En general, era una joven encantadora, que ansiaba aprender, que estudiaba con ahínco, que evolucionaba favorablemente no sólo en las materias de tipo creativo-artístico que tan bien cuadraban con su carácter romántico. Sin embargo, no podía catalogarse de belleza, ni mucho menos; no poseía un encanto peculiar que supliese la falta de hermosura; era demasiado llamativa y un poco estridente. Sus facciones carecían de la delicadeza que sí poseían los rasgos de su madre, Marie de Nassau-Weilburg. Elisabeth, además, carecía de elegancia innata o adquirida. Por resumirlo, era una de esas chicas "de interiores", no "cara el exterior".


Los proyectos de boda inglesa no prosperaron (Edward, el Príncipe de Gales, acabaría casándose con Alexandra de Dinamarca, una de las grandes beldades de la época, suave, sentimental, no demasiado brillante en el plano intelectual y nada inclinada a veleidades artísticas). En 1861, desvanecida cualquier esperanza de boda con Bertie, Elisabeth acompañó a su madre a la corte de Prusia. Una versión indica que, hallándose ambas damas en un baile en palacio, la cola del magnífico vestido de gala de la joven se enredó entre sus piernas. Elisabeth trastabilló, perdió por completo el equilibrio y estuvo a punto de caerse por las escaleras. En el último momento, un caballero se acercó, raudo, a sostenerla para evitar que protagonizase, bien a su pesar, tan bochornosa escena pública.

El caballero era el príncipe Karl Eitel von Hohenzollern-Sigmaringen. Era hijo de Karl Anton, príncipe de Hohenzollern-Sigmaringen, y la esposa de éste, Josephine de Baden, emparentada a través de su madre, Stephanie de Beauharnais, con la emperatriz Josephine. Karl había recibido formación militar en la prestigiosa Escuela de Artillería de Berlín, de dónde salió con rango de oficial para incorporarse al ejército prusiano.


El Príncipe Karl


El episodio de la escalera entre Karl Eitel y Elisabeth podía haberse quedado en nada. De hecho, la princesa retornó a Neuwied con su madre sin que se hubiese avanzado por el camino del romance con el guapo oficial que la había salvado de una caída aparatosa. Poco después, se presentaría el príncipe Alfred de Gran Bretaña en Neuwied y Elisabeth, a instancias de su madre, hizo lo que pudo por gustarle al segundo hijo varón de la reina Victoria. Si a Affie le hubiese seducido el concierto de violín en la arboleda clareada por la luz de la luna, la suerte de Elisabeth habría estado echada. Pero Affie salió corriendo, despavorido. Y Elisabeth permanecía soltera.


Karl Eitel, en cambio, se había quedado muy impresionado con Elisabeth. En 1866, una nación que acababa de conseguir su independencia, Rumania, que englobaba los territorios de la antigua Valaquia y de Moldavia, le llamó para que se convirtiese en su príncipe soberano, lo que en rumano se denominaba "Domnitor". Karl, cuyo nombre se vertió al rumano en la forma Carol, se estableció en Bucarest, capital de la flamante Rumania. Ya tenía claro que no podría permanecer soltero más tiempo. La constitución otorgada para los rumanos incluía un artículo que él mismo había introducido, prohibiendo a los príncipes rumanos de la actualidad o del futuro contraer matrimonio con una súbdita: era una forma de dejar claro que ningún poderoso clan de aquella nación podría aspirar a colocar a sus hijas en el trono en calidad de consortes para acrecentar influencias. Así que Carol, evidentemente, se planteó la necesidad de efectuar una gira por los principados germánicos en busca de una mujer con personalidad, lo bastante osada para acompañarle en la aventura balcánica.


En su mente persistía la imagen de Elisabeth von Wied-Neuwied haciéndose un lío con la cola del traje de baile. El tiempo había proporcionado al episodio un considerable encanto. Carol no era un hombre particularmente sensible ni romántico; tenía una cabeza firmemente asentada encima de los hombros. Sabía que necesitaba una esposa con el linaje y el rango adecuados, pero, más aún, necesitaba una esposa lo bastante intrépida para estar dispuesta a crear una nueva dinastía en un país balcánico que estaba emergiendo. Cuando vio a Elisabeth por primera vez en Berlín, seguramente evaluó con cuidado a la joven princesa de Wied. Luego, años después, habló con sus padres para que éstos cursasen una invitación a la princesa Marie y a su hija.

Pero esa reunión auspiciada por los Hohenzollern-Sigmaringen selló el destino de Elisabeth. Se le propuso un matrimonio con Carol...y aceptó, lo que para ella resultó lo más natural del mundo. Los confines de Neuwied se le hacían demasiado estrechos; necesitaba un cambio en aquel estilo de vida pausado, absolutamente monótono, previsible y aburrido.

Lo que el serio y concienzudo Carol le proponía era lo que ella más podía apreciar: un desafío de grandes dimensiones. Rumania podía ser una nación de nuevo cuño, pero los territorios que la integraban ejercían el poderoso encanto de las zonas tradicionalmente cerradas en sí mismas, aisladas, cargadas de misterio. Al hablar con Elisabeth, Carol se mostró muy franco: tenía la intención de trabajar a destajo para arrastrar de su secular atraso a esas regiones sombreadas por el macizo carpático. Quería crear un país en permanente progreso, moderno, pero sin perder la esencia, la tradición, pues él, un extranjero, no podía permitirse la soberbia de mirar por encima del hombro a sus recientes súbditos por aferrarse éstos a sus costumbres y su folklore. Un rasgo fundamental en Elisabeth era su imaginación. Se visualizó a sí misma ejerciendo el papel de una princesa gentil y magnánima, pero, a la vez, absorbiendo todo el hechizo de aquellas tierras que la atraían porque no tenían nada que ver con lo que ella conocía.



Lo de menos, en esa tesitura, era la evidente diferencia de caracteres e inclinaciones en Carol y Elisabeth. En los apaños dinásticos, detalles de esa índole nunca recibían la menor consideración. Pero, en un plano más humano, al menos se percibía que Carol mostraba atracción hacia Elisabeth. En esa atracción estaba, quizá, la clave de una posterior satisfacción de ambos respecto a su matrimonio. Mientras fundaban juntos una dinastía balcánica, podían surgir el afecto perdurable y una buena compenetración. La seriedad y la sobriedad de él se compensarían con la fantasía y el gusto por lo colorido de ella, teniendo en cuenta, además, que ella, por muy despegada del suelo que pudiese parecer a priori, tenía el declarado propósito de cumplir a rajatabla los deberes inherentes a su rango.

La boda de Carol y Elisabeth, a la que los rumanos llamarían Elisabeta, se celebró el 15 de noviembre de 1869. Luego, los recién casados apenas pudieron permitirse una breve luna de miel en Monrepos. Ya el 18 de noviembre salieron de Neuwied para dirigirse por tren hasta Budapest, la capital húngara, dónde se reunieron con el emperador Franz Joseph. Un buque austríaco que debía su nombre al emperador les estaba esperando en Bazins, explicó éste, para llevarles, remontando el curso del Danubio hasta ese punto en el que el gran río confluye con otro de menor caudal, el Czerna. Era una frontera natural entre el imperio austro-húngaro y el país rumano.

La ciudad fronteriza de Verzerova fue el primer rincón de Rumania que pudieron contemplar los ojos de Elisabeta. Luego, seguirían navegando el Czerna hasta alcanzar la ciudad de Turnu Severin. Allí se produjo el desembarco de Carol y Elisabetta, clamorosamente recibidos el 22 de noviembre. Por supuesto, tras la escala en Turnu Severin, continuaron la ruta hasta Giurgevo. De Giurgevo a Bucarest les esperaba un viaje en tren, cruzando la Wallachia. El 25 de noviembre de 1869 se produjo la entrada en Bucarest.


Los primeros meses no fueron fáciles para Elisabeta. Bucarest, recién llegada, le produjo una triste impresión: era una ciudad bastante destartalada, desangelada, que transmitía una imagen de pobreza. Poco a poco, iría descubriendo parajes de gran hermosura en su nuevo país, pero, de entrada, Bucarest resultaba decepcionante. Además, se encontraba con la inevitable barrera del idioma. Elisabeta dominaba varias lenguas, por lo que estaba convencida de poder aprender rumano en un razonable plazo de tiempo. Pero, al principio, el rumano le era incomprensible y ajeno. Evidentemente, podía manejarse en francés dentro de la corte o al mezclarse con las más distinguidas familias del país; sin embargo, fuera de esa élite, no existía forma de comunicación excepto las miradas, las sonrisas y los signos.

A la inevitable añoranza de su tierra natal, su familia y su entorno de siempre, se añadían las lógicas dificultades de adaptación al medio. Llevaba un mes casada cuando se embarazó. Para Carol, fue la mejor noticia: ambos ofrecían la esperanza de continuidad hacia el futuro de la rama Hohenzollern-Sigmarigen trasplantada en
Bucarest. Elisabeta también estaba encantada en relación con su inminente maternidad, pero no podía evitar las inquietudes, las aprensiones y el lógico nerviosismo de una primeriza. Aún no había nadie, a su alrededor, en quien pudiese confiar plenamente. Se encontraba librada a su suerte, teniendo que depender en exclusiva de la comprensión y el apoyo emocional que le brindase Carol. Y Carol era un tipo básicamente honrado y fiable, pero no un hombre particularmente expansivo ni cariñoso.

En cualquier caso, Elisabeta sacó a relucir su voluntad y su tesón. Estudiaba con ahínco, leía con afán cualquier obra que tratase aspectos históricos relacionados con su patria adoptiva y preparaba con interés los aposentos que albergarían a su bebé, sin olvidarse de intercambiar una copiosa correspondencia con su madre en la cual se reflejaban sus sentimientos mientras discurrían los meses.


El 8 de septiembre de 1870 nació una niña a la que se daría el nombre de Marie, aunque se la conoció por la cariñosa versión rumana Marioara. Desde el mismo instante en que recibió a la criatura en sus brazos, Elisabeta se notó inundada por una gran oleada de amor maternal. Carol estaba evidentemente complacido con la niña, pues parecía ser la primera de una prole abundante. Pero Elisabeta estaba literalmente transida de amor hacia la niña. Pensaba ser una madre cercana, siempre accesible y atenta en lo que concernía a la princesa. Habría amas de leche, niñeras, ayas, preceptores. Pero ella era la madre y pensaba ejercer como madre, sin descuidar por ello su papel de representación oficial.

A esas alturas, Elisabeta se había hecho querer por los rumanos. Con su facilidad para los idiomas, había asimilado un rumano ciertamente fluido y, a causa de su natural predisposición a aprender, había tratado de conocer en detalle la tradición oral de su nuevo país. Le parecía que los rumanos habían tenido la grandeza de mantener el legado de sus antepasados en forma de un riquísimo folklore transmitido de padres a hijos mediante la palabra hablada. A Elisabeta le entusiasmaba imaginar que todo aquello podía recopilarse, trasladarse al papel y servir de base a un sentimiento de orgullo patrio. Por otro lado, le gustaba dedicarse a favorecer las instituciones educativas y sanitarias, para mejorar las condiciones de vida de los menos favorecidos. En especial, ponía énfasis en dirigirse a las mujeres; ellas serían las más interesadas y las más beneficiadas por una implantación de hábitos más higiénicos, un mejor acceso a los cuidados médicos y un paulatino desarrollo de la educación infantil.

La pequeña Marioara


La energía de Elisabetta sólo cedía cuando le flaqueaba la salud: era propensa a desarrollar una actividad incesante que la consumía y la dejaba a merced de ataques de fiebre, quizá de origen nervioso. Por supuesto, a eso también contribuían las dificultades de su matrimonio con Carol -las diferencias de carácter estaban pasándoles factura- y las presiones para concebir un heredero varón.

Y esa niña tan querida iba a partir demasiado pronto. El 9 de abril de 1874, Jueves Santo, cuando le faltaban cinco meses para cumplir cuatro años de edad, una fiebre escarlatina le causó la muerte. Se había producido una epidemia de escarlatina que no había respetado a la pequeña domnita de Rumania, la primera princesa Hohenzollern nacida en Bucarest.

Carol quedó sinceramente afectado por la pérdida, pero a Elisabeta poco le faltó para volverse loca de dolor. A esa mujer de casi treinta y un años, se le hacía imposible asumir la idea de enterrar a la única criatura que había logrado en su matrimonio. Su salud declinó rápidamente, llegando al extremo de que, en el verano de 1874, los médicos la urgieron a marcharse para una cura de aguas en Franzensbad. Allí, Elisabeta se dedicó a escribir de modo compulsivo; era el único consuelo que hallaba en esa época aciaga.

Los dolidos padres en la tumba de su hija (junto a Leopold, hermano de Carol), 1874


La desaparición de Marioara tuvo efectos irreversibles en Elisabeta. Quizá hubiera podido reponerse en parte si se le hubiese concedido otro hijo en quien volcar su afecto. Pero, en los años posteriores, cada embarazo de Elisabeta concluía en un penoso aborto. Aquello abriría una brecha en el matrimonio. Ante la pérdida de un hijo, los padres pueden reaccionar compartiendo el duelo de tal forma que su relación sale reforzada o bien distanciándose irremisiblemente el uno del otro. En el caso de Carol y Elisabeta, la muerte de Mariora, sumada a la incapacidad de ella por proporcionar más hijos, acabó creando una fuerte tensión entre los dos.


Carol no podía evitar que la decepción se reflejase en su mirada y Elisabeta se sentía doblemente castigada por el destino. Su sentimiento de profunda desolación se veía acentuado por el hecho de que tenía plena conciencia de que la falta de hijos implicaba la falta de herederos. No habría una dinastía, con lo que el sueño de su marido se había roto en pedazos. Paulatinamente, Carol y Elisabeta empezaron a girar en órbitas distintas.

Es difícil establecer hasta qué punto el fallecimiento de Mariora causó un desequilibrio emocional profundo y duradero en Elisabeta. Evidentemente, el efecto traumático de la pérdida explica muchas de sus reacciones en la etapa posterior. Poco a poco, a medida que abandonaba cualquier esperanza de ser madre de nuevo, Elisabeta experimentó una gran transformación.

En buena parte, derivó todo el amor que hubiera podido entregar a sus hijos hacia Rumania. La forma en que "absorbió" en su alma los rasgos esenciales de su país adoptivo es sorprendente. No se convirtió en una princesa volcada únicamente en proyectos sociales que contribuían al progreso de la colectividad. Durante la guerra ruso-turca de los años 1877 y 1878, desplegó una sorprendente energía para crear hospitales para los heridos evacuados desde el frente, pero, en su caso, no se trataba de una reacción puntual en un momento crítico. Se involucró por entero, en los años siguientes, en un amplio abanico de organizaciones benéficas y educativas. Le interesaba en particular crear centros educativos especiales para niños ciegos o con otras minusvalías (una especie de tributo personal a su hermano Otto, que había muerto a los doce años). Sobre todo quería que las niñas tuviesen acceso a una educación pues se daba cuenta de la importancia de erradicar el analfabetismo entre el género femenino: así se lograría una generación de mujeres más capacitada en todos los aspe
ctos, incluyendo la crianza de sus descendientes.


La intensidad con la que Elisabeta se dedicó a tareas eminentemente sociales se complementó con un creciente interés por darle a Rumania una imagen favorable en toda Europa e incluso más allá de los confines del viejo continente. Se había distinguido como escritora desde chiquilla, cuando solía buscar la soledad para plasmar sus pensamientos e impresiones acerca de su entorno. Pero a partir de la muerte de Marioara, esa necesidad se acentuó considerablemente. Empezó a desarrollar una vocación literaria de gran envergadura que la llevaría muy lejos, pues acabaría publicando novelas y colecciones de aforismos compuestos en rumano, alemán, francés e inglés. Paralelamente, Elisabeta comprendió la importancia que podía tener fotografiarse con trajes típicos rumanos, pero también recoger la riquísima tradición etnográfica del país y plasmarla en buenas obras. Todavía hoy, las compilaciones de leyenda y folklore popular realizados por Elisabeta, generalmente en colaboración con otros autores de la época, constituyen un material valioso para los interesados en la materia.

Bajo el pseudónimo de "Carmen Sylva" se convertiría en una figura señera de la literatura de su tiempo, pero también patrocinaría complejos e interesantes trabajos de investigación etnográfica, de recuperación de historias que se habían transmitido por vía oral de generación en generación.
En 1880 publicó un volumen de Poesías Rumanas, con traducciones de obras muy inspiradas y originales de su propia producción. Al año siguiente publicó Mis ocios, una crónica de palacio en la que se incluía una balada por cada mes del año y una sentencia o un soneto por cada día.

Elisabeta se trazó su camino. Un camino que no siempre discurría paralelamente al de Carol, pues la falta de hijos comunes suponía que habían fallado en el proyecto de fundar una dinastía, lo que, para él, resultaba bastante amargo. Poco a poco, Carol entendió que necesitaría "prohijar" a uno de sus sobrinos carnales para tener un heredero de su linaje, de su sangre. No resultó fácil asumir esa idea. Para Elisabetta tampoco, naturalmente. Quizá incluso para ella fue todavía más penoso encajar esa pieza del mosaico en su mente y en su corazón.

En 1881 se convirtió oficialmente en reina consorte. Carol, en su momento, había sido llamado para reemplazar a su predecesor Alexandru Ioan Cuza, que había ostentado el título de Domnitor, el mismo que se aplicó al príncipe Hohenzollern llegado a Bucarest. Elisabeta, al casarse con Carol, se convirtió en Domnita Elisaveta. La plena legitimización de Rumania como nación provino del desarrollo de la guerra turco-rusa que tuvo lugar entre los años 1877 y 1878. Y un acta del Parlamento de Bucarest convirtió Rumania en un reino el día 24 de marzo de 1881. Karl llega a ser el rey Carol I a fines de marzo de 1881; consecuentemente, su esposa deja de ser la Domnita Elisaveta para transformarse en la regina Elisaveta.


Carol I, su sobrino Fernando y el hijo de éste, futuro Carol II


Para un país que acaba de dar ese paso de reafirmación nacional después de una época tremendamente incierta y azarosa, es obvio que una ceremonia de coronación adquiere una enorme significación. En países de antigua data, firmemente establecidos y reconocidos internacionalmente, una coronación suele ser el reconocimiento solemne de que se ha producido un relevo en la ocupación del trono. En cambio, los rumanos, en la primavera de 1881, se disponían a festejar que habían dejado de ser un principado balcánico bastante endeble y de futuro cuestionable para transformarse en reino, con una dinastía hereditaria, con vocación de perdurabilidad. Elisabeta tuvo que vivir el 22 de mayo de 1881 con un regusto agridulce. En vísperas de la ceremonia de coronación, llegaron a Bucarest el hermano mayor de Carol, Leopold de Hohenzollern-Sigmaringen y los dos hijos varones que éste había tenido en su matrimonio con Antonia de Portugal: Ferdinand y Karl. Esta presencia obedecía no sólo al natural deseo de participar en el momento más glorioso de la trayectoria de Carol, sino a una necesidad de hacer visible la dinastía. Porque en los doce años del matrimonio ella había concebido varias veces, pero cada embarazo se había malogrado, excepto aquél del que había nacido Marioara.

En aquel momento Elisabeta contaba casi 38 años. Si desde los 26 sólo había tenido una hija que había muerto en la infancia, era absolutamente improbable que, rondando los 40, fuese a dar a luz un surtido de hijos para la rama rumana de los Hohenzollern-Sigmaringen. Eventualmente, los rumanos debían ver que Carol tenía un hermano varón, Leopold, que a su vez tenía hijos varones, en ese caso Ferdinand y Karl. La sucesión, por esa vía colateral, estaba garantizada. Pero para Elisabeta, que jamás dejó de sufrir por su incapacidad para crear una extensa familia, la presencia de su cuñado y de sus dos jóvenes sobrinos políticos tuvo que representar, por fuerza, un recordatorio doloroso de ese trauma íntimo.

El Castillo de Peles


El día señalado, un carruaje tirado por ocho caballos negros llevó a Elisabeta, ya perfectamente ataviada, del bonito palacio de Cotroceni a Bucarest. La escoltaban su cuñado Leopold y los jóvenes hijos de éste. Ya reunidos con Carol, vieron sucederse los acontecimientos en ese día, en un ritual cuidadosamente elaborado para la ocasión a instancias del primer ministro, Demeter Bratianu. Después del banquete de gran gala, al atardecer, los flamantes reyes salieron a un balcón de su palacio para observar cómo se iluminaba la ciudad de Bucarest. La luz eléctrica suponía algo nuevo, algo enteramente misterioso e incluso pura magia a ojos de los miles de rumanos que se habían congregado en la capital; muchos se quedaron absolutamente conmocionados al constatar que "se hacía día en plena noche". Un paseo en carruaje, precedido por una tradicional procesión de antorchas, puso fin a una jornada agotadora, máxime para una mujer como Elisabeta, cuyo organismo acusaba recibo, invariablemente, de la tensión acumulada.

La primera imagen que uno se hace de una reina balcánica que viste trajes folk o se pone toca y túnica amplia en su ancianidad, tras haber publicado un alto número de obras literarias bajo un seudónimo, es automáticamente la de una extravagante. La realidad era que, con su hipersensibilidad y fantasía, Elisabeta buscaba cumplir con su papel histórico y su compromiso con Rumania. Cuando se hacía fotografiar luciendo los trajes típicos rumanos, lo hacía para dar visibilidad a Rumania. Cuando se dedicaba, con la colaboración de diversas personas, a compilar leyendas tradicionales de los Cárpatos, lo hacía para dar valor a la cultura rumana. Intentaba ubicar en un justo lugar a Rumania una nación reciente, un reino que acababa de constituirse. Elisabeta no se cansaba nunca; sólo cuando se encontraba verdaderamente enferma, se concedía períodos de descanso. Pero desarrolló una intensa actividad social.


Enviudó de su esposo, con quien no había mantenido una buena relación durante los últimos años, en 1914, a poco de estallar la Primera Guerra Mundial. Al final de sus días se retiró al Castillo de Pelesh, donde se rodeó de personajes del mundo de la literatura y la cultura en general. Murió durante la ocupación alemana de Rumania y su muerte se atribuyó en un primer momento al suicidio, aunque más tarde se desmintió esta teoría. Elisabeta de Rumania había surcado con valentía el camino propio que se había trazado. No le había resultado fácil, pero pudo grabar su nombre en la historia de Europa de forma indeleble.

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