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viernes, 27 de agosto de 2010

La Reina Consorte de los Belgas


Veinticuatro años después de la muerte trágica de la reina Astrid de Bélgica, consorte de Leopoldo III, Donna Paola Ruffo di Calabria fue la primera princesa que pisó el palacio de Laeken, tras una boda de campanillas que dio largas horas de trabajo a los paparazzi y a la todavía piadosa "prensa del corazón" de la época. Nacida en 1937 en Fonte di Marmi, una estación balnearia donde su familia poseía una casa de veraneo, la niña recibió los nombres de Paola Margherita Giuseppina Maria Antonia, y detrás, una larga lista de apellidos nobles: de la madre, Luisa dei Conti Gazelli di Rossana e di Sebastiano y del padre, Fulco príncipe de Ruffo di Calabria, duque de Guardia Lombarda y conde de Sinopoli.

Los príncipes Ruffo di Calabria conforman uno de los linajes más antiguos de Italia. El primer ancestro que se conoce de esta Casa es Giordano Ruffo, quien fuera gran mariscal del Reino de Sicilia a comienzos del año 1200. A partir del siglo XIV los Ruffo se dividieron en dos ramas: los Ruffo príncipes de Scaletta y los Ruffo príncipes de Calabria. A ésta última rama pertenece Paola, hoy reina consorte de los Belgas, quien está emparentada con las principales familias aristocráticas de Italia: Alliata, Colonna, Rospigliosi, Orsini, Pallavicini y entre sus ancestros se encuentra el marqués de Lafayette, héroe francés de la Independencia de los Estados Unidos, y Jean-Louis-Paul-Francois, 5º duque de Noailles.
En 1959 se casó con Alberto, entonces príncipe de Lieja. Era una joven de belleza perfecta, que hubiera podido hacer carrera como modelo o como estrella de cine. Pero, al decir de los italianos, la boda con Alberto de Lieja fue obra de su hermano Antonello, el hombre de negocios de la familia, que quería dar un destino más alto al mejor capital de los Ruffo.



Su historia de amor tentaría a cualquier guionista de Hollywood. Durante la entronización del papa Juan XXIII el príncipe Alberto se fija en la joven aristócrata y no puede dejar de pensar en ella durante el resto de la velada. A los dos días Paola es invitada a una recepción en la embajada belga. Balduino de Bélgica, al percatarse del enamoramiento de su hermano menor, que no puede dejar de nombrar a Paola, encarga al embajador en Italia que realice unas averiguaciones sobre la joven. Éste descubre un árbol genealógico impecable y un pasado impoluto, por lo que el heredero da su permiso para que Alberto viaje a una fiesta de la princesa Borghese, a la que Paola también acudiría. Unas vacaciones de esquí y paseos bajo el sol de la Toscana hicieron el resto. Una excusa tan infantil como la de enseñar a conducir a la princesa les permitió salirse de los encorsetados círculos reales de la época.


El enlace fue considerado en su tiempo la boda del siglo, como todas las bodas reales que movilizan las masas y colman las expectativas del gran público. La novia llevó una diadema de brillantes estilo art-decó con diseño geométrico y tres filas de diamantes, tiara que también puede ser usada como gargantilla y fue un regalo de la reina Elisabeth (nacida princesa de Baviera, sobrina de la emperatriz Sissi de Austria y esposa del rey Alberto I) a su nuera, la reina Astrid, en 1935, con motivo del nacimiento de su hijo Alberto. Tras la muerte de Astrid, la joya fue usada por la segunda esposa del rey, Lilian Baels. Paola ha lucido esta pieza, una de sus preferidas, en numerosas ocasiones siendo princesa de Lieja y luego de convertirse en reina de los Belgas.


Junto a la valiosa tiara, la bella italiana lució un precioso velo de encaje de bolillos de Bruselas del siglo XIX, realizado en hilo de lino sobre tul de algodón, el mismo que estrenara Laura Mosselman du Chenoy (1877) en su boda con don Beniamino, príncipe Ruffo di Calabria y que llevaría su hija, Luisa Gazelli (madre de la reina Paola), condesa de Rossana y de Sebastiano, en 1919, durante sus nupcias con Fulco, príncipe Ruffo di Calabria. Años más tarde, el velo sería utilizado por la princesa Astrid, hija de Alberto y Paola, cuando se casó en 1984 con el príncipe Lorenzo, archiduque de Austria–Este, y por Matilde en 1999, para el día de su boda con el príncipe Felipe, el otro hijo, heredero de la Corona.

Era la primera princesa en el palacio de Laeken desde 1935, pero no la primera mujer. Había otra en palacio, la plebeya Lilian, que se había casado con Leopoldo III en 1941, en plena ocupación alemana y sin autorización del Parlamento. Había recibido el título de princesa de Rethy y tuvo tres hijos con el rey, hermanastros de Balduino y de Alberto, pero sin ningún derecho sucesorio. Por tanto, ninguna otra mujer había desempeñado desde la muerte de Astrid funciones oficiales como miembro de la casa real.

Paola era una preciosa muchacha llegada del sol de Italia a la brumosa Bélgica, donde reinaba Balduino. Y la corte en la que entró, convertida en princesa de Lieja, había quedado paralizada en el tiempo. Era un convento lleno de hombres vestidos de gris, regido por un protocolo envarado y animado por una religiosidad excesiva. La aparición de una cuñada también latina, Fabiola de Mora y Aragón, justo al cabo de un año de su boda, no mejoró las cosas para la "dulce Paola". La española era mujer de faldas plisadas bajo la rodilla; la italiana, de minifaldas. Una, recatada; la otra, extravertida. La primera, católica tradicional; la segunda, más que posconciliar. La aragonesa, calmada y conforme con el protocolo; la calabresa, adicta a la Vespa, al rock y a la vida mundana.


En sus primeros años como princesa, Paola fue rebelde e inadaptada y llenó con sus escándalos las páginas y portadas de la prensa. Su belleza, clase y estilo le hicieron acreedora del título “la princesa más bella de Europa”, y sin duda lo era. Ni Balduino ni Fabiola aceptaron nunca la vida disoluta de los príncipes de Lieja, protagonistas ambos del mayor escándalo de las cortes europeas de entonces.

Se trataba de un caso similar al de Carlos de Inglaterra con Diana Spencer ya que, al igual que el de los británicos, estuvo jalonado de mutuas infidelidades y adulterios. Él, entre otras, con una condesa belga (de la que nacería una hija bastarda reconocida por Alberto, ya rey, con posterioridad). Ella también con varios amores y amoríos.

A los cuatro años de casada, las cosas no andaban bien para Paola. Sólo aparecía en los actos donde su presencia era imprescindible. Se la vio bostezar en plena ópera. Entonces sólo se rompió la magia del flechazo con que la recibieron los belgas y su popularidad empezó a erosionarse. Mucho se dijo en la época sobre la estabilidad de su matrimonio, atribuida indefectible y malintencionadamente a su actitud. Como si "el marido de Paola", tal como se le nombraba, no fuera también un hombre animado y juerguista. La Libre Belgique, diario conservador y católico, escribía que todas las anteriores circunstancias "convirtieron en difícil de vivir su destino de princesa, llegando a perjudicar incluso al equilibrio de la pareja principesca".

Pronto, los príncipes de Lieja, versión belga de los príncipes de Gales, montaron los primeros escándalos. Sobre todo él. Ella, una muchacha joven y bonita, decidió pagar con la misma moneda a su infiel marido, sin importarle ni la familia ni los reyes ni el prestigio personal.

Primero había revolucionado las cortes europeas de los ‘60 con sus minifaldas, con sus biquinis, con su intensa belleza que convertía en momias a todas las reinas y princesas de la época –con excepción, probablemente, de Grace de Mónaco, aunque ella no contaba-. Pero Bruselas fue demasiado para ella, como lo fue la falta de espíritu que arrastraba su marido, a quien, en vida del virtuoso Balduino, le dio por pecar sin ton ni son. Mucho antes de que la princesa Diana se rebelara contra la corte inglesa, Paola hizo su propia revolución y, con 30 años escasos, dejó marido e hijos para ir en pos del fotógrafo de Paris Match, el conde de Munt, un italiano que la llevó a una playa de Cerdeña tras avisar a los paparazzi, tan de moda en aquellos años.

Las fotografías de la pareja paseando abrazados, él llevando las manos en la cintura desnuda de Paola, obligó a intervenir al rey Balduino, apartando en secreto a su hermano, cuyos amores con la condesa belga eran de dominio público, de la sucesión al trono. Pero su repentina muerte le impidió materializar aquella decisión. Por tanto, al fallecer el monarca, Alberto de Lieja hizo valer todos sus derechos, que los tenía oficialmente, para convertirse en el rey de los Belgas.



El pueblo belga comenzó a llamar, despectivamente, a Paola «la italiana» o «la princesa de las maletas», por lo mucho que viajaba. En uno de estos viajes, concretamente a Londres, se hizo público en la prensa que la princesa de Lieja y el cantante italo-belga Salvatore Adamo habían sido vistos juntos bailando en locales nocturnos de la capital británica. La cuñada de los reyes Balduino y Fabiola, que era una gran aficionada a la música moderna (no era difícil verla bailando incluso descalza en locales de moda de Bruselas), pidió a Adamo que compusiera para ella una canción. Él, que parecía haberse enamorado de la princesa, así lo hizo. El resultado fue: “Paola, dulce Paola”, canción que despertó comentarios de toda índole no sólo en el país, sino en la corte. Algunas estrofas parecían hablar por sí solas: «Paola, en el fondo de mi corazón conservo / al igual que de una bella flor el recuerdo de tu dulzura / hoy he visto de verdad, a una paloma, amor».

Poco le duró la aventura y Paola volvió a casa gracias al perdón de Balduino y Fabiola, empeñados en salvar su alma descarriada. No fue mala estrategia. La rebelde princesa acabó por aceptar su destino de matrona. Había tenido tres hijos con Alberto: Felipe (Philippe Léopold Louis Marie), duque de Brabante; Astrid (Astrid Josephine Charlotte Fabrizzia Elisabeth Paola Marie) y Laurent (Laurent Benoït Baudouin Marie). Y, poco a poco, se re-enamoró del ya maduro Alberto. "A principios de los años ochenta, el cielo está sereno bajo la pareja que continúan formando Paola yAlberto. Posiblemente han empezado un nuevo capítulo de su vida en común", escribía el diario popular bruselense La Lanterne.


El estilo de la actual reina de los Belgas ha sido siempre discreto, tanto en vestuario como en joyas. Nada del glamour y brillo que caracterizó la alta costura de los ’80 y ’90. Algunos aderezos heredados y alhajas privadas muy personales, como los célebres moretti venecianos. Alberto Nardi, tercera generación de joyeros de La Serenissima, cuenta cómo nacieron esos moretti: “Mi abuelo era de Florencia…se asentó en Venecia y allí creó su joyería… Quería hacerle un regalo muy especial a su esposa, nada al uso y creó un moretto inspirado en los soldados venecianos del siglo XVIII, que en aquellos momentos llevaban un único pendiente en forma de talla con cara de un turco. Mi abuelo creó una joya para mi abuela e hizo el primer moretto de oro con esmalte enriquecido con piedras preciosas”.


El tiempo, la historia de Venecia y las circunstancias han hecho de estas piezas de joyería un objeto de culto para que el novio obsequiara a la novia con un moretto y las damas de la aristocracia cayeran en el hechizo para lucir esta joya en sus mejores ocasiones. La hoy reina de los Belgas, aún siendo princesa Ruffo di Calabria pasó por la Piazza San Marco para encargar una de estas joyas que, con el tiempo, pasaría a ser el moretto más venerado, aquel que la soberana belga aún luce en muchas ocasiones palaciegas y al que pusieron por nombre “Paola”.

Era abuela ya y parecía dispuesta a esperar que su hijo Felipe sucediera al tío Balduino, cuando la prematura muerte de éste hizo que la corona fuera a parar a la cabeza de su marido. Paola acababa de reconocer que daba por bien empleada su vida y su matrimonio cuando dejó de ser princesa de Lieja y se convirtió en Reina Consorte de los Belgas, en 1993. Todos los cuentos de los años mozos pasaron a ser no más que maledicencias o exageraciones. Basta con oír hablar sobre la nueva regina a alguno de los más de doscientos mil italianos que viven en Bélgica y que componen la colonia extranjera más numerosa. O a los belgas, todavía emocionados por la desaparición de Balduino.



Paola es una abuela de leyenda, tanto por la hermosura que conserva a pesar de los años como por su humanidad y su simpatía. Se sabe también que llegó al trono impregnada de una nueva religiosidad casi mística. La Libre Belgique asegura que las tormentas han amainado gracias, entre otros, al apoyo espiritual de Renovación Carismática.

Paola de Bélgica, la dulce Paola que cantaba Adamo, la rebelde Paola que un buen día se fue de palacio para vivir un idilio en Cerdeña con un conde italiano, reconoce estar domesticada. A los 70 años, aún hermosa, la actual reina de los belgas ha decido pasar revista a una vida que estuvo en todas las portadas de Europa desde que dejó Italia para casarse con un príncipe belga.


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