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viernes, 12 de noviembre de 2010

La boda del emperador y la infanta


Según el cronista Alonso de Santa Cruz, «por causa de ir a visitar el Reino de Andalucía», determinó Carlos V hacer su casamiento con Isabel de Avis y Trastámara en la ciudad de Sevilla, que por 1526 vivía un período de apogeo gracias a su importancia en el comercio de Indias.

Esta boda con su prima infanta (sus madres eran hermanas, hijas de los Reyes Católicos), quien con 23 años estaba en condiciones de darle un heredero, permitía conciliar sus necesidades económicas como Habsburgo con los deseos de las Cortes castellanas de 1525, que la habían señalado como candidata. Además, continuaba la política de los Reyes Católicos de alianzas matrimoniales con la dinastía Avis portuguesa.

Desde su nacimiento, Carlos, que reunía en su persona los territorios procedentes de la rica herencia habsburguesa (de su abuelo paterno Maximiliano I), borgoñona (de su abuela materna María de Borgoña), aragonesa (de su abuelo materno Fernando el Católico) y castellana (de su abuela materna Isabel la Católica), había estado prometido a una u otra princesa. En la lista estuvo incluso la que habría de ser su nuera, María Tudor, hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón. A su fama de galán ha contribuido el renombre de sus dos hijos bastardos: la madre de Alejandro Farnesio, Margarita de Austria, de la relación con la noble flamenca Margarita van Gest, y don Juan de Austria, de sus relaciones con Bárbara de Blomberg.

La ceremonia de esponsales por poderes se realizó dos veces, en el palacio portugués de Almeirim, porque después de celebrada la primera el 1º de noviembre de 1525, se entendió que la dispensa de parentesco no era suficiente y hubo que solicitar una segunda dispensa a Roma. Se repitió la boda el 20 de enero de 1526. El embajador y procurador Carlos Popet, señor de Laxao, fue el encargado de recibir a la infanta en nombre del emperador, que se desposó con Isabel el 23 de octubre de 1525 en la persona de Azevedo Coutinho.




Grandes señores marcharon a recibir a la emperatriz: desde Toledo, el duque de Calabria; desde Sevilla, el hermano del duque de Medina-Sidonia. Partió Isabel de Almeirim a fines de enero de 1526 acompañada de un brillante séquito, encabezado por Juan III, hasta Chamusca. Sus hermanos Luis y Fernando viajaron con ella hasta la frontera; el marqués de Villarreal, hasta Sevilla. El miércoles 7 de febrero se realizó la entrega entre Elvas y Badajoz, en la misma frontera.

Casi todos los testimonios coinciden en el rico recibimiento que preparó la ciudad de Sevilla; algo más suntuoso el del emperador, aunque el coste del palio de Isabel, de plata, oro, piedras preciosas y perlas, no bajó de 3.000 ducados. Cuenta Fernández de Oviedo que salieron a recibir a la emperatriz todos los oficios, cabalgando porque por las lluvias de aquellos días había mucho lodo. Los dos Cabildos, el eclesiástico y el secular, se apearon en San Lázaro y le besaron la mano en la litera donde venía. En la puerta de Macarena salió Isabel de la litera y subió en una hacanea blanca muy ricamente aderezada. Allí la tomaron debajo de un rico palio de brocado, con las armas imperiales y las suyas bordadas en medio. Iba entre el duque de Calabria y el arzobispo de Toledo.


Tapiz flamenco (de Willem de Pannemaker) donde figura el escudo imperial de Carlos V con fondo vegetal


Entre los elementos estáticos del aparato ceremonial que preparó Sevilla para recibir a Sus Majestades destacan siete arcos triunfales que simbolizaban las virtudes que debe poseer un soberano: Prudencia, Fortaleza, Clemencia, Paz, Justicia, Fe; el último era el dedicado a la Gloria.
En los recibimientos reales del XVI el espacio real desaparece, se redefine. La arquitectura efímera, la música, las campanas, las antorchas, los tapices, los vestidos, las joyas, el pueblo en las calles, todo contribuye a crear un espacio festivo y un tiempo diferente del habitual al interrumpir la vida cotidiana. La vista y el oído tienen gran importancia en la fiesta, pero también el olfato; así, en el séptimo arco que atravesaron Isabel y Carlos, el de la Gloria, a los pies de la Fama, dos grandes braseros exhalaban perfumes.

La entrada real es una manifestación más del discurso monárquico, pleno de imágenes, música y color. En estas ocasiones se da forma plástica y sensorial a lo simbólico, y a ello contribuyen los arcos triunfales, decorados efímeros, perecederos habitualmente, que disfrazaban y ocultaban la arquitectura fija. Estos arcos, que tenían como referente los erigidos en Roma en honor de los vencedores, enmarcaban con emblemas y otros elementos el paso del homenajeado, e incluso a veces se utilizaban para escenificaciones. Los arcos se llenaban de emblemas como medio de visualizar conceptos.

Las calles se llenaron de gente; Sevilla hizo venir a personas de todas sus villas y poblados para una gran exhibición del fasto. La fiesta cortesana es un todo teatral cuyos elementos se conjugan en una visión idealizante; la sociedad lujosa y exhibicionista se entiende como sociedad ideal. Por eso la fiesta necesita espectadores que llenen el espacio público y participen con su presencia y sus gritos de exaltación. Se disponía la ciudad a modo de gran teatro urbano con los elementos adecuados: música, calles engalanadas con tapices y antorchas y gente con alhajadas vestiduras. El vestido es la diferencia de clase y la exhibición de poder, clasifica el calendario, especializa las fiestas.

Iba la emperatriz de raso blanco forrado en rica tela de oro y el raso acuchillado, con una gorra de raso blanco con perlas de gran valor y una pluma blanca; su atuendo constelado de joyas. Por las adornadas calles sevillanas la acompañaban el arzobispo de Toledo, el duque de Calabria, el marqués de Villarreal, el obispo de Palencia, señores de la nobleza como el duque de Béjar y gran número de caballeros y prelados de Castilla y Portugal, reproduciendo la comitiva, en pequeña escala, la sociedad: el rey o la reina, bajo palio, asistidos por principales funcionarios de Estado, la nobleza, la pequeña aristocracia, varios representantes del clero y, del tercer Estado, oficiales públicos y los gremios. Dominando el espacio festivo, los símbolos de la Monarquía.

En las gradas de la Catedral la esperaba solemnemente el capítulo de la Iglesia con todo el clero y cruces de las iglesias de la ciudad. Se había levantado en la Puerta del Perdón un arco muy suntuoso con un cielo en medio en el que ángeles y un coro en figura de las virtudes, cada uno con su insignia, cantaban con suave melodía. Todos recibieron a Isabel primero y a Carlos días más tarde y los acompañaron con cantos al interior de la Catedral. Isabel oró en el altar mayor en un rico sitial; después salió por otra puerta.



Estas ceremonias de recepción tenían un gran valor propagandístico; eran parte fundamental del teatro del poder. Los recibimientos seguían tan fielmente lo establecido, plasmando visualmente un código, que destacaban por su teatralidad. De hecho, la descripción que los documentos hacen de las entradas de Isabel y Carlos V en las diferentes ciudades, presentan un gran parecido formal: recibimiento civil, con el encuentro de las comitivas, discurso de bienvenida, confirmación de los privilegios y entrega de llaves; desfile procesional; recibimiento religioso, juramento de guardar las inmunidades de la Santa Iglesia y visita al templo con un momento de oración; cortejo hasta el alojamiento.


El 10 de marzo, con gran retraso respecto a los planes iniciales, hizo su entrada solemne el emperador acompañado, entre grandes hombres, por el cardenal Salviatis, legado del Papa. Iba Carlos vestido con un sayo de terciopelo con tiras de brocado por todas partes y con una vara de olivo en la mano. Lo esperaban representantes de los distintos estamentos, que ofrecían entre todos un espectáculo de intenso colorido: ropas rozagantes de raso carmesí y gorras de terciopelo, con ricas medallas y grandes cadenas de oro, varas con los cabos teñidos, libreas de grana, sayones de terciopelo, capuces y caperuzas amarillas...

Estandartes de los regimientos de Carlos V: tras la bandera de León y Castilla, el blasón de Jerusalén, con las cinco cruces doradas en campo plateado.

El encuentro entre la comitiva real y la de la ciudad tuvo lugar frente al monasterio de San Jerónimo, a unos cinco kilómetros y medio de Sevilla. En la puerta de la Macarena, una vez jurados y confirmados los privilegios de la ciudad y habiéndosele entregado las llaves de ésta, fue recibido bajo otro palio, «bordadas en medio sus armas y por las goteras, que eran de brocado raso, iban bordadas las dos columnas de su devisa, con una corona imperial sobre ellas». Como ya lo había hecho la emperatriz, pasó bajo los siete arcos.

Con gran solemnidad esperaba de nuevo en las gradas de la Catedral el sagrado capítulo con todo el clero y cruces con invenciones –una de las variadas formas de difusión de poesía en los Siglos de Oro–. Las cruces siempre presentes en las ceremonias públicas en las que participaba el monarca, manifestaban la dimensión religiosa del poder real y recordaban la importancia de la referencia eclesiástica en la plena legitimación de la autoridad regia. Monarquía e Iglesia coincidían, pues, en un mismo espacio en el que difundir sus valores y discursos ideológicos, promoviendo conscientemente la identificación entre poder real y poder divino.

Y si es cierto que la entrada, profana, de Carlos V se estructuró como la procesión del Corpus, ésta también se concebía como una entrada triunfal. Se apeó en la Puerta del Perdón. Allí, en un rico altar, de rodillas, juró el emperador guardar la inmunidades de la Santa Iglesia. La música entonó el Te Deum y un coro de niños lo fue cantando hasta la Capilla Mayor, donde había otro sitial y almohadas en que se arrodilló el emperador. Dichos en el altar los versos y oración por el arzobispo, lo acompañaron hasta la puerta de la lonja, donde habían pasado el palio y caballo, y entró en el Alcázar.

Tras un primer y breve encuentro volvió el emperador ya engalanado y se desposó con la emperatriz presente en la cuadra de la Media Naranja, el actual Salón de Embajadores. A las doce se aderezó un altar en la cámara de Isabel. Dijo misa y los veló, a pesar de ser sábado de Pasión, el arzobispo de Toledo. Fueron los padrinos el duque de Calabria y la condesa de Odenura y Faro. Acabada la misa, pasó el emperador a su aposento: en tanto estaba «en su cámara, se acostó la emperatriz, é desque fué acostada, pasó el emperador á consumar el matrimonio como católico príncipe».

Las fiestas de la boda se prometían grandiosas pero finalmente se celebraron con pocos gastos; se dijo que por la Cuaresma y por el luto por la reina de Dinamarca, hermana del emperador. Los festejos se suspendieron durante la Semana Santa. Desde Pascua comenzaron justas, torneos, cañas y toros. En el XVI, torneos y las justas eran los festejos preferidos por los nobles. Aunque menos interesantes para el público que los medievales, pues apenas conservaban un resto de su antigua aplicación militar, mostraban igualmente las destrezas de los caballeros y seguían considerándose como un entrenamiento para la guerra. Las ropas aseguraban el prestigio, la justa y el torneo sólo a veces, de ahí que las relaciones no se centren en la lucha sino en quiénes fueron los aventureros, los mantenedores y los padrinos, quién fue el mejor justador o el más gentil hombre, cuáles fueron los precios o premios, cómo eran de ricos los vestidos o las guarniciones de los caballos.



Y el 13 de mayo partieron para Granada Carlos V y la emperatriz consorte Isabel con toda su corte, haciendo su camino por Ecija y Córdoba, donde fueron recibidos con gran solemnidad. Carlos e Isabel hicieron su entrada en Granada el 4 de junio de 1526.




Gracias al invaluable aporte (via web) de la Lic. Mónica Gómez-Salvago Sánchez

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