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martes, 31 de agosto de 2010

S.A.R. La Princesa Heredera de Mónaco



En la lista anual de las mujeres más elegantes del mundo, el nombre de Caroline de Mónaco se repite una y otra vez. Y es que la hija mayor de la mítica Grace Kelly se caracteriza por su impecable forma de vestir y su acierto al adaptar las últimas tendencias a su estilo. Divorciada del playboy francés Philippe Junot, viuda del multimillonario Stefano Casiraghi, la actual esposa del polémico Ernst de Hannover y princesa heredera de Mónaco luego de la muerte de su padre en 2005 cuida su vestimenta hasta el último detalle. E incluso cualquier complemento es propicio para aportar un toque extra de distinción a su vestuario.


Caroline Louise Marguerite Grimaldi es por nacimiento Princesa de Mónaco y por matrimonio Princesa Titular de Hannover. Es primera en la línea de sucesión al trono monegasco y, de facto, primera dama del Principado desde 1982. Su tratamiento oficial, desde 2005, es Su Alteza Real La Princesa de Hannover, Princesa Heredera de Mónaco.

Según pasan los años...


La elegancia y porte que tiene esta princesa de Mónaco le viene de familia. El estilo, la confianza y la autoestima se nutre en el seno familiar y ella une la sangre de una mujer bellísima que es Grace Kelly y de un hombre de poder que es Rainiero III. En 1973 tuvo lugar su entrada en la vida mundana y frívola de la alta sociedad, en un baile ofrecido en Venecia por la novia de David de Rothschild. Acudió con la mejor introductora en fiestas y “guardaespaldas” que podía conseguir: mamá Grace. Las dos bellezas aparecieron en una góndola como resplandecientes valquirias. Discretamente, la madre indicaba a la hija quién era quién dentro de aquel desfile de vanidades. Y la nueva Venus de la jet set europea comprobaba por primera vez cuán gratificantes eran las miradas de admiración.

Pero este rotundo éxito social solo fue un ensayo general para su debut oficial en el tradicional Baile de la Cruz Roja, su entrada estelar en el gran circo de la frivolidad. Ella fue la encargada de abrir el baile del brazo de su orgulloso padre. Y lo hizo con gran estilo, demostrando que el relevo generacional había llegado para Grace. A partir de ahora debía compartir las imágenes, el éxito y el glamour con hija Caroline. De paso, Mónaco garantizaba que seguiría teniendo una buena relaciones públicas para promocionar el principado.

En su primera juventud era audaz, independiente. El temperamento dinámico y entusiasta de Caroline se avenía muy bien con los deportes, tenía muy definidas sus preferencias en la vida, aunque a veces era algo caprichosa. En los actos oficiales usaba abundantemente los recursos del buen vestir: joyas enormes, telas hermosas, adornos de cabeza, ¡escotes!, demostrando gran sensualidad e interés hacia los dictados de la moda. Exhibía con mucha frecuencia flores en sus manos, en sus cabellos, en los estampados de sus vestidos. Se la veía a menudo en jeans y camisetas pero no renegaba de los grandes modistos para las ocasiones importantes.

Pese a su cómoda posición, Caroline tenía gran preocupación por conservar su ropa. Guardaba y clasificaba sus viejos vestidos, así como sus zapatos, la mayoría de Charles Jourdan. Para los accesorios de noche prefería Bulgari y tenía una debilidad por los aros, porque estimaba que le alargaban el rostro. En cierta ocasión le preguntaron qué era lo que menos le gustaba de su cuerpo y ella contestó que su pelo. A pesar de ello, los cuidados que dedicaba a su cabellera castaña eran los normales en una joven de su edad: se lo lavaba ella misma y se lo enjuagaba con vinagre, “tengo el pelo muy seco y fino, como el de un bebé”. Sólo acudía a su peluquero –y el de toda la realeza- Alexandre para las salidas importantes.


Su primera boda, la de 1978, fue una ceremonia hermosa. Deslumbrada y radiante, Caroline quiso que todo el pueblo de Mónaco participara de sus esponsales. Al aire libre y bajo una capilla improvisada en el patio de honor del palacio, la primogénita de Grace y Rainiero era una Venus inmaculada en su traje de tul blanco de Dior, confeccionado en cinco talleres distintos para proteger el secreto. Su pelo recogido, que evocaba su amor por la danza, estaba adornado con un tocado de flores de naranjo y muguetes a modo de orejeras. La novia y su flamante esposo salieron a caminar por las calles monegascas, como quien pasea por los caminos de su finca, saludando amablemente a todos los súbditos de su señor padre. Y la princesa, madame Junot, brindó sus mejores perfiles a los cazadores de instantáneas, que a partir de entonces no la abandonaron ni a sol ni a sombra.

Luego de su divorcio, dos años después, la prensa seguía empeñada en hacer de ella una figura frívola que solo se preocupaba de la ropa y de su vida social. Las quejas al respecto se convirtieron en auténticos lamentos, en una especie de canto de cisne para oídos sordos: “Cuando empecé a ver esta imagen mía, de princesa, en los medios de comunicación, me dije: ¡No soy yo! Al principio me reía de ello, luego me empezó a herir. Además, como nada es verdad, me da la impresión de que leo la historia de otra persona (…) ¡Un folletín malo!”. Pocos se acordaban que detrás de aquella glamorosa princesa había una joven que hablaba cuatro idiomas, que era licenciada en filosofía con orientación en psicología infantil, que tenía el bachillerato inglés, que estudiaba griego e historia del arte por puro placer y que era también una lectora febril a quien le interesaban todos los géneros literarios.

Caroline siempre se ha dedicado a cuidar su lado culto e intelectual, que los demás le niegan, incluso en su época de esposa y madre feliz. En 1985 inauguró en Mónaco, en la Biblioteca Irlandesa Princesa Grace, un simposio internacional sobre James Joyce, para el cual redactó –¿osadía o seguridad en sí misma?- su propio discurso de apertura que luego leería ante decenas de eruditos en literatura irlandesa. Más tarde, en 1990, cuando sus labores de primera dama de Mónaco eran reconocidas mundialmente, viajó a Asuán para firmar la declaración que iniciaba la reconstrucción de la Biblioteca de Alejandría. Es verdad que se cambió seis veces de vestido en los dos días que duró su visita, pero su discurso, leído en perfecto francés, se asemejaba a una buena combinación literaria entre Milan Kundera y Marguerite Duras, que dejó boquiabiertos a los presentes, incluido el presidente Mitterrand.


Los Grimaldi, prototipos de la aristocracia posmoderna, recibieron en 1982 un terrible golpe: la muerte de Grace. Rainiero explicó con toda claridad y crudeza a sus hijos la necesidad de unirse y hacer frente a un futuro nada esperanzador. Era consciente de que la imagen que ellos cuatro proyectaban al mundo no era la ideal: un viudo envejecido, una caprichosa princesa divorciada, otra princesa menor de edad con síntomas de gran rebeldía y un varón heredero que padecía “alergia” al matrimonio. Ahora le tocaba a Caroline demostrar de lo que era capaz.

La hija mayor pasó a ocupar la presidencia del Festival Internacional de las Artes y de la Fundación Princesa Grace, se hizo cargo de las Guías de Mónaco y del Garden Club y creó la organización “Joven, te escucho”, que funcionaba como servicio telefónico de ayuda a jóvenes con problemas. También se ocupó de organizar una nueva compañía de ballet de Montecarlo, la gran pasión de su infancia. De hecho, se convirtió en la primera dama aunque sin título oficial. En calidad de tal, recibió de manos de su padre la Gran Cruz de San Carlos, la más alta condecoración de Mónaco.




El 29 de diciembre de 1983 volvió a casarse. Esta vez con el multimillonario italiano Stefano Casiraghi, tres años más joven que ella, en una sencilla ceremonia celebrada en la Sala de los Espejos del palacio y no en la Sala del Trono, como marca la tradición y como cabía esperar si la boda hubiese tenido un mayor esplendor. Además de las respectivas familias apenas hubo veintitrés invitados y Marc Bohan le
diseñó un leve vestido de satén color sepia, cruzado, cuyos pliegues disimulaban su embarazo de tres meses. Esta unión fue como un bálsamo para Rainiero, quien aún guardaba luto por su esposa. En rápida sucesión vendrán los hijos Casiraghi: en 1984 Andrea Albert Pierre; en 1986 Charlotte Marie Pomeline y, finalmente, en 1987 nació su tercer hijo, Pierre Rainier Stefano.


A mitad de sus veinte años, la princesa no acostumbraba tener ideas propias o renovadoras en lo que se refiere a la moda. De su madre, eso sí, ha heredado la forma tradicional de vestir en Europa y la costumbre de ser cliente asidua de Dior, Yves St. Laurent y Karl Lagerfeld, de la casa Chloé. En algunas ocasiones accedía a vestir las creaciones de Valentino. Y aunque a la rebelde princesa de Mónaco se le consideraba en el terreno privado “una muchacha algo frívola y orgullosa” era una mujer mucho más sensitiva de lo que se creía. Prueba de ello es haber logrado que su segundo vestido de novia (para casarse con Stefano Casiraghi) fuera diseñado por el mismo modista que creó para ella el modelo que lució en su primera boda: Marc Bohan, de Casa Dior. Naturalmente, la elegancia de Caroline distaba mucho de ser la de Grace, pues se dejaba llevar por muchos caprichos de juventud, pero tenía una elegancia muy personal.


La diferencia más notable entre Grace y Caroline es que la primera jamás fue sorprendida por las cámaras de los fotógrafos sin arreglar o con un atuendo que, por sencillo y casual que fuera, no lograse el debido impacto. Caroline, en cambio, fue fotografiada muchas veces con una indumentaria que rompía por completo la imagen conservadora de una princesa real. Usaba el cabello libre, lo que favorecía su aire ligero y juvenil. A veces se mostraba públicamente despeinada, cargada de paquetes y sin maquillaje, con prendas casuales y zapatos bajos, su atuendo preferido para salir de compras por París. La princesa Grace, por su parte, sabía mantener ¡hasta en su privacidad! la encantadora magia de su posición.

Lo más admirable de Caroline es que para cada evento sabía lucir exactamente la ropa apropiada: el diseño, la línea o el color, serán más o menos acertados… aunque no siempre los más adecuados a su belleza. Sin embargo, no cabe duda de que en ningún momento (sobre todo desde que comenzó a ocuparse de las funciones que estaban a cargo de la fallecida Princesa Grace y hasta hoy) desentona su forma de vestir con la jerarquía del acto a que debe asistir representando a su padre y al principado. Y en esto la ha ayudado muchísimo Marc Bohan, posiblemente el más paciente diseñador del mundo.

Caroline, a pesar de su herencia norteamericana, confesó en muchas ocasiones que no era partidaria de la moda de aquel país. Nolan Miller, el modista de la serie “Dinastía” y el más cotizado durante los ’80 en los Estados Unidos, no le atraía porque “sus vestidos son demasiado recargados. En ningún momento dan la sensación de que la mujer pueda actuar con la debida desenvoltura, que es el secreto de la verdadera elegancia, porque la forma y los adornos de Miller obstaculizan gestos y movimientos…



La belleza meridional de Caroline era una pura expresión de vitalidad, un arrebato de poderío sensual alimentado desde los propios genes. A su lado, Casiraghi era un partenaire desdibujado, sin más patrimonio que su afición deportiva y cierta dosis de romanticismo al uso. Presente junto a la princesa en las ceremonias oficiales o las veladas mundanas, Stefano la dejó ejercer plenamente su papel, manteniéndose siempre detrás de ella y convirtiéndose en su compañero ideal al ofrecerle el equilibrio que ella necesitaba. Su muerte, el 3 de octubre de 1990, víctima de un accidente náutico, la convirtió en una joven y triste princesa viuda con tres hijos pequeños que cuidar. Acudió al funeral de negro riguroso, con un vestido entallado muy por debajo de las rodillas, mantilla española de blonda negra, medias y largos guantes. Caroline usó este tipo de larga y envolvente mantilla, como una especie de escudo protector, en los tres funerales importantes de su vida, el de su madre, el de su esposo y el de su padre.

Después de la muerte de Casiraghi vivió casi dos años de luto. Su primera aparición pública fue el 4 de mayo de 1991, en un concurso internacional de bouquets, donde, siguiendo la costumbre de la casa, eligió la comunicación no verbal. Como si se tratara de una novicia a punto de tomar los hábitos apareció con un impresionante corte de melena, un riguroso traje negro con blusa blanca y unas gafas de sol redondas. Ese cambio de imagen que entristecía su aspecto venía a significar también un cambio de actitud y de vida. Se retiró a vivir a Saint Rémy- de-Provence, lugar en que se paseaba como una campesina más con vestidos de pastorcilla estilo provenzal, estampados con florecitas blancas, que se hicieron famosos por lo sorprendente que resultaba verla con esos atuendos y porque empezaron inmediatamente a venderse en todo el mundo modelos similares. Su plácida existencia allí, en soledad, fue “amenizada” por la compañía el actor francés Vincent Lindon.





En 1999, el día en que cumplía 42 años, vino la boda con Ernst de Hannover, príncipe titular de la Casa de Hannover, Duque de Brunswick y Lünenburg, amigo de toda la vida de la princesa. Este tercer matrimonio fue el más discreto de los que protagonizó Caroline, pese a que el novio es el de mayor rango de sus tres maridos. Si en 1978 todo Mónaco salió a la calle para celebrar la primera boda de su princesa, en esta ocasión sólo hubo en la plaza del palacio Grimaldi un centenar de periodistas apuntando con sus cámaras a unos balcones que permanecieron cerrados. Caroline y Ernst no repitieron ni la salida al balcón que se produjo en 1983, cuando la princesa se casó por segunda vez. La estricta intimidad marcó un enlace que, según algunas fuentes, se precipitó por el estado de buena esperanza de la princesa, quien reincidía en esa costumbre.







Caroline sumaba a su título de Alteza Serenísima el de Alteza Real y formaba parte ahora del grupo de los reales primos de Europa, constituido por los miembros de todas las familias reales. Considerada casi una princesa de opereta de una dinastía de orígenes cuestionados, la hija mayor de Rainiero podrá ahora codearse con los grandes apellidos de la realeza. Sólo una foto oficial en la que puede verse un retrato formal de los novios -ella con traje gris perla, y él, con terno oscuro- demuestra que Caroline es, además de princesa de Mónaco, princesa de Hannover y, por tanto, súbdito de la reina Isabel II, quien había autorizado el enlace como cabeza de la extinta Casa Real de Hannover.


En el cambio de milenio su estilo seguía siendo impecable. Era muy amiga del diseñador Karl Lagerfeld, pero no necesariamente se vestía de Chanel. Siempre con el atuendo adecuado, sin exageraciones, sin artificios. A sus 40 años y del brazo de Ernst de Hannover, Caroline era una reina sin reino, había entrado por la puerta grande en la galería de la realeza milenaria de Europa y sus apariciones ya no se limitaban a una noche de ópera en un teatro de juguete, sino a las grandes veladas de gala en los principales palacios reales.

Al igual que muchas otras reinas o princesas, usa modernos sombreros para destacarse en la multitud. En su armario tienen cabida desde los trajes de noche sofisticados hasta la ropa deportiva, que utiliza cuando practica algunos de sus deportes preferidos como, por ejemplo, la caza y el esquí. También los trajes sastre, que ella utiliza en funciones públicas cuando tiene que verse muy propia, pero nada de una simple falda recta y chaqueta aburrida. Son diseños de alta costura, muy cuidados en el acabado, en los detalles y los adornos.


Parte de su imagen también se la debe a diseñadores importantes como, por ejemplo, Karl Lagerfeld o Jean Paul Gaultier, quienes han contribuido con sus creaciones para resaltar el estilo de primera dama. No está en las tendencias audaces, jamás se verá con fajas o transparencias exageradas. Peina su cabello de manera discreta, por lo regular lo encima del hombro, su maquillaje es natural, sencillo, no es una mujer que marca grandes tendencias de moda, pero sí tiene seguidoras en todo el orbe que quisieran ser como ella dentro de este estilo natural, clásico y real.


Un gusto distinguido que cada vez es más admirado. Quizá su madre, tristemente fallecida en la plenitud de su madurez, sea el modelo en el que Carolina se fije para ser, hoy, a sus 53 años, la dama perfecta. Lo cierto, es que tanto Grace como ella son dos de las mujeres más elegantes de la historia. Ambas tienen ahora en Charlotte –nieta e hija de éstas, respectivamente- a la mejor heredera de su estilo.


sábado, 28 de agosto de 2010

Diana, Princesa de Gales

La camarera del palacio de Kensington puede enorgullecerse de haber conocido, como pocos, la vida, intimidad y, principalmente, el gusto de Diana, Princesa de Gales. Su vestuario, controlado por un programa de computadora, tal vez sea el mejor retrato de esa mujer que hizo historia, lanzó modas y definió tendencias en una de las capitales más elegantes del planeta. Diana combinó estilo con comportamiento y fue mudando su ropa a medida que abandonaba el papel de esposa dedicada de los ’80 para transformarse, a fines de los ’90, en militante de causas humanitarias. Impecable pero casual visitó, en agosto de 1997, los campos minados de Bosnia, vistiendo un conjunto básico de pantalones jeans negros y camisa de algodón rosa, firmado por Giorgio Armani. Poco recordaba a la tímida profesora de primaria que a fines de los ’70 llevaba cuellos altos y vestidos llenos de volados.

Diana fue un fashion-icon y para nosotros, los ingleses, significaba un soplo de glamour, charme y elegancia dentro de una familia real que necesitaba desesperadamente de eso”, analiza Mimi Spencer, columnista londinense especializada en moda y que, británicamente, evita mencionar los vestidos de la Reina y los sombreros de la Reina madre. “Comenzamos a sentir orgullo de una princesa que era admirada, respetada y copiada en Francia, en Estados Unidos y en todo el mundo”.




Más o menos rebuscado, casual o de gala, el estilo Di se volvió casi una religión para millones de mujeres alrededor del planeta. En el Reino Unido, por ejemplo, cualquier cambio en el largo de sus cabellos motivaba una corrida a los estilistas, que rápidamente asimilaban el nuevo estilo como un modelo de buen gusto. No siempre lo era, pero, ¿a quién le importaba? Dueña de un carisma sin medida, Diana siempre robaba la escena. En junio de 1994, mientras el Príncipe Carlos asumía en la televisión que había traicionado a su mujer, ella apareció en una fiesta de la Serpentine Gallery, en Hyde Park, con un impactante vestido corto y escotado de Christina Stambolian, que dejaba sus hombros y piernas al descubierto y era una oda a la sensualidad. Delgada, alta y totalmente magnética frente a las cámaras, la princesa parecía impecable hasta cuando huía de los paparazzi al salir de la academia de gimnasia de Earl’s Court, vistiendo un ajustado short negro marca Nike y un suéter de la Universidad de Harvard. El conjunto, naturalmente, se volvió un modelo de uniforme para las adeptas al aerobismo.


Con una interminable agenda de compromisos oficiales para cumplir, la princesa poseía una de las mayores colecciones de vestidos del mundo; parte de ellos fue disputado, en junio de 1997, en una subasta en Christie’s de Nueva York y sus beneficios fueron destinados a obras de caridad. En los inicios de su vida como princesa de Gales, la inglesa Catherine Walker se convirtió en su diseñadora preferida. Las prendas de noche tenían vuelo, eran vaporosas, en telas ricas en bordados y pedrerías. Los escotes, siempre presentes, se podían definir como bien comportados. El denominador común: imprimir distinción en todo acontecimiento público con una imagen de princesa de cuento de hadas.

En los años ’90, separada del príncipe de Gales, quiso desprenderse de la imagen de mujer recatada que resultó traicionada y cambió volados y pedrería por escotes osados y diseños ajustados al cuerpo que revelaban su sensualidad. Entraron en su guardarropa Valentino, Jacques Azagury y Gina Fratini. El italiano Gianni Versace se convirtió en su amigo y también en proveedor de ropa tanto para cenas de gala como para visitas a hospitales y centros de caridad. Cuando presentó su primera colección para Casa Dior, el talentoso diseñador inglés John Galliano también mereció el privilegio de vestir su silueta elegante. Dior retribuyó su preferencia bautizando una cartera de mano de cuero, de formato cuadrado y asas cortas, con el nombre de “Lady Di”, lo que la transformó en uno de los diseños más codiciados y fila de espera para adquirirla, pese a su elevado precio de 2.000 dólares.

Para las casas de moda y los diseñadores, vestir a la Princesa de Gales fue siempre una certeza de éxito en los negocios antes de las liquidaciones. Ella tenía plena conciencia de ello y, casi con la misma dedicación que dedicó a los proyectos de caridad, dio prestigio a un considerable elenco de diseñadores ingleses: Bruce Oldfield y Catherine Walker, sus preferidos, Víctor Edelstein, Belville Sassoon y los hermanos Emanuel, responsables de su célebre vestido de novia.

Diana fue el primer miembro de la familia real británica en no considerar subconscientemente a sus diseñadores como “comerciantes”. Siempre estaba preparada para dar relieve a la cena de gala ofrecida a los compradores extranjeros en el Fishmonger’s Livery Hall por el Consejo Británico de la Moda, o a la gala en beneficio de Barnardo organizada por Bruce Oldfield en el hotel Grosvenor House. Al mismo tiempo, hizo dos contribuciones menos concretas: sostener la posición de Londres como la cuarta capital de la moda, proporcionando un foco global para la moda británica, con fotografías y explicaciones sobre sus diseñadores que aparecían incesantemente en publicaciones desde Nueva York a Tokio y desde Vancouver a Riyadh; y ayudar a crear un clima de conciencia de la moda en las principales calles británicas.

En los ’70, las noticias sobre la moda aparecían en los periódicos sólo una vez a la semana, en las páginas dedicadas a la mujer. Diana elevó la temperatura del país a tal grado que ningún director de diario podía dormir tranquilo si no publicaba una fotografía a cuatro columnas de su último vestido de noche con profundo escote en la espalda. Y el apoyo de la princesa a determinados diseñadores promovía la venta de vestidos porque, en contraste con Estados Unidos, era la única mujer de Gran Bretaña que vestía un amplio repertorio de prendas.

Se escribió tanto sobre los nuevos vestidos de la princesa y de su romántica transformación, de maestra de jardín de infancia a embajadora de la moda británica, que resultaba fácil olvidarse de las implicaciones comerciales locales. Los periódicos ingleses escrutaban las nuevas prendas de Diana con una fascinación reservada únicamente a la guerra: el nuevo diseñador, héroe del frente; el repentino e inesperado revés en la fortuna de algún modista; la retirada estratégica de la línea del dobladillo. Y, con todo, se preocupaban por los precios de las nuevas prendas. Si se le vendía con descuento un traje de noche (lo que ocurría con frecuencia), entonces se producían muestras de descontento por la desigualdad de oportunidades. Cuando pagaba el total del precio marcado, Inglaterra se sentía perpleja por el costo y se preguntaba angustiada si en realidad necesitaba tantos vestidos.

Cuando se realizó el viaje a Italia del Príncipe y la Princesa de Gales en 1985, el londinense Daily Star lo anticipaba de esta forma: “LA EXCURSIÓN DE CIEN MIL LIBRAS DE DIANA. LA PRINCESA HA ADQUIRIDO SETENTA Y CINCO NUEVOS VESTIDOS PARA DESLUMBRAR A LOS ITALIANOS”. Pero terminaba la nota diciendo: “Bellísima… es la única palabra para describir a la radiante Princesa Diana”.

Pero bellísima no era la palabra que la prensa norteamericana elegía con más frecuencia. La relación entre los periodistas de modas neoyorquinos y el vestuario de Diana era tan compleja que sólo un psicoanalista especializado en el desarrollo de productos podría llegar a desentrañarla. Por un lado alababan sin cesar a la princesa por su buen gusto (“sólo la Princesa Diana podría llevar un sencillo suéter de Edina Ronay y conseguir que la luz de los focos se apartara del príncipe, en el campo de polo, para enfocarla a ella”, Detroit Free Press). Luego la vapuleaban por sus errores, como W, en su suplemento sobre las víctimas de la moda de 1985: “Extrajo a antiguos favoritos, como Emanuel, de la división de prendas olvidadas para hacerlos resurgir como los peores conjuntos del viaje italiano; una tiesa chaqueta de cuadros verde esmeralda con el atractivo de una manta de caballo. La bufonada se completó con el añadido de un amplio y amorfo sombrero esmeralda”.

Los diez años de matrimonio de hecho la princesa permaneció leal a los productos ingleses, al menos en público. En privado vestía algún Ralph Lauren, adquirido en la tienda de New Bond Street y unos pocos jerseys de Armani. Los lugares relativos dentro de los doce favoritos de Diana dependían en grado sumo de los diseñadores rivales. El vestuario real para los viajes a Australia y Canadá en 1984 presentó una diferencia con las tendencias de la princesa de seis años después. El viaje australiano duró el bíblico número de cuarenta días y cuarenta noches. El recorrido por Canadá fue más corto, sólo duró dieciocho días. En conjunto, Diana tuvo actos oficiales durante cuarenta y siete de aquellos días y cuarenta y tres de las noches y vistió un total de ochenta y dos conjuntos.

Después de tres meses de compras y de pruebas con varios de los nombres que eran nuevos para ella, se empaquetaron prendas de diecinueve diseñadores (desde seis piezas de Donald Campbell a una sola de Emanuel, pasando por The Chelsea Design Co., Jacques Azagury, Jasper Conran o Haachi) dentro de los noventa baúles monogramados que se cargaron a bordo del Boeing 707 de la RAF con destino a Woomargarma. Allí había también veintisiete sombreros de John Boyd, un par de blusas de Oscar de la Renta (única prenda de un diseñador extranjero que usó en un viaje oficial), además de zapatos de Blahnik y Rayne. El amplio alcance y el gran número de diseñadores a quienes Diana concedió su confianza eran prueba de su creciente familiaridad con la reducida condición de la moda británica. Aunque hubiera sido más conveniente que se restringiera a tres o cuatro diseñadores (igual que sus mayores en la familia real hacían con Hardy Amies y Norman Hartnell), en lugar de rastrear por todas partes e ir por ahí explicando lo que deseaba.

Cinco años más tarde, la princesa solicitaba menos consejo a los expertos (Anna Harvey, directora del Vogue británico, fue en gran medida quien creó el estilo de la Princesa de Gales). Se sentía a gusto en compañía de los diseñadores y había reducido su repertorio: Edelstein, Oldfield, Jasper Conran, Catherine Walker y Edna Ronay. Según David Sassoon, “al principio, ella revivió el romanticismo, luego optó por una moda más audaz; ahora ha regresado al romanticismo. Ha dado un giro total en seis años”.


Ha lucido desde las faldas anchas hasta las ceñidas, ha experimentado con todos los colores (según la etiqueta, tenía que llevar colores vivos para resaltar en medio de la multitud pero lo hacía con estampados hasta encontrar los tonos enteros que luego la favorecieron), pero sus telas favoritas eran el terciopelo, el tafetán y el satén. Según Victor Edelstein: “La Princesa de Gales ha optado por la silueta Y, que le sienta de maravilla”, dijo refiriéndose a sus trajes de hombros amplios y faldas estructuradas y angostas.
La belleza y la juventud de la princesa son tan fuertes que no necesita adornos artificiales –concluía el diseñador norteamericano Bill Blass en 1988-. Su imagen nocturna es buena porque tiene la ventaja de poseer grandes joyas y de poder lucir vestidos sin tirantes”. Arnold Scaasi, otro norteamericano, coincidía que “…es muy joven y bonita, pero también posee una cualidad que resulta… muy aristocrática. ¿Es esa la palabra? Creo que Jackie Onassis tenía esa cualidad. Resulta muy bonita, pero hay en ella una cierta elegancia y porte que la hace muy señorial. Esa cualidad es un don.”
Diana adoraba los colores vivos. Usaba el rojo, el rosa oscuro o el azul cielo para descollar en medio de la multitud y eran agradables a la vista. El azul lo utilizaba para dar realce a sus ojos. Los tonos pálidos y el blanco los llevaba a menudo como contraste a su cabello rubio y su cutis de rosa. El negro lo reservaba para la noche y lo acompañaba con brillantes joyas. Para las cenas oficiales lucía los opulentos aderezos que le regalaba la Reina o el príncipe de Gales, pero a veces rompía todos los moldes variando la forma de usarlas. No era raro verla con un diseño de noche y un collar de perlas anudado sobre la espalda desnuda. En otras ocasiones daba vueltas a sus gargantillas y las convertía en brazaletes o colocaba un choker en la frente, a modo de bandana india. Muchos de sus trajes de noche dejaban un hombro al desnudo y eran creados especialmente para ella por el japonés Haachi. Llevaba también muchos trajes de dos tonos para verse menos alta.

Desde 1983 fue integrada en el Hall of Fame de las mujeres más elegantes del mundo. Pero había tanteado paso a paso su camino. En sus dos últimos años, cansada de ser perseguida por la prensa, parecía estar decidida a relajarse. Tuvo una etapa étnica, con trajes de estilo paquistaní. Eligió excepcionales trajes de chaqueta de Versace, Tomasz Starzewksi o Catherine Walker que ceñían su silueta, sutilmente insinuantes y acentuaban su porte distinguido. No perdía oportunidad de exhibir sus bien torneadas piernas o sus magníficos hombros; otra cosa que manejaba a la perfección era el arte de llevar los pequeños bolsos de mano, que elegía en lugar de los bolsos colgados del hombro para no estropear el look de su vestido. Jasper Conran, Lacroix, Chanel y nuevamente Versace elegía para los trajes de noche. Moschino era otro de sus favoritos. Sus reales pies preferían las etiquetas de Charles Jourdan y Manolo Blahnik, a las que solía añadir la de Christian Dior en las medias, que usaba en estudiada armonía (como todo lo demás) con el resto del vestuario. Su imagen, pese a ser cara, había puesto a la corona “en órbita”.

En sus vacaciones de verano en Saint Tropez combinó la alegría con la modernidad, aunque con ropa sofisticada de marca. Se vistió de playa con mallas enterizas bicolores y estrenó un modelo estampado atigrado. Con el pretexto de huir de los paparazzi usó anteojos oscuros de Versace. Paseaba de bermudas blancos, camisa y bolso de mano de Louis Vuitton. Vestía lo básico, pero parecía preparada para protagonizar un reportaje de primera página.


Cedió al asedio de las más célebres revistas de moda, como Vogue, Harper’s Bazaar y Vanity Fair, y posó como una top model real para los fotógrafos Patrick Demarchelier y Mario Testino. “Diana se convirtió en mi modelo preferida. La primera vez que la vi, quedé impresionado con la forma en que ella irradiaba su belleza”, así la elogia Demarchelier, que la vistió de Versace y Catherine Walker. Ya que no podía escaparse de los medios, decidió aprovecharse de ellos para incrementar sus proyectos personales y sociales. En esas fotos de estudio, parece una modelo profesional, cómoda, relajada y sexy. Tampoco economiza sonrisas, una marca registrada suya que, para mala suerte de los ingleses, fue la única característica que no se convirtió en moda en las islas británicas. Sus esfuerzos en el correr de los años para mejorar su persona, su imagen y dejar a su paso una bella estela fue un magnífico ejemplo de esfuerzo y de tenacidad.



viernes, 27 de agosto de 2010

La Reina Consorte de los Belgas


Veinticuatro años después de la muerte trágica de la reina Astrid de Bélgica, consorte de Leopoldo III, Donna Paola Ruffo di Calabria fue la primera princesa que pisó el palacio de Laeken, tras una boda de campanillas que dio largas horas de trabajo a los paparazzi y a la todavía piadosa "prensa del corazón" de la época. Nacida en 1937 en Fonte di Marmi, una estación balnearia donde su familia poseía una casa de veraneo, la niña recibió los nombres de Paola Margherita Giuseppina Maria Antonia, y detrás, una larga lista de apellidos nobles: de la madre, Luisa dei Conti Gazelli di Rossana e di Sebastiano y del padre, Fulco príncipe de Ruffo di Calabria, duque de Guardia Lombarda y conde de Sinopoli.

Los príncipes Ruffo di Calabria conforman uno de los linajes más antiguos de Italia. El primer ancestro que se conoce de esta Casa es Giordano Ruffo, quien fuera gran mariscal del Reino de Sicilia a comienzos del año 1200. A partir del siglo XIV los Ruffo se dividieron en dos ramas: los Ruffo príncipes de Scaletta y los Ruffo príncipes de Calabria. A ésta última rama pertenece Paola, hoy reina consorte de los Belgas, quien está emparentada con las principales familias aristocráticas de Italia: Alliata, Colonna, Rospigliosi, Orsini, Pallavicini y entre sus ancestros se encuentra el marqués de Lafayette, héroe francés de la Independencia de los Estados Unidos, y Jean-Louis-Paul-Francois, 5º duque de Noailles.
En 1959 se casó con Alberto, entonces príncipe de Lieja. Era una joven de belleza perfecta, que hubiera podido hacer carrera como modelo o como estrella de cine. Pero, al decir de los italianos, la boda con Alberto de Lieja fue obra de su hermano Antonello, el hombre de negocios de la familia, que quería dar un destino más alto al mejor capital de los Ruffo.



Su historia de amor tentaría a cualquier guionista de Hollywood. Durante la entronización del papa Juan XXIII el príncipe Alberto se fija en la joven aristócrata y no puede dejar de pensar en ella durante el resto de la velada. A los dos días Paola es invitada a una recepción en la embajada belga. Balduino de Bélgica, al percatarse del enamoramiento de su hermano menor, que no puede dejar de nombrar a Paola, encarga al embajador en Italia que realice unas averiguaciones sobre la joven. Éste descubre un árbol genealógico impecable y un pasado impoluto, por lo que el heredero da su permiso para que Alberto viaje a una fiesta de la princesa Borghese, a la que Paola también acudiría. Unas vacaciones de esquí y paseos bajo el sol de la Toscana hicieron el resto. Una excusa tan infantil como la de enseñar a conducir a la princesa les permitió salirse de los encorsetados círculos reales de la época.


El enlace fue considerado en su tiempo la boda del siglo, como todas las bodas reales que movilizan las masas y colman las expectativas del gran público. La novia llevó una diadema de brillantes estilo art-decó con diseño geométrico y tres filas de diamantes, tiara que también puede ser usada como gargantilla y fue un regalo de la reina Elisabeth (nacida princesa de Baviera, sobrina de la emperatriz Sissi de Austria y esposa del rey Alberto I) a su nuera, la reina Astrid, en 1935, con motivo del nacimiento de su hijo Alberto. Tras la muerte de Astrid, la joya fue usada por la segunda esposa del rey, Lilian Baels. Paola ha lucido esta pieza, una de sus preferidas, en numerosas ocasiones siendo princesa de Lieja y luego de convertirse en reina de los Belgas.


Junto a la valiosa tiara, la bella italiana lució un precioso velo de encaje de bolillos de Bruselas del siglo XIX, realizado en hilo de lino sobre tul de algodón, el mismo que estrenara Laura Mosselman du Chenoy (1877) en su boda con don Beniamino, príncipe Ruffo di Calabria y que llevaría su hija, Luisa Gazelli (madre de la reina Paola), condesa de Rossana y de Sebastiano, en 1919, durante sus nupcias con Fulco, príncipe Ruffo di Calabria. Años más tarde, el velo sería utilizado por la princesa Astrid, hija de Alberto y Paola, cuando se casó en 1984 con el príncipe Lorenzo, archiduque de Austria–Este, y por Matilde en 1999, para el día de su boda con el príncipe Felipe, el otro hijo, heredero de la Corona.

Era la primera princesa en el palacio de Laeken desde 1935, pero no la primera mujer. Había otra en palacio, la plebeya Lilian, que se había casado con Leopoldo III en 1941, en plena ocupación alemana y sin autorización del Parlamento. Había recibido el título de princesa de Rethy y tuvo tres hijos con el rey, hermanastros de Balduino y de Alberto, pero sin ningún derecho sucesorio. Por tanto, ninguna otra mujer había desempeñado desde la muerte de Astrid funciones oficiales como miembro de la casa real.

Paola era una preciosa muchacha llegada del sol de Italia a la brumosa Bélgica, donde reinaba Balduino. Y la corte en la que entró, convertida en princesa de Lieja, había quedado paralizada en el tiempo. Era un convento lleno de hombres vestidos de gris, regido por un protocolo envarado y animado por una religiosidad excesiva. La aparición de una cuñada también latina, Fabiola de Mora y Aragón, justo al cabo de un año de su boda, no mejoró las cosas para la "dulce Paola". La española era mujer de faldas plisadas bajo la rodilla; la italiana, de minifaldas. Una, recatada; la otra, extravertida. La primera, católica tradicional; la segunda, más que posconciliar. La aragonesa, calmada y conforme con el protocolo; la calabresa, adicta a la Vespa, al rock y a la vida mundana.


En sus primeros años como princesa, Paola fue rebelde e inadaptada y llenó con sus escándalos las páginas y portadas de la prensa. Su belleza, clase y estilo le hicieron acreedora del título “la princesa más bella de Europa”, y sin duda lo era. Ni Balduino ni Fabiola aceptaron nunca la vida disoluta de los príncipes de Lieja, protagonistas ambos del mayor escándalo de las cortes europeas de entonces.

Se trataba de un caso similar al de Carlos de Inglaterra con Diana Spencer ya que, al igual que el de los británicos, estuvo jalonado de mutuas infidelidades y adulterios. Él, entre otras, con una condesa belga (de la que nacería una hija bastarda reconocida por Alberto, ya rey, con posterioridad). Ella también con varios amores y amoríos.

A los cuatro años de casada, las cosas no andaban bien para Paola. Sólo aparecía en los actos donde su presencia era imprescindible. Se la vio bostezar en plena ópera. Entonces sólo se rompió la magia del flechazo con que la recibieron los belgas y su popularidad empezó a erosionarse. Mucho se dijo en la época sobre la estabilidad de su matrimonio, atribuida indefectible y malintencionadamente a su actitud. Como si "el marido de Paola", tal como se le nombraba, no fuera también un hombre animado y juerguista. La Libre Belgique, diario conservador y católico, escribía que todas las anteriores circunstancias "convirtieron en difícil de vivir su destino de princesa, llegando a perjudicar incluso al equilibrio de la pareja principesca".

Pronto, los príncipes de Lieja, versión belga de los príncipes de Gales, montaron los primeros escándalos. Sobre todo él. Ella, una muchacha joven y bonita, decidió pagar con la misma moneda a su infiel marido, sin importarle ni la familia ni los reyes ni el prestigio personal.

Primero había revolucionado las cortes europeas de los ‘60 con sus minifaldas, con sus biquinis, con su intensa belleza que convertía en momias a todas las reinas y princesas de la época –con excepción, probablemente, de Grace de Mónaco, aunque ella no contaba-. Pero Bruselas fue demasiado para ella, como lo fue la falta de espíritu que arrastraba su marido, a quien, en vida del virtuoso Balduino, le dio por pecar sin ton ni son. Mucho antes de que la princesa Diana se rebelara contra la corte inglesa, Paola hizo su propia revolución y, con 30 años escasos, dejó marido e hijos para ir en pos del fotógrafo de Paris Match, el conde de Munt, un italiano que la llevó a una playa de Cerdeña tras avisar a los paparazzi, tan de moda en aquellos años.

Las fotografías de la pareja paseando abrazados, él llevando las manos en la cintura desnuda de Paola, obligó a intervenir al rey Balduino, apartando en secreto a su hermano, cuyos amores con la condesa belga eran de dominio público, de la sucesión al trono. Pero su repentina muerte le impidió materializar aquella decisión. Por tanto, al fallecer el monarca, Alberto de Lieja hizo valer todos sus derechos, que los tenía oficialmente, para convertirse en el rey de los Belgas.



El pueblo belga comenzó a llamar, despectivamente, a Paola «la italiana» o «la princesa de las maletas», por lo mucho que viajaba. En uno de estos viajes, concretamente a Londres, se hizo público en la prensa que la princesa de Lieja y el cantante italo-belga Salvatore Adamo habían sido vistos juntos bailando en locales nocturnos de la capital británica. La cuñada de los reyes Balduino y Fabiola, que era una gran aficionada a la música moderna (no era difícil verla bailando incluso descalza en locales de moda de Bruselas), pidió a Adamo que compusiera para ella una canción. Él, que parecía haberse enamorado de la princesa, así lo hizo. El resultado fue: “Paola, dulce Paola”, canción que despertó comentarios de toda índole no sólo en el país, sino en la corte. Algunas estrofas parecían hablar por sí solas: «Paola, en el fondo de mi corazón conservo / al igual que de una bella flor el recuerdo de tu dulzura / hoy he visto de verdad, a una paloma, amor».

Poco le duró la aventura y Paola volvió a casa gracias al perdón de Balduino y Fabiola, empeñados en salvar su alma descarriada. No fue mala estrategia. La rebelde princesa acabó por aceptar su destino de matrona. Había tenido tres hijos con Alberto: Felipe (Philippe Léopold Louis Marie), duque de Brabante; Astrid (Astrid Josephine Charlotte Fabrizzia Elisabeth Paola Marie) y Laurent (Laurent Benoït Baudouin Marie). Y, poco a poco, se re-enamoró del ya maduro Alberto. "A principios de los años ochenta, el cielo está sereno bajo la pareja que continúan formando Paola yAlberto. Posiblemente han empezado un nuevo capítulo de su vida en común", escribía el diario popular bruselense La Lanterne.


El estilo de la actual reina de los Belgas ha sido siempre discreto, tanto en vestuario como en joyas. Nada del glamour y brillo que caracterizó la alta costura de los ’80 y ’90. Algunos aderezos heredados y alhajas privadas muy personales, como los célebres moretti venecianos. Alberto Nardi, tercera generación de joyeros de La Serenissima, cuenta cómo nacieron esos moretti: “Mi abuelo era de Florencia…se asentó en Venecia y allí creó su joyería… Quería hacerle un regalo muy especial a su esposa, nada al uso y creó un moretto inspirado en los soldados venecianos del siglo XVIII, que en aquellos momentos llevaban un único pendiente en forma de talla con cara de un turco. Mi abuelo creó una joya para mi abuela e hizo el primer moretto de oro con esmalte enriquecido con piedras preciosas”.


El tiempo, la historia de Venecia y las circunstancias han hecho de estas piezas de joyería un objeto de culto para que el novio obsequiara a la novia con un moretto y las damas de la aristocracia cayeran en el hechizo para lucir esta joya en sus mejores ocasiones. La hoy reina de los Belgas, aún siendo princesa Ruffo di Calabria pasó por la Piazza San Marco para encargar una de estas joyas que, con el tiempo, pasaría a ser el moretto más venerado, aquel que la soberana belga aún luce en muchas ocasiones palaciegas y al que pusieron por nombre “Paola”.

Era abuela ya y parecía dispuesta a esperar que su hijo Felipe sucediera al tío Balduino, cuando la prematura muerte de éste hizo que la corona fuera a parar a la cabeza de su marido. Paola acababa de reconocer que daba por bien empleada su vida y su matrimonio cuando dejó de ser princesa de Lieja y se convirtió en Reina Consorte de los Belgas, en 1993. Todos los cuentos de los años mozos pasaron a ser no más que maledicencias o exageraciones. Basta con oír hablar sobre la nueva regina a alguno de los más de doscientos mil italianos que viven en Bélgica y que componen la colonia extranjera más numerosa. O a los belgas, todavía emocionados por la desaparición de Balduino.



Paola es una abuela de leyenda, tanto por la hermosura que conserva a pesar de los años como por su humanidad y su simpatía. Se sabe también que llegó al trono impregnada de una nueva religiosidad casi mística. La Libre Belgique asegura que las tormentas han amainado gracias, entre otros, al apoyo espiritual de Renovación Carismática.

Paola de Bélgica, la dulce Paola que cantaba Adamo, la rebelde Paola que un buen día se fue de palacio para vivir un idilio en Cerdeña con un conde italiano, reconoce estar domesticada. A los 70 años, aún hermosa, la actual reina de los belgas ha decido pasar revista a una vida que estuvo en todas las portadas de Europa desde que dejó Italia para casarse con un príncipe belga.