En la lista anual de las mujeres más elegantes del mundo, el nombre de Caroline de Mónaco se repite una y otra vez. Y es que la hija mayor de la mítica Grace Kelly se caracteriza por su impecable forma de vestir y su acierto al adaptar las últimas tendencias a su estilo. Divorciada del playboy francés Philippe Junot, viuda del multimillonario Stefano Casiraghi, la actual esposa del polémico Ernst de Hannover y princesa heredera de Mónaco luego de la muerte de su padre en 2005 cuida su vestimenta hasta el último detalle. E incluso cualquier complemento es propicio para aportar un toque extra de distinción a su vestuario.
Pese a su cómoda posición, Caroline tenía gran preocupación por conservar su ropa. Guardaba y clasificaba sus viejos vestidos, así como sus zapatos, la mayoría de Charles Jourdan. Para los accesorios de noche prefería Bulgari y tenía una debilidad por los aros, porque estimaba que le alargaban el rostro. En cierta ocasión le preguntaron qué era lo que menos le gustaba de su cuerpo y ella contestó que su pelo. A pesar de ello, los cuidados que dedicaba a su cabellera castaña eran los normales en una joven de su edad: se lo lavaba ella misma y se lo enjuagaba con vinagre, “tengo el pelo muy seco y fino, como el de un bebé”. Sólo acudía a su peluquero –y el de toda la realeza- Alexandre para las salidas importantes.
Su primera boda, la de 1978, fue una ceremonia hermosa. Deslumbrada y radiante, Caroline quiso que todo el pueblo de Mónaco participara de sus esponsales. Al aire libre y bajo una capilla improvisada en el patio de honor del palacio, la primogénita de Grace y Rainiero era una Venus inmaculada en su traje de tul blanco de Dior, confeccionado en cinco talleres distintos para proteger el secreto. Su pelo recogido, que evocaba su amor por la danza, estaba adornado con un tocado de flores de naranjo y muguetes a modo de orejeras. La novia y su flamante esposo salieron a caminar por las calles monegascas, como quien pasea por los caminos de su finca, saludando amablemente a todos los súbditos de su señor padre. Y la princesa, madame Junot, brindó sus mejores perfiles a los cazadores de instantáneas, que a partir de entonces no la abandonaron ni a sol ni a sombra.
Caroline siempre se ha dedicado a cuidar su lado culto e intelectual, que los demás le niegan, incluso en su época de esposa y madre feliz. En 1985 inauguró en Mónaco, en la Biblioteca Irlandesa Princesa Grace, un simposio internacional sobre James Joyce, para el cual redactó –¿osadía o seguridad en sí misma?- su propio discurso de apertura que luego leería ante decenas de eruditos en literatura irlandesa. Más tarde, en 1990, cuando sus labores de primera dama de Mónaco eran reconocidas mundialmente, viajó a Asuán para firmar la declaración que iniciaba la reconstrucción de la Biblioteca de Alejandría. Es verdad que se cambió seis veces de vestido en los dos días que duró su visita, pero su discurso, leído en perfecto francés, se asemejaba a una buena combinación literaria entre Milan Kundera y Marguerite Duras, que dejó boquiabiertos a los presentes, incluido el presidente Mitterrand.
Los Grimaldi, prototipos de la aristocracia posmoderna, recibieron en 1982 un terrible golpe: la muerte de Grace. Rainiero explicó con toda claridad y crudeza a sus hijos la necesidad de unirse y hacer frente a un futuro nada esperanzador. Era consciente de que la imagen que ellos cuatro proyectaban al mundo no era la ideal: un viudo envejecido, una caprichosa princesa divorciada, otra princesa menor de edad con síntomas de gran rebeldía y un varón heredero que padecía “alergia” al matrimonio. Ahora le tocaba a Caroline demostrar de lo que era capaz.
El 29 de diciembre de 1983 volvió a casarse. Esta vez con el multimillonario italiano Stefano Casiraghi, tres años más joven que ella, en una sencilla ceremonia celebrada en la Sala de los Espejos del palacio y no en la Sala del Trono, como marca la tradición y como cabía esperar si la boda hubiese tenido un mayor esplendor. Además de las respectivas familias apenas hubo veintitrés invitados y Marc Bohan le diseñó un leve vestido de satén color sepia, cruzado, cuyos pliegues disimulaban su embarazo de tres meses. Esta unión fue como un bálsamo para Rainiero, quien aún guardaba luto por su esposa. En rápida sucesión vendrán los hijos Casiraghi: en 1984 Andrea Albert Pierre; en 1986 Charlotte Marie Pomeline y, finalmente, en 1987 nació su tercer hijo, Pierre Rainier Stefano.
Lo más admirable de Caroline es que para cada evento sabía lucir exactamente la ropa apropiada: el diseño, la línea o el color, serán más o menos acertados… aunque no siempre los más adecuados a su belleza. Sin embargo, no cabe duda de que en ningún momento (sobre todo desde que comenzó a ocuparse de las funciones que estaban a cargo de la fallecida Princesa Grace y hasta hoy) desentona su forma de vestir con la jerarquía del acto a que debe asistir representando a su padre y al principado. Y en esto la ha ayudado muchísimo Marc Bohan, posiblemente el más paciente diseñador del mundo.
Después de la muerte de Casiraghi vivió casi dos años de luto. Su primera aparición pública fue el 4 de mayo de 1991, en un concurso internacional de bouquets, donde, siguiendo la costumbre de la casa, eligió la comunicación no verbal. Como si se tratara de una novicia a punto de tomar los hábitos apareció con un impresionante corte de melena, un riguroso traje negro con blusa blanca y unas gafas de sol redondas. Ese cambio de imagen que entristecía su aspecto venía a significar también un cambio de actitud y de vida. Se retiró a vivir a Saint Rémy- de-Provence, lugar en que se paseaba como una campesina más con vestidos de pastorcilla estilo provenzal, estampados con florecitas blancas, que se hicieron famosos por lo sorprendente que resultaba verla con esos atuendos y porque empezaron inmediatamente a venderse en todo el mundo modelos similares. Su plácida existencia allí, en soledad, fue “amenizada” por la compañía el actor francés Vincent Lindon.
En el cambio de milenio su estilo seguía siendo impecable. Era muy amiga del diseñador Karl Lagerfeld, pero no necesariamente se vestía de Chanel. Siempre con el atuendo adecuado, sin exageraciones, sin artificios. A sus 40 años y del brazo de Ernst de Hannover, Caroline era una reina sin reino, había entrado por la puerta grande en la galería de la realeza milenaria de Europa y sus apariciones ya no se limitaban a una noche de ópera en un teatro de juguete, sino a las grandes veladas de gala en los principales palacios reales.